La historia musical jazzística del área asiática (Medio y Lejano Oriente) se caracteriza tanto por su escasez como por su pluralismo estilístico, fusión y convivencia entre grandes y pequeñas tradiciones.
Por un lado se pueden encontrar culturas musicales que han difundido, impregnado y unificado diversos y extensos territorios geopolíticos —como la civilización árabe-musulmana— y, por otro, regiones que han mantenido sus propias concepciones locales (como Japón), sin renunciar por ello a los sonidos del mundo occidental contemporáneo.
Lo que distingue y diferencia en general aquella zona del planeta es su capacidad de contener y condensar en poquísimos rasgos, aspectos significativos y valores de lo imaginario, íntimamente ligados a la identidad sociocultural.
Los representantes de todos estos mundos expresan en el presente —y con vistas hacia delante en el tiempo— la prolongación de un conjunto de caracteres hereditarios que los determinan musicalmente y que se configuran como metáforas del sincretismo actual mediante formas inter y transculturales en las que se manifiestan y definen. En ello hay un juego de modalidades que incitan a que se perciba la diversidad de voces, sentimientos, estados de ánimo y timbres instrumentales.
Sus herencias en coexistencia con las sonoridades urbanas de fines y principios de siglo se han expresado plenamente en las tensiones y contradicciones entre continuidad y cambio, al igual que en los diferentes procesos de innovación y transformación de estilos (de lo acústico a lo eléctrico), como es la situación del vietnamita Cuong Vu o de la japonesa Monday Michiru, por ejemplo.
Asimismo, el encuentro entre repertorios tradicionales y músicas cosmopolitas ha generado dinámicas socioculturales ligadas a fenómenos de movilidad, como la emigración de los músicos y la relación entre metrópolis continentales y diminutas zonas.
La interacción entre el progreso artístico supranacional y la tradición local ha generado nuevos modelos de producción y de consumo musical que han determinado cambios y por ende enfrentamientos profundos entre ideologías y políticas culturales o religiosas, como en el caso del árabe Rabih Abou-Khalil.
O un proceso de variaciones concomitantes cuyo aspecto más evidente es la occidentalización, entendida ésta como una manera de adecuarse a modelos musicales centroeuropeos, desde la música clásica hasta la irradiación interpretativa del jazz, como es el ejemplo de la azerbaijana Aziza Mustafa Zadeh, quien entreteje tales influencias con sus tradiciones nacionales y parámetros estéticos bien definidos.
Todos ellos son una muestra de “hipermodernidad” sin sentimientos nostálgicos, frente a una realidad en la que deben convivir la tradición purista y la instantaneidad mediática, las formas de reproducción y consumo sonoro y hasta las revoluciones, estados de guerra y demás trastornos de la vida por aquellos lares.
VIDEO SUGERIDO: Aziza Mustafa Zadeh – Gachma Gözal (Munich, 1994), YouTube (LOFTmusic)
*Capítulo del libro Jazz y Confines Por Venir. Comencé su realización cuando iba a iniciarse el siglo XXI, con afán de augur, más que nada. El tiempo se ha encargado de inscribir o no, a cada uno de los personajes señalados en él. La serie basada en tal texto está publicada en el blog “Con los audífonos puestos”, bajo la categoría de “Jazz y Confines Por Venir”.
Robert Zimmerman cumplió en mayo de 1991 50 años de edad; y Bob Dylan, 30 de haberse manifestado. Para festejarlo, el artista y su compañía disquera decidieron sacar una caja que contiene tres compactos con 58 creaciones dylanianas de ayer y de anteayer, de un solo golpe.
Rarezas y piezas inéditas acumuladas a lo largo de tres décadas de andar por el camino y que llevan el título de The Bootleg Series (Volumes 1-3: Rare & Unreleased) 1961-1991 (Columbia).
Todas estas grabaciones –material no utilizado en álbumes, versiones varias de canciones conocidas o no, ocasionales tomas en vivo, demos para distintos usos, etcétera– fueron hasta ese momento objeto de un sinnúmero de ediciones piratas de muy diversas calidades (desde Greatest White Wonder de 1969 hasta Ten of Swords en 1985), que abarcaban lo mismo infames retazos que verdaderas sublimidades.
Lo que se escucha en The Bootleg Series es lo mismo que se lee en las novelas más inquietantes de la creación: la sensación plena de las alegrías y las penas febriles y contrastadas del cuerpo y el espíritu.
Dylan es el hombre que ha conocido el hueso y que lo ha transformado a discreción en nata de sueños, en esencia delirante. Esto, sin embargo, no sirve para definir la extraña situación, el status incongruente, casi petrificado, de este poeta, icono a perpetuidad.
De 35 apariciones en disco (27 álbumes de estudio, cinco en vivo y tres compilaciones), Dylan «sólo» había vendido en ese entonces 35 millones de unidades; en los últimos tres lustros (desde Desire) su mayor éxito lo había obtenido con Biograph, una compilación quíntuple (pese a la absurda confusión sufrida por su cronología).
Los pedidos por adelantado de dicha caja ascendieron a más del triple de las ventas de su último álbum hasta la fecha, Under the Red Sky; en ocho años Dylan había sacado seis discos de estudio y andado de gira casi sin interrupción (él la llamaba ya su «Never Ending Tour»), como una especie de desafío extralimitado, tal como lo mostraban los dos acetatos en vivo más recientes, de los cuales el totalmente embrutecido With the Grateful Dead parecía un sarcasmo profético.
No obstante, nada de ello importaba a los ojos de la gente. Para ésta Dylan es los sesenta. Cualquiera que haya sido la objetividad «exhaustiva» aplicada por los autores de este proyecto, los tres primeros volúmenes de Bootleg Series no desmentían a «la gente». Había 58 títulos, de ellos 36 fueron extraídos del periodo de 1961 a 1967, el más mítico, y mostraron que aquello era verdad.
Se trataba asimismo, desde luego, del periodo de fundación: al filo de esas canciones, más un poema dicho de manera nerviosa y conmovedora («Last Thoughts on Woody Guthrie», durante un concierto en Nueva York en 1963), se está presente, literalmente, ante la formación de un hombre y nombre.
Uno que avanzaba disimulando sus pasos, que daba brincos disparatados, que era complejo y sobre todo voluntarioso; que caminaba con audacia y estilo, con esa mezcla de temeridad y oportunidad que resultaba asombrosa en un hombre tan joven.
En un hotel de Minneapolis nacía Bob Dylan a los 20 años, mientras jadeaba «Hard Times in New York», su primera canción «oficial», y se involucraba con el folk y el blues, con los dos; y además de Elvis y James Dean sus raíces se extendían tanto hacia Robert Johnson como hacia Woody Guthrie.
Ahí, en esa primera Bootleg Series, se escucha todo eso mientras Dylan toca la guitarra acústica o el piano o con acompañamiento escaso. Al «Talking Blues», gospel, hillbilly, al folk, al rock, al rhythm and blues, al lamento y al relato, a lo sensual y a lo jovial, a la provocación y al rezo, Bob Dylan le da el soplo libertario gutural y lírico.
El cantautor le agrega su propia huella, su visión política, sus palabras, mediante presentaciones inseguras que conforme avance el tiempo recopilado en dichos compactos irán mejorando hasta imponerse con ferocidad golosa, con testigos irrefutables como Mike Bloomfield, Al Kooper o The Band.
Benvenuto Cellini, aquel escultor, orfebre y grabador italiano del Renacimiento, dijo que nadie de menos de cuarenta años debería escribir la historia de su vida. Suponía que nadie debía molestar al público con detalles personales antes de que hubiera hecho algo espléndido.
Bob Dylan, poseedor de una extraordinaria sensibilidad, tomó para sí dicha consigna y con Bootleg Series nos dio a través de estas grabaciones el palpable movimiento de su espíritu; la búsqueda intensa de su personalidad por caminos que a la postre no fueron los principales, pero que le proporcionaron las experiencias para expresar mejor sus emociones con una voz significativa y universal de vaso comunicante auténticamente humano.
Actualmente The Bootleg Series ha llegado a las15 entregas (en el 2019 con el disco triple Travelin’ Thru) y siguen sumando.
VIDEO SUGERIDO: Bob Dylan – Tangled Up In Blue (Video), YouTube (Bob Dylan)
El interés despertado por el British Blues, es decir, los grupos ingleses blancos (Rolling Stones, Savoy Brown, Fleetwood Mac, Chicken Shack, Ten Years After, etc., etc.) y sus contemporáneos estadounidenses (Paul Butterfield, Mike Bloomfield, Canned Heat, etc.) hacia el blues durante la década de los sesenta le otorgó al género un primer reconocimiento generacional y la posibilidad de darse a conocer masivamente.
De aquella camada de músicos y cantantes blancos surgieron los nombres de Eric Clapton, Alvin Lee, Robert Plant, Jimmy Page, Jeff Beck, Joe Cocker, Eric Burdon y hasta Rod Stewart.
A la vuelta de los años, un segundo homenaje se realizó con los músicos más jóvenes y quizá a los viejos bluesmen –los que quedaban– sí les tocó una buena rebanada del pastel financiero y el crédito justo que merecían.
De alguna manera ese segundo revival inició en varios frentes: uno de ellos fue con el álbum The Healer (de 1989) de John Lee Hooker, en el que pidieron colaborar Santana, Bonnie Raitt, George Thorogood y Los Lobos, entre otros. Hooker después intervino en diversos proyectos: cantó con Hank Williams Jr. en el disco Major Moves; participó en la obra musical Iron Man de Pete Townshend representada en Broadway; con Santana en su composición neoclásica para bluesero y orquesta sinfónica, y en el soundtrack de la película The Hot Spot dirigida por Dennis Hooper. The Healer se convirtió en un éxito, cosa que no le había sucedido a Hooker desde que su canción «Boom Boom» estuvo en el número 60 en las listas de sencillos de los Estados Unidos en 1962.
Un segundo frente corrió a cargo de B.B. King. La carrera de B.B., al cual algunos consideran el guitarrista más influyente del siglo XX, estuvo llena de baches. Su ascenso significó una larga y tenaz lucha. Hasta mediados de los sesenta tocó en forma exclusiva para públicos negros, aunque ya lo conocían los guitarristas blancos.
Influyó en igual medida en los más importantes: Clapton, Beck, Peter Green, Mick Taylor, Johnny Winter, y en sus homólogos contemporáneos como los hermanos Vaughan, Jimmy (de los Fabulous Thunderbirds) y el desaparecido y genial Stevie Ray, así como el fallecido Jeff Healey y el grupo U2.
Bono compuso «When Love Comes to Town» y contrató a B.B. King para colaborar en la grabación de la pieza y como estrella invitada para su gira de promoción del disco Rattle and Hum, realizada en los últimos años de la década de los ochenta.
La segunda celebración generacional para el blues continuó cuando Albert King aceptó una oferta para grabar con el heavymetalero Gary Moore en el álbum Still Got the Blues (1990).
Eric Clapton, por su parte, prosiguió con la empresa iniciada hace casi sesenta años, con su homenaje a Robert Johnson y colaboración con B. B. King e invitaciones a Buddy Guy para que tocara con él en algunos conciertos.
A pesar de todo esto, uno muy bien puede preguntarse por qué los blueseros negros sólo saltan a la luz pública cuando las estrellas de rock deciden que ha llegado el momento para otro revival periódico.
La culpa, sin embargo, no es de los músicos, sino del público que con su ignorancia supina, o flojera, no se decide a buscar por sí mismo a los creadores originales de esta música, la cual satisface con creces la necesidad de un contenido emocional y además con una fuerza que conmueve.
Entre los muchos revivals a que de manera regular convida la industria disquera, el del blues es quizá el que tiene mayor sentido. La historia del rock y del jazz comenzó con el blues, al fin y al cabo. Sanear el ambiente desde la composición hasta las listas de éxitos, a fin de investigar en las raíces fundamentales de esta música, no es de ninguna forma una mala idea y sirve para informar y formar a las noveles oleadas de escuchas que tanto lo necesitan.
Con los álbumes realizados por Ben Harper y Charlie Musselwhite comenzó la tercera ola de tal movimiento. Sólo que ahora a la inversa y con un punto de vista diferente. El músico joven negro comparte créditos con el viejo bluesero blanco.
Charlie Musselwhite (nacido en Kosciusko, Mississippi, en 1944) es dueño de una enorme colección de armónicas, sin saber cuántas tiene en realidad. Su historia y posesión hace de los instrumentos joyería preciosa, o dagas afiladas. Son ambas cosas y tan intensas como brillantes y simbólicas. Son sus armas frente a la vida.
Este músico creció en Memphis, y obviamente se contagió del poderoso ritmo emergido de la Sun Records (cuna de Jerry Lee Lewis y de Elvis Presley). Sin embargo, fue en Chicago, con el sello Chess Records, meca del blues eléctrico, donde colaboró entre otros pioneros con Howlin’ Wolf, Muddy Waters, Buddy Guy y, sobre todo, con Sonny Boy Williamson, su influencia mayor en el instrumento.
Musselwhite es leyenda viva del blues por sí mismo, por su alargada carrera dentro del género, e igualmente por ser uno de esos compañeros de viaje musical con los que se puede cabalgar hacia el horizonte, porque son confiables plenamente, sin ambages. Estará ahí para cualquier cosa que se necesite y en el humor que se necesite.
Es un viejo sabio (80 años a cuestas con algunos achaques propios de ello), pero que con un espíritu joven que sabrá controlar cualquier situación y siempre tendrá un plan B o C o D…y que como el lobo del cuento: soplará y soplará y la casa derribará.
También en Chicago entabló amistad con John Lee Hooker, quien se encargó de presentarle al joven Ben Harper, sugiriéndoles desde ese momento que hicieran algo juntos.
Harper (nacido en Pomona, California, en 1969), ya había mostrado su voz aterciopelada y su gran habilidad instrumental en álbumes como Welcome to the Cruel World,Burn to Shine y Diamonds on the Inside, con las que se erigió, a fines de los años noventa y principios del siglo XXI, como un nuevo pilar del rhythm and blues al cual había mezclado con elementos del folk, del rock y del soul.
Musselwhite, a quien nunca le ha gustado la nostalgia y con cada disco apunta su valor de actualidad, aceptó la reunión y en dos obras (Get Up!, publicado en 2013, y No Mercy in this Land, del 2018) enseñaron que, además de constituirse en un binomio musical formidable, representaban la alianza y simbiosis del blues entre dos apasionados musicales de generaciones distintas.
Estos discos emanan tanto el blues de vieja escuela, el de aquellos discos de mediados del siglo pasado, pero igualmente el más contemporáneo del siglo XXI. La mancuerna, pues, manifestó tener un pie en la tradición y otro en la actualidad.
Tras la colaboración con Harper, Musselwhite lo ha hecho también con otros músicos como Tom Waits, Eric Clapton o Bonnie Riatt.
Musselwhite, en las entrevistas que le han hecho luego de estas publicaciones, se ha puesto a meditar sobre el género. Su veteranía le ha dado la posibilidad de asumirlo con una perspectiva histórica: “El blues es una comunidad, una filosofía vital que condujo los relatos de todo un país en construcción. Es un sentimiento y, como tal, es una música que se ha hecho universal. Nuestro propósito en estos discos se basa fundamentalmente en mantenernos fieles a ese propósito sentimental”, ha comentado el armoniquista, mientras que Harper ha sentenciado, por lo tanto, que en su álbumes conjuntos “El blues es una celebración”, una que sin lugar a dudas festeja la tercera ola de su acontecer histórico.
VIDEO SUGERIDO: Ben Harper & Charlie Musselwhite “Movin’ On” @ La Cigale – 17-04-2018, YouTube (indiegilles)
En los ghettos kingstonianos, donde el descontento estaba siempre presente, las ideas de nacionalistas negros como Marcus Garvey estaban cobrando impulso. La democracia social convencional no había mejorado la suerte de los que sufrían en dichas zonas.
El garveyrismo, cuya potencia creció bajo el influjo de la ideología sesentera del black power de los Estados Unidos, se combinó con la filosofía rastafari. Parecía ofrecer una alternativa viable a lo que amplios círculos de la población percibían como “el sistema corrupto de Babilonia”.
Dichas ideas fueron expresadas de manera fuerte por el reggae. Los ritmos lentos desarrollados inicialmente por Perry y otros resultaban ideales para trasmitir ese tipo de mensajes. Perry, a su vez, se había conectado con un grupo llamado The Wailing Wailers en 1969, el cual tenía como miembro integrante a Bob Marley y una buena trayectoria en la escena. Ambos dieron comienzo a una colaboración que resultó en todo un fenómeno.
A raíz de su asociación con Perry, el grupo transformó su estilo. Aunque nunca se sabrá de quién partió la influencia, las grabaciones realizadas juntos constituyen un momento clave para todos los participantes y para la música jamaicana en general.
Cuando los hermanos Barrett se unieron al grupo en 1970, dicha transformación se consumó. Toda la historia anterior descrita había proporcionado los cimientos socio-musicales para el advenimiento de Marley.
A mediados de la década, los rasgos dominantes de la música de baile jamaicana moderna —sonideros, nuevas técnicas de estudio, productores dinámicos, el dub, DJ’s versátiles— estaban plenamente establecidos y seguirían sirviendo a la cultura local (hasta la fecha).
La contratación de Bob Marley y los Wailers por la Island Records en 1972 marcó el inicio del reconocimiento mundial para sus raíces musicales y el nacimiento de una nueva forma de reggae, orientada hacia el mercado internacional, mismo que se nutriría desde entonces de las aportaciones jamaicanas a la música del mundo en general.
Robert Nesta Marley nació el 6 de abril de 1945 en el pueblo de Rhoden Hall, municipio de St. Ann, el mismo en el que había nacido el visionario político Marcus Garvey así como Burning Spear (Winston Rodney), hombre que consagró su vida a mantener vivas la memoria y la filosofía de Garvey.
Resulta sumamente significativo que estos tres hombres importantes se dedicaran, en grados diversos, a la libertad del hombre negro. La madre de Marley se llamaba Cedella Booker y para sobrevivir cantaba y cultivaba café, plátanos y tubérculos. Se dice que el padre de Marley (Novan Marley, según algunos) fue un capitán del ejército inglés, pero no existen datos biográficos fidedignos al respecto.
El propio Marley confesó que no lo había conocido. No obstante, en una ocasión afirmó que fue llevado a los bosques en Inglaterra, donde le fue mostrado un hombre blanco de barba con la información de que se trataba de su progenitor. No conversaron.
Cuando tenía nueve años, su madre se mudó con la familia —Bob, dos hermanos y una hermana– a Waltham Park en Kingston, entonces una zona miserable; y luego a Trench Town en 1957, donde Bob vivió la mayor parte de su adolescencia y vida como adulto.
Marley asistió a la preparatoria hasta los 16 años y luego trabajó como aprendiz de soldador. Cumplió de mala gana con tal aprendizaje, prefería pasar el tiempo con las pandillas callejeras. Así pasó la dura vida del ghetto kingstoniano. Vivió el mundo de la pobreza con su violencia, prostitución y narcotráfico, el cual convertiría después en el tema más importante de su mensaje musical.
En este periodo (finales de los cincuenta) conoció al famoso Desmond Dekker, creador del tema “Isrealites”. Dekker lo animó a tocar la guitarra y a cantar. Grabó entonces un sencillo, «Judge Not», y a la postre otras melodías para Beverly’s Records, producidas por el hoy difunto Lesley Kong; una de ellas era «One Cup of Coffee» de Brook Benton. Su presentación a Kong fue facilitada por Jimmy Cliff, el cual ya era un artista popular.
Marley estaba logrando poco avance como cantante profesional y tenía la intención de formar un conjunto de doo-wop y r&b al estilo de los estadounidenses Drifters e Impressions, aconsejado por el cantante Joe Higgs, su mentor. Tanto Peter Tosh (Winston Hubert McIntosh) como Bunny Wailer (Neville 0’Riley Livingston) unieron sus fuerzas a Marley, a los que después se agregarían Junior Brathwaite, Beverley Kelso (también conocida como Cherry) y Alvin Paterson.
Bajo la dirección de Higgs, aprendieron fraseo, diapasón, control vocal, entonación, etcétera. Higgs formaba parte del veterano dúo de Higgs and Wilson.
En 1964, los Wailing Wailers, que así se hicieron llamar, realizaron una audición para la compañía Coxsone/Studio One. Cantaron tres piezas y se les dijo que regresaran dentro de tres meses. Estaban a punto de irse cuando Tosh afirmó que tenían otra canción, «Simmer Down», pero el resto de la banda objetó porque la composición aún no estaba terminada.
De cualquier forma, el productor Dodd les pidió que la cantaran y luego les indicó que volvieran al estudio unos días después para grabarla. La canción fue un éxito inmediato.
«Simmer Down» era un llamado a las pandillas del ghetto para que se pacificaran entre sí (la letra estaba llena de aforismos y jerga callejera), que se convirtió en número uno de las listas locales. El grupo fue apoyado instrumentalmente por los Skatalites, con los que tocaba el trombonista Rico Rodríguez.
Trabajaron así durante algunos años (1963-1967) con el productor «Sir Coxsone» (Clement Dodd), con el cual llevaron unos 20 sencillos a las listas nacionales, entre éstos los clásicos «Rude Boy», «Put It On» y «One Love». Otros hits incluyeron baladas de doo-wop, versiones ska de canciones estadounidenses como «Ten Commandments of Love» de Aaron Neville (de The Neville Brothers) y, en 1965, una serie de himnos a los Rude Boys de Kingston, así como una versión de «Like a Rolling Stone» de Bob Dylan.
La aventura allende el Atlántico de los proto punks como New York Dolls, primero, y de los Ramones, después, sembraron el germen de lo que en muy poco tiempo explotaría por las tierras de Albión: el punk británico, que encontraría en dicha geografía el mejor caldo cultivo dado el contexto social, político y económico que se vivía por entonces en tal lugar.
La victoria electoral de Margaret Thatcher al final de la década fue la culminación de una estrategia de marketing político de un conjunto de publicistas muy bien financiados por el partido de tal señora, que lograron desplazar el sentido común de la mayoría social hacia la defensa del neoliberalismo, con el resultado de una clausura ideológica completa.
La campaña orquestada por el Partido Conservador se impuso como objetivo destruir la cultura obrera que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial había apoyado el Estado, con la solidaridad necesaria en los años de racionamiento. Los sindicatos eran fuertes y los subsidios y el proteccionismo habían creado una sociedad menos injusta y desigual, pero lastraban la competitividad de los productos ingleses, según los políticos.
El neoliberalismo acabó con todo eso. También destruyó la cohesión social. Dicha sociedad se convirtió en una de las más desestructuradas de Europa. El recorte de impuestos a los ricos, la venta de recursos públicos, las trabas a la seguridad social, el debilitamiento de los sindicatos, etcétera, todo eso se quiso hizo pasar como “la normalidad”, pero los entendidos hablaron de la desigualdad como una epidemia que devastaba el cuerpo social.
En sus orígenes el punk británico fue un fenómeno musical y social que se manifestó a mediados de los setenta como reacción contra el pop artificioso, la vacua moda Disco y el onanismo del rock progresivo y metalero, emparejado con el descontento social de una nueva generación, en un país atormentado por la conciencia de clases y por el retroceso económico.
Con orgullo y la capacidad para burlarse de sí mismos, los punks adoptaron tal término para denominarse. Así como la decisión de no permitir que los ricos se apropiaran del mundo, comenzando por el rock, el vehículo de la identidad, cuyo espíritu había dejado de pertenecer a los Rolling Stones, Genesis o Led Zeppelin. Descubrieron que era mucho más divertido tocar en el bar de la esquina: Hacerlo uno mismo (con el ejemplo del Pub rock, con Dr Feelgood o Eddie & The Hot Rods).
El movimiento punk fue un combate contra el sistema, la sociedad y el orden establecido (por ello se afirmó como el heredero más directo del dadaísmo). Sin embargo, en lugar de salir a la calle para vociferar y pelearse con la policía, prefirieron empuñar las guitarras. A eso se le llamó provocación. Con su insistencia en los estándares bizarros y desdeñosos el punk despedazó la máscara de la cultura dominante e implantó la suya: la de quienes padecen una economía destructiva.
Dicha reacción se expresó a través de una música que partió de su forma más sencilla: el rock and roll (al igual que en 1951 y en 1963). Salvaje, enardecido, enérgico y provisto de textos contra la autoridad y la opresión, y distanciados de la industria discográfica.
En el pasado, los fans del rock and roll, en el contexto exclusivo de la revuelta juvenil, siempre consideraron al género como un fin en sí mismo (denunciando la educación, la brecha generacional, la unidimensionalidad de la vida, la guerra, las prohibiciones al sexo, a las drogas, la censura a los actos libertarios e individualistas). No enfocaban, aún, cuestiones de justicia económica, igualdad social, tiranía estatal o de rechazo estético.
De ahí la condena expresada por los punks contra lo establecido y puesto que eran creyentes del género tocaron rock, pero reduciendo la música a los elementos primarios, esenciales, de velocidad y ritmo, con un regocijo enloquecido de ruido y furia al que nadie había llegado anteriormente. Utilizaron el rock como antídoto contra su estrellismo.
Desde luego no faltó la imagen “escandalizadora”. El slogan “No Future” fue una queja muy realista durante esta era punk que comenzó por cortarse el cabello para no ser confundido con un fan de Pink Floyd o Black Sabbath; se le tiñó de colores y se moldeó cruelmente a tijeretazos para no serlo con los de los Bee Gees, Travolta o de la Disco. La zanja quedó abierta.
Fue su señal de un pensamiento libre, así como la ropa desgarrada, el cuero negro, las insignias, los seguros, los piercings y la parafernalia sadomasoquista, pero mayor importancia revistió la mentalidad prevaleciente del “Hazlo tú mismo” (DIY), que por medio de expresiones tangibles como fanzines, antros alternativos y disqueras independientes tuvo consecuencias enormes en aquel entonces y para la posteridad, los cuales a la larga constituyeron la verdadera fuerza de esta explosión de caos y rebelión.
Este aspecto del punk devolvió un poco de poder a los artistas, echó a andar la descentralización de la industria musical, la democratizó y estimuló el trabajo autónomo y la creatividad. De esta manera, la corriente aseguró su permanencia y transformación en la contracultura activa con muchas vertientes posteriores, antes de que su primera ola se hiciera pedazos por su propio carácter anárquico, descontrolado y por ello sumamente vulnerable.
Los pioneros de la primera hora (The Damned, Sex Pistols, The Clash, Buzzcocks, The Stranglers, The Adicts, Sham 69, entre otros) se convirtieron en los emblemas de un movimiento que, en forma subterránea y a través de coloridas etapas (que incluyeron al reggae en principio), continuó su desarrollo hacia una subcultura dentro de la cual han podido subsistir, una al lado de la otra, con interpretaciones variadas y muy distintas entre sí del concepto punk.
Éste reveló rencores, temores, odios y deseos tan intensos que su aparición amenazó la legitimidad del orden social y descubrió su tiranía. ¿A dónde quería llevar la revuelta preconizada por él? A destituir a la reina Elizabeth y su régimen, que privilegiaba a los ricos. Nunca se le difundió por la radio ni por la televisión.
Dejaron muy en claro que su ataque musical representaba sólo un medio instintivo que contenía otro mucho más perturbador: contra todo lo institucional, contra el sistema de clases como mixtificación tras el capitalismo y, finalmente, contra la noción misma del progreso como la mixtificación última tras la sociedad occidental de la era postindustrial.
El rock (a través de sus distintas manifestaciones) nunca ha pretendido sostener una verdadera revolución, aunque a menudo exhorta a la insurrección. Como todo arte, no es más que el reflejo, la expresión de una realidad. Un medio. Una voz. Un instrumento, que como el punk, en este caso, lo hizo en los años setenta.
VIDEO SUGERIDO: Sex Pistols – Anarchy In The U.K, YouTube (Canal de BoPTePegar)
La música con la que el senegalés Youssou N’Dour llegó al mundo occidental en los años ochenta estaba constituida por un torrente inquietante de ritmos percusivos, solos de «tambores hablantes» y de guitarras líricas, riffs funky en el saxofón y melodías vocales de otras esferas.
Era una música extravagante, pero evidentemente rica e inspirada. Con el paso de los años y conforme ha crecido su fama en todo el orbe, aquélla no se ha vuelto rutinaria a pesar de todo, sino más profesional, aunque menos espontánea.
Youssou N’Dour nació en 1959. Ndeye Sokhna Mboup, su madre, perteneciente a la etnia tukulor, era célebre como griot y compositora y contribuyó con muchas de las primeras canciones grabadas por su hijo. El empezó a cantar en público a los 12 años de edad con el grupo Sine Dramatic, luego con la Super Diamono de Charles Diop y la Star Band, la cual dejó para fundar Étoile, que a la postre se convertiría en Super Étoile de Dakar.
DESCRIPTRITMO
La reputación de N’Dour se construyó sobre su voz transparente y límpida, que se erige en un instrumento impresionante. Ésta y su vasta producción de atractivas canciones lo hicieron popular de inmediato. La mezcla musical creada por su conjunto de diez integrantes se apoyaba mucho en el ejemplo de la Star Band de Dakar de principios de los sesenta, aunque se alejaba del molde musical de la pachanga latinoamericana, así como de la influencia de la rumba, cuya fusión con los ritmos de baile tradicionales había caracterizado la música senegalesa desde los cincuenta, en favor de un sonido autóctono modernizado.
El nombre del ritmo wolof mbalax se convirtió en el término usado para describir primero la música de Youssou y luego a toda la generación nueva del wolof-jazz eléctrico.
El mbalax es una música wolof basada en las ráfagas rítmicas de los tambores sabar y bugarabu, cuyo diálogo es marcado por la puntuación que forman las frases breves y concisas expresadas por la voz solista del tambor hablante tama. Estos ritmos ejecutan ciclos repetitivos caracterizados por repentinos cambios de énfasis.
MÚSICA Y DERECHOS HUMANOS
Los ritmos tradicionales formaron un elemento clave del éxito de Youssou. Utilizó las guitarras y los teclados para reproducirlos. En su región adquirió la reputación de ser una «estrella de mujeres». Esto se debió particularmente al hecho de que las danzas evocadas por sus percusionistas con frecuencia estaban relacionadas con actividades sociales y ceremoniales femeninas.
En 1982 viajó por primera vez a París y en 1984 se presentó en Londres. Su álbum Immigrés de 1985 fue el primer lanzamiento en llamar la atención en Europa. Su colaboración con Peter Gabriel en el LP So (1987) y su participación en la gira conjunta, proderechos humanos, en compañía de Sting, Gabriel y Bruce Springsteen, lo dieron a conocer en el mundo entero.
En The Lion, el disco que realizó en 1989 para el sello Virgin, eliminó la sección de metales de Super Étoile e inauguró un sonido nuevo algo europeizado. En sus discos noventeros, a pesar de estar empapados de la cultura tradicional, Youssou siempre prefirió mirar hacia adelante, cantando sobre temas contemporáneos como la inmigración, la urbanización, el apartheid, el feminismo y el medio africano.
XIPPIE RECORDS
N’Dour no es sólo un cantante y compositor muy talentoso, sino también un artista inteligente, comprometido y un hombre de negocios. Por algo es el único músico africano que ha sido capaz de imponer sus condiciones a la industria disquera occidental. Controla sus propios discos completamente e invierte los ingresos en un estudio particular, Xippie, en el que produce a otros músicos senegaleses.
Su acción social, por otra parte, le ha valido nombramientos tanto dentro de su país como fuera. A comienzos del siglo XXI la ONU lo nombró Embajador de Buena Voluntad para la Agricultura y la Alimentación.
Sus discos han resultado señeros para el pop-jazz africano, y es uno de los músicos más importantes de las últimas dos décadas, no sólo como africano sino como intérprete de un género mundial.
Discografía mínima:
Inmigrés (Earthworks, 1984), Nelson Mandela (Verve, 1985), Eyes Open (Work Group, 1992), The Guide (Columbia, 1994), Desert Blues (Network, 1996), Inedits (Celluloid, 1997), Joko (Nonesuch, 2000), Birth of a Star (Manteca, 2001), Youssou N´Dour and His Friends (Jade, 2002), Egypt (Nonesuch, 2004), Dakar-Kingston (2010), Mbalakh Dafay Wakh (2011).
VIDEO SUGERIDO: Youssou N’Dour – Immigres (Live in Athens 1987), YouTube (Real World Records)
*Capítulo del libro Jazz y Confines Por Venir. Comencé su realización cuando iba a iniciarse el siglo XXI, con afán de augur, más que nada. El tiempo se ha encargado de inscribir o no, a cada uno de los personajes señalados en él. La serie basada en tal texto está publicada en el blog “Con los audífonos puestos”, bajo la categoría de “Jazz y Confines Por Venir”.
El velo que separa lo cursi de lo trascendente es muy fino. Es la célebre y crucial línea que separa lo irrelevante de la poesía. Lo mismo pasa con la música. Dicho velo también es muy fino para diferenciar al cantor verdaderamente relevante del montón de vocalistas. Muy fino para diferenciar el grano de la paja.
Diferencia por igual al cantante que simplemente cuenta cosas de aquel que lo transporta a uno con ellas, lo rompe en pedazos, le da vuelcos al corazón o revoluciona las pulsaciones hasta la locura. Una de estas cantantes se llamó Patsy Cline, quien grabó su nombre en la historia de la música con el fuego de sus interpretaciones, con la exposición de sentimientos reales y con la empatía que hacía sintonizar con ella un cúmulo de emociones particulares.
Adentrarse en los recovecos de lo amoroso (desde la perspectiva femenina de la ilusión romántica, hasta llegar a la duda, el resentimiento o el desamor) con la música que ella interpretaba (country pop), continúa siendo una forma de proyectar lo inteligible sobre ese acontecer humano.
Es aplicarse a una descripción casi fenomenológica de las reflexiones y los pensamientos sobre el enamoramiento (el energético, el autodestructivo o el patético, entre otros existentes). Con sus canciones es posible lamerse las heridas, porque siempre estarán en la mente y en el corazón. Aunque no sea precisamente en los momentos de plenitud que ofrezca la vida.
Patsy Cline nació en Virginia, Estados Unidos, en 1932 (su nombre original era Virginia Patterson Hensley), como hija de un matrimonio fracasado que terminó con el abandono del padre. Con dotes artísticas se inclinó por la danza, pero descubrió en el canto su verdadera vocación. Como autodidacta se dejó conducir por el instinto y algunos nombres conocidos en la estación de radio que escuchaba.
Cline comenzó entonces a interpretar canciones populares de hillbilly (éste es un nombre que se usa en la Unión Americana para definir a los habitantes blancos de áreas remotas, rurales o montañosas del sur del país. En particular para describir a los oriundos de los montes Apalaches, una de las zonas más pobres de la Tierra del Tío Sam. Esos Montes fueron colonizados en el siglo XVIII por inmigrantes pobres y campesinos de Escocia, Gales e Irlanda, que constituyeron una población social y culturalmente introvertida, rústica e ignorante, poco dada a relacionarse. Por eso mismo su música tradicional, basada en las baladas, sobre todo, se mantuvo sin cambios durante doscientos años, pero influyó en el folklor de las zonas vecinas).
El estilo hillbilly (con varias vertientes) giraba principalmente alrededor de tres instrumentos de cuerda: guitarra, mandolina y violín (o fiddle). Mucho más tarde, ya en el siglo XX, se le añadió el banjo y el contrabajo. En la cuestión vocal es fácil de reconocer por las voces agudas de sus solistas.
La música country se enriqueció con la fusión de estos sonidos y le aportó al género un gran impulso popular. A mediados de siglo, el poder de un medio como la radio ayudó en la difusión de los nuevos talentos con dicho estilo. Lo cual extendió su mercado a zonas como Pennsylvania, Ohio, Michigan o Virginia, abandonando el sur como único mercado posible.
Esta situación permitió que una joven Patsy Cline (el nombre artístico de Virginia) pudiera tener una oportunidad en el legendario Grand Ole Opry de Nashville, el programa radiofónico donde se daba oportunidad a decenas de artistas que actuaban sin cobrar pero que alcanzaban una enorme reputación.
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Con gran determinación y una voz aterciopelada, en 1957, rompió todas las expectativas con el tema “Walkin’ After Midnight”, que tras grabarse llegó a las listas no sólo del country sino también del pop. Algo completamente inusual, dado que ambas parcelas estaban bien diferenciadas.
Sin embargo, fueron sus siguientes canciones donde se marcaron indisolubles las señas de su mejor repertorio. Haciendo uso de su timbre de voz maravilloso cantó desde entonces a los corazones rotos con el orgullo que siempre le había faltado al género.
Pero Patsy no sólo aportó eso a dicho campo. Fue una mujer que irrumpió inesperada e inopinadamente en un mundo musical dominado en exclusiva por los hombres. Por asilvestrados hombres del sur que cantaban sus cuitas campiranas, rodeados por fogatas, ganado y la soledad de las praderas.
Ella cambió los parámetros del género y lo hizo a muy corta edad. Marcó sus propias pautas y adquirió un rápido éxito de público, a pesar del rechazo que sufrió de parte del medio por ser “demasiado joven y desafecta a las tradiciones”. Eso la proyectó aún más.
Patsy Cline le quitó lo ranchero, lo rural, al country y lo llevó a la urbe, lo dotó de nuevos instrumentos y orquestaciones (cuerdas, vientos y coros, como los de The Jordanaires, los antiguos acompañantes de Elvis) gracias a la ayuda de productores como Owen Bradley, y lo introdujo en el pop. Para ello, su voz fue perfecta por intensidad y estupenda dicción, sin acento de ningún tipo (y menos sureño). Y, como efecto principal, le imprimió la mirada de la mujer, de la otredad, a tal género.
Y lo hizo en el más de un centenar de piezas que grabó entre 1955 y 1963, año en que falleció en un accidente de avión, y de entre las cuales renació como una leyenda.
Cline sacaba lo mejor de sí en las baladas. Porque estas canciones son de otra especie. En ellas la cuestión es comunicarse, específicamente de hacerlo con lo más íntimo del ser, y la calidad con la que un artista trata la balada sirve como medida casi exacta de la profundidad de su propia naturaleza.
Este tipo de piezas distinguen a los hombres de los muchachos; a las mujeres de las niñas. Una balada bien dicha cristaliza las emociones, elimina las barreras entre el intérprete y el escucha, revela verdades y establece la retroalimentación “soul to soul”. Lo cantado y contado por el (la) cantante se entiende mejor conforme se presta más atención a las letras y se intensifican las sutilezas y los matices de la interpretación vocal. Cada palabra cobra su real importancia.
Las piezas de este tipo que cantaba Patsy Cline les daba a los músicos tiempo para dar forma a cada nota y frase, a la vez que le brindaban a ella la oportunidad de hacer declaraciones significativas y de conectarse con el escucha en los niveles más profundos.
Ella cantó muchas en este sentido, pero la obra cumbre de tal cancionero fue “Crazy”. Un tema country original de Willie Nelson. Una balada de jazz pop con tintes country en la versión de Cline. Una melodía compleja que habla sobre la confesión que se hace a sí mismo el intérprete acerca del hechizo que ejerce el enamoramiento sobre él.
El amor es la condensación de la vida, representa su esencia más perfecta. Está amasado con goce y tormento, con asombro y decepción, ilusión y temor. Todo ello en proporciones excepcionales, casi inhumanas (con toda probabilidad sea ésa la causa por la que con tanta frecuencia se siente la tentación de hablar de él como si se tratara de una auténtica locura).
Lo que hace que la existencia se convierta en insoportable cuando se le pierde o en un delirio de felicidad cuando se disfruta de él. Esa es su naturaleza y sus escalas: el amor es simplemente demasiada vida. Y eso Patsy Cline lo sabía y recreaba.
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Biografías ficticias y semificticias. La producción de The Fabulous Dorseys (1947, United Artists, dirigida por Alfred E. Green) y de The Glenn Miller Story (1953, Universal-International, dirigida por Anthony Mann) significó un reconocimiento por parte de los estudios de Hollywood a la importancia de los músicos de swing como tema para biografías cinematográficas.
El retrato de Goodman por Steve Allen en The Benny Goodman Story (1955, Universal-International, dirigida por Valentine Davies) no era en todo fiel a la verdad, pero la película incluyó excelentes recreaciones de los famosos hits y arreglos de Goodman. Entre los personajes del jazz que aparecieron en pantalla figuraban Ben Pollack, Kid Ory, Buck Clayton, Teddy Wilson, Lionel Hampton, Gene Krupa y Harry James.
Durante toda la década de 1950 se siguieron filmando biografías basadas en el jazz. Nat «King» Cole actuó como W. C. Handy en St. Louis Blues (1958); The Five Pennies (1959, Paramount, dirigida por Melville Shavelson) relató la vida de Red Nichols, y la carrera de Krupa fue plasmada en The Gene Krupa Story (1959, Columbia, dirigida por Don Weis).
La autobiografía de Billie Holiday fue proyectada sobre la pantalla como vehículo para el lucimiento de la cantante Diana Ross, pero las libertades que la producción se permite con los acontecimientos y los detalles de la carrera de Holiday tienen como resultado que Lady Sings the Blues (1972, Motown/Weston/Furie/Paramount, dirigida por Sidney Furie) sea más ficción que realidad. La cinta ofrece muchas canciones asociadas con Holiday, entre ellas «Lover Man», «God Bless the Child», «Them There Eyes», «Don’t Explain» y la desgarradora «Strange Fruit».
Durante los años sesenta, varios estudios produjeron filmes sobre las vidas de músicos de jazz ficticios. Entre ellas figuran The Rat Race (1960, Paramount/Perlberg-Seaton, dirigida por Robert Mulligan), en la que Gerry Mulligan, Joe Bushkin y Paul Horn proporcionan la música; Too Late Blues (1961, Paramount, dirigida por John Cassavetes), con Slim Gaillard y un soundtrack a cargo de Benny Carter, Jimmie Rowles, Red Mitchell y Shelly Manne; y Paris Blues (1961, United Artists, dirigida por Martin Ritt).
La partitura de esta última fue compuesta por Duke Ellington e incluye la animada escena de una jam session con Louis Armstrong, entre otros; Murray McEachern y Paul Gonsalves grabaron las partes de trombón y sax tenor para los protagonistas interpretados por Paul Newman y Sidney Poitier.
En Sweet Love, Bitter (1961, Film 2-Peppercorn Wormser-UM, dirigida por Herbert Danska), el cómico Dick Gregory representa un papel inspirado en Charlie Parker; la música era de Mal Waldron.
Otras biografías ficticias posteriores fueron New York, New York (1977, United Artists, dirigida por Martin Scorsese), en la que Georgie Auld proporcionó los solos de saxofón e instruyó al actor Robert De Niro, quien creó un retrato particularmente agudo y verosímil de un músico de swing.
The Cotton Club (1984, Orion, dirigida por Francis Ford Coppola), a su vez, constituye una retrospectiva gráfica de la Era del Jazz y de la Depresión, con una mezcla de personajes reales y ficticios; con el Cotton Club de Harlem como escenario, hay maravillosos momentos de música de época (arreglos de Bob Wilber) y de baile, que contribuyen grandemente para aportar a la película un auténtico sabor jazzístico.
Los productores europeos tendían a preferir los documentales de jazz, aunque algunos incluyeron cameos de sus músicos. La Temporada del Cine Soviético de 1934-1935 anunció Jazz Comedy (dirigida por G. Alexandrov) como «la primera comedia musical de la Rusia Soviética, con Leonid Utyosov, el rey del jazz soviético, y su grupo».
L’Alibi (1936, Francia, dirigida por Pierre Chenal), un melodrama sobre un asesinato, incluía una escena con los expatriados negros Bobby Martin y Valaida Snow.
Por su parte, Sidney Bechet representó varios papeles en cintas europeas, empezando por la comedia Einbrecher (1930, Alemania, dirigida por Hanns Schwarz); hacia el final de su carrera apareció con su protegido Claude Luter en el melodrama L’Inspecteur connaît la musique (1955, Francia, dirigida por Jean Josipovici) y en la película de gángsters Série noire (1955, Francia, dirigida por Pierre Foucard). Hazel Scott participó en Le désordre et la nuit (1958, Francia, dirigida por Gilles Grangier), un film sobre un asesinato y la vida de los clubes nocturnos.
Entre las producción inglesas figuran Sing as You Swing (1937, dirigida por Redd Davis), en la que Nat Gonella y sus Georgians comparten los reflectores musicales con los Mills Brothers, y la comedia A Date with a Dream (1948, dirigida por Dicky Leeman), con Vic Lewis y su grupo.
VIDEO SUGERIDO: Le Désordre et la Nuit (1958) – Hazel Scott chante en français (extrait), YouTube (Cheri Bibi)
En los años treinta del siglo XX Muddy Waters comenzó a tocar en fiestas campiranas, muy influenciado por el sonido primigenio de Son House. Al principio de la década de los cuarenta emigró del Delta del Mississippi hacia Chicago y poco después se le pudo ver acompañando nada menos que a Sonny Boy Williamson. Lentamente fue haciéndose un hueco en una escena local muy competida.
En 1944 fue uno de los primeros músicos en pasar del instrumento acústico a la guitarra eléctrica. Seguía tocando blues tradicional del Delta del Mississippi (de hecho nunca dejó de hacerlo), pero consiguió un sonido más compacto, potente y señero. Su nombre se convirtió entonces en sinónimo de evolución y en gran ejemplo musical.
Aparte de sus innegables, enormes y excepcionales cualidades como compositor, cantante y guitarrista, Waters se caracterizó además por su talento como líder de banda, cualidades que lo elevaron a la categoría de maestro y muy buen vendedor de discos, tanto de rhythm and blues como de blues, hasta la llegada del rock and roll que eclipsó su figura por un tiempo.
La de los sesenta fue una década en la que se dio el renacimiento, resurgimiento o redescubrimiento del blues, o como se quiera designar. Para la música y para su público fue una década de expansión y exploración, un fenómeno de múltiples dimensiones y direcciones.
El viaje que realizó Muddy Waters a Europa en 1958 fue un eslabón crucial en la cadena de acontecimientos que se produjeron durante aquella época y que cambiaron la visión del mundo respecto al blues y la visión de los bluesmen respecto al mundo.
En los sesenta la cultura del rock alternativo estadounidense se encaminó hacia grupos como Electric Flag, Big Brother and The Holding Company, Canned Heat, Blues Project, etcétera, como indicio de que la música de raíces se reciclaba de nuevo.
La compañía Chess Records luchaba entonces para que los temas de Muddy Waters retornaran a las listas de rhythm and blues pero, al mismo tiempo, etiquetó sus álbumes como música folk (que cobró fuerza por entonces), antes de seguir el camino del fenómeno del rock underground y grabar álbumes de «supersesiones», para volver luego a presentarlo como «padrino del rock».
En 1969 corrían tiempos mágicos para el rock. En gran parte esto podía atribuirse al descubrimiento del lenguaje bluesero (y a su particular mitología) por el público joven blanco. Los patriarcas del blues de Chicago, como Muddy Waters, readquirieron entonces merecido renombre como faros del género, mientras que una generación de discípulos más jóvenes como Mike Bloomfield y Paul Butterfield se iban forjado carreras respetables por derecho propio.
El concepto del proyecto Fathers and Sons fue sencillo y nació durante las charlas nocturnas entre el profesor Norman Dayron de la Universidad de Chicago y Marshall Chess, hijo de Leonard, uno de los creadores del sello Chess Records, que pasaba mucho tiempo en el estudio en la época en que Muddy hizo sus grabaciones. Dayron sería el productor y juntos tratarían de organizar muchos casamientos discográficos entre leyendas del blues y estrellas más jóvenes del rock, empapadas en él.
VIDEO SUGERIDO: LIVE FATHERS AND SONS (I) Muddy Waters/Otis Spann/ Paul Butt…, YouTube (rafanusan)
La propuesta era promover reuniones magistrales no constreñidas por la mentalidad de los «sencillos» ni por la tecnología relativamente simple que caracterizó las grabaciones señeras de Chess en los cincuenta. La idea era que un disco en vivo pudiera complementarse, en el caso ideal, con un álbum de estudio bien hecho. Y tal vez la presencia de las estrellas del rock sirviera para vender unos cuantos discos más en el pujante mercado blanco para el blues.
El proyecto de este álbum doble fue impulsado cuando la Asociación de Phoenix organizó el Cosmic Joy Scout Jamboree, un acontecimiento que juntó a Muddy Waters y a su pianista y medio hermano Otis Spann con los jóvenes Paul Butterfield, Mike Bloomfield, Donald «Duck» Dunn, Sam Lay, Buddy Miles y Phil Upchurch, entre otros, para un inolvidable encuentro en el opulento Teatro Auditorium de Chicago.
Esta venerable sala de acústica perfecta acababa de ser renovada por las autoridades y estaba reservada para los mejores conciertos, desde Sir Georg Solti hasta que llegó Muddy Waters a ampliar las cosas.
Este último ocupó el primer plano tanto en el concierto como en el estudio. Lo acompañarían en la aventura el ya mencionado Otis Spann, decano del piano bluesero de Chicago, cuya posterior carrera como solista hubiera florecido de no ser por su muerte prematura al año de esta sesión.
Asistiría también el guitarrista Mike Bloomfield, quien recientemente había abandonado a la Butterfield Blues Band para desarrollarse dentro de la banda Electric Flag. La Blues Band, del extraordinario intérprete de la armónica Paul Butterfield, había conocido mejores épocas, pero en esos momentos la mayoría de sus músicos principales (Bloomfield, Elvin Bishop, Buzzy Feiten, Sam Lay e incluso David Sanborn, entre ellos) habían salido en busca de una horizontes más amplios.
Otro de los invitados, el bajista Donald «Duck» Dunn, por su parte, con licencia del grupo Booker T. & The MG’s e importado directamente de la máquina del soul de Memphis, era un nombre célebre por su talento musical y además muy taquillero, así que su participación era garantía en el soporte rítmico.
Obligada, asimismo, era la participación de Buddy Miles, baterista cuyo primer LP (con la Buddy Miles Express) constituía un vínculo obligado entre el blues y el soul. Y Sam Lay, veterano tanto del grupo de Paul Butterfield como del de James Cotton, fue el primer nombre que brincó cuando se trató de encontrar a un baterista sólido del blues de Chicago.
El álbum que resultó de todo ello, Fathers and Sons, refleja el entusiasmo y el orgullo profesional de todos los músicos que otorgaron su calidad especial a las sesiones de estudio (entre el 21 y el 23 de abril de 1969) y al concierto (realizado el 24 de abril del mismo año).
En el material de estudio, canciones conocidas como «I’m Ready», «Walkin’ Thru the Park» y «Forty Days and Forty Nights» se presentaron no sólo como manera de preservar la pureza y la emoción de los temas originales, sino también para captar la gran habilidad y exuberancia de los músicos. El material en vivo se distinguió por su mayor histrionismo.
El Cosmic Joy Scout Jamboree, a su vez, fue el primer concierto de blues al que asistieron un gran número de universitarios estadounidenses. Fue la primera oportunidad para muchos de ellos de cantar «Got My Mojo Working» junto con Muddy Waters, un himno del blues que convenció de tal forma que tuvieron que tocarlo una y otra vez, hacia el final del mismo, por la emoción que despertó este encuentro entre los padres negros del género y sus talentosos vástagos blancos. Un encuentro para la historia y un disco que se convertiría en clásico por todo lo que contenía.
Incluyendo su portada. En la que aparecía una ilustración inspirada en la pintura de Miguel Ángel, La creación de Adán. Aquel fresco que adorna la bóveda la Capilla Sixtina, en el Vaticano. Esa ilustración, muy ad hoc para el encuentro bluesero (que unía los mitos de la creación de Adán, y su representación, con los de la negritud del rock) fue ideada por Don Wilson. El diseño original estuvo a cargo de la compañía Daily Planet.
Esta imagen, a su vez, adornó un álbum que fue doble con una funda desplegable, y se tornó en otro mito para la estética en las portadas de los discos realizados entre bluesmen negros y colaboradores blancos o viceversa.
VIDEO SUGERIDO: Muddy Waters –Got my Mojo Workin’, YouTube (Mungrass)