El oscuro hilo del malditismo que teje la música con tragedias y la vida de diversos artistas tiene un rasgo común: mueren jóvenes (relativamente), han sido coetáneos de un tiempo sombrío (como el actual), abren sus respectivos campos estilísticos con hallazgos estéticos, pero también muestran una inquietante inclinación hacia la ira existencial y el conflicto con todo y con todos. Se vuelven insoportables para la gente cercana que convive con ellos y regularmente, también, son víctimas de su conducta.
El asunto (un tópico en el rock desde que el rock es rock, desde Jerry Lee Lewis y Gene Vincent) representa un paradigma entre lo mejor y lo más siniestro del ser humano. Sus protagonistas son puras criaturas paradójicas. Capaces de perseguir lo sublime desde un pozo de tinieblas. Son audaces y pendencieros. Habitantes de un cruce donde se descalabraba el tiempo, y escupen hacia lo alto mientras se intuyen invencibles y a menudo buscan su propia luz en las simas interiores llenas de espesuras.
La creación les sirve de tránsito entre una oscuridad y otra. Y eso es lo más encomiable de sus biografías. Construyen piezas (con canciones) y con ellas arman sus puentes hacia otro lado, con la certeza de que tampoco habrá una salida inmediata ni posterior a sus pugnas.
Aumentará su ira, su conflicto, construirán otros puentes, sólidos, estéticos, sobresalientes, y seguirán sin encontrar la salida para sí y aumentará su ira…y así sucesivamente, hasta que ya no les quede combustible ni nada que quemar y se inmolarán a sí mismos.
Dejarán atrás una estela formidable de obras admirables y visionarias. Pero igualmente un saco de hechos lamentables, de anécdotas dolorosas, de relaciones rotas y valores mancillados. Serán autores efímeros o no, y originales (tremendamente, en algunos casos), a los que tentarán por igual el arte y el infierno. Crearán su mito a golpe de desafíos y desarrollarán temas referenciales para beneplácito de sus seguidores, que los reivindicarán, una y otra vez, hasta convertirlos en leyenda, si su obra los sostiene o en olvido si no.
Hablamos de genialidad, ejemplos de la incorrección y la corrosión sin ademán de arrepentimiento. Encarnaciones vitales desproporcionadas, con su ingrediente fáustico. Reales e infernales. Gandules que para mal emponzoñaron su vida con el abuso y la tragedia, marcaron por otra parte en gran medida el arte rockero universal.
Ese es el estigma de los seres malditos como rockeros.
VIDEO: The Doors – Love Me Two Times (Live in Europe 1968), YouTube (The Doors)
Los tipos malos han estado presentes a lo largo de toda la historia de la música. En el rock, desde sus comienzos, por supuesto. La lista es larga y las características diversas y particulares. Los ha habido célebres y populares, así como marginales y escurridizos.
En los años cincuenta estuvieron Jerry Lee Lewis o Gene Vincent, por mencionar a un par entre los primeros. Entre los segundos destacó sobre todo Larry Williams.
Y por “tipos malos” me refiero a los que hacen maldades, perjudican a otros, son capaces de lastimar, de asesinar (si hace falta), de moverse en los márgenes y grietas sociales, de traficar con gente y con sustancias, de delinquir en cualquier sentido y sin escrúpulo alguno, con tal de satisfacerse a sí mismos.
Son aquellos de los que hablan las canciones de outsiders hechas por los compositores de country, de muy larga tradición (desde los tiempos del Salvaje Oeste), pero que en el rock han tenido un sitio particular.
El caso de Larry Williams es extraordinario, porque a pesar de ser uno de los malos, también se construyó una personalidad musical, fue un compositor que en los años cincuenta, en pleno desarrollo del rock and roll, creó en una vida paralela con canciones que hoy son clásicas.
Irónicamente, Williams nació un 10 de mayo –Día de las Madres— de 1935, en la ciudad de Nueva Orleans, en Louisiana. Y lo hizo con el don de la música, como muchos oriundos de tan mítica metrópolis.
Fue un niño que pronto mostró el cobre, sus tendencias hacia el lado oscuro de la calle, cuando se fugó de su casa y escuela para dedicarse a la vagancia. Las noches de los barrios rojos fueron su academia en varias disciplinas.
Aprendió a cantar y a tocar el piano, de manera autodidacta y con alguno que otro consejo de los intérpretes, en las afterhours de distintos establecimientos.
Pasatiempo que practicaba muy ocasionalmente y gracias, en mucho, a la embriaguez o incapacidad de algún músico, lo que le daba oportunidad de acceder al escenario y mostrar sus facultades.
Pero era sólo eso, un pasatiempo. Lo mismo que la composición. Descubrió también que tal cosa se le daba igualmente, y comenzó a escribir piezas que guardaba en un cajón de la habitación de un hotel de mala muerte.
No obstante, su principal actividad era otra. Se dedicaba al tráfíco de drogas y era proxeneta de tiempo completo. Era uno de los principales proveedores de los músicos del barrio de los clubes para turistas.
Y a éstos les ofrecía el surtido de mujeres a las que regenteaba. Era un tipo guapo, labioso, simpático, que sabía tratar a sus tuteladas y clientela, pero también peligroso y violento en caso de necesidad.
A mediados de la década de los cincuenta le iba tan bien en los negocios, que le dedicó más tiempo a su hobby musical. Se había hecho amigo de Little Richard y éste lo recomendó al sello local, Speciality Records, para que le dieran una oportunidad.
De tal suerte accedió a los estudios de grabación en pleno auge del naciente rock and roll, para grabar canciones inscritas en el género, con un fuerte ascendiente en el rhythm and blues.
Así, desfilaron por discos sencillos temas como “Just Because”, “Short Fat Fannie” o “Bony Moronie”, que lo dieron a conocer en 1957, lo llevaron a las listas de popularidad, a la radio y lo encumbraron como parte del movimiento.
A ello le siguieron las piezas “Dizzy Miss Lizzy”, “Peaches and Cream” y “She Said Yeah” o “Slow Down”, que lo mantuvieron activo y con muchas presentaciones en teatros y salones de baile.
Su estilo era potente, energético y eléctrico y sus discos mantenían la misma intensidad debida al manejo crudo del piano, a sus letras inusuales, a su voz y silbidos característicos, que hicieron que su trabajo fuera original.
Tales circunstancias lo mostraron como el mejor sucesor de Little Richard. Éste había sufrido un accidente de avión, y el trauma sufrido por ello lo llevó a la determinación de abandonar la escena musical y dedicarse a predicar y a la vida religiosa.
La compañía discográfica entonces enfocó sus esfuerzos a proyectarlo como dicho sucesor y sus canciones se difundieron a lo largo del país. El rock and roll estaba en plena efervescencia.
El género había capturado la atención y gusto de los adolescentes y jóvenes y provocado que las cosas dentro de la sociedad estadounidense empezaran a cambiar. Lo que atrajo también la atención del gobierno para tratar de atajar su avance.
En cuanto a Larry Williams, su nuevo campo de acción musical le había restado atención al otro. La competencia aprovechó el descuido y le tendió una trampa en la cual cayó, a finales de la década fue arrestado por posesión de drogas y encarcelado por un tiempo.
En el ínterin muchas de sus canciones fueron recuperadas por un público insospechado, al otro lado del Atlántico. En Inglaterra los nuevos grupos de rock comenzaron a hacer versiones de su material. Los Beatles, por ejemplo, lo hicieron con “Slow Down”, “Dizzy Miss Lizzy” y “Bad Boy”.
Los Rolling Stones, a su vez incluyeron “She Said Yeah” en su disco Out of Our Heads. Y la canción Bony Moronie (una de las canciones más influyentes en la historia del rock, según los investigadores), se volvió un clásico y un standard de muchos grupos a través del mundo.
Este tema se difundió en español como “Popotitos” y abanderó a varias agrupaciones de Latinoamérica y España. John Lennon, por su parte, haría su propia versión en Rock and Roll, su disco como solista de 1975.
Al salir de prisión, a mediados de los sesenta, Williams retornó a la música y armó una banda que contaba entre sus integrantes con Johnny “Guitar” Watson. Lanzó nuevos temas alejados de su anterior época, pero no tuvieron el éxito esperado: «It’s Beatle Time» — Part 1 y 2, «Boss Lovin'», «Mercy. Mercy, Mercy» y «I Am The One», entre ellos.
En los años setenta quiso reinventarse como cantante de la moda Disco, pero tampoco le funcionó, así que volvió a sus antiguos quereres delictivos. No obstante, las circunstancias habían cambiado y no le resultó como esperaba. Tuvo muchos problemas en dicho medio y un día de 1980 una bala acabó con la vida de este destacado compositor rockero, y uno más de los “tipos malos”.
VIDEO SUGERIDO: Larry Williams – Dizzy Miss Lizzy, YouTube (john1948eighta)
El comienzo de los años ochenta se caracterizó musicalmente por su similitud con el inicio de las décadas anteriores: la tibieza, la contracción, el conservadurismo. El punk de fines de los setenta estalló en mil tendencias, la mayor parte de las cuales siguió un desarrollo ambivalente o de efectos retardados que sólo años o décadas después encontrarían su razón de ser.
Como por ejemplo el ambiguo estilo New wave que en el albor de los ochenta retomó muchas de las características del punk, pero con el paso del tiempo fue adquiriendo su propia personalidad hasta identificarse plenamente en el siguiente siglo.
Pero de aquella primera época (de sintetizadores, experimentación electrónica, artística e intelectual sólo los Talking Heads, obviamente David Byrne), Chrissie Hynde y Elvis Costello impusieron al mundo sus talentos, el resto fue desapareciendo en el camino (Police, Cars, Pere Ubu, B 52’s, Jonathan Richman, Devo, X, et al).
En lo general, los primeros años ochenta igualmente resintieron la baja económica mundial, la recesión impuesta por los mercados. Al mismo tiempo, los juegos de video arrancaron su carrera de embrutecimiento (hoy en gran boga) y la música –me refiero al rock– pasó a un plano secundario por diversas circunstancias contextuales.
El pop más artificioso permeó el ambiente. Se convirtió en una fábrica de “éxitos” en fuga provocando con ello el regreso de la tiranía del hit para los artistas auténticos. Los álbumes fueron reconsiderados como meras colecciones de sencillos.
En otro ámbito, y pese al comercialismo que caracterizó la década, la música aún luchaba y reunía fuerzas para combatir el puritanismo y también para ayudar a restablecer una semblanza de conciencia social en medio de las directrices mundiales (neoliberales) impuestas por Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Bob Geldof, el líder de la banda irlandesa Boomtown Rats, apareció para llamar la atención sobre la hambruna africana y organizó la Band Aid y el concierto Live Aid (que en lo musical también marcó un parteaguas estilístico: de la New wave y el New romantic al synth pop y al uso del sintetizador en detrimento de la guitarra).
Digamos que esta historia estilística comenzó a fines de los setenta, en Sheffield, Inglaterra, cuando el uso de los teclados electrónicos comenzaba a dar sus primeros pasos en aquellos lares, tras escuchar las sonoridades provenientes de la excéntrica Alemania y las posibilidades que ofrecía.
Los grupos se regodeaban en los sintetizadores y en los efectos electrónicos. Su estilo resultaba frío; y su personalidad, estéril y carente de alma. Los fans de tales teclados decidieron entonces disolver aquello y crear otro camino, con un nuevo curso musical.
Los tiempos estaban cambiando y tal como en una de las leyes de la física en lo social sucedía lo mismo, como siempre: a toda acción correspondía una reacción. Había un cambio notable que se podía percibir en el Reino Unido a principios de los ochenta. Los años de gobierno de Margaret Thatcher, la crisis en la que hundió a los más desprotegidos económica y políticamente.
Esa generación de jóvenes eran hijos de padres que habían vivido la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas de austeridad extrema, ahora ellos tenían que lidiar con un hundimiento posterior. Nacieron poco después de que terminara el racionamiento, y era un mundo igual de austero. Todos compartían la ausencia crónica de dinero. Eso afectaba a todo el mundo.
Estaban metidos en la misma batalla existencial que sus inmediatos antecesores, los punks, pero con un signo diametralmente distinto: No renunciaban al futuro y querían vestir mejor al presente, literalmente; conseguir una mejor calidad de vida y buscar el desquite con el hedonismo. Llegó la obsesión por la ropa y el amor por el baile.
Así, en 1980, a través de una homogénea mezcla de soul, funk, reggae y pop, otra estética irrumpió en la escena musical en la búsqueda de una nueva intimidad.
A dicha intimidad se le conoció musicalmente como New Romantic. Era una corriente que había nacido del cruce entre las hechuras del punk y de la New wave y precedían al inmediato synth pop. Heredaban cosas de los primeros (sus instrumentaciones y voluntades) pero agregaron su estética particular al tercero.
Representaban un momento y una transición, desde el blanco y negro de los setenta al color de los ochenta. Jóvenes de barrio con eclécticas referencias musicales que en plena era pospunk que buscaban un sonido “positivo”. Se formaron y crecieron entre la fauna de los clubes nocturnos del West End londinense, cuya filosofía abrazaron para encarnar un pop dominado por lo visual.
Los rostros maquillados, los elaborados peinados, las camisas, pañuelos y casacas de inspiración victoriana o el lamé dorado, cobraron tanto protagonismo como esos temas dominados por la semi electrónica que fueron los reyes de las pistas de baile en Londres.
VIDEO SUGERIDO: ABC – Tears Are Not Enough 1981, YouTube (memorylane1980s)
Enarbolando la bandera de nuevos románticos sus seguidores se convirtieron en un fenómeno entre la música, la moda y la cultura juvenil. Sus bandas: Duran Duran, Culture Club, Japan, The Human League, Spandau Ballet, Culture Club, Ultravox, The Thompson Twins, Orchestral Manouvers in the Dark, Adam and The Ants, A Flock of Seaguls, Classix Noveaux, Soft Cell, Spandau Ballet y ABC, entre otras.
La sensibilidad de éstas se opuso al pesimismo del punk, con lánguidos metales que armonizaban con cuerdas y sintetizadores. Esta maquinaria de soul blanco proporcionó una música limpia y pulida que encontró campo de cultivo en los clubes de nombre Billy’s o Blitz.
Sus trajes bien cortados, aspecto aseado, serio y un poco de glamour (proveniente de Bowie) ayudaron a lograr una imagen propia: erotismo frígido, voz distante, concepción perfecta de los arreglos y un ritmo penetrante.
Sin embargo, los tiempos volvían a cambiar y el New Romantic y su fugacidad daba paso a una nueva corriente, ésta sí definitivamente entregada a los sintetizadores. Los grupos representantes del movimiento resintieron un bajón de popularidad que finalmente se difuminaría hacia la mitad de la década, con el Live Aid como parteaguas cultural.
Tiempo después dicha corriente volvió como venerable nostalgia y autotributo, y las bandas de aquellos aires se dedican hoy a presentarse por el mundo mostrando su parque temático a los melancólicos enamorados de los lejanos primeros años ochenta.
VIDEO SUGERIDO: Japan – Quiet Life, YouTube (JapanVEVO)
Cuando uno lee historias como las de Patricia Highsmith se derrumba el sentido de la confiabilidad del mundo. Una vez que empieza la turbulencia, se tiene la sensación de que no habrá nada sólido para sostenerse. Como obras de ficción, las de Highsmith explotan las múltiples posibilidades de una psicología progresista, donde los seres humanos ya no son unidades morales firmes (buenos o malos caracteres) sino procesos complicados de compensación en su mundo interior y exterior.
De esta forma, la psicología se ha convertido en un nuevo campo de aventuras para la imaginación. Siempre se puede ser sorprendido por lo inesperado. Y no hay duda de que cada vez hay más lectores que sienten interés en esos procesos de transformación y eliminación de fronteras («si un relato es bueno y entretenido –escribió Highsmith–, cualquier persona puede disfrutar con él: tanto el intelectual como el aficionado al misterio y al suspense«).
Aunque sea ruinoso, el comportamiento disonante señala amplias posibilidades de experiencia y de libertad imaginativa. «El espíritu de juego es necesario para la novela de suspense, y es necesario porque permite libertad de imaginación. El escritor tiene que saber por qué sus personajes se comportan de tal o cual manera y ha de ser capaz de responder a esta pregunta que se hace a sí mismo. Es así como nace la intuición, es así como el libro adquiere valor. La intuición no es algo que se encuentra en los libros de texto; la tienen todas las personas creativas. Y los escritores llevan decenios de ventaja a los libros de texto”.
La perspectiva del relato que eligió Patricia Highsmith y su interés por el malhechor han posibilitado sin duda nuevas observaciones: “simpatizo con los delincuentes y los encuentro interesantísimos, a menos que sean monótona y estúpidamente brutales. Desde el punto de vista dramático, son interesantes porque, al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie». Con ello la escritora ha colaborado en el desfase y la evolución de la novela policiaca.
En sus obras ya no se presenta un enigma elemental. Desde el comienzo uno se halla presente como testigo y puede conocer la génesis del hecho. La inteligencia sigue el proceso paso a paso (como en Deep Water [Mar de fondo, 1957], The Two Faces of January [Las dos caras de enero, 1964], Crímenes imaginarios o Those Who Walk Away [El juego del escondite, 1967], por ejemplo), no hay déficit de información que pudiera ser rellenado por la fantasía con hipótesis dudosas y equivocadas.
Si acaso, se sabe tanto como el criminal, como éste de sí mismo. Sin duda es un conocimiento limitado que no excluye la posibilidad de acciones imprevisibles, pero basta para no perder de vista el proceso de transformación del personaje principal. «Ciertos elementos para mí son vitales –dijo la autora–: la sorpresa, la velocidad de la acción, el forzar la credulidad del lector y, sobre todo, la intimidad con el propio asesino. No soy inventora de rompecabezas y tampoco me gustan los secretos… Escribir es una forma de organizar la experiencia y la vida misma”.
En las novelas de Highsmith, el suceso siempre se encuentra en el foco de atención y permanece en él sin limitantes, como un proceso especial psicológico-individual que amplía las fronteras de la experiencia cotidiana.
*Fragmento del ensayo “Patricia Highsmith: El Shock de la Normalidad”, contenido en el libro El Lugar del crimen, de la editorial Times Editores, cuyo contenido ha sido publicado de manera seriada en el blog Con los audífonos puestos.
El lugar del crimen
(Ensayos sobre la novela policiaca)
Sergio Monsalvo C.
Times Editores,
México, 1999
ÍNDICE
Introducción: La novela policiaca, vestida para matar
Edgar Allan Poe: La poesía en el crimen
Arthur Conan Doyle: Creador del cliché intacto
Raymond Chandler: Testimonio de una época
Mickey Spillane: Muerte al enemigo
Friedrich Dürrenmatt: El azar y el crimen cotidiano
Patricia Highsmith: El shock de la normalidad
Elmore Leonard: El discurso callejero
La literatura criminal: Una víctima de las circunstancias
Llegar al lugar donde la otra música encuentra su razón de ser.
La comarca donde tienen su sitio los corazones exiliados.
Todos los tienen presente: los representantes de la psicodelia, el avant-garde y el pop oscuro.
«La neblina morada estaba en mi cerebro. / Las cosas recientes ya no parecen lo mismo. / Actúo de una manera divertida, pero no sé por qué. / Permítanme mientras beso al cielo.»
Traducir a Hendrix rinde frutos extraños… Traducir a Hendrix rinde frutos extraños… Traducir a Hendrix rinde frutos extraños…
«La neblina morada estaba en mi cerebro. / Las cosas recientes ya no parecen lo mismo. / Actúo de una manera divertida, pero no sé por qué. / Permítanme mientras beso al cielo.»
Todos los tienen presente: los representantes de la psicodelia, el avant-garde y el pop oscuro; el jazz, la música electrónica y los cuartetos de cuerdas.
«Neblina morada por todas partes. / No sé si voy hacia arriba o hacia abajo. / ¿Me siento feliz o miserable?/ Sea lo que sea, esa mujer me ha hechizado.»
Todos los tienen presente: los representantes de la psicodelia, el avant-garde y el pop oscuro; el jazz, la música electrónica y los cuartetos de cuerdas; el rap, el funk y el hip hop.
«La neblina morada estaba en mis ojos. / No sé si es de día o de noche. / Me has volado, me has volado la mente. / ¿Es el mañana o sólo el fin del tiempo?»
Traducir a Hendrix rinde frutos extraños.
Todos los tienen presente: los representantes de la psicodelia, el avant-garde y el pop oscuro; el jazz, la música electrónica y los cuartetos de cuerdas; el rap, el funk y el hiphop; el rock y el blues.
El blues: una historia sin fin para ser contada por todos. Unos la hacen viviéndola, otros soñándola, los más padeciéndola; unos la escriben, otros la cantan, los más la tocan. Y de ello todas las mezclas que pueda haber. Hay seres únicos, también, que abarcan sus formas plenamente. Jimi Hendrix fue uno de esos entes. Un hito que canalizó el blues por los caminos de su encrucijada estética: horizontes de nuevas músicas.
A este generador eléctrico hay que verlo y escucharlo. Fue la encarnación en su momento del espíritu blusero. Un mesías al que costó ir vislumbrando en toda su plenitud porque se interpusieron nubes moradas. Sin embargo, su brillo especial iluminó a las orejas atentas, a los ojos fijos.
Oyéndolo, vacías las reticencias, la tormenta nos revuelve y confunde, pero entonces se comienza a escuchar la madera, corazón del blues, y se le ama sin más porque tiene una canción. Ahí se descubre que la vivió para morir.
Al principio su canto suave, encogido cerca de nosotros, para luego cerrar los ojos con llave y morir de blues sobre los cuerpos. Su guitarra no sabe que ha muerto y continúa vibrando sus cuerdas metálicas.
El espíritu y los hombres que le han dado vida al blues transcurren por los dedos y en las cuerdas del guitarrista zurdo. No sólo como una parte esencial del arte popular, sino generosamente ataviadas con una riqueza de melodía misteriosa, única, nacida de la experiencia recalcitrante y de la franca obscenidad de los sentimientos.
Las improvisaciones de Hendrix en el blues tenían inventiva, imaginación, fuerza de acento y atrevimiento en la novedad y lo inesperado. Daban la idea de un estilo y forma absorbentes, creación de un artista con genio, inolvidable.
Una década antes de la caída del Muro de Berlín. Había un enorme malestar por un mundo dividido, por una ciudad dividida, por un pueblo dividido. La música comenzó a expresar lo que sentía mucha gente del lugar en aquella época: la ansiedad, la angustia, el miedo (que ya duraban mucho), por un posible conflicto bélico atómico entre los dos bloques ideológicos: Occidente (captalismo) vs. Oriente (comunismo), que acabara con la misma humanidad. El famoso Zeitgeist,una expresión del idioma alemán cuyo significado representa «el espíritu (Geist) del tiempo (Zeit)», y que se refiere en líneas generales al clima intelectual y cultural de una era.
Pero igualmente había enojo contra los poderosos de ambos lados, en cuyas manos estaba el destino de todos los demás. Entonces, la marejada del punk llegó a la costa alemana, y con ello se desató una nueva ola (Neue Deutsche Welle) mucho más ruidosa (en sus comentarios) y mayormente metálica (en su sonorización) que las que antaño se habían conocido.
La Neue Deutsche Welle (dada su dificultad de pronunciación fuera del habla germana, es normalmente abreviada como NDW), fue el nombre dado a un movimiento musical surgido en Alemania entre mediados de los años setenta y la década posterior (ya entrados los ochenta). En su origen derivaba del reciente punk británico al que luego se agregó la New wave (una de sus vertientes consecuentes, en su versión más electrónica).
El nombre fue ideado por el Dj radiofónico Frits Spits, muy popular a nivel nacional, que trabajaba para la estación Hilversum 3. La singularidad del término, y su adscripción, fue retomada por el empresario Burkhardt Seiler para abrir una tienda con dicho nombre en la Alemania Occidental. El crecimiento de la corriente atrajo la atención del periodista Alfred Hilsberg, quien publicó un artículo sobre ello titulado «Neue Deutsche Welle: Aus grauer Städte Mauern» («New German Wave: From Grey Cities’ Walls») que apareció en la revista Sounds en octubre de 1979.
Entre sus varias características estaban, en primera instancia, el uso primordial del idioma alemán en sus canciones, algo nada frecuente en dicha época, pues en aquel país, incluso los intérpretes del pop más ligero (Schlager) lo hacían en inglés. Sin embargo, el uso así del lenguaje era un arma arrojadiza para provocar, denostar y abrumar con él a la realidad circundante.
Pero, cuáles fueron los factores profundos que hicieron nacer esta corriente en la Alemania de los estertores de la Guerra Fría. La aportación germana a la historia del rock ya tenía importancia. Una de las raíces ontológicas del género procedía del llamado Krautrock, que había mezclado la psicodelia con la electrónica, la música experimental y el virtuosismo instrumental. Asimismo, el hard rock ya tenía representantes teutones importantes. Por otro lado, estaba el pop con su estilo Munich Disco que había enriquecido la música de baile.
De tal forma, cuando emergió la NDW ya había interés internacional por lo que se desarrollaba en aquellos lares. Así que con los ingredientes que ésta trajo a la palestra fueron suficientes para crear un nuevo boom musical: gran diversidad, melodías pegadizas, música fuerte e inédita, innovaciones técnicas, mucha imagen y buenas producciones.
Desde su primer álbum homónimo, Kraftwerk logró algo al parecer imposible: que las máquinas vertieran lágrimas de emoción.
El científico Charles Babbage, en la primera década del siglo XX, sintetizó la tendencia del hombre por las máquinas: “El ser humano es un animal creador de instrumentos”.
La idea fue luego retomada por Karlheinz Stockhausen, y a partir de él por una serie infinita de hacedores musicales como Kraftwerk. Éstos han hecho evolucionar desde su primer trabajo el concepto de la música en simbiosis con la cibernética. Y todo para nuestro exclusivo placer.
El grupo durante los años que lleva trabajando se ha entregado a su pasión preferida: además de crear máquinas, ha profundizado en busca también del alma de éstas para potenciar sus emociones y sentimientos.
El resultado de esa búsqueda musical ha sido retomado por pensadores, diseñadores, especialistas en efectos especiales, programadores, colegas, performers o desarrolladores de videojuegos para enmarcar sus propias manifestaciones artísticas.
El culto en torno a Kraftwerk, la agrupación originaria de Düsseldorf, Alemania, ha crecido desde que la música electrónica desarrolló cierta conciencia de la historia.
Hoy en día todo mundo sabe que Kraftwerk propició el menage a trois entre el pop, la música electrónica y la atmósfera bailable y cool.
Por la historia también se sabe que los esfuerzos de los más grandes compositores se han dirigido a crear un clima, un ambiente. Los Nocturnos de Frédéric Chopin, por ejemplo, fueron a su manera parte de ello. Los solos de piano escritos por Erik Satie al comienzo de siglo XX, así como sus sublimes Gnossiennes (sobre todo la cuarta), son obras maestras de dicho esfuerzo.
No obstante, la difusión de una atmósfera agradable en una pieza es sólo el punto de partida en que pueden injertarse todas las especializaciones, armónicas en el caso de Satie, rítmicas en el de Kraftwerk.
En este último, los instrumentos acústicos se mezclaron con un entramado electrónico denso y áspero hasta transformarse por completo, en temas largos que formaron texturas y ambientes ideales. Así ha sido desde aquellos títulos iniciáticos: “Ruckzuck”, “Stratovariuos”, “Megahertz” y “Von Himmel Hoch”.
El grupo ha propuesto desde su fundación con ellos una proyección a futuro, sin religiosidad y sin noción de viaje galáctico. Sólo una correcta utilización de la moderna tecnología.
Su música nació simple, rítmica, directa, mecánica y repetitiva, con elementos de collage al modo expresionista.
La suya es una pulsión metálica y eléctrica, con percusiones obsesivas sobre las que van apareciendo melodías esquemáticas, muy bellas en ocasiones, que repiten ideas básicas.
Ralf Hütter (órgano eléctrico, sintetizadores) y Florian Schneider (flautas, sintetizadores, violín eléctrico) crearon Kraftwerk en 1969 en Düsseldorf.
En aquel tiempo tal zona industrial por excelencia de Alemania se ubicaba lejos de los centros de influencia de la psicodelia o del country rock, por lo que el grupo no tardó en ponerse a experimentar con las primeras cajas de ritmos, así como con los primeros sintetizadores –descubiertos en la pieza «Psyché Rock» de la Messe pour le Temps Présent compuesta por Pierre Henry para un ballet de Maurice Béjart (aunque el proceso había sido inventado en los años treinta).
Las experiencias con la música electrónica de Karlheinz Stockhausen, John Cage y Pierre Boulez siempre han sido sinónimo de «vanguardia», pero de una que suele olvidar o desinteresarse del aspecto lúdico.
Kraftwerk, en cambio, vio desde sus comienzos el aspecto divertido del asunto y en determinados momentos sus integrantes se han portado graciosos y hasta kitsch, al mismo tiempo que resultan innovadores y brillantes en dicho género.
Desde su primer disco (con el nombre del grupo como de título y publicado en 1970) su material se convirtió en un auténtico tesoro, uno que se fue enriqueciendo aún más con el paso del tiempo, en el cual han dibujado con toda claridad su excepcional concepto cibernético.
La música de esta agrupación alemana, desde el principio acompañada por la caja de ritmos, constituye la otra vertiente del krautrock, el rock germano surgido de los años setenta en que la tendencia de las «alfombras de sintetizadores» de Klaus Schulze representaba la alternativa.
Kraftwerk creó un pop totalmente electrónico, intrigante e inteligente, tan revolucionario como las sinfonías cósmicas berlinesas.
Más afín al lenguaje puro de pop y del dance, Kraftwerk (Central eléctrica, en su traducción) fue un concepto creado por aquellos dos dandys (Ralf Hütter y Florian Schneider) que a fines de los setenta por primera vez se hicieron representar en el escenario por unos robots idénticos a ellos.
A la pareja se unieron en la aventura diversos músicos incidentales en presentaciones y primeros álbumes hasta que los percusionistas electrónicos Wolfgang Flür y Karl Bartos asentaron al grupo como cuarteto.
La influencia de Kraftwerk va desde algunos de sus ex colaboradores como Klaus Dinger y Michael Rotter, quienes se separaron de Kraftwerk para fundar el grupo Neu!, tan roquero como electrónico.
Les siguió un gran número de grupos alemanes como Popol Vuh, Amon Düül 2, Faust, Tangerine Dream o Mythos (Can se cuece aparte), los cuales tuvieron su día, pero sin llegar a las alturas del Kraftwerk que dio origen a todo ello.
Asimismo, la “Central eléctrica” participó del redescubrimiento del funk en la música electrónica. Y ese espíritu aún vivo, tras 50 años existencia, seguramente tiene algo que ver con el hecho de que la cultura electrónica haya florecido con especial esplendor aún más allá de las riberas del Rhin.
En lo esencial el grupo alemán asumió que la ciencia, de la que se valieron para hacer música, puede hacer arte tanto como el arte mismo. Se dieron cuenta de ello y desde su fundación lo han celebrado.
Y si se trata de hablar de futuro, nadie más apropiado que ellos, precursores del techno como género, para someter a base de rítmica la acogida que el trashumanismo tiene como lienzo creativo.
Kraftwerk asumió, desde aquel Volumen 1, lo que Bruce Sterling escribiera en su momento: “En mil años seremos máquinas o dioses, si alcanzamos nuestro estadio superior y holístico”.
VIDEO: First Techno – Kraftwerk (1970), YouTube (Scottish Harry)
Como compositor, productor y arreglista, Willie Dixon (músico nacido en Vicksburg, Mississippi, en 1915) se presentó siempre como una figura dominante del blues de Chicago desde mediados de los años cuarenta del siglo XX.
Antes de convertirse en el principal productor de la etiqueta de Leonard Chess en 1952, formó parte, como bajista y cantante, de grupos como los Five Breezes y el Big Three Trio (precursores indiscutibles del doo-wop).
En la compañía Chess supervisó, acompañó y muchas veces proporcionó material a las grabaciones de artistas como Howlin’ Wolf y Muddy Waters. Otis Rush y Magic Sam figuraron entre los músicos con quienes Dixon trabajó como productor freelance a fines de aquella década.
Durante dichos años, escribió docenas de canciones exitosas para los mencionados músicos y otros artistas de Chicago. Entre los títulos estuvieron «(I’m Your) Hoochie Coochie Man» (1953), «Just Make Love to Me» (1953) y «I’m Ready» (1954) para Muddy Waters; «My Babe» (1955) para Little Walter; «I Can’t Quit You Baby» (1956) para Otis Rush; y «Spoonful» (1960), «Wang Dang Doodle» (1960) y «Little Red Rooster» (1961) para Howlin’Wolf.
Muchas de sus piezas fueron adoptadas por grupos blancos de rhythm and blues, como «Little Red Rooster», que fue un número uno en Inglaterra con los Rolling Stones en 1964; «Spoonful» con Cream, «Seventh Son» con Johnny Rivers y la Climax Chicago Blues Band, «Hoochie Coochie Man» con Johnny Winter, «I Can’t Quit You Baby» con Led Zeppelin y «Back Door Man» con los Doors, por sólo mencionar a unos cuantos.
El genio de Dixon como compositor estuvo en entrelazar elementos tradicionales, desde el folk y la forma de hablar de los negros hasta el patrimonio del blues mismo, con formas posteriores de blues y de rhythm and blues.
Además de ser populares entre el auditorio negro de los años cincuenta, las canciones de Dixon resultaron adaptables a otros contextos, incluyendo los periodos posteriores de un renovado interés en el blues.
En los sesenta, Dixon siguió trabajando para Chess, además de sacar provecho del nuevo entusiasmo surgido hacia el blues, sobre todo en Europa. Se presentó en clubes y en giras extranjeras con Memphis Slim, además de unirse a varias giras europeas como parte del American Folk Blues Festival.
Desde 1968 organizó a una serie de grupos de estrellas de Chicago para trabajar en clubes y conciertos. Esto condujo a la fundación de su propia agencia de talentos y grabación, dirigida por él sin descuidar sus frecuentes presentaciones en toda Norteamérica y Europa.
VIDEO SUGERIDO: Willie Dixon (w Stephen Stills) – Back Door man – Muddy Waters Trib…, YouTube (Rusted Television)
En aquellos años setenta tuvo a bien visitar la Ciudad de México, invitado por los organizadores de los conciertos de blues patrocinados por el CREA (una institución burocrática creada para “atender a la juventud”). El primero se efectuó en la Sala Nezahualcóyotl de la UNAM, allá en el novísimo y flamante Centro Cultural Universitario, que por cierto convocó a una afluencia impresionante de público, jóvenes en su gran mayoría.
Cuestión que espantó a las autoridades del gobierno priísta en turno y al año siguiente se trasladó la sede de los conciertos al antiguo Auditorio Nacional, aquel infame cascarón frío y sin acústica de la Avenida Reforma. Eran otros tiempos.
Tiempos de trasladarse desde el Metro Chapultepec a pie hasta el inmueble. Llegar y encontrarse con el clima de violencia propiciado por la propia policía: patrullas y más patrullas por doquier, con las torretas encendidas y hasta alguna sirena nomás porque sí.
Tiempos de camiones repletos de granaderos rodeando el área y equipados con sus cascos, bastones antimotines y perros; la policía montada agrediendo sin ton ni son y amenazando con disparar gases lacrimógenos a los que arribaban al lugar o a los que se encontraban formados para entrar al recinto.
Tiempos en que por una sola puertita –para evitar que algunos se colaran sin pagar– querían hacer pasar a todos los asistentes cuando faltaban únicamente minutos para el inicio del concierto, ante la desesperación de los asistentes.
Tiempos de combates para adquirir un boleto; de combates para poder entrar, de luchas para encontrar tu lugar; de luchas para salir sano y salvo del concierto.
Tiempos también en que ponían a presentar el espectáculo a un locutor que se especializaba en jazz y que con terror se plantaba en el escenario para hablar de la labor del CREA, ante las mentadas y los chiflidos del respetable. Y que cuando aconteció el temido portazo –dadas las circunstancias– y vio correr por los pasillos a los colados y detrás de ellos a los granaderos sólo atinó a articular varios “¡No! ¡No! ¡No!” por el micrófono.
De no haber sido por Willie Dixon, que se presentaba en dicha ocasión, aquello se hubiera convertido en un auténtico campo de batalla. El veterano músico se precipitó al escenario con su grupo interpretando «The Seventh Son», para atraer los ánimos y que las cosas se calmaran.
Aquella noche Willie Dixon evitó una masacre con su voz, el contrabajo (de color blanco) y el blues.
Los álbumes como solista de Dixon aparecieron en varias compañías discográficas, incluyendo Columbia (I Am the Blues, 1970) y Ovation, y también grabó con Memphis Slim y con Pete Seeger para la Folkways y Verve, respectivamente.
No obstante, su principal contribución al blues se desarrolló entre bastidores, en el auspicio de las carreras de nuevos artistas o en la ayuda para mantener vigentes las de los veteranos.
En 1989 el legendario Willie Dixon publicó una autobiografía, I Am the Blues y murió tres años después en Burbank, California, en1992, a la edad de 76 años.
VIDEO SUGERIDO: Willie Dixon (3) – From The Album “I Am The Blues” (Chicago Blues), YouTube (DK19662810)
Desde la década de los noventa, la marcha triunfal del dancefloor y la música negra hizo omnipresente otra vez al sax, en vivo o sampleado. Desde los 19 años de edad la neerlandesa Candy Dulfer, nacida en 1969, es considerada la saxofonista de pop y dance de más éxito en el mundo. Ha grabado con David Stewart; abierto los conciertos de Madonna y colaborado con Patti Labelle, entre otros. En la actualidad, tras más de una docena de discos en su haber, abraza de manera resuelta el funk y el acidjazz: el e-jazz urbano de nuestros días.
Habla Candy:
“Soy hija de Hans Dulfer, un notable saxofonista de jazz. A los 12 años me presenté por primera vez ante un público masivo como parte de un conjunto de jazz en el North Sea Jazz Festival. A los 15 años fundé mi propia banda, Funky Stuff, la cual sigo encabezando hasta la fecha. Califico mi intento por unir elementos jazzísticos con el sonido negro del funk como «hip house» o fusión, lo cual sirve para definir la mezcla de pop, funk y jazz a la que los músicos con aspiraciones comerciales recurrimos para huir del ghetto de los puristas. Mis ídolos –por supuesto– son gente como Charlie Parker y Ben Webster, pero si Charlie Parker viviera en la actualidad probablemente no tocaría bebop sino heavy o funk.
“Llevo 40 años dando conciertos. Las cosas han salido bien, pero cuando pongo mis discos aún me siento como una principiante. Oigo espontaneidad y un sentimiento bluesero que se ha hecho raro últimamente, pero creo que aún tengo que trabajar mucho. Me doy cuenta de ello cuando toco con músicos a los que admiro como Maceo Parker, The JB Horns o la sección de metales de Tower of Power, educada en el conservatorio. Siempre trato de mejorar.
“Me fue bastante bien cuando nos presentamos la banda y yo con el material del primer álbum en Nueva York. Al ver a la gente formada delante del club Bottom Line, pensé que nos habíamos equivocado de lugar. Sentí miedo de tocar ahí, en el sitio donde se inventó todo en lo que se basa nuestro proyecto. Tratamos de tocar lo mejor posible. Afortunadamente nos hicieron buenas críticas y vendimos medio millón de copias de Saxuality.
“La compañía disquera me presionó para traer a otros productores para el segundo álbum. Querían algo más comercial, más al estilo de Kenny G. Pero Ulco Bed, mi guitarrista y coproductor, y yo insistimos en hacerlo todo nosotros, al igual que en el primer disco. Toda la producción. Es un trabajo difícil, porque se puede perder luego la visión del todo por estarse fijando en los detalles. Estuvimos trabajando casi medio año, con el mismo presupuesto que la primera vez. Yo quería sacarlo rápido; sabía que podría grabarlo en dos semanas. Pero no salió así. Perdí mucho tiempo defendiendo mis ideas. Tenía las cosas en la cabeza, pero los de la compañía querían meter su cuchara y no pudimos realmente trabajar hasta los tres meses de haber empezado la grabación. Finalmente aprendimos mucho.
“Soy muy crítica y perfeccionista. Antes no soportaba escuchar mi propio trabajo. Cuando ponía mis discos siempre les encontraba algo nuevo que me hacía pensar: ‘Vamos, Candy, eres capaz de hacerlo mejor’. Hoy, cuando oigo mi primer álbum, pienso que no estuvo mal para una niña de 19 años. El disco se grabó en Ámsterdam, pero la mezcla de hecho se hizo en Los Ángeles y Nueva York. Lo más difícil fue lograr un equilibrio entre el sonido de mi sax y lo demás. Fue duro. Actualmente me encuentro en posición de poder invitar a colaborar a músicos muy buenos y los resultados se notan.
“Los JB Horns siempre han sido mis favoritos. Quería tocar con ellos y se lo comenté a Maceo Parker. Le pareció muy buena idea, pero puso como condición que yo lo volviera a acompañar en su gira. No lo tuve que pensar mucho.
“Después de lanzar un disco te metes a una especie de maremoto de obligaciones, de cosas que la compañía disquera organiza y maneja. Como la aparición en la televisión, por ejemplo. Eso me parece horrible. Una entrevistita aquí, una tocadita allá. Todo el tiempo hay que reírse frente a la cámara. El aspecto comercial de la música no me causa ningún placer. Ese tipo de cosas casi te hace olvidar lo bonito que es hacer música.
“En determinado momento, justo cuando pienso que me voy a volver loca, salgo de gira. Lo mejor es salir, alejarte por completo. Entonces ya nadie te puede llamar ni ponerse en contacto contigo. En cuanto cruzas la frontera te olvidas de todo eso. Muchas veces hasta he llegado a pelearme con mi mamá, Inge, que también es mi mánager. Las dos estamos irritadas y hemos trabajado mucho y entonces quiero olvidarme de todo.
“Llevo mucho tiempo en los escenarios, pero aún puedo sorprenderme. La última vez sucedió en un festival en Suiza. Me dieron el mismo horario que un intérprete importante de dance, creo que era Tricky. Me imaginé que todo mundo lo iría a escuchar a él y que hacia el final del concierto me llegaría algún resto de su público. Pero no, una hora antes del inicio mi sala estaba llenísima. Por mí. Realmente sé valorar eso.
“Aún oigo mucho la música de Sonny Rollins, Charlie Parker y David Sanborn, porque son músicos con una gran imaginación. Parker, por ejemplo, soltaba cantidad de notas nuevas en un acorde sencillo. Eso se me hace dificilísimo. La mayoría de las veces toco las notas que más tengo a la mano. En ese sentido también admiro al otro Parker, a Maceo. También él es capaz de sacar notas que uno no esperaría en un momento dado. O también de entrar en la segunda parte de una frase o de repente en la cuarta. Quisiera dominar algo así. Me haría muy feliz.
“Nunca toco lo mismo en los conciertos. Mis fans se darían cuenta de ello. Trato de sacar cosas nuevas para sorprender. La única crítica que mi papá ha expresado a lo largo de todos estos años sobre mi trabajo fue una vez después de un concierto. ‘Ahora te clavaste un poco en la rutina’, me reprochó. En efecto traté de salirme por la fácil. Ahora me cuido mucho de no cometer ese error.
“Una vez me encontré en el mismo escenario con Kenny G. Vaya, ese hombre no supo realmente qué hacer conmigo. Estábamos tocando para Luther Vandross. En ese tipo de presentaciones a cada quien le toca su turno para interpretar un solo. No hay más competencia que eso. Y Kenny G se negó a tocar, de alguna manera u otra se sintió amenazado por mi ejecución o mi presencia. Yo empecé a tocar una pieza y ahí él desertó. Estuvo feo.
“Me gustaría tender un puente entre el pop y el jazz. No quiero que la gente piense que conmigo van a recibir una noche de jazz intrincado. Yo interpreto funk, jazz y pop. Pero mi intención es que los jóvenes a través de mi música se interesen por el jazz. Les doy una probadita del género. Por mi papá yo me acerqué al jazz, pero me hizo falta la música de David Sanborn para valorarlo realmente. ‘Así quiero sonar’, pensé en aquel entonces. Ahora ha llegado a suceder que me hablen por teléfono chavos que quieren tocar como yo, pero sólo les tengo una recomendación: ‘Escuchen a Charlie Parker’.
“Tocar con todo tipo de músicos es muy bueno para aprender a manejar muchas situaciones. De Van Morrison aprendí bastante. Es un hombre muy amable. También Dave Stewart me pasó mucha energía. Nunca se está quieto, siempre tiene ideas excelentes. Es una fuente de inspiración. A pesar de que está muy mal de salud nunca se queja. Siempre me da buenos consejos. Hay pocas personas a las que les acepto sus críticas: a mi papá, Hans; a mi mamá, Inge, y a mi compañero Thomas. Me interesan las críticas constructivas. No hay nada más tonto que bajar cansada y sudada del podio y que alguien te diga: ‘Tengo que señalarte algunas cosas’. Eso realmente me deprime, porque no me sirve de nada. Mi papá ha desempeñado un papel importante en mi carrera musical, al igual que mi mamá. No podría tener mejor mánager que ella. Inge siempre está muy cerca de mí. Puedo tratar cualquier cosa con ella”.
Candy Dulfer es una belleza rubia y ojiazul que con sensualidad nos abre los labios en las portadas de sus discos, acompañada con el brillo metálico de un saxofón entre las manos. La lista de la gente con la que ha colaborado habla por sí misma: trabajó con Prince en vivo, en el estudio y en un video; ha soplado, y de qué manera, el saxofón para Pink Floyd y Van Morrison. Todos ellos la llamaron por referencias recibidas. Sin embargo, pasar de celebridad en celebridad como músico de acompañamiento no es su meta. Lo más importante para ella sigue siendo presentarse en un club con su propia banda y tocar un buen solo de sax.
VIDEO: Candy Dulfer – Dave Stewart – Lily was here (2001) Live, YouTube (Dutch Music Channel)