CANON: LITTLE RICHARD

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL ARQUITECTO BIZARRO

Después de la Guerra Civil en los Estados Unidos algunos ideólogos blancos empezaron a ver la cultura negra bajo una luz turbia. Los negros fueron contemplados como seres satánicos, libertinos, paganos, lujuriosos, anárquicos, violentos, dotados de una «inteligencia astuta»,  descendientes de «salvajes oradores hipnotizadores» que en cuanto obtuvieron su libertad se convirtieron en una turba ebria que apestaba a sudor africano».

Desde el punto de vista de estos blancos, los males de la vida negra eran evidentes en su música. Dicha rama del racismo (en la que se fundamenta el Ku Klux Klan) llegó a su punto culminante con la novela The Clansman, de Thomas Dixon, que trata acerca del Sur norteamericano durante el tiempo de su reconstrucción. Dicha narración fue publicada en 1905 y luego filmada atentamente por D. W. Griffith en 1915 con el título de El nacimiento de una nación.

Los blancos que promueven la igualdad racial, según el autor y sus seguidores, se han «hundido en el negro abismo de la vida animal» en el que el mestizaje y la anarquía van de la mano. La igualdad para tales racistas significa que la «barbarie estrangulará a la civilización por medio de la fuerza bruta».  Para Dixon, todo el mal primitivo de la vida negra se condensaba en su música, que en la novela literalmente impulsa a los inocentes blancos hacia la muerte.

Los historiadores explican dichos estereotipos extremadamente negativos remitiéndose a las hostilidades sociales y económicas provocadas por la fallida reconstrucción republicana de los estados confederados derrotados. El siglo pasado comenzó con este horror itifálico. Los negros se les habían convertido, en sus fantasías racistas, en unos salvajes aullantes que se sacudían al ritmo de un tambor que borraba todo vestigio de racionalismo.

A lo largo de 100 años, tal ideología se desplazó desde una meditación acerca de la existencia o no de alma en los negros hacia una elucubración sobre su “maldad fundamental”. Los acontecimientos históricos ocurridos en los derrotados estados del Sur sólo vinieron a intensificar la tendencia general a transformar al viejo Tío Tom en un azufrado Lucifer, en  un sátiro neolítico.

En medio de estas ideas y temores ontológicos vivía el sureño blanco estadounidense promedio a mitad del siglo XX. Los conservadores negros, por su parte, trataban de contrarrestar el asunto portándose más cristianos que cualquiera otros y fundamentaban su vida en los dogmas bíblicos. Y ahí la música pagana estaba más que condenada. El blues, por extensión.

Así que pensemos en las reacciones de ambos mundos cuando apareció en escena un ser inimaginable y al mismo tiempo omnipresente en las peores pesadillas culturales de los blancos estadounidenses: un esbelto negro, hijo de un ministro de la iglesia anglicana, un tanto cabezón, amanerado en extremo, bisexual, peinado con un gran copete crepé y fijado con spray, maquillado y pintados los ojos y los labios —que lucían un recortado bigotito—, vestido con traje de gran escote, pegado y con estoperoles, lentejuelas y alguna otra bisutería, calzando zapatillas de cristal como Cenicienta, tocando el piano como si quisiera extraerle una confesión incendiaria y acompañado por una banda de cómplices interpretando un jump blues salvaje, el más salvaje que se había escuchado jamás y expeliendo onomatopeyas como awopbopaloobopalopbamboom a todo pulmón, con una voz rasposa, potente, fuerte, demoledora y perorando que con ello comenzaba la construcción del Rock & Roll.

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La visión presentada por Dixon, aquel espantado escritor decimonónico, del primitivismo negro fue pues el argumento con el cual se arremetió contra el naciente ritmo. Ganas no les faltaron de sacar las armas contra “el animal negro que quiere arrasar con los Estados Unidos blancos”. La música del malvado negro (según los aprensibles nacionalistas) empujaba a la víctima blanca —en este caso los fascinados adolescentes— al abismo del infierno.

Otro de esos racistas de larga trayectoria llamado «Ace» Carter y concatenado al ideólogo precedente (Dixon), se apegó a aquellos reputados conceptos tradicionales al denunciar en su cruzada moral al rock como la música de los negros que apelaba a lo «más vil en el hombre», al «animalismo y la vulgaridad».

El conservadurismo agregó los tambores a ese averno negro porque los ritmos salvajes ponían de relieve la libido primordial contra la que el hombre blanco había tratado de erigir la barrera de su cultura frágil y amenazada. El rock and roll nació con esta mitología sexual.

Y Little Richard fue el arquitecto y profeta más bizarro en su diseño. Sus cuatro argumentos fundamentales fueron: “Tutti Frutti”, “Long Tall Sally”, “Lucille” y “Good Golly Miss Molly”. Leyes sicalípticas talladas en piedra para la eternidad. Quedaron además inscritas en el mejor álbum del año 1957, que entraría en el canon del rock: Here’s Little Richard.

Lo que le sucedió después es materia para la Teoría de la Conspiración. Tras él fueron enviados los perros de reserva de los bandos afectados (avionazo y reconversión religiosa). El hecho patente es que Little Richard, el Arquitecto del Rock and Roll, nació como Richard Wayne Penniman, en Macon, Georgia (en el profundo Sur estadounidense), el 5 de diciembre de 1932. A los 87 años, con su muerte el 9 de mayo del 2020, y su leyenda se ha solidificado con materia pura de bizarría.

Discografía clásica y selecta: Here’s Little Richard (Specialty, 1957), The Fabulous Little Richard (Ace, 1959), 18 Greatest Hits (Rhino, 1985), The Formative Years 1951-1953 (Bear Family, 1989) The Georgia Peach (Specialty, 1991).

(VIDEO SUGERIDO: Little Richard – Lucille LIVE 1973, YouTube (gimmeaslice)

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CANON: JOHN CAGE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL ARCÁNGEL ANARQUISTA

 

Con cencerros y ollas de cocina anunció la nueva era de la música. Al lado de este arcángel anárquico los demás colegas del gremio musical siempre palidecieron como posmodernos. Mucho antes del concepto de los happenings, este vástago de un inventor técnico originario de California ya componía piezas para el tocadiscos y la ametralladora; preparaba pianos de cola con ligas y monedas de cobre y mandaba pasar el arco sobre las cuerdas de los violines en forma longitudinal.

Nada era lo bastante opuesto para este trasgresor. Anotó la parte solista de un concierto para piano en 63 hojas sueltas que podían tocarse a discreción en cualquier orden. Para su obra musical doble Európeras 1 & 2, este crítico mordaz de tal género dividió los pasajes conocidos de 64 óperas y 101 grabaciones operísticas y las tocó en forma sincrónica, creando una compota cacofónica llena de humor inteligente.

Compositor, maestro, teórico. John Cage nació en Los Ángeles, California, el 5 de septiembre de 1912. Fue uno de los personajes más vanguardistas, controvertidos y arriesgados en la música del siglo XX.

Sus comienzos fueron convencionales, al estudiar el piano con Richard Buhlig y Fannie Dillon en Los Ángeles. Durante un periodo en París, tomó clases con Lazare Lévy. Ahí Cage entró en contacto con experimentadores como Henry Cowell, Adolph Weiss y Arnold Schoenberg. De Cowell, Cage adoptó la idea de modificar el mecanismo interior del piano a fin de lograr ciertos sonidos curiosos.

Antes de embarcarse en la carrera de intérprete-compositor, Cage fue profesor en la Cornish School de Seattle, Washington, Mills College de Oakland, California, la School of Design de Chicago, Illinois, y la New School for Social Research, en la ciudad de Nueva York. En esta metrópoli se asoció con Merce Cunningham, para quien compuso varias obras de ballet.

Hacia fines de los años treinta, Cage se había establecido como líder del avant- garde; sus recitales de piano preparado fueron aclamados y condenados por igual. Los tornillos, trozos de metal, ligas y tiras de papel colocados por Cage dentro del piano normal producían sonidos exóticos. La fascinación ejercida sobre él por los ritmos y los instrumentos de percusión también influyó de manera enorme en su obra original.

Otro ascendiente importante en él fue la música del Oriente, sobre todo de la India. Lo que otros pudieran describir como ruido, al igual que el silencio, forman ingredientes de la música de Cage.

Debido a su determinación para romper completamente con el pasado de la música, la obra de este autor desafió todo intento de definición. Rara vez recurrió a formas musicales convencionales, como un cuarteto o un concerto, y cuando lo hizo, su uso de la forma fue muy poco ortodoxa. Sus primeras composiciones se basaron en el método dodecafónico de su maestro Schoenberg; luego descubrió el piano preparado.

En su caso fue excepcional dicho método, pues condujo sus preferencias hacia la exploración de nuevas regiones del sonido valiéndose de instrumentos eléctricos y de este piano preparado, al que aplicó diversas sordinas de variados materiales, las que colocó entre las cuerdas, obteniendo así un amplio, sugestivo y colorido teclado de orquesta de percusión; y organizó sus trabajos en torno a un fascinante germen formal, apto para ser utilizado en cualquier estilo o en cualquier oportunidad.

A través de su fecunda vida como compositor, se puede descubrir que otra característica dentro de sus frecuentes desplazamientos a comarcas desconocidas o escasamente cultivadas fue el empleo de conjuntos de percusión, ya sea solos, como en Imaginary Landscape, en sus Constructions (seriadas) o en la March, o agregados a varios instrumentos eléctricos.  Amores, The Perilous Night, A Book of Music, Three Dances, She Is Asleep, The Wonderful Window of 18 Spring, son sólo algunas de las numerosas piezas de su producción tanto estrictamente musical como para teatro y danza.

A todas ellas siguió la composición aleatoria, o hecha al azar. Hubo gigantescas obras multimediales para instrumentos convencionales, sonidos grabados, películas, transparencias y luces. Cada paso en una composición de Cage podía depender de una imperfección en el papel pautado, en un dado o un volado.

JOHN CAGE (FOTO 2)

Entre otras obras de Cage figura 4’33» para piano en tres movimientos (1954, donde el pianista se sienta al teclado por el tiempo indicado, pero no toca una sola nota, convirtiendo así el silencio en música).  Sin embargo, la «obra maestra» de Cage sin duda es un trabajo de 1962, 0’00», una pieza silenciosa en la que el intérprete puede presentar cualquier cosa, a voluntad (la llegó a presentar en una sala de conciertos licuando verduras y amplificando su absorción). Cage escribió también varios libros, entre ellos Silence (1961), A Year from Monday (1967) y Notations (1969).

De ellos se destaca la teoría de que es inherente al que trabaja un arte creativo, conocer y comprender los materiales que necesita, y crearlos si es que no existen.  En la música, lo sabe Cage, esta característica debe ir más allá de la simple competencia del análisis de la partitura.

Es más difícil para el compositor crear los colores de su interés que a un pintor obtener los colores de la luz que se busca plasmar, pero no es menos importante que el compositor pueda hacerlo igualmente. Las tradiciones musicales van contra su esfuerzo; en nuestra época, sólo se reconoce al que se sienta confortablemente en la seguridad académica.

Pero el acto de rebelión creativa es igualmente tradición, y si el arte de la música quiere ser algo más que una sombra del pasado, debe ponerse constantemente en tela de juicio dicha tradición de hábitos adquiridos, poniéndolos en una encrucijada concreta, sea cual sea.

Y eso hizo John Cage y en ello también se mantienen hasta la fecha sus muchos seguidores dentro de la música (desde la sinfónica hasta el rock en diversas corrientes, desde la progresiva, el Kraut rock,  hasta la del noise o la industrial de mayor experimentación como la de Frank Zappa, por ejemplo, sin contar todas sus influencias sobre la música electrónica actual) y los escuchas que siempre vieron en él a un visionario creativo. Un genio con pasado y con futuro.

«Tengo horror a la idea de que me consideren un idiota», afirmaba este extremista, no sin ironía. Paul Hindemith en algún momento lo rechazó como «criminal del arte» y el propio Arnold Schönberg lo acusó de «falta de sensibilidad para la armonía».

Sin embargo, el genio de Cage, enamorado del papel de compositor, quería ser comprendido como «persona seria». Era inteligente y agudo. Sin importar sus disquisiciones sobre James Joyce; que interpretara como budista zen el libro de oráculos chinos del I Ching o elogiara la alfalfa y las algas, como seguidor de la alimentación macrobiótica, siempre hablaba como el caudillo liberador del sonido que era y al cual lanzó al infinito.

Su propia muerte también le era motivo de bromas: “Supongamos que muera.  Aun así seguiré viviendo como espacio vital para animales más pequeños.  Existiré siempre”.

John Cage murió el miércoles 12 de agosto de 1992 en Nueva York a consecuencia de una embolia, a escasas tres semanas de su cumpleaños número 80 y los homenajes preparados para festejarlo.

VIDEO SUGERIDO: John Cage “Water walk”, YouTube (Nave for Eva)

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CANON: MY BLOODY VALENTINE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL EFECTO EMOCIONAL

 

 

En aquella coctelera musical llamada “los años ochenta” se dieron cita los amantes del noise pop (The Jesus and Mary Chain), del dream pop (Galaxie 500) y del estilo conocido como C86 (una antología publicada por una revista y luego devenida en subgénero, que incluía nombres como los de Primal Scream, The Soup Dragons y Mighty Lemon Drops, entre otros).

Sin embargo, fue la aparición del disco Ecstasy & Wine (1987) de My Bloody Valentine, la que decantó el asunto. Quedaron claros cuales eran los elementos distintivos entre unos y otros. Los más se subieron al vehículo del brit pop en ciernes y los menos se asentaron en lo que la revista New Musical Express comenzó a llamar “shoegazin”. El sedazo puso de relieve las características de dicho estilo y nombres como Ride, Chapterhouse, Lush, Curve y Moose, entre otros.

El shoegazin, resultó ser una cresta importante en y para el rock durante varios años. En ese tiempo sus representantes hablaron de la raíz musical en las que se encontraba el germen de su existencia (Velvet Underground), además de sus influencias más recientes (los ya mencionados The Jesus and Mary Chain, Cocteau Twins, Sonic Youth, Bauhaus y The Smiths, por mencionar algunos).

El suyo era un rock que empleaba elementos clásicos del género en direcciones originales y del mayor interés por las texturas y los timbres (melódicos y ruidosos a la vez), por la experimentación con la tecnología (feedback, flanger, reverb, chorus), por los recursos del estudio de grabación (dub, sampler), por la libertad de su sistema –jugaban o se alejaban de las estructuras lineales—y por el murmurado uso de la voz como un instrumento más, para matizar.

Todo ello en busca de resultados raros y emotivos, de atmósfera espacial nebulosa. Porque eso sí, el subgénero destaca por su apabullante emotividad, por la instigación de la temática melancólica –se convirtió en una elaborada gama de exploración de los traumas de la generación de la (sobre) información y del miedo al escrutinio.

Aquello demostró que las aspiraciones dramáticas del rock podían sintonizar con el riesgo— y por el uso de una instrumentación que no difería mucho de la que se presupone standard. Una forma evolutiva del rock alternativo al que pertenece.

Por fortuna, la pluralidad de grupos en la que se extendió la corriente evitó la simplificación industrial y por consiguiente su rápido desgaste. Y hubo entonces bandas que favorecieron el pinturerismo emocional lo mismo que la expresividad más teórica.

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Así que cuando se escuchaba su música, se descubría una búsqueda estética con el grado de abstracción que se quiera, pero siempre con la vitalidad del sentimiento por delante, envuelto en el ensimismamiento caracterizado por la eterna vista del músico y cantante en los pedales de la guitarra o voz instalados en el suelo y a lo que con cierta ironía se denominó “shoegazin” (vista fija en los zapatos)

En el ámbito instrumental este rock se dejó llevar, sobre todo, por la ciencia del sampleo y su capacidad transformatoria; por la fascinación por el aparato y su habilidad para reinventar la guitarra a partir de sus efectos, para convertir su sonido en algo etéreo, elevado y terriblemente romántico a través de telarañas de ambientaciones sonoras, de voces lejanas y fantasmales, como el estilo extraterrenal de quienes serían sus máximos representantes: My Bloddy Valentine.

Tal grupo irlandés (fundado en 1983 por Kevin Shields y Colm Ó Cíosóig, a quienes luego se unirían, después de un desfile de músicos, Debbie Googe y Bilinda Butcher), significó la perfecta unión de ruido, belleza e intensidad. La cual quedó impresa para siempre en el disco emblemático Loveless (de 1991). Una sofisticada obra de guitarras tratadas hasta el punto de parecer beats y con una atmósfera en gravedad cero.

Tal disco puso en la mesa la confirmación de su líder, Kevin Shields, como un talento visionario. El noise, el ambient y el free jazz fundidos sin prejuicios; epígonos bien avenidos en una disonancia de guitarras vaporosas, incorpóreas, volátiles, en cataratas de samplers y voces cargadas de vértigo. Uno de los momentos más grandes de la música.

Su magia elevó el puente entre el dream pop de los ochenta y la experimentación techno-ambient de la siguiente década. Los sonidos dieron entrada a letras inteligentes y dolidas: “La experimentación no tiene sentido sin el efecto emocional. Nuestra música alcanza tanto a la primera como a lo segundo”, dijo Shields en su momento.

Luego de un lustro en este trajín con agrupaciones como Bailter Space, The Nightblooms, The Boo Radleys, Catherine Wheel o Medicine, el shoegazing palideció –tanto como sus seguidores-, su presencia se redujo, pero no así su larga influencia que llega hasta la actualidad, celebrándose a sí misma y a sus generadores.

My Bloody Valentine es una agrupación que no se modifica ni trata de cambiar su estética básica (ya bastante sorpresa fue su intempestivo retorno luego de dos décadas con el tercer disco m b v). Las canciones que conforman su último álbum son reafirmaciones de su identidad. Contenidas en un trabajo calmo y sensual en el que, según el líder de la banda “Experimentamos llevando el volumen hasta un nivel cósmico. Empezó porque una vez estábamos ensayando y decidimos usar todos nuestros amplificadores y un pedal llamado Octavio que suena como un volcán en erupción. Lo hicimos una hora: la habitación vibraba, todo se caía y nuestro estado mental cambió, entramos en otro nivel de conciencia”.

VIDEO: My Bloody Valentine – Only Shallow (Official Music Video), YouTube (UPROXX Indie Mixtape)

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CANON: THE SONICS (EL SONIDO Y LA FURIA)

Por SERGIO MONSALVO C.

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En el principio fue el fuego y su energía desesperada. La actitud instintiva y salvaje. El rugido entonces se volvió grito para que surgieran de él, poderosos, el sonido y la furia. Así fue el nacimiento del rock de garage, su mito primitivo. En su cosmogonía hubo dioses y demonios, demonios como dioses y viceversa. El caso es que aulló la Tierra, se rompió el silencio y su reverberación resonó hasta abarcarla toda.

“Origen es destino” reza uno de los preceptos del romanticismo del que el rock es heredero. Por eso la actualidad del rock de garage se mantiene en sus raíces. ¿Hay algo más romántico que un o una flamable adolescente tratando de arrancarle alguna nota a la guitarra eléctrica, un riff al sax, un grito a la garganta, para vociferar con ello todo lo que trae dentro, todo lo que quiere y desea?

Los cartapacios del rock dicen que no, que no hay nada más romántico y sublime que dicha imagen primigenia. Cinco décadas con sus respectivas generaciones lo han reafirmado y proclamado cada una en su momento: desde su nacimiento sesentero, este gran mito del estilo funciona en cualquiera de sus contextos y cronologías. Es el sustrato del inconsciente colectivo del género.

La historia del rock son sus mitos y leyendas, como la que concierne al grupo The Sonics. El rock de garage que surge con ellos constituye todo un fenómeno. Lo que existe ahora o vaya a existir en el futuro en esta música es inherente a lo ya sucedido desde que apareció esta banda en Tacoma, ciudad hoy mítica que, junto con su vecina Seattle, se convirtieron en el lugar, en la cuna de la creación y el desfogue (para reproducir lo oído en el ambiente, los riffs, hacer cóvers o piezas originales incombustibles).

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Producto del auge económico de la posguerra fue aquella urbe portuaria y fronteriza con Canadá, que en medio de vientos intensos, de astilleros rechinantes y del fabril tratamiento de materiales pesados –y a la que el tráfico constante de aviones de la cercana base aérea militar dotaba de una atmósfera ruidosa y tensa–, era hogar de las ansias juveniles (escapar de un futuro nebuloso, conseguir el mayor número de féminas, andar en autos veloces y divertirse a tope) y de las esperanzas de expresión de los adolescentes que decidieron ponerse el nombre The Sonics.

Jerry Roslie descubrió el rhythm & blues, el sonido urbano del blues, eléctrico, sensual y amplificado en sus andanzas por el cinturón negro de la ciudad. Quedó impactado por su fogosidad e ímpetu. Era lo que sentía por dentro. En cuanto pudo llevó consigo en otras escapadas a sus amigos Rob Lind y Bob Bennet, para que escucharan aquello que lo había fascinado.

Con ese sonido en la cabeza por un par de años formaron parte de varios grupos, pero sin encontrar lo que buscaban, hasta que los hermanos Parypa, de una banda local de rock instrumental, los invitaron a unirse a ellos.

La llegada de Roslie y amigos, cambió el estilo de la formación. De lo instrumental con influencia de The Ventures y de los ídolos regionales The  Waillers, pasaron a la de Little Richard, Jerry Lee Lewis y el primer Elvis (“Nunca entendí por qué la música popular hablaba de la melosidad del amor y el paraíso del matrimonio. Yo no sentía eso y no quería aquello para nada”, recuerda el cantante y compositor).

Era el comienzo de la década de los sesenta. Jerry ingresó como vocalista y tecladista, y le puso el acento a un grupo que marcaría nuevas rutas a partir de mediados de la década: la del rock de garage, la del proto-punk y la del pregrunge.

El devenir del rock de garage arranca desde entonces con aquellos legendarios amplificadores puestos al tope de su volumen y saturación o perforados a navajazos, buscando la analogía sonora de la iracunda o febril explosión interna, y el fuzztone y distorsiones de las guitarras. Es decir, el eco de las catacumbas vivas del lo-fi subterráneo.

VIDEO SUGERIDO: The Sonics – Strychnine, YouTube (roppi)

Con el recuerdo de aquellas escapadas a los barrios negros Roslie rugió, como ningún otro, las emociones salvajes y las urgencias juveniles contenidas en sus letras crudas, ríspidas y poderosas, muy lejanas del ámbito común de la época. Este material estaba respaldado por un saxofonista frenético (Rob Lind), un baterista atronador (Bob Bennet), un guitarrista abrasivo (Larry Parypa) y un bajista que no se amedrentaba ante nada (Andy Parypa).

Su sonido era sucio, lo-fi, de alto volumen y de pura energía recargada. En su repertorio emulaban a sus ídolos de manera fuerte, impetuosa y acelerada, pero también lo hacían con sus propias canciones con el objeto manifiesto de eternizar el espíritu que los invadía en ese particular y bullente momento de la vida.

“No pensábamos en lo que hacíamos musicalmente hablando. Apenas ensayábamos. Dejábamos tirados los instrumentos en la furgoneta en cuanto acabábamos una tocada, y no los volvíamos a agarrar hasta que llegaba la siguiente presentación. Estábamos más interesados en pensar en cómo íbamos a meter a las chicas en nuestras habitaciones del motel en turno.

“Pero cuando había que tocar, lo dábamos todo. En eso no nos andábamos con estructuras, tiempos y crescendos. No. Desde la primera nota, toda la carne al asador. No nos gustaba que la gente se quedara cruzada de brazos mirándonos. Queríamos que bailaran desde el primer momento. Muchos grupos hacían una secuencia de canciones para ir subiendo la temperatura, pero nosotros no. Desde el momento en que pisábamos el escenario, dábamos lo máximo”. Explicaron en su momento.

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Roslie, inspirado por los hollers negros, gritaba como un poseso y componía piezas que hablaban de desapego amoroso y prometían venganza o disertaban sobre trastornos mentales (“Psycho”), sustancias peligrosas y ofuscantes (“Strichnine”), mujeres de talente malvado y mentiroso (“The Witch”) o sobre la oscuridad demoniaca (“He’s Waitin for You’”).

Temáticas demasiado adelantadas a su tiempo, cosa que los alejó de los focos mediáticos (censura, escasa trasmisión radial, ninguna presentación televisiva) y los mantuvo como grupo de culto de una inmensa minoría, influyente y underground.

Por ello de aquel entonces apenas se conservan algunas fotografías. Una vez los invitaron a un programa de televisión en Cleveland, de nombre Upbeat. En el ensayo tocaron ‘The Witch’ y el director del programa mandó parar todo para decirles. “¿Por qué tanto volumen y barbaridad?”. Los dejaron fuera de la emisión.

Con la aspereza apasionada de su estilo avanzaron a toda velocidad cuidando su precioso arcano contra viento y marea. Por ello, los dos primeros discos lanzados en aquella época bajo el sello Etiquette (con Buck Ornsby como productor), Here are The Sonics!!! (1965), y Boom (1966), son trabajos discográficos que siguen asombrando por su descomunal fuerza sonora.

Son joyas y pruebas de que el rock y su mitología son profundamente respetuosos de sus preceptos. Le otorgan el mayor mérito a toda desmesura y a las explosiones del genio individual, sobre todo a aquello que refleje el barullo mental y emocional que se transpira siendo de naturaleza airada y víctima circunstancial del mundo circundante.

El papel que estos intérpretes le asignaron a la música tuvo la misión de hacer visible la intuición absoluta que no aceptaba más que la libertad creativa absoluta también. Por eso cuando una compañía discográfica más grande los contrató y quiso limarles todas sus asperezas acabó con ellos y tras un decepcionante tercer disco, Introducing The Sonics, el grupo se desbandó descontento.

Luego hubo reapariciones con distintos integrantes y alguna intermitente reunión de los originales. Hasta la actualidad, en que reaparecen con un nuevo álbum 50 años después, This is The Sonics, con el que buscan reencontrarse con aquel espíritu. El sonido sigue intacto, la furia también. (Lo grabaron en un estudio analógico de Seattle, en vivo y en monoaural. Con Jim Diamond, componente de los Dirtbombs y realizador del estreno de los White Stripes, como productor).

El rock de garage lleva en el candelero medio siglo de existencia y está más vivo que nunca, con grandes representantes en cada una de sus épocas, y también con felices reencuentros como el de los Sonics. Su rock de garage es el germen de la cadena biológica del género, el que señala su ADN (con alma incluida).

VIDEO SUGERIDO: The Sonics – Psycho a Go-Go, YouTube (Amilqar)

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CANON: MY BLOODY VALENTINE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL EFECTO EMOCIONAL

 

En aquella coctelera musical llamada “los años ochenta” se dieron cita los amantes del noisepop (The Jesus and Mary Chain), del dream pop (Galaxie 500) y del estilo conocido como C86 (una antología publicada por una revista y luego devenida en subgénero, que incluía nombres como los de Primal Scream, The Soup Dragons y Mighty Lemon Drops, entre otros).

Sin embargo, fue la aparición del disco Ecstasy & Wine (1987) de My Bloody Valentine, la que decantó el asunto. Quedaron claros cuales eran los elementos distintivos entre unos y otros. Los más se subieron al vehículo del brit pop en ciernes y los menos se asentaron en lo que la revista New Musical Express comenzó a llamar “shoegazin”. El sedazo puso de relieve las características de dicho estilo y nombres como Ride, Chapterhouse, Lush, Curve y Moose, entre otros.

El shoegazin, resultó ser una cresta importante en y para el rock durante varios años. En ese tiempo sus representantes hablaron de la raíz musical en las que se encontraba el germen de su existencia (Velvet Underground), además de sus influencias más recientes (los ya mencionados The Jesus and Mary Chain, Cocteau Twins, Sonic Youth, Bauhaus y The Smiths, por mencionar algunos).

El suyo era un rock que empleaba elementos clásicos del género en direcciones originales y del mayor interés por las texturas y los timbres (melódicos y ruidosos a la vez), por la experimentación con la tecnología (feedback, flanger, reverb, chorus), por los recursos del estudio de grabación (dub, sampler), por la libertad de su sistema –jugaban o se alejaban de las estructuras lineales—y por el murmurado uso de la voz como un instrumento más, para matizar.

Todo ello en busca de resultados raros y emotivos, de atmósfera espacial nebulosa. Porque eso sí, el subgénero destaca por su apabullante emotividad, por la instigación de la temática melancólica –se convirtió en una elaborada gama de exploración de los traumas de la generación de la (sobre) información y del miedo al escrutinio.

Aquello demostró que las aspiraciones dramáticas del rock podían sintonizar con el riesgo— y por el uso de una instrumentación que no difería mucho de la que se presupone standard. Una forma evolutiva del rock alternativo al que pertenece.

Por fortuna, la pluralidad de grupos en la que se extendió la corriente evitó la simplificación industrial y por consiguiente su rápido desgaste. Y hubo entonces bandas que favorecieron el pinturerismo emocional lo mismo que la expresividad más teórica.

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Así que cuando se escuchaba su música, se descubría una búsqueda estética con el grado de abstracción que se quiera, pero siempre con la vitalidad del sentimiento por delante, envuelto en el ensimismamiento caracterizado por la eterna vista del músico y cantante en los pedales de la guitarra o voz instalados en el suelo y a lo que con cierta ironía se denominó “shoegazin” (vista fija en los zapatos)

En el ámbito instrumental este rock se dejó llevar, sobre todo, por la ciencia del sampleo y su capacidad transformatoria; por la fascinación por el aparato y su habilidad para reinventar la guitarra a partir de sus efectos, para convertir su sonido en algo etéreo, elevado y terriblemente romántico a través de telarañas de ambientaciones sonoras, de voces lejanas y fantasmales, como el estilo extraterrenal de quienes serían sus máximos representantes: My Bloddy Valentine.

Tal grupo irlandés (fundado en 1983 por Kevin Shields y Colm Ó Cíosóig, a quienes luego se unirían, después de un desfile de músicos, Debbie Googe y Bilinda Butcher), significó la perfecta unión de ruido, belleza e intensidad. La cual quedó impresa para siempre en el disco emblemático Loveless (de 1991). Una sofisticada obra de guitarras tratadas hasta el punto de parecer beats y con una atmósfera en gravedad cero.

Tal disco puso en la mesa la confirmación de su líder, Kevin Shields, como un talento visionario. El noise, el ambient y el free jazz fundidos sin prejuicios; epígonos bien avenidos en una disonancia de guitarras vaporosas, incorpóreas, volátiles, en cataratas de samplers y voces cargadas de vértigo. Uno de los momentos más grandes de la música.

Su magia elevó el puente entre el dreampop de los ochenta y la experimentación techno-ambient de la siguiente década. Los sonidos dieron entrada a letras inteligentes y dolidas: “La experimentación no tiene sentido sin el efecto emocional. Nuestra música alcanza tanto a la primera como a lo segundo”, dijo Shields en su momento.

Luego de un lustro en este trajín con agrupaciones como Bailter Space, The Nightblooms, The Boo Radleys, Catherine Wheel o Medicine, el shoegazing palideció –tanto como sus seguidores-, su presencia se redujo, pero no así su larga influencia que llega hasta la actualidad, celebrándose a sí misma y a sus generadores.

My Bloody Valentine es una agrupación que no se modifica ni trata de cambiar su estética básica (ya bastante sorpresa fue su intempestivo retorno luego de dos décadas con el tercer disco m b v). Las canciones que conforman su último álbum son reafirmaciones de su identidad. Contenidas en un trabajo calmo y sensual en el que, según el líder de la banda “Experimentamos llevando el volumen hasta un nivel cósmico. Empezó porque una vez estábamos ensayando y decidimos usar todos nuestros amplificadores y un pedal llamado Octavio que suena como un volcán en erupción. Lo hicimos una hora: la habitación vibraba, todo se caía y nuestro estado mental cambió, entramos en otro nivel de conciencia”.

VIDEO: My Bloody Valentine – Only Shallow (Official Music Video), YouTube (UPROXX Indie Mixtape)

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CANON: FRANKIE VALLI AND THE FOUR SEASONS

Por SERGIO MONSALVO C.

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LAS VOCES DE JERSEY

Actualmente, el estado de New Jersey es uno de los más bogantes y desarrollados de la Unión Americana. Un progreso que se dio poco a poco a partir de la Posguerra, con la instauración en el lugar de la industria manufacturera, del transporte y de los productos químicos. Es un territorio pequeño, uno de los más pequeños de aquel país, pero su ubicación le ha permitido a lo largo de los años incrementar el nivel de vida, tanto de la clase media como de la trabajadora, que es la mayoría de la población.

Se encuentra entre los estados de Nueva York y Pensilvania y tiene frente a si al océano Atlántico, con puertos estratégicos para el movimiento de productos, así como a los ríos Hudson y Delawere para lo mismo. Sus playas son atracción turística, interna e internacional, desde entonces y un gran generador de ingresos para la zona.

Debido a ello, sus jóvenes músicos han tenido el espacio necesario para exponer sus ideas y adquirir experiencia escénica, dando como resultado la creación de un sonido particular conocido como “Jersey Shore Sound”. Pero no sólo la economía ha tenido que ver con ello. La demografía, por su parte, ha aportado el elemento cohesionador para tal resultado.

Riding bikes on Boardwalk of Liberty Park, New Jersey

Su población de nueve millones de habitantes se ha forjado con la inmigración paulatina de diversas culturas: hispanohablante, china, haitiana y fundamentalmente italiana. Esta variedad étnica ha propiciado la mezcla y asimilación de sonoridades variopintas, entre otras de las piezas que la conforman.

El Jersey Shore Sound se ha erigido a lo largo de más de medio siglo en un auténtico género musical por derecho propio. Diferentes épocas y representantes lo han colocado dentro de la historia del pop, el rock y otras vertientes. Y su presencia ha sido notoria a través de las décadas, al igual que su influencia.

Las raíces de su arranque y evolución se hallan en los años que van de 1960 a 1966. Es decir, desde la era pre-beatle y la explosión Motown, teniendo al rhythm and blues como manantial primigenio y sustentador. Y su síntesis llegó al clímax en la década de los ochenta (con Bruce Springsteen), dando lugar desde entonces a desarrollos más avanzados y al conocimiento mundial de sus formas y nombres.

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El r&b en su manifestación de doo-wop fue el crisol donde se forjó dicho sonido a finales de los años cincuenta, producto de una cultura netamente urbana, con la influencia manifiesta de grupos negros de esta especialidad procedentes de las dos Carolinas y de Filadelfia, lugares donde se creó tal estilo. Aquí no fue el Mississippi sino el Hudson, el río tutelar para la difusión de tal expresión artística.

Una vez que el doo-wop desembarcó en New Jersey fueron los italoamericanos, en específico, quienes lo tomaron para sí y lo unieron a sus propias tradiciones vocales. Pulularon entonces los cuartetos por doquier. No había bar, club o auditorio, donde no se presentaran constantemente formaciones de dicha naturaleza ambientando a los públicos tanto nativos como vacacionales.

Sin embargo, fue el de Frankie Valli & The Four Seasons el que destacó sobre todos los demás. Y el que impuso las pautas a seguir de lo que sería una marca del estado con registro de autenticidad en el origen.

VIDEO SUGERIDO: Four Seasons Sherry Original Stereo, YouTube (HoraceWinkk)

El cantante Frankie Valli (cuyo nombre real es Francis Stephen Castelluccio) fue el centro de atención de los Four Seasons, un cuarteto que durante los años sesenta, y luego de manera discontinua en los setenta, colocó infinidad de éxitos en los más altos lugares de las listas de popularidad, con su característico sonido (aportación al doo-wop blanco), apuntalado por el reconocido falsete de Valli.

El grupo se fundó en 1960 cuando Valli conoció a Bob Gaudio (tecladista y voz tenor procedente de los Royal Teens) tras una fallida audición y crearon la Four Season Partnership (aunque uno de sus primeros nombres también fue el de Four Lovers). A ellos se unieron Tommy DeVito (guitarrista y barítono) y Nick Massi (en la guitarra y voz baja).

Después de varios intentos por conseguir un éxito a lo grande, el grupo lo obtuvo nacional e internacionalmente, a principios de los sesenta con el disco sencillo “Sherry” (de 1962), que llegó a número uno de los Estados Unidos.  Al que seguiría una larga lista de temas que cubrirían aquella década con su presencia.

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La biografía musical de sus miembros se había cultivado al otro lado del río Hudson, en el aún desconocido estado verde que se estira a la sombra de Nueva York: Nueva Jersey, donde se cultivó aquel sonido que algunos dieron en llamar italoamericano.

Éste, como ya he dicho, provenía de la influencia del doo-wop negro llegado de la parte baja de la Costa Este, con sus tres vertientes principales: el gospel, el blues y la balada sentimental. Fue esta última afluente la que retomaron los jóvenes blancos de Jersey y la cultivaron con esmero y mucho estilo.

Con padre y madre reconocidos, este sonido, que tiene el nombre de Jersey Shore, bebió del R&B caracterizado por el uso de los teclados, una cuidada instrumentación (que incluye metales) y con el aprecio por las armonías vocales.

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El fundamento de los Four Seasons proviene, pues, de aquella aportación italoamericana y muchas de sus canciones fueron algunas de las primeras en retratar con romanticismo la vida urbana cotidiana formada, especialmente, por las esperanzas y los fracasos de los jóvenes de aquel sector mayoritario que vivía en Nueva Jersey y trabajaba en sus fábricas, talleres y tiendas o estudiaba en sus recintos.

Estas vivencias sonorizadas por los Four Seasons, que se movían al compás de las primeras grabaciones de los Beatles y la Motown, crearían escuela sonora y una lírica de tono épico que más tarde serían proyectadas por sus muchos y brillantes herederos.

Cuando el grupo se disolvió en los setenta (aunque luego ha tenido varios renacimientos), tras cambios en el personal, mánagers y demás interesados, Frankie Valli mantuvo una ambivalente carrera como solista. En su bagaje destaca, entre otras cosas, la aportación que hizo para la película Grease (Vaselina) con el tema principal de título homónimo. Este acercamiento a la pantalla culminó en los últimos años con sus apariciones en la serie de Los Soprano como uno de los capos de la mafia de Nueva York.

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Los Four Seasons, con sus miembros originales (los del sexenio 1960-1966) fueron adscritos al Salón de la Fama del Rock & Roll en 1990 y una década después al del Vocal Group. Hasta la fecha la cantidad aproximada de discos vendidos por ellos se estima en los 100 millones, todo un récord.

Broadway recuperó su historia con el musical Jersey Boys, un éxito en la temporada de 2007. Lo cual sirvió para hacer justicia a Nueva Jersey, como una tierra que ha destacado por su aportación a ese fantástico subgénero doo-wop, cargado de romanticismo.

VIDEO: 1965 – Let’s Hang On – FRANKIE VALLI & THE FOUR SEASONS – YouTube (campodegibraltar1959)

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CANON: THE KINKS (EL BRITISH SOUND)

Por SERGIO MONSALVO C.

KINKS (FOTO 1)

 

Los británicos hermanos Davies, Ray y Dave, como toda hermandad que se respete, desde el principio de los tiempos se peleaban, se pelean y seguirán peleándose por toda la eternidad. Aunque hubo un tiempo en que unieron fuerzas tras sentir que el hacha de lo efímero amenazaba la existencia de su grupo: The Kinks. Luego del fracaso comercial de sus primeros sencillos (con el sonido Mersey beat que les impusieron los ejecutivos), la compañía discográfica les puso un ultimátum: el hit o la nada.

Bajo esta presión se realizó la grabación de “You Really Got Me”, que apareció en agosto de 1964. Causó revuelo en la radio y en la crítica especializada e impuso el sonido “kink” como algo innovador e influyente para las siguientes décadas.

Luego del éxito inesperado, la compañía entendió la lección y dejó en manos de Ray Davis el devenir creativo del grupo. Al siguiente sencillo, “All Day and All of the Night”, le aplicó un método semejante: con basamento en el riff de Dave, que parecía tener una tienda de los mismos. La canción es hoy otro clásico que se instaló muy bien en los oídos del Viejo y Nuevo mundos.

Con sendos hits y frotándose las manos, los ejecutivos propusieron la hechura de un álbum debut. Apareció The Kinks a fines del mismo año, con versiones de oldies del rock & roll y del rhythm and blues en los que estaban más que fogueados (“Beautiful Delilah” y “Too Much Monkey Business” de Chuck Berry, como muestras), así como algunas piezas propias, destacando los éxitos ya mencionados, además de “Stop Your Sobbing”.

La primera mitad de 1965 estuvo marcada por la presión de la compañía para realizar presentaciones constantes, la producción de nuevos sencillos y la conformación del siguiente álbum que llevaría el título de Kinda Kinks. Había que explotar la veta con gula voraz y así se hizo.

Inundado el mercado local dieron el salto a los Estados Unidos como parte de la segunda oleada de la Invasión Británica. El verano de ese año los descubrió en dicha tierra. Impactaron. El público joven, ávido de dureza más que de romance, los recibió con los brazos abiertos y su prototipo cundió por los garages de la suburbia norteamericana.

Sin embargo, y por debajo de la euforia causada, el grupo estaba cansado de tantas presentaciones, viajes interminables y las presiones de la compañía. El alcohol y las benzedrinas fueron los escapes a la mano. La combinación de todo ello causó destrozos en los hoteles —desde entonces un cliché rockero— y mucha tensión.

El colmo llegó durante la presentación del grupo en el programa Hullabaloo, donde los excesos provocaron gritos y golpes con los promotores de la gira. Hechos tras los cuales el sindicato de músicos de la Unión Americana consiguió que su gobierno vetara la entrada al grupo durante los años siguientes, “por conducta poco profesional”.

La sentencia de no pisar los terrenos del recién conquistado suelo estadounidense mantuvo alejados a los Kinks durante cuatro años del nacimiento de un fenómeno sociológico mundial, pero a cambio hizo que la mente maestra del grupo (Ray) volcara su quehacer compositivo en una línea intimista.

KINKS (FOTO 2)

Esa forma de aislamiento en la que se encontró involuntariamente lo reconfortó a su vez con la justicia poética, y lo hizo a partir de una rítmica inglesa cuyos afluentes provenían de la nostalgia introspectiva en la que se había educado el joven músico en su infancia proletaria: el folk, la música de salón de baile y el teatro popular musicalizado, a contracorriente de lo ahora experimentado por sus congéneres.

Los Kinks se asomaban desde su callejero balcón londinense para dar cuenta en un fresco de lo que sucedía a su alrededor en el justo instante de una puesta de sol. El “Verano del Amor” se sorprende, en medio de un sinfín de sorpresas, del variado registro estilístico en el que Ray pone a tocar al grupo.

Entre 1968 y 1970 se sucedieron unos a otros los estilos, así como el nacimiento de corrientes, movimientos y géneros. Los Kinks hicieron lo suyo en cuanto al álbum conceptual, la ópera rock y el teatro musical. Los LP’s dejaron de ser tan sólo una colección de hits y sencillos y el espacio del disco de 33 rpm se convirtió en el escenario de una temática homogénea en donde las ideas de largo aliento de los compositores vieron expuestas sus manifestaciones.

La obra en este sentido, Arthur or the Decline and Fall of the British Empire, resultó un proyecto fallido en su producción televisiva y tampoco le fue bien en territorio norteamericano, dados sus referentes localistas. El hecho fue un acicate para Ray, quien con una idea distinta volvió en 1970 a hacerse del gran público con Lola versus Powerman & The Moneygoround, Part One. La obra tenía como personaje principal a un travesti y se sustentaba en el más puro estilo del rock.

Sin embargo, este género sufría una de sus peores etapas depresivas, lo cual aprovechó el mercado para ofertar la música disco. Los autores del rock pasaban por una crisis existencial y Ray no era ajeno al suceso, debido en mucho a la falta de apoyo promocional de la disquera, a las constantes peleas con su hermano Dave por cuestiones de ego y al azote de la efervescencia disco.

La segunda mitad de los setenta habla de cambios en el rock. Arriban nuevas generaciones, otros sonidos, otras percepciones, rumbos inéditos. Los Kinks, que habían contribuido a los cambios en el panorama musical y generado afluentes, ahora eran tótem del glam, del rock progresivo y del heavy metal, y estaban a punto de serlo del punk. Se convierten en modélicos y referenciales (los Buzzcocks o Television los interpretan en sus presentaciones).

VIDEO SUGERIDO: the kinks all day and all of the night, YouTube (dyloen)

La millonaria aceptación de sus discos con una nueva compañía incluso los lleva a cambiar su lugar de residencia a suelo norteamericano (una vez levantado el veto). Los discos Sleepwalker (1977) y Misfits (1978) obtienen los resultados pretendidos. El balance entre poderosas baladas y rock duro rinde pingües beneficios tanto en lo económico como en lo artístico.

Temas como los que dan título a los discos  “A Rock’N’Roll Fantasy”, “Live Life”, “Full Moon” y “Prince of the Punks” atraen lo mismo a sus fanáticos que a jóvenes escuchas, con sus sonidos atronadores, determinantes y reafirmaciones ideosincráticas fuertes y románticas para los outsiders.

El trabajo de Ray en las composiciones resplandece y Dave lo apoya de manera semejante en las orquestaciones. La visión camp sobre Supermán habla de los tiempos que corren. El público de la Unión Americana los mima y en la Gran Bretaña se convierten, una vez más, en paradigma de la New wave emergente. The Jam y Pretenders son ejemplos contundentes en este rubro.

Ray, mientras tanto, estaba desatado en la cresta de una ola creativa, energética y con una agenda para los Kinks llena de presentaciones, hecho que quedó registrado en el álbum en vivo One From the Road. Todo ello preparó el terreno para la aparición de Give the People What They Want (1981), que se convertiría en disco de oro. Un auténtico álbum de rock de principio a fin.

Luego de la descarga de tal aventura, Ray volvió a balancear sus composiciones entre el rock, la balada y el pop en State of Confusion (1983), en el que descuellan momentos como la elegiaca “Don’t Forget to Dance”, “Long Distance” o la emblemática “Come Dancing” (un enorme éxito debido en mucho a la exposición en el nuevo medio: MTV).

No obstante el pináculo en el que se encontraban, las peleas entre los hermanos no cesaban e incluso se acentuaron cuando Ray le dedicó demasiado tiempo a su proyecto fílmico Return to Waterloo o a sus producciones como solista. La dispersión era el reclamo de Dave. En medio de ello Mick Avory llegó al límite de su aguante (demasiadas giras, tensiones, peleas, años) y dimitió luego de dos décadas como integrante del grupo. En su lugar llegó Bob Henrit (también ex Rod Argent).

Asumido el reacomodo y terminado el trabajo de post producción de la película de Ray, el grupo entró a los estudios para grabar Word of Mouth (1984), muy similar a su predecesor pero con énfasis en el hard y en el ya mundialmente utilizado sintetizador, que dio su mejor cara en “Do It Again”. Aunque el estilo se mantuvo ya no lograron el click con el público.

Hasta aquí habían llegado los better days de los Kinks en el aspecto comercial. Jamás volvieron al paraíso del Top Ten e iniciaron una larga jornada de decadencia grupal; sin embargo, la historia y las nuevas bandas les rendían honores por su herencia siempre productiva.

En pleno ocaso del grupo se inició otro reconocimiento histórico. En 1990 fueron incluidos en el Salón de la Fama del Rock and Roll por todos sus méritos artísticos. De nueva cuenta la justicia poética intervino: el ascenso de bandas del brit pop, como Blur y Oasis, y las constantes citas que hicieron de los Kinks como inspiración, en cada entrevista que concedían, les acarreó una popularidad inesperada como “padrinos” de otra generación.

Sin embargo, los miembros del grupo prefirieron dedicarse cada uno a lo suyo. Las reediciones de toda índole empezaron a aparecer por doquier; se filmaron documentales sobre la vida de los Kinks; los grupos en el candelero les rendían tributo en discos antológicos (con Supergrass, White Stripes, Blur y Oasis, entre ellos); los cineastas no los dejaron de poner en sus soundtracks; el Salón de la Fama del Reino Unido los incluyó entre sus huéspedes. Así se presentaron por última vez en vivo en 1996.

Con la llegada del siglo XXI se convirtieron en una banda de culto, clásica y perenne. La BBC eligió “You Really Got Me” y “Waterloo Sunset” como las mejores canciones británicas del periodo entre 1955-1975 y los abanderados de las novedosas corrientes como Libertines y Kaizer Chiefs, volvieron a nutrirse de ellos. Mientras tanto, los hermanos Davies seguían (y siguen) peleándose por todo, como siempre.

VIDEO SUGERIDO: Waterloo Sunset – The Kinks – Live 1973, YouTube (Woogie TheCat)

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CANON: ALVIN LEE (LA GUITARRA ÍNDICE)

Por SERGIO MONSALVO C.

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Es increíble la cantidad de material prima que contiene el blues. Y es, precisamente, esa materia el único factor que ha permitido que lo mejor de la música negra haya rebotado productivamente en las cámaras de eco de la cultura media mundial.

La música negra es en esencia la expresión de una actitud o un cúmulo de actitudes acerca del mundo, y sólo de manera secundaria el modo en que la música se produce.

El músico blanco de blues vino a entender esta actitud como una forma de hacer música y la intensidad de su entendimiento produjo, y sigue produciendo, la gran marea de músicos blancos del género.

No obstante, fue en la década de los sesenta que se supo que el blues era de todos, que pertenecía al mundo en general, y que la actitud asumida frente a él o con él, era el modo de expresión.

Los músicos no negros encontraron en la guitarra el instrumento idóneo para manifestarse. Aquel primer brote no ha tenido parangón en la historia y los nombres surgidos en dicha época aún prevalecen como artistas adalides.

Fueron tantos y tan buenos ejemplares, que la diferencia se simplificó arbitrariamente entre los excelsos y los extraordinarios. Entre los primeros están: Jimi Hendrix, Eric Clapton, Jeff Beck, Jimmy Page…; entre los segundos, y más olvidados, están Peter Green, Robin Trower, Mick Taylor y Alvin Lee, por mencionar unos cuantos.

Alvin Lee fue un cantante y guitarrista nacido en Nottingham, Inglaterra, el 19 de diciembre de 1944. Mostró temprana inclinación por el blues y el jazz debido a la colección de discos de sus padres. A los diez años y una vez conocido el rock and roll hizo de Chuck Berry, Scotty Moore y John Lee Hooker sus paradigmas. A los trece comenzó con la guitarra eléctrica.

En 1960 conoció al bajista Leo Lyons (bajista) y Ric Lee (baterista) y formaron un grupo amateur llamado Britain’s Largest Sounding Trio. A los 18 años de edad se hizo músico profesional al frente de esta banda, que gozó de popularidad en su terruño, pero sus sueños abarcaban mayores geografías, así que el trío se trasladó a otras zonas para hacerlos realidad. Se fueron al Star-Club de Hamburgo para foguearse (como habían hecho los Beatles).

Pero no fue hasta que llegaron a Londres, en 1966, que cambiaron su nombre: primero por The Jaybirds; tras ello a Jaybird y un sonido más contemporáneo; y luego a Blues Yard (para un concierto en el Club Marquee); y por último a Ten Years After, como cuarteto (con Chick Churchill como tecladista), con el que consiguieron el éxito.

Ya eran veteranos del duro circuito de los locales del norte británico; supervivientes de las temporadas en Hamburgo; así como de los trabajos extenuantes para alimentarse como acompañantes de artistas pop. El nombre adoptado finalmente tenía algo de arrogante: Ten Years After (Diez Años Después) significaba que había pasado un decenio desde la irrupción de Elvis Presley y que los instrumentistas por fin podían liberarse.

La banda consiguió un puesto permanente en dicho Club, al igual que una invitación al festival Windsor Jazz & Blues de 1967, lo que los llevó a su primer contrato discográfico con la compañía Decca. El estridente sonido, prolífico en batería y feedback, así como sus veloces, limpios y creativos solos de guitarra y bajo, resultaron una novedad y proporcionaron al grupo su principal característica.

Ten Years After encarnó un tipo de rock que arrasó a finales de los sesenta y principios de los setenta, con un rock imperioso, basado en el blues eléctrico, al que Alvin Lee aportó fluidez instrumental, técnica exuberante y su propio carisma como cantante.

VIDEO SUGERIDO: Ten Years After 1968, YouTube (The Choke 77)

Su álbum debut, homónimo del nombre del grupo, fue programado en las estaciones de radio de San Francisco, al otro lado del Atlántico, donde fue bien acogido por los escuchas, entre ellos el promotor de conciertos Bill Graham, quien los invitó a realizar una gira por la Unión Americana en 1968. (A la postre el grupo realizó veintiocho tours en los Estados Unidos, en el período de siete años, más que cualquier otra banda del Reino Unido).

Discos como Ten Years After, Undead, Stonehenge y Sssh se constituyeron rápidamente en gemas de aquel tiempo, cuyo clímax se dio en el verano del año siguiente. El grupo llevaba ya varias giras por la tierra del Tío Sam cuando se presentó aquel 15 de agosto de 1969 en “la Feria de Música y Arte”, que se convertiría en el legendario Festival de Woodstock.

Las condiciones del escenario no eran las ideales, pero se percataron de lo que aquello significaba y pisaron el acelerador. Su pieza “I’m Going Home”, destacó como uno de los puntos álgidos del evento y de la película resultante, inmortalizó al grupo y terminó por erigirse en un tótem del rock.

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Cabe señalar que este festival lo tuvo todo para encumbrar a quienes participaron en él.  Fue la primera gran reunión de este género que se salió del simple cuadro musical –donde permanecen el Monterey Pop y Summer of Love de 1967– para convertirse en un fenómeno sociológico: el punto climático de la cultura hippie, de un modo de vida, de otro sentido de las cosas.

La película del suceso dirigida por Michael Wadleigh, aparecida un año después, y los dos álbumes que se grabaron de ahí, contribuyeron a dar a este vasto happening el valor de un suceso planetario. Algunos grupos participantes en ese momento se vieron lanzados de golpe al rango de mitos mayores; y las piezas exitosas sobre el escenario (“Soul Sacrifice” de Santana, “Going Up the Country” de Canned Heat o la mencionada “I’m Going Home”, entre ellas), en himnos obligatorios reeditados durante años para brindar su propio Woodstock a los que no fueron.

Tras ello, Ten Years After publicó magníficos discos donde mezclaba el blues, el jazz y el rock con experimentos sonoros: Cricklewood Green, A Space in Time y Rock and Roll Music to the World, lo mismo que un álbum en vivo (Recorded Live). No obstante, las invitaciones permanentes a todo encuentro multitudinario (incluyendo el Festival de la Isla de Wight, de 1970) y la cadena de tours fueron minando el espíritu creativo del grupo confinado a la repetición de sus éxitos, hasta que llegó el hartazgo y la separación en 1974, luego de la grabación de su último disco Positive Vibrations.

Alvin Lee se convirtió en solista y durante las siguientes décadas realizó grabaciones de la más variada calidad, colaboraciones con infinidad de músicos y siempre mantuvo un perfil más bien bajo que le permitió vivir y llegar en buenas condiciones físicas y económicas a una edad avanzada. Sin embargo, la fuerza primigenia desplegada durante siete años, de fines de la década de los sesenta y principios de la siguiente, ya no volvió a aparecer.

Lee falleció el 6 de marzo del 2013, a la edad de 68 años. Fue un brillante músico que perteneció a la extraordinaria escuela de instrumentistas británicos que se forjaron al calor del fuego de una sucesión de estilos; que acompañaron, aun siendo muy jóvenes, a los intimidantes y muchas veces despiadados bluesmen estadounidenses que viajaban entonces por el Reino Unido sin banda, como John Lee Hooker, por ejemplo.

Tales experiencias, unidas a su calidad interpretativa y talento creativo, le otorgaron un lugar que conviene recordar una y otra vez para las generaciones presentes y del futuro. Fue un adalid de la guitarra, uno de sus héroes, cuando ese instrumento encarnaba lo más insigne del rock and roll.

VIDEO SUGERIDO: 1969 – Ten Years After –Woodstock – I’m Goin’ Home, Dailymotion (Javier El Yeti)

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CANON: ALVIN LEE (LA GUITARRA ÍNDICE)

Por SERGIO MONSALVO C.

Autosave-File vom d-lab2/3 der AgfaPhoto GmbH

 

Es increíble la cantidad de material prima que contiene el blues. Y es, precisamente, esa materia el único factor que ha permitido que lo mejor de la música negra haya rebotado productivamente en las cámaras de eco de la cultura media mundial.

La música negra es en esencia la expresión de una actitud o un cúmulo de actitudes acerca del mundo, y sólo de manera secundaria el modo en que la música se produce.

El músico blanco de blues vino a entender esta actitud como una forma de hacer música y la intensidad de su entendimiento produjo, y sigue produciendo, la gran marea de músicos blancos del género.

No obstante, fue en la década de los sesenta que se supo que el blues era de todos, que pertenecía al mundo en general, y que la actitud asumida frente a él o con él, era el modo de expresión.

Los músicos no negros encontraron en la guitarra el instrumento idóneo para manifestarse. Aquel primer brote no ha tenido parangón en la historia y los nombres surgidos en dicha época aún prevalecen como artistas adalides.

Fueron tantos y tan buenos ejemplares, que la diferencia se simplificó arbitrariamente entre los excelsos y los extraordinarios. Entre los primeros están: Jimi Hendrix, Eric Clapton, Jeff Beck, Jimmy Page…; entre los segundos, y más olvidados, están Peter Green, Robin Trower, Mick Taylor y Alvin Lee, por mencionar unos cuantos.

Alvin Lee fue un cantante y guitarrista nacido en Nottingham, Inglaterra, el 19 de diciembre de 1944. Mostró temprana inclinación por el blues y el jazz debido a la colección de discos de sus padres. A los diez años y una vez conocido el rock and roll hizo de Chuck Berry, Scotty Moore y John Lee Hooker sus paradigmas. A los trece comenzó con la guitarra eléctrica.

En 1960 conoció al bajista Leo Lyons (bajista) y Ric Lee (baterista) y formaron un grupo amateur llamado Britain’s Largest Sounding Trio. A los 18 años de edad se hizo músico profesional al frente de esta banda, que gozó de popularidad en su terruño, pero sus sueños abarcaban mayores geografías, así que el trío se trasladó a otras zonas para hacerlos realidad. Se fueron al Star-Club de Hamburgo para foguearse (como habían hecho los Beatles).

Pero no fue hasta que llegaron a Londres, en 1966, que cambiaron su nombre: primero por The Jaybirds; tras ello a Jaybird y un sonido más contemporáneo; y luego a Blues Yard (para un concierto en el Club Marquee); y por último a Ten Years After, como cuarteto (con Chick Churchill como tecladista), con el que consiguieron el éxito.

Ya eran veteranos del duro circuito de los locales del norte británico; supervivientes de las temporadas en Hamburgo; así como de los trabajos extenuantes para alimentarse como acompañantes de artistas pop. El nombre adoptado finalmente tenía algo de arrogante: Ten Years After (Diez Años Después) significaba que había pasado un decenio desde la irrupción de Elvis Presley y que los instrumentistas por fin podían liberarse.

La banda consiguió un puesto permanente en dicho Club, al igual que una invitación al festival Windsor Jazz & Blues de 1967, lo que los llevó a su primer contrato discográfico con la compañía Decca. El estridente sonido, prolífico en batería y feedback, así como sus veloces, limpios y creativos solos de guitarra y bajo, resultaron una novedad y proporcionaron al grupo su principal característica.

Ten Years After encarnó un tipo de rock que arrasó a finales de los sesenta y principios de los setenta, con un rock imperioso, basado en el blues eléctrico, al que Alvin Lee aportó fluidez instrumental, técnica exuberante y su propio carisma como cantante.

VIDEO SUGERIDO: Ten Years After 1968, YouTube (The Choke 77)

Su álbum debut, homónimo del nombre del grupo, fue programado en las estaciones de radio de San Francisco, al otro lado del Atlántico, donde fue bien acogido por los escuchas, entre ellos el promotor de conciertos Bill Graham, quien los invitó a realizar una gira por la Unión Americana en 1968. (A la postre el grupo realizó veintiocho tours en los Estados Unidos, en el período de siete años, más que cualquier otra banda del Reino Unido).

Discos como Ten Years After, Undead, Stonehenge y Sssh se constituyeron rápidamente en gemas de aquel tiempo, cuyo clímax se dio en el verano del año siguiente. El grupo llevaba ya varias giras por la tierra del Tío Sam cuando se presentó aquel 15 de agosto de 1969 en “la Feria de Música y Arte”, que se convertiría en el legendario Festival de Woodstock.

Las condiciones del escenario no eran las ideales, pero se percataron de lo que aquello significaba y pisaron el acelerador. Su pieza “I’m Going Home”, destacó como uno de los puntos álgidos del evento y de la película resultante, inmortalizó al grupo y terminó por erigirse en un tótem del rock.

ALVIN LEE FOTO 2

 

Cabe señalar que este festival lo tuvo todo para encumbrar a quienes participaron en él.  Fue la primera gran reunión de este género que se salió del simple cuadro musical –donde permanecen el Monterey Pop y Summer of Love de 1967– para convertirse en un fenómeno sociológico: el punto climático de la cultura hippie, de un modo de vida, de otro sentido de las cosas.

La película del suceso dirigida por Michael Wadleigh, aparecida un año después, y los dos álbumes que se grabaron de ahí, contribuyeron a dar a este vasto happening el valor de un suceso planetario. Algunos grupos participantes en ese momento se vieron lanzados de golpe al rango de mitos mayores; y las piezas exitosas sobre el escenario (“Soul Sacrifice” de Santana, “Going Up the Country” de Canned Heat o la mencionada “I’m Going Home”, entre ellas), en himnos obligatorios reeditados durante años para brindar su propio Woodstock a los que no fueron.

Tras ello, Ten Years After publicó magníficos discos donde mezclaba el blues, el jazz y el rock con experimentos sonoros: Cricklewood Green, A Space in Time y Rock and Roll Music to the World, lo mismo que un álbum en vivo (Recorded Live). No obstante, las invitaciones permanentes a todo encuentro multitudinario (incluyendo el Festival de la Isla de Wight, de 1970) y la cadena de tours fueron minando el espíritu creativo del grupo confinado a la repetición de sus éxitos, hasta que llegó el hartazgo y la separación en 1974, luego de la grabación de su último disco Positive Vibrations.

Alvin Lee se convirtió en solista y durante las siguientes décadas realizó grabaciones de la más variada calidad, colaboraciones con infinidad de músicos y siempre mantuvo un perfil más bien bajo que le permitió vivir y llegar en buenas condiciones físicas y económicas a una edad avanzada. Sin embargo, la fuerza primigenia desplegada durante siete años, de fines de la década de los sesenta y principios de la siguiente, ya no volvió a aparecer.

Lee falleció el 6 de marzo del 2013, a la edad de 68 años. Fue un brillante músico que perteneció a la extraordinaria escuela de instrumentistas británicos que se forjaron al calor del fuego de una sucesión de estilos; que acompañaron, aun siendo muy jóvenes, a los intimidantes y muchas veces despiadados bluesmen estadounidenses que viajaban entonces por el Reino Unido sin banda, como John Lee Hooker, por ejemplo.

Tales experiencias, unidas a su calidad interpretativa y talento creativo, le otorgaron un lugar que conviene recordar una y otra vez para las generaciones presentes y del futuro. Fue un adalid de la guitarra, uno de sus héroes, cuando ese instrumento encarnaba lo más insigne del rock and roll.

VIDEO SUGERIDO: 1969 – Ten Years After –Woodstock – I’m Goin’ Home, Dailymotion (Javier El Yeti)

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