SONORIDADES: THE WIGAN CASINO (TONY PALMER)

Por SERGIO MONSALVO C.

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La música y el futbol en Inglaterra han caminado juntos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El género del skiffle inflamó los corazones de los fanáticos la primera década posterior; luego lo haría el blues-rock en la siguiente.

Para desembocar a la postre en un fenómeno que dividió a la clase proletaria (que siempre ha aportado el mayor porcentaje del público futbolero de aquel país), entre el metal y punk por el que optó una parte, para convertirse a la larga en los hooligans de infame presencia.

Por otro lado, estaban los seguidores de la música negra estadounidense que dieron origen a los soulboys, principalmente oriundos de la zona norte de dicho territorio. Manchester, Sheffield, Yorkshire, Stoke-on-Trent y áreas circunvecinas.

Los fines de semana mientras unos, los primeros, se metían a los bares para hartarse de cerveza, metal y punk-rock; los segundos, igualmente rudos, se iban a buscar las tiendas de discos, sobre todo cuando visitaban Londres, la capital, que tenía las discotecas mejor surtidas.

Ahí buscaban saciar su sed con el soul procedente de la Unión Americana. Los mayores escogían los clásicos de la Motown y Stax, mientras que los más jóvenes se inclinaban por lo más alejado de estas últimas marcas, que para ellos representaban lo comercial y al mainstream.

Esos jóvenes buceaban en los estantes para descubrir las rarezas, a los cantantes desconocidos o a aquellos de los que sólo se hubieran editado un número limitado de ejemplares de sus sencillos de 45 rpm. Eran coleccionistas de las grabaciones de compañías independientes y minúsculas que tenían sus sedes en Detroit o California, básicamente.

Se iban de la capital tristes por la derrota o el empate de su equipo, pero al mismo tiempo felices por la obtención de esas copias de discos, cuya escucha les proporcionaría un placer personal e íntimo, para luego hacer eso extensivo y objeto de envidia y admiración en sus centros de reunión y baile.

Tal fenómeno socio-musical era exclusivo de tal tribu urbana norteña hacia el fin de los sesenta. El beneficiario casi único de tal clientela era Dave Godin, dueño de una tienda llamada Soul City, ubicada en el barrio de Covent Garden.

El asunto lo llevó primero a instruir a su personal sobre las diferentes formas que existían del soul, para que con ello ayudaran a la clientela a encontrar lo que buscaba y a recomendarle materiales diversos entre lo clásico y lo nuevo.

Esto lo condujo a convertirse en colaborador de una revista de nombre Blues & Soul, donde en su columna especializada respondía a las preguntas de los lectores acerca de los antiguos y nuevos hacedores de tal música. Era una guía para conocer aquel mundillo y la aplicación que se le daba en el norte de Inglaterra.

A esta corriente, Godin lo bautizó como “Northern Soul” a fines de los sesenta, misma que se convertiría con el tiempo en un movimiento, luego en un subgénero y finalmente en un estilo que llega hasta nuestros días, con muchos representantes.

Igualmente, esa columna le sirvió a Godin para darle a conocer al lector que había otros como él con gustos e intereses semejantes. Indicó tanto las discografías como los lugares donde tal capilla se reunía a bailar y en qué ciudades, y estableció la primera lista de éxitos de dicha corriente absolutamente local.

VIDEO: Wigan Casino – Keep The Faith, YouTube (mikydroog)

La preservación de la misma duró algunos años de esta manera, solidificando sus características y lejos del escrutinio de la prensa a nivel nacional. Sin embargo, un ejemplar de dicha revista llegó a manos de Tony Palmer, un curioso y veterano director de documentales de música que decidió ir a ver qué era aquello.

Entre su currículum se encontraban ya filmes sobre los Beatles, Cream, Jimi Hendrix y Frank Zappa (200 Motels), lo mismo que de Richard Wagner, Maria Callas o Igor Stravinsky, así como óperas y obras de teatro musical. Es decir, un profesional en todo lo alto.

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Éste, viajó en 1977 a uno de los lugares que Godin mencionaba en sus artículos para documentar in situ para la BBC qué era eso que impulsaba a los seguidores a trasladarse cientos de kilómetros con el objetivo de escuchar y ritualizar un soul oscuro, sin los brillos de la Motown.

El ojo imparcial de Palmer se plasmó en The Wigan Casino, una cinta que puso al descubierto aquel secreto tribal. Con un método casi antropológico contextualizó, enumeró y filmó los ritos y las parafernalias que se desarrollaban en ese submundo.

El director expuso aquel desfogue juvenil en medio de las imágenes decadentes de una ciudad que había sido un gran centro textil y minero, con una fuerza sindical minada por el thatcherismo. El reportaje filmado causó un gran impacto.

En el resto de Inglaterra los trabajadores luchaban por conservar el empleo y contra el lema de la Primera Ministro: “La sociedad no existe, sólo existen los individuos. Sólo son pobres los que quieren serlo”. En medio, la explosión punk y su enconada batalla por derribar al sistema a escupitajos.

Los británicos descubrieron que los asistentes al Casino eran jóvenes del norte, que habían hecho suyo una particular forma de ser mod y que viajaban los fines de semana a discotecas gigantescas con el objetivo único de bailar toda la noche hasta que despuntara el sol.

Eran de clase proletaria y lumpen, sin ideales políticos ni actitud revolucionaria. Una fauna extraña, desdeñosa y festiva situada como islote en un momento socioeconómico álgido e incendiario, cuya clase dirigente tenía la férrea tarea de imponer el neoliberalismo a rajatabla.

Su look era característico: pantalones acampanados, camisetas deportivas con o sin mangas, zapatos bostonianos para deslizarse por la pista de baile (a la que rociaban buena cantidad de talco). Por lo regular llevaban un maletín deportivo con ropa extra: solían cambiarse una o varias veces a lo largo de las horas que bailaban.

Los locales como el Wigan Casino no servían alcohol y tenían prohibido el uso de drogas, aunque las anfetaminas para mantenerse activo circulaban a discreción. En lo musical, que era su mayor distintivo, se escuchaba el soul más bailable y también el más desconocido.

Se trataba de temas rápidos y con enérgico beat producto de compañías como Okeh Records, Mirwood, Ric-Tic, Shout o Golden World, ubicadas tanto en el Detroit más industrializado como en la hedonista California. Los DJ’s eran los amos de la noche con sus colecciones de discos raros.

Una actividad paralela era el intercambio o compra-venta de estos ejemplares, de los últimos hallazgos, o de las grabaciones realizadas en cassettes de esas mismas tocadas. Hecho que serviría, a la postre, como el mayor testimonio sonoro de tal fenómeno.

Debido al trabajo de esos DJ’s se ha logrado a lo largo de los años hacer una intensa labor de escrutinio en la dilatada producción del género y en el listado de sus expositores. Nombres como The Dap-Kings, Jimmy Radcliffe, Al Wilson, Ivonne Baker, Jimmy Ruffin, Sharon Jones o Tony Clarke, son los puntales del estilo.

Uno que perdura hasta nuestros días y que testifican cintas como Northern Soul, de Elaine Constantine, Soulboy de Shimmy Marcus (2010); novelas como Naked Juliet o Do I Love You? de Nick Hornby y Paul McDonald, respectivamente, así como la obra de teatro Keeping the Faith (el lema vacuo del Wigan Casino) de Fiona Laird.

Dicho material ha sacado a la palestra muchos nombres y lugares (Twisted Wheel, de Manchester; The Catacombs en Wolverhampton; The Highland Rooms en Blackpool o el Golden Torch de Stoke-on-Trent, que compartían glorias con el Casino de Wigan) que han reciclado el Northern Soul.

Actualmente, la historia nos dice cómo ese subgénero, que creció a la sombra mod, evolucionó al Two-Tone y desembocó en el Northern Soul. Hoy conocemos las muchas vertientes que surgieron de él, con las incorporaciones de los ritmos caribeños, el funk, el R&B y el break dance con todas sus piruetas y coreografías marciales.

Pero, sobre todo, contamos con infinidad de antologías que le han dado su lugar a compañías y artistas que de otro modo hubieran desaparecido de la memoria, sin dejar constancia de toda la riqueza sonora que le aportaron al soul, con sus emociones, sus ritmos y sus tempos, y a la música en general de la que hoy disfrutamos grandemente.

VIDEO: Landside – Tony Clarke (Northern Soul) 1967, YouTube (Andy Glass)

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SONORIDADES: CROSSROADS (WALTER HILL)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL BLUES Y EL DIABLO

 

Continúa incierto el momento en que la cultura folklórica afroamericana empezó a ser verdadero blues. Lo que está claro es que todas las religiones vieron en él a un enemigo, a un aliado del Mal. Todos los negros de la zona sureña de la Unión Americana tenían que trabajar en el campo y todos se imaginaban que en el resto del mundo era igual. Así que junto a hermanos y padres pasaban la infancia levantando cosechas. Para la mayoría sólo había un momento para dejar de hacerlo: en la iglesia, los domingos, asistencia  ilustrada con canciones llamadas spirituals (canto que impartían los valores religiosos fundamentados en la Biblia)

 

Para otros, dicho momento esperado con ansias era el de la escucha de los artistas que de vez en cuando pasaban por ahí para divertirlos un rato. Se llamaban bluesmen. Hombres que se ganaban la vida tocando la guitarra y cantando por las noches cosas profanas, aventurándose por las poblaciones y tugurios del Delta del Mississippi, ante la condena de pastores y guías espirituales.

Ofrecían especial atractivo a las mujeres, que veían en ellos el misterio, otra vida y el acceso a cosas que ofrecían por contar con algún dinero. Los hombres, a su vez, veían en tales músicos la posibilidad de salir de sus vidas calamitosas, imitándolos si tenían facilidad para los instrumentos.

Por ello eran considerados desde los púlpitos como un atentado contra Dios, puesto que sus canciones estaban impregnadas del folklore popular negro. Con alusiones a la agricultura, a los tiempos duros, a la superstición (religiosa y pagana) y, sobre todo, a los amores carnales y fugaces que dotaban a su blues de un atractivo muy terrenal.

El blues reflejaba con visión mucho más certera la realidad provocada por las experiencias, las formas de vida, los valores culturales y la comunidad de intereses de la mayoría negra durante esos tiempos. El intérprete de blues se colocó a la vanguardia en la articulación de dichos sentimientos. Y el blues más rápido y extremo, el boogie, era el diálogo directo con el Diablo, con su representación, presencia y aceptación de las debilidades, deseos y caídas. El nombre mismo del subgénero lo evocaba: Boogieman.

En el cine quizá la mejor película que haya puesto en escena dicha conexión humana con lo diabólico haya sido Crossroads, de Walter Hill, con su narración sobre la música misma y con la secuencia del reto entre el guitarrista humano y el campeón del Maligno, tocando un boogie bárbaro, rompedor y para medir fuerzas, con el objetivo de retener o salvar un contrato de venta del alma. Esa película habla de un personaje que nunca aparece, pero que es omnipresente: Robert Johnson.

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Robert Johnson tocaba una música que te decía cómo eran las cosas. El blues era la música del diablo; nosotros, sus vástagos, y Robert, su hijo favorito. Él hacía que todos nos entregáramos al blues, ésa era la única manera de soportar el peso de aquellos días. Así que en un momento dado me vi obligado a preguntarle a Robert: ‘¿Dónde aprendiste a tocar el blues como lo haces?’ ‘Hice un trato’, dijo. Había renunciado a su alma por el blues en un cruce de caminos”. Así lo contaba Son House a los biógrafos y a los investigadores del blues.

“Anduve en el camino con Robert durante algún tiempo, luego enfermé y tuve que separarme de él. No tuve noticias suyas hasta que oí una de sus canciones en un disco que tenía puesto un tipo de Alabama. Unas semanas más tarde me enteré de que Robert Johnson había muerto. Dijeron que Satán fue a buscarlo. No hubo más explicación”, sentenciaba House.

Al usar esta leyenda como materia prima, el rock la aprovechó para su propia naturalización. Para encajar con la cosmogonía rockera, el artista del blues debía vivir en la marginalidad, cantar a partir de una compulsión misteriosa y primitiva; hacerlo en un trance, pronunciando verdades absolutas desde el ombligo de la existencia, además de ser bebedor, mujeriego y salvaje, por supuesto.

Robert Johnson era un personaje del blues primario que cumplía con todos estos requisitos. Su lírica era un drama de sexo entrelazado con hechos de rudeza y ternura; con deseos que nadie podía satisfacer; con crímenes que no podía explicarse, con castigos a los que no podía escapar, y con una leyenda contractual con el Diablo para tocar magistralmente la música que interpretaba. Una vida sometida a un proceso de comprensión vital eterna por parte de los músicos y escuchas interesados.

Ningún otro guitarrista de blues ha estado rodeado de tantos mitos y leyendas como él. Nacido el 8 de mayo de 1911 en Hazelhurst, Mississippi, pasó su niñez en Commerce con su padrastro. En las plantaciones empezó a familiarizarse con la música y a punto de cumplir los 17 años buscó aprender a tocar la guitarra.

Entonces se escapaba de su casa para tocar con Sun House y con Willie Brown [el guitarrista fijo de Son]. Los seguía a todas partes, porque no le agradaba trabajar en la plantación, pero tampoco dejaron que los acompañara porque no era buen músico. Después de un tiempo, Robert desapareció y meses más tarde regresó con una guitarra sobre la espalda. Y tocó frente a ellos. Se quedaron mudos. ¡Era buenísimo! Son House tenía una sola explicación para esta impresionante transformación: «Le había vendido el alma al diablo para tocar así«. No sólo él lo creyó.

En la región del Delta eran comunes las historias demoniacas de medianoche. Quizá sea posible tacharlas de supersticiones o desecharlas como tonterías. A la luz de la cultura vudú dominante, con todo y sus brujos, incluso se les podría tomar al pie de la letra.

Lo único seguro es que nadie concretó su propio mito de manera tan perfecta como lo hizo Robert Johnson. Casi todas sus canciones tratan de la venta de su alma y de sus esfuerzos por recuperarla. Poseen una carga intensa, casi apocalíptica, y una conciencia determinante sobre el destino. Salpican además ominosos vaticinios e historias de su errancia, con el Diablo pisándole los talones.

Johnson era un músico que viajaba mucho por toda la región que atravesaba el río Mississippi y que en tales viajes aprendió técnicas guitarrísticas de los músicos que vio y armonías de las canciones que oyó por aquella zona. Supo condensar todo ese aprendizaje. Y con tal summum utilizó su talento, tanto como la largueza de sus dedos, para construirse su propio estilo, lo mismo instrumental que lírico. Ambos con repercusiones eternas.

Con su guitarra y armónica, Johnson recorrió bares, prostíbulos y todo tipo de tugurios en Arkansas, Tennessee, Missouri, Texas y otros estados de la Unión Americana, en los que se ganaba algunas monedas para irla pasando. A su regreso al Delta, quienes lo conocieron en sus primeros años, como músico ordinario, quedaron maravillados con su estilo y con una serie de composiciones que pronto se convirtieron en clásicos.

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En dos sesiones en 1936 y 1937 realizó sus únicas grabaciones para la compañía Vocalion, 29 en total (aunque también existe la leyenda de que hay una trigésima pieza perdida).  En un cuarto de hotel, volteado hacia la pared –supuestamente porque no quería que le copiaran su estilo–, Johnson registró para la historia canciones como “Crossroads Blues”, “Come On in My Kitchen”, “I’ll Dust My Broom” y “Sweet Home Chicago”, entre otras.

Con este material, con esta leyenda, el director Walter Hill, uno de los mejores fabuladores del cine, creó la película Crossroads de 1986. Con Ralph Macchio (famoso ya por su aparición en la saga de Karate Kid) encarnando a un joven no negro, fanático del blues, que quiere ser un gran guitarrista del género y para eso necesita que aquel compañero de Robert Johnson (Willie Brown), le platique personalmente sus andanzas y le enseñe la trigésima canción de Johnson, la perdida.

Descubre que Willie está en un asilo para ancianos. Al visitarlo, aquél se burla del joven y de sus deseos, pero ante la persistencia le dice que lo ayudará si lo saca de aquel lugar y lo lleva de vuelta al mítico cruce de caminos. El periplo blusero está servido. Está el viaje, la iniciación, el Diablo y el reto. Una película que habla de la música y de su savia vital.

Según las versiones más creíbles, Robert Johnson murió el 16 de agosto de 1938 envenenado en un tugurio por una mujer despechada que perdió la cabeza en un arranque de celos o por un esposo engañado. No se sabe con certeza en qué lugar reposan sus restos, hay muchos que se lo quieren adjudicar, así que existen varias tumbas marcadas con su nombre para seguir incrementando las leyendas.

La localidad de Clarksdale se ubica en el corazón de Mississippi, en la zona conocida como el Delta. Una geografía que sufre o goza de las veleidades del mítico río con el mismo nombre. Un lugar donde permearon los contrastes. Por un lado la riqueza de los dueños de la tierra, unos pocos dueños de fincas que implantaron al algodón como la materia prima de su bienestar y dominio; por el otro,  la pobreza de la mayoría de la población: esclavos primero, aparceros y obreros de escasa preparación y horizontes, a la postre.

Sobre esa base, edificada sobre el racismo, la discriminación y la segregación, se desarrolló la historia de esa comunidad hasta bien entrado el siglo XX. Ahí, en esa tierra pues, nacieron, se criaron, vivieron, emigraron, murieron o fueron enterrados muchos de los grandes nombres del blues como Bessie Smith, Sun House, John Lee Hooker, Sonny Boy Williamson, Muddy Waters o Ike Turner pero, sobre todo, sitio de donde surge la leyenda de Robert Johnson y hasta de la ubicación de su posible tumba.

Ahí se encuentra el mítico crucero de caminos donde, según los rumores, es posible contactar con el mismísimo Demonio y negociar el alma a cambio del anhelo más acendrado: como convertirse en poseedor de la originalidad guitarrística, por ejemplo.

Hoy quienes peregrinan por esa misma tierra mantienen la sensación o la fe de que en ese crucero, el polvo mágico de dichos lodos (justo donde se encuentran las autopistas 61 y la 49 de la topografía estadounidense), podrá levantarse de nuevo y volar en  beneficio propio.

VIDEO SUGERIDO: Robert Johnson – Crossroad, YouTube (Coredump)

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SONORIDADES: NOSFERATU

Por SERGIO MONSALVO C.

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Los músicos de nuestro tiempo no cesan en su tarea de acomodar la práctica musical a una búsqueda imparable de adecuaciones culturales interconectadas. La experimentación sonora adquiere, en este contexto, un nuevo significado: no es mera indagación expresiva, sino persecución de horizontes distintos, exigentes y resolutivos.

Tras una discografía de casi una veintena de títulos, la misión musical del grupo Art Zoyd aparece como el determinante fundamental de una figura artística contemporánea, que lejos de sensiblerías románticas es consciente de las múltiples posibilidades que ofrece la época, donde los discursos y la tecnología se cruzan inmisericordemente, pero donde también la dimensión musical asciende de manera portentosa hacia constelaciones artísticas y humanas, con pretensiones tan renovadas como habitables de actualidad.

El grupo Art Zoyd se fundó en Francia hacia finales de los años sesenta. Desde ahí hasta mediados de la década siguiente fueron intérpretes del hard rock experimental con Rocco Fernándes al frente. Sin embargo, con el acercamiento a sus coetáneos de Magma, se involucraron en el free jazz, el rock progresivo, el avant-garde electrónico y la música contemporánea. En esta línea los integrantes que luego se agregaron (y a la postre permanentes) Thierry Zaboitzeff y Gérard Hourbette se erigieron en sus compositores.

Involucrados en el movimiento Rock in Opposition (liderado por Henry Cow), enfocaron su existencia definitivamente dentro de la música electrónica fusionada y con el objetivo de crear obras para el cine, el ballet y en alianza con otras artes alternativas como la opereta cibernética, el oratorio electrónico, los performances y el videoarte.

El Rock in Opposition (RIO) había nacido como respuesta artística contra los tejemanejes de la industria musical, que sólo quería desarrollar el aspecto comercial y no el creativo de la música experimental, además de otras restricciones.

En torno a ello se reunió un grupo considerable de bandas (francesas en principio, pero a las que se unieron de otros lugares de Europa y Asia) para crear sin presiones, en libertad, bajo sus propios conceptos, tiempos y diversidades. Para ello fundaron su propio sello discográfico, Recommended Records, que grabó a la mayoría de ellos.

El hilo estilístico bajo el que se sostenía el movimiento era el zehul, fue un producto imaginario de Christian Vander (baterista y líder de Magma), el cual era musicalmente una fusión del free jazz de John Coltrane, el experimentalismo de Frank Zappa y el clasicismo de Igor Stravinsky. Aunque cada banda tenía sus particulares referencias en esos sentidos.

En lo conceptual el zehul era un término procedente del kobaïano, un lenguaje inventado por Vander, que significa “celestial” y designa a “una especie de memoria cósmica en relación con el universo, la cual habría registrado todos los sonidos existentes en las profundidades de nuestro espíritu. En el momento en que uno lograra desprenderse de toda forma musical humana, esta memoria se activaría para establecer una correspondencia con el universo entero”.

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En Art Zoyd, Gérard Houbette asumió la dirección artística desde esta perspectiva y buscó la asociación del grupo con compositores, intérpretes y performers emergentes de la música contemporánea francesa (como Kasper T. Toeplitz, Patricia Dallio, Carl Faria o André Serre-Milan, entre otros).

Para ello armaron su propio estudio de creación musical en Valenciennes, donde trabajaban (y trabajan) con tales compositores en la producción e investigación sonora, lo cual derivó también en la enseñanza pedagógica (básicamente clases de electroacústica).

VIDEO SUGERIDO: Art Zoyd L’Agent Renfield, YouTube (german Antonio Godoy huaiquimir

Desde su integración en tal escena Art Zoyd ha lanzado hasta la fecha casi dos decenas de álbumes con trabajos en diversas materias, comenzando con el debut Symphonie pour le jour où brûleront les cités (de 1976) hasta  Eyecatcher / Man with a movie camera (del 2011) fundamentado en un film del cineasta Dziga Vertov.

No obstante, su labor con el cine expresionista alemán desde Nosferatu y Faust (de Murnau) hasta Métropolis (de Fritz Lang) son las obras que más  relevancia les han dado por su audaz propuesta.

En esta cinematografía, en blanco y negro y silente, primaba la expresión subjetiva sobre la representación de la objetividad, con trazo fuerte e hiriente. Comenzó su historia con la cinta dirigida por Robert Wiene: El gabinete del doctor Caligari (de 1920), película simbolista inspirada en una serie de crímenes que tuvieron lugar en Hamburgo.

“Las principales características de este film, que inicio el movimiento, residen en su anormal escenografía, con objetos oblicuos y cubistas, que tenían una función dramática y psicológica, no decorativa; a ello contribuyó la escasa iluminación en el estudio y los decorados pintados con luces y sombras. Cabe destacar también el exagerado maquillaje e interpretación de los actores. Fundamentos todos del éxito de la nueva estética.

Sin embargo, el expresionismo alemán evolucionó sustituyendo las telas pintadas por los decorados, dando paso a una iluminación más compleja como medio expresivo. Esto dio origen a una nueva corriente que se conocería como Kammerspielfilm, cuyo origen data de las experiencias realistas del teatro de cámara de Max Reinhardt, famoso director de la época.

Tal evolución respetará, aunque no totalmente, las unidades de tiempo, lugar y acción, con su linealidad y simplicidad argumental, lo cual ahorró la inserción de rótulos explicativos, además de la sobriedad interpretativa. La simplicidad dramática y el respeto a tales unidades permitieron crear las atmósferas cerradas y opresivas, en las que se movían los protagonistas”.

En la trayectoria de esta corriente aparece la figura dominante de un realizador: Friedrich Wilhelm Murnau. Este director fundó su propia productora en 1919, y realizó películas en las que expresó la subjetividad con el máximo respeto por las formas reales del mundo.

Nosferatu (de 1922) es su ejemplo sublime donde cuenta el mito del vampiro. Para rodarla, recurrió a escenarios naturales, frente a la preferencia expresionista de filmar las escenas en estudio. Con la introducción de elementos reales en una historia fantástica logró potenciar su veracidad. Además, hizo uso del movimiento acelerado, del ralentí y del empleo de película en negativo para marcar el paso del mundo real al ultrarreal.

Primero fueron los literatos, los poetas, quienes hicieron salir a Nosferatu (y Drácula a la postre) de su ataúd. Luego vinieron los cineastas y los actores como Bela Lugosi, Max Schreck, Klaus Kinski. En tiempos recientes les ha tocado a los músicos evocar al vampiro. Subgéneros como el dark, el illbient o el gótico lo convocaron para crear sus atmósferas.

Sin embargo, en el rock fusionado con las llamadas Nuevas Músicas, este personaje (re)surgió por primera vez a cargo primero de Popol Vuh (1978), le siguió Art Zoyd (como Nosferatu en 1989) y a la postre de Philip Glass y el Kronos Quartet (como Drácula, una década después). En cuanto al tema que nos corresponde, reunir a Nosferatu con Art Zoyd resultó un acierto y garantía de un ambiente desasosegante infalible.

El grupo francés remontó sus propios conceptos musicales y superó su mundo de sonido abstracto para combinar la música con la imagen expresionista. Su primera experiencia en este sentido llevó al grupo, en voz de su director Gérard Hourbette, a considerar que «lo más importante para Art Zoyd, en este momento, es que la música proporcione un marco o contexto emocional a las historias teatrales, dancísticas o cinematográficas. Musicalizar el Nosferatu de Murnau es un paso hacia adelante en nuestro reconocimiento con la imagen».

El resultado de esta reunión concreta en la imaginación la subjetividad poética de la imagen, sonorizada por uno de los epítomes del rock electrónico, progresivo y experimental de más avanzada. Una función de “film/rock cámarístico”, en la que se congracian en una obra única lo que representaba un novedoso concepto plástico, de enorme simbolismo estético de principios del siglo XX (el expresionismo) con la música contemporánea finisecular: art rock de alta escuela y de naturaleza perturbadora.

 

VIDEO SUGERIDO: art zoyd – libre des vampires – rumeurs III – (nosferatu), YouTube (mesarchives)

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SONORIDADES: «CONTROL» (ANTON CORBIJN)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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Anton Corbijn, reputado fotógrafo y realizador de videoclips, dio el salto en el 2007 con Control, biopic sobre Ian Curtis, cantante del grupo Joy Division, quizá el filme más adecuado para internarse con brillantez en el género cinematográfico puesto que se trató de una cinta rodada en blanco y negro, como la mayoría de sus fotografías en torno a las figuras del rock y el cine, y teniendo a la música como primer elemento dramático.

En julio de 1979, un amigo le presentó el álbum Unknown pleasures, el debut discográfico de Joy Division. «La primera vez no me impresionó mucho, la verdad. Sin embargo, volví a escucharlo y entonces sí me absorbió su magia». Corbijn entonces, y tras un lustro de hacer fotografías en conciertos por su país, se trasladó a Londres.

Retrató en Manchester ese mismo otoño a Joy Division. «Lo había convertido en una misión particular», ha explicado el artista. La imagen quedó elevada a la categoría de mítica tras el suicidio, seis meses después, de su cantante, Ian Curtis.

En el tiempo que siguió, Corbijn dirigiría casi un ciento de videoclips, publicaría una docena de libros con su obra gráfica y transformaría la imagen de grupos como Depeche Mode y de U2, aún en la cima de su popularidad. Se convertiría en el gran retratista del rock en blanco y negro; en una estrella multimediática que se elevó a la bóveda celeste, proyectando al firmamento, a aquel hijo de pastor protestante rural que hacía fotos con la cámara de su padre.

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Anton Corbijn

Años después, Joy Division volvió a su vida; a Corbijn le propusieron rodar Control, un biopic sobre Curtis. «Tuve que respirar profundamente y calmarme. Joy Division me hizo mudarme de Los Países Bajos y comenzar a construir al tipo que hoy soy. Primero rechacé el proyecto, pero al final me di cuenta de que tenía que aceptarlo».

En el ínterin apareció la edición de Touching from a distance, la biografía escrita por Debbie Curtis, la viuda de Ian, en la que se basó el guión de la cinta Control. Y luego vino el filme de Corbijn, estrenado en el 2007. El gran reto fue elegir a un actor casi desconocido, Sam Riley, de hipnótica similitud al Curtis original, que baila con sus mismos movimientos espasmódicos.

A la postre se reeditó, en Warner y Rhino, toda la obra discográfica -escasa- de Joy Division: los dos álbumes oficiales (Unknown pleasures, de 1979 y el póstumo Closer, de 1980) a los que se añadieron tomas inéditas de conciertos en vivo), y Still, la recopilación de rarezas y versiones de la época que sirvió de puente para que Joy Division, muerto Curtis, se convirtiera en New Order.

Corbijn explicó tras el estreno que no había hecho un filme musical, sino “una historia de amor con gran música de fondo». Control se nutre de dos horas en blanco y negro (“así es como recordamos a Joy Division”, dijo el autor), una vibrante inmersión visual en la miserable vida de Curtis, un tipo culto que odiaba su creciente estatus de figura del rock,

El director lo conoció: «Era un tipo agradable y a la vez un bastardo en el amor. Intenté ser neutral con las dos mujeres con las que estaba involucrado,  y con él. Quería incidir en que era un maniaco del control, probablemente por la vergüenza que le daban sus ataques epilépticos –explicó Corbijn–. Rodé en la misma casa en que vivió. Tuvimos que reconstruir los interiores en el estudio porque su hogar era muy pequeño, oscuro. Es increíble que alguien pudiera vivir allí».

E igualmente morir. El 18 de mayo de 1980, a los 23 años, Curtis vio en la televisión la película Stroszek, de Werner Herzog, luego puso The idiot, un disco de Iggy Pop, y finalizó el día ahorcándose en la cocina, aprovechando que su exesposa no estaba. «Creo que fue culpa de su epilepsia y de la mezcla de alcohol y medicinas, a lo que se agregó el divorcio y la sensación de bloqueo que le provocó el amor por dos mujeres…».

VIDEO SUGERIDO: Official Control Trailer (Anton Corbijn), YouTube (IsolationIsolation)

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SONORIDADES: ONE PLUS ONE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL CRACK Y CÓMO LOGRARLO

El año de 1968 emergió como un enorme NO a la sociedad y a sus manejos. Aspiró a la permuta en todos los órdenes de la vida, y en todo aspecto fue fundamental encontrar idearios que respaldaran en teoría las realizaciones concretas de cada campo.

El del arte no fue una excepción. La pintura, el teatro, la literatura, el cine y la música cubrieron sus horizontes con dicha constante. El real pensamiento revolucionario-musical fue de conceptos totales. Los que buscaban una nueva visión del mundo. Los que fundamentaran el cambio. Algunos resultaron fallidos.

Todos esos instantes hablaron de revolución y lo hicieron en un giro constante de la espiral evolutiva de la música popular por excelencia: el rock, como protagonista y como soundtrack de fondo. Con su enfoque artístico nuevo, libre e indeterminado, el rock se significó como pensamiento comunitario frente a las filosofías de los distintos partidos y gobiernos.

Al ubicarse contra las políticas estatales, tal música –con valores intrínsecos de historia, contexto, calidad interpretativa y de composición— se alejaron de las convencionalidades y de sus consecuencias predecibles: ortodoxia y conservadurismo.

La revolución en la música popular se practicó dentro del contexto social influido por los deseos comunitarios domésticos y globales coincidentes, pero las decisiones del cómo y del por qué quedaron a cargo, por lo general, de los grupos y de cada uno de los exponentes con sus expresiones artísticas particulares. Muchas veces interrelacionadas con otras disciplinas. Como con el cine, por ejemplo.

En aquel tiempo, la cinematografía francesa era la que llevaba la vanguardia. Había dialogado con el free jazz y con el muy fresco estilo bossa nova en tiempos recientes. Pero aún no lo hacía con el rock. El mayo del 68 le proporcionó la oportunidad a través de uno de sus heraldos: Jean-Luc Godard.

En la década que va de 1958 a 1968 se demostró que la cultura tenía ideología, que no era un asunto aséptico o puro. En Francia dicha cuestión nació de los individuos y de su circunstancia. El país salía de una desgastante guerra colonial con Argelia y los hechos motivaban cambios. Los palpables y estructurales se dieron en el terreno cultural.

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El presidente De Gaulle nombró como ministro de Cultura a André Malraux. Un escritor cuya biografía era soluble con su obra y viceversa. Este excombatiente favorable a la República durante la Guerra Civil española y fogueado documentalista —que preludió en L’Espoir. Sierra de Trauel al neorrealismo italiano y abogó por las cualidades del expresionismo alemán— se propuso mezclar la política prestigiosa, a la que él representaba como intelectual, con la obra social de trascendencia.

Además de mantener el diálogo con los artistas, creó las casas de cultura y le concedió créditos importantes y una legislación proteccionista al cine de calidad, a los nuevos valores y a la Cineteca francesa. Esto se tradujo en el aumento en la colección de películas y en la instauración de cineclubes por doquier. En esas salas de entre 60 y 260 butacas se fundamentaron carreras y cinefilias y se conocieron a los futuros directores del nuevo cine francés, al que la prensa comenzó a llamar “la Nouvelle Vague”: Francoise Truffaut, Jacques Rivette, Eric Rohmer, Claude Chabrol y Jean-Luc Godard, entre otros.

Reunidos en torno a la prestigiosa revista Cahiers du Cinéma, bajo la dirección de André Bazin, estos realizadores, anteriores críticos y  guionistas se lanzaron contra las condiciones que la cinematografía institucional imponía —ahora con un Malraux anquilosado en el gaullismo— y postularon innovaciones conceptuales y técnicas: el uso de cámaras de 8 y 16 mm, locaciones e iluminación naturales y la corta duración del rodaje para reducir costos; la renovación el lenguaje fílmico con cámaras al hombro y estilo de reportaje, tomas largas, fotografía en blanco y negro, actores emergentes y guiones e interpretaciones con grandes dosis de improvisación. Cantos a la espontaneidad, al deseo liberador desde la óptica del espíritu joven.

En ello iba implícita la libertad de expresión, que tuvo como piedra de toque el realismo ontológico con el que reducían al mínimo las intervenciones manipuladoras y artificiales. Era un cine muy personal, “de autor”, y alejado de las modas comerciales. Por lo tanto, también era muy crítico con su entorno y momento histórico. Con una visión muy desoladora de la vida.

Lo cual forjó un estilo plagado de referentes, tributos y que redescubrió la “mirada” de la cámara y el poder del montaje. Con dicho bagaje Truffaut obtuvo éxito con Los 400 golpes. Pero fue Godard fue quien impuso el auténtico manifiesto con Sin aliento. En ella introdujo digresiones y los lenguajes verbal (cartesiano) y cinematográfico (discursos entrecortados, fundidos, movimientos de cámara y miradas fijas) como provocación.

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En esa línea se mantuvo hasta el filme La China y el fin de la Nouvelle Vague. A la postre vendría su radicalización ideológica al servicio del marxismo-leninismo. Situación que lo convertiría en un paria justo a la llegada del Mayo del 68 y en la búsqueda de salidas a su ideario. El rock fue la respuesta.

Godard no era un aficionado rockero ni mucho menos, pero durante el movimiento a nivel mundial se dio cuenta del eco que tenían las acciones y declaraciones de sus artistas más representativos. Tenían posturas extra musicales. Siguió con detenimiento el hecho de que Mick Jagger se involucrara ese año en una gigantesca manifestación en el flemático Londres para protestar ante la embajada estadounidense por lo sucedido en Vietnam.

Dicho evento —en el que como notas destacadas se hablaba del hecho inédito, de la rara y multitudinaria participación juvenil y de la mezcla de los sectores participantes (de pacifistas a anarquistas ultra)—  terminó en violencia callejera y con una dura represión policiaca.

Los Rolling Stones se encontraban en el centro del huracán polémico por el lanzamiento del sencillo “Street Fighting Man”, que recogía de alguna manera las experiencias que Jagger había sacado durante aquella revuelta. El tema se había convertido en un himno a nivel global y cada movimiento, independientemente de su particular reclamo, lo usaba como estandarte sonoro: “¿Qué puede hacer un muchacho pobre/ excepto cantar en una banda de rock and roll?/ Porque en el aletargado Londres/ no hay lugar para un manifestante callejero”.

Con ello los londinenses participaban de manera directa en el espíritu del momento —al igual que con declaraciones en la prensa—, a diferencia del Cuarteto de Liverpool, que se había ido en masa a escuchar el adoctrinamiento del Maharishi Mahesh Yogui.

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Los Stones estaban dando los últimos toques a su nueva producción (Beggars Banquet) y entrarían al estudio a grabar el remate: “Sympathy for the Devil”. Godard vio entonces ahí la posibilidad de apoyar su mensaje. Hizo las llamadas justas para poder filmar al grupo durante la hechura de la canción y tejer con aquellas imágenes su discurso político.

Sintió que el grupo sería un excelente emisor de sus recientes experiencias: en la trasmisión de un ideario con el que había participado durante el mayo francés junto a otros intelectuales, cuya línea política fluctuaba entre el marxismo-leninismo y el maoísmo; y con la creación del colectivo “Dziga Vertov”, que filmaba en 16 mm cintas influenciadas por el cine soviético: “películas revolucionarias para audiencias revolucionarias”. Con tal objetivo llegó para dirigir One plus One.

Cuando al cine, previo a su creación, se le asigna una función fuera de su naturaleza (contar historias con una cámara), pierde su valía, su esencia, y languidece. Esto le sucedió a Godard con esta película. Con ella quiso adoctrinar y perdió la excelencia revolucionaria de la que había gozado con Sin aliento. En ésta había sido innovador y crítico, libre.

En One plus One comprometió su cine por la determinación de intereses ajenos a la propia creación. No fue más que propaganda. Sin embargo, permaneció en la parte que la salvó del olvido eterno. Y por eso a la cinta se le conoce por su otro nombre: Sympathy for the Devil: la documentación precisa y minuciosa de la grabación y, ésta sí, en estado de gracia creativa de los Rolling Stones.

La canción ha perdurado por sí misma como una cuestión de fe rockera en la crítica libre de su entorno. La verborrea con la que Godard quiso envolverla (cuyo discurso e ideología el tiempo desfasó) sólo sirvió para ponerla aún más en relieve: El NO a la sociedad trasmitido por la imagen cinematográfica sonorizada, frente al “no” del libelo totalitario.

VIDEO: Sympathy For The Devil (4K Clip) – In the Beginning – ABKCO, YouTube (ABKCO Records & Films)

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SONORIDADES: YELLOW SUBMARINE (GEORGE DUNNING)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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Mientras el Dr. Christian Barnard realizaba el primer transplante de corazón y tenía lugar el Festival Pop de Monterey en California (el primer festival masivo del rock), este género y la industria de la alta fidelidad se complementaban para llevar a los álbumes a vender más que los discos sencillos. Al frente de dicha revolución se encontraban los Beatles, quienes con el lanzamiento del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band habían dado paso al disco conceptual, al rock como arte y al virtuosismo instrumental.

Las secuelas del disco, así como los ecos de su última aparición en vivo, eran el pasto de las informaciones cotidianas durante los años del segundo lustro de la década de los sesenta, años en que el uso de los alucinógenos dio inició el rock psicodélico.

Era de rigor su utilización para todo músico que se preciara de serlo, reflejándose en buena parte del rock que se hacía como una nueva estafeta para la contracultura. La conducta revolucionaria resultó a menudo la más constructiva de todas las conductas, poniendo en tela de juicio al sistema y subvirtiendo a la misma sociedad que cultivaba dicha conducta.

El artista —en este caso el rockero propositivo— presentaba una visión de algo que podía ser mejor de lo que era, sobre la base del respeto a la libertad individual. En ese momento de su historia se encontraban los Beatles con el uso del LSD, mediante el cual buscaban –a través de sus elementos químicos– expandir la percepción de la mente y explorar las posibilidades de los estados alterados para canalizar sus expresiones musicales.

La experiencia la venían realizando desde el tema «Doctor Robert», la llevaron a su clímax con el Sargento Pimienta, y buscaron diversificarla —atendiendo a la libertad creativa— con Magical Mystery Tour (el cual, por cierto, les redituó un fracaso) y con el futuro filme Yellow Submarine.

Cuando en el mundo estallaba la Guerra de los Seis Días entre árabes e israelís; cuando los estudiantes de las más diversas latitudes encabezaban revueltas en sus países; cuando manos reaccionarias asesinaban a Martin Luther King, a los Beatles los absorbían sus nuevos negocios: Apple Records y su tienda de moda.

A lo largo del año (1968) sólo habían pisado los estudios de Abbey Road en una ocasión para grabar un nuevo sencillo («Eleanor Rigby») y ciertas piezas aún tambaleantes para Yellow Submarine, el proyecto de la película de dibujos animados basada en su música.

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El asunto había sido aprobado por Brian Epstein para proporcionar a la United Artists la tercera película de los Beatles que todavía le debían. Sin embargo, la cosa no marchaba, no tenían ánimos para hacerlo, y lo peor de todo, tampoco interés.

Reeditaron el tema principal, «Yellow Submarine», y resucitaron «All You Need Is Love», pero con ello no completaban el material suficiente para el lado A del disco —soundtrack de la cinta—. George Harrison de manera exprés escribió «It’s Only a Northern Song», y el resto de los temas surgió más o menos de la misma manera:  «All Together Now», «Hey Bulldog» o «It’s All Too Much».

El lado B del álbum consistió en canciones del grupo arregladas de forma instrumental por George Martin: «Pepperland», «Sea of Time & Sea of Holes», «Sea of Monsters», «March of Meanies», «Pepperland Laid Waste» y «Yellow Submarine in Pepperland».

Para los Beatles, la música ya no era la prioridad. Al año siguiente de cualquier modo se estrenó la película —especie de summum de la estética pop—, y de manera sorprendente se convirtió en un éxito. El guión había sido escrito por Erich Segal, novelista de enorme popularidad (Love Story, entre otras), y trasladaba la lírica beatle a un reino de auténtica y original fantasía. Las voces del grupo fueron dobladas y la película se estrenó el 17 de julio de 1968.

Los Beatles, como personajes de dibujos animados, se convirtieron así para muchas personas en figuras memorables. El disco, con sólo cuatro nuevos temas, apareció en el mercado el 13 de enero de 1969, y quizá marcó de manera señera el comienzo del fin del Cuarteto de Liverpool. Para ellos ya nada volvería a ser lo mismo, a partir de entonces.

VIDEO: The Beatles – Yellow Submarine, YouTube (The Beatles)

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SONORIDADES: CALLE 54 (LATIN JAZZ)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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Debemos saber que la creación del jazz latino tuvo comienzo la noche del domingo 28 de mayo de 1943, durante una presentación de la orquesta de Machito en La Conga Club del centro de Manhattan. Acababa de terminar una pieza y Mario Bauzá, el director musical, anunció el número de la que seguiría.

Mientras los integrantes de la orquesta buscaban la música correspondiente, el pianista Luis Varona, que ya la había encontrado, se puso de súbito a tocar la introducción de piano para la melodía «El botellero». De manera espontánea, el bajista Julio Andino entró al acompañamiento. Bauzá escuchó, absorto y unos segundos después se puso a tocar riffs de jazz por encima de la melodía y le señaló al saxofonista alto que improvisara. Al cabo de dos horas, Bauzá había fundido la música cubana con el jazz y nació un nuevo subgénero.

Sabemos que la primera canción resultante del experimento fue «Tanga», título que se debió al comentario de uno de los primeros espectadores de que el sonido era tan emocionante como la tanga (voz africana por marihuana).

La de Machito fue una agrupación sólida que permitió el flujo de diversos géneros musicales y la implantación de la rítmica afrocubana como elemento primordial en las orquestaciones. Machito fue una influencia definitiva en la creación del jazz latino, así como un puntal en el despegue mundial del mambo (en el que puso énfasis en la sección de metales). Inspiró las excursiones latinas de respetados jazzistas como Dizzy Gillespie, Charlie Parker y Stan Kenton, entre otros. Siempre abierto a diferentes tendencias estilísticas, se hizo de un público heterogéneo

Sabemos que Bauzá se integró a la orquesta de Machito en 1941 como trompetista y director musical. Hasta el final de la existencia de este conjunto, la orquesta de Machito figuró entre las cinco más populares de música latina.  Las composiciones, los arreglos y la experiencia de Mario Bauzá representaron un factor importante en ello.

La historia del jazz latino, pues, comenzó aquel domingo de 1943, en que la mente y los oídos alertas de Mario Bauzá escucharon un sonido y al día siguiente convirtieron ese sonido en una música que fundió para siempre la música cubana y el jazz estadounidense.

El término «jazz latino» cumplirá pronto los ochenta años, cuando surgió de la fusión del género sincopado de la Unión Americana con los elementos rítmicos de la música tradicional afrocaribeña. Con el tiempo no sólo el Caribe (con Cuba principalmente), sino también Brasil y Argentina han continuado con dicha aportación.

Los orígenes prehistóricos de esta mezcla musical se pueden rastrear hasta comienzos del siglo, cuando el puerto de Nueva Orleans realizaba un intenso intercambio comercial con el de La Habana, Puerto Príncipe, las Bahamas, Puerto España, etcétera. La cultura musical aparejada con dicho intercambio no se hizo esperar y los ritmos y danzas de esos países comenzaron a tener cabida en los propios de los Estados Unidos.

El ragtime y el blues asimilaron rápidamente sus formas y hasta sus instrumentos. La obra de Scott Joplin, W. C. Handy o Jelly Roll Morton proporciona algunas pruebas de ello.

Durante la década de los treinta la influencia latina se volvió aún más notoria debido a la gran explosión de la música popular estadounidense en manos de directores de orquesta como Don Azpiazú (quien puso la rumba en todos los oídos anglosajones), lo mismo que Xavier Cougat. El jazz lo hizo especialmente con Duke Ellington y dos composiciones de su arreglista y trompetista puertorriqueño Juan Tizol: «Caravan» y «Conga Brava». Ambas se convirtieron en parte de casi todos los repertorios de la gran cantidad de orquestas que inundaron aquel país del Norte.

Sin embargo, fue en los años cuarenta cuando las formas de construir los ritmos y las melodías, así como su técnica interpretativa, se convirtieron en fundamentales para el jazz y el término «jazz latino» caracterizó un género musical.

Los percusionistas de origen afrocubano fueron piezas importantes para el comienzo de la historia. El colorido, la audacia técnica, las expresiones, los cambios rítmicos y la improvisación a cargo de los músicos encargados de los bongós, tumbadoras, timbales, maracas y güiros, entre otros, resultaron inspiradores para las formaciones orquestales o grupales del jazz moderno.

Durante los cuarenta, un proceso recíproco vinculó firmemente al jazz con los instrumentos y músicos cubanos. Al principio de la década Frank Grillo «Machito» fundó a los Afro-Cubans en Nueva York, orquesta en que el concepto de la big band se combinó con las percusiones y estructuras musicales cubanas.

El éxito de esta combinación señera se debió también a la de Machito con Mario Bauzá, arreglista y trompetista cubano quien junto con el director inició el género como tal con la pieza «Tanga», estrenada en La Conga Club del centro de Manhattan. Desde 1948 hasta los sesenta Machito contrató como solistas a famosos músicos de jazz, como Charlie Parker, Flip Phillips, Howard McGhee, Cannonball Adderley, Cecil Payne y Johnny Griffin.

En 1947 Dizzy Gillespie, una vez respirados los nuevos aires, creó su orquesta de jazz afrocubano, que incluía al legendario percusionista Chano Pozo, influencia determinante en el bebop que quedó plasmada en el tema «Manteca».

Desde 1945 Gillespie también encabezó su propia big band, la cual realizó giras por los Estados Unidos con los arreglos de George Russell, Tadd Dameron y John Lewis, quien posteriormente formaría parte del Modern Jazz Quartet.  Basado en el concepto de un grupo de swing, su conjunto supo incorporar solos de bop y hacer justicia a la fascinación que sobre su líder ejercía la música afrocubana, género al que fue introducido por el trompetista Mario Bauza.

En el mismo año, Stan Kenton integró a su orquesta de jazz progresivo al guitarrista brasileño Laurindo Almeida y al bongosero Jack Costanzo. La canción «El Manisero», de éxito millonario, fue la síntesis de sus experimentos con lo latino.

Durante los cincuenta, otra generación de bailes procedentes del Caribe se popularizó en los Estados Unidos: el mambo, el merengue y el cha cha cha pronto entraron a formar parte de los repertorios de las big bands que tocaban jazz para bailar –Pérez Prado, Tito Puente, Chico O’Farrill, entre otros, encumbraron la década–. En los pequeños grupos de bebop, las tonadas latinas solían acompañar el menú normal de los repertorios; como ejemplos sirven «My Little Suede Shoes» de Charlie Parker y «Un poco loco» de Bud Powell.

Los elementos latinos fueron incorporados a tal grado al estilo del bebop que para fines de la década su presencia era común, pero algunos músicos ponían un énfasis especial, tales como George Shearing, Cal Tjader, Sonny Rollins (compositor e improvisador de melodías de calypso), Horace Silver y Herbie Mann.

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Por muchos años, para mucha gente neoyorkina o no, la Calle 54 tan sólo era una paralela a la 52, lugar donde se forjó una época fundamental para el jazz: el bebop. Y quizá para esta misma gente no haya nada que la eleve al infinito conseguido por esta última.

No obstante, la historia musical guarda para la 54 un nicho muy especial: ahí se fincó en forma definitiva el surgimiento del jazz latino. El director cinematográfico Fernando Trueba escogió esta calle numerada como título para su película, y por lo menos algunas personas más en el mundo ya saben de lo que se trata.

Tomando como referencia dicha calle el cineasta filmó en el mes de marzo del año 2000 las secuencias musicales de su cinta dedicada al latin jazz, mismas que además de aparecer en la cinta han sido recopiladas en un soundtrack muy importante debido a su trascendencia testimonial (actualmente, en tal geografía neoyorkina ahora se encuentran los estudios de la compañía Sony Music).

La película de Trueba evoca en mucho tal hecho histórico y brinda el placer de ver y escuchar a algunos sobrevivientes de aquellos tiempos y la influencia en otros más contemporáneos. La cinta ofrece el beneficio del timbre de la voz, del gusto rítmico y de la musicalidad del idioma.

(Una lista parcial de participantes: Paquito D’Rivera, Eliane Elias, Chano Domínguez, Jerry González, Michel Camilo, Gato Barbieri, Tito Puente, Chucho y Bebo Valdés, Chico O’Farrill, Cachao López, Orlando “Puntillista” Ríos, Carlos “Patato” Valdés et al.)

Brinda un especial placer escuchar la delicadeza de Eliane Elias, al interpretar “Samba Triste” de Baden Powell (en la corriente brasileña). Aparece Chucho Valdés, solo o en afectuosa complicidad con viejos conocidos, particularmente en el tema “La Cumparsa” de Ernesto Lecuona, o Bebo Valdés, su padre, a dúo con Cachao López, quien aporta un etéreo contrabajo en la pieza “Lágrimas Negras” de Miguel Matamoros.

Por ahí también estuvo Tito Puente, fallecido poco antes, el cual charla en su restaurante y colabora con “New Arrival”, donde presenta “un fresco de rumberos mayores” al que complementa con los timbales y el vibráfono.  Igualmente, hay la algarabía de una presentación ofrecida por la big band de Chico O’Farrill que rubrica el andamiaje de la “Afro-Cuban Jazz Suite”. Un gran testimonio fílmico.

VIDEO: Chico O’Farrill – Afro-Cuban Jazz Suite, YouTube (Don Quixote)

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SONORIDADES: LET’S GET LOST (BRUCE WEBER)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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UN ÁNGEL ENDEMONIADO

A Chet Baker lo documentó el director cinematográfico Bruce Weber en 1988, en una cinta que se ha vuelto el testimonio vivo más importante sobre el trompetista: Let’s Get Lost. Ahí se percibe la tragedia existencial de un artista que interpuso la autodestrucción por sobre todas las demás cosas, excepto la música. Un año después de aquello ya estaba muerto.

Su música en cambio ha sobrevivido por muchas razones. Durante su vida Chet Baker fue una figura controvertida, sobre todo en la cumbre de su popularidad en los años cincuenta. El músico se distinguió en el jazz como un delicado estilista de la trompeta, cuyos temas espumosos –por llamarlos de alguna manera– estuvieron influenciados de manera muy profunda por el estilo cool de Miles Davis.

El hecho de su contratación con el grupo de Gerry Mulligan lo lanzó a una popularidad extrema en aquella década de mitad de siglo, cuando se convirtió en un ídolo de culto, tan venerado por sus interpretaciones vocales como por las de su instrumento.

(A contraparte, en Born to be Blue, la película más reciente sobre Baker, del 2015, el director Robert Burdreau junto al protagonista de la misma, el actor Ethan Hawke, se aprovecharon de esa capacidad de Baker para mitificarse. Echaron mano del bisturí y seleccionaron sólo un capítulo de su vida, cuando en los años sesenta hacía cierto esfuerzo por dejar las drogas y concentrarse en su carrera.

Ellos hicieron ficción con tal momento. Por eso es un “anti-biopic” como lo denominó el propio Ethan Hawke, porque la intención no era contar toda su vida, sino introducirse en el espíritu triste de su música. “¿Por qué necesitas las drogas?”, lo cuestiona Carme Ejogo, la intérprete que sintetiza a las mujeres que pasaron por la vida del trompetista, en la película. “Me da confianza”, le contesta el Baker del binomio. El inseguro Chet tenía más confianza en su imagen, que en su música.)

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Este trompetista y cantante, nacido en los Estados Unidos en 1929, que tocó también con Charlie Parker y le dio a la balada jazzística una dimensión de gran trascendencia lírica, tuvo sus tiempos difíciles con las drogas, incluso pasó una temporada en una cárcel italiana por lo mismo, pero regresó a la escena con el estilo más maduro y suave que puede escucharse en sus discos consecuentes.

 

A pesar de su falta de confianza interpretativa los hechos decían otra cosa, la música sólo constituía parte del atractivo de Chet Baker a mediados de los años cincuenta, cuando las encuestas de las revistas de jazz lo situaban por encima de Louis Armstrong, Miles Davis y Dizzy Gillespie. Pero, por otro lado, muchos señalaban su parecido con Montgomery Clift, James Dean y Marlon Brando, y esa faceta le parecía más manejable

El guionista hollywoodense Lawrence Trimble –el más elocuente de los «testigos» presentados en la película Let’s Get Lost de Bruce Weber, de 1988– compara a Baker con el taciturno cornetista del ejército interpretado por Clift en la cinta De aquí a la eternidad.

El parecido de Baker con estos actores (y más tarde con Clint Eastwood) radicaba en más que la forma lacónica de expresarse y una mandíbula fuerte; al igual que ellos fue, un modelo ligeramente antisocial que respetar, en una era dominada por los héroes universitarios del futbol americano. A lo que respondía el público al escuchar al joven Baker o al ver a esos actores fue, paradójicamente, la naturaleza privada de su tristeza.

Weber impuso severas pruebas a la paciencia en Let’s Get Lost (intitulada así por una melodía pop escapista grabada por Baker en 1955, pese a que el título también sugiere perdición). Minsker, el protagonista de otra cinta de Weber, Broken Noses, aparece en este extraordinario retrato fílmico, en blanco y negro, del trompetista, retozando en una playa de Santa Mónica con otros miembros del séquito del director, incluyendo a un bombón llamado Lisa Marie (descrita en los créditos como «una voluptuosa y joven actriz/modelo»), así como al presuntuoso Flea (miembro del grupo de rock The Red Hot Chili Peppers, doble y fan de Chet Baker).

Minsker y Flea, que mantienen hacia la figura presente de Baker una actitud condescendiente, como hacia un admirable viejo mujeriego, nos recuerdan que estamos en el territorio de Weber, no en el de Baker, también durante la entrevista realizada en Cannes, donde el cineasta se encontraba presentando su cinta Broken Noses.

En un momento dado durante la filmación, Baker tiene que suplicar el silencio de un grupo de «estrellas» de segunda fila antes de cantar y tocar «Almost Blue» de Elvis Costello.  Da coraje la situación: ¿Por qué Weber llevó a Baker a Cannes para empezar? ¿No debería él seguir a Baker, y no al revés?

La megalomanía del director en sí misma casi echó a perder la que debió ser una poderosa escena final, en la que éste (fuera de la pantalla) le dice a Baker lo «doloroso que ha sido verlo así» (perdido en la heroína por cinco días, antes de que se le consiguiera metadona).

«¿Recordarás la película en el futuro como un rato bueno que pasaste?», le pregunta Weber a Baker, quien –halagado, como es de comprender, por la atención que ha recibido como tema de un documental de un millón de dólares, pero aparte de eso opaco– contesta diciendo que si no es así, cómo diablos supone que se va a sentir.

No obstante, incluso en los ratos –dentro de las dos horas que dura el filme– en que se mira Let’s Get Lost con incredulidad, no es posible despegar los ojos de ella. En parte se trata de un reflejo compasivo, porque se sabe que el cineasta es incapaz de quitarle los ojos de encima a su personaje. «Recuerdo que por primera vez comprendí el significado de fotogénico, de estrella, de carisma», le cuenta William Claxton a Weber, cuyas fotografías para los primeros álbumes de Baker ayudaron a lanzarlo al estrellato; y uno sabe lo que el director sintió al mirar esos retratos por primera vez.

Los fans del jazz se han quejado de que Let’s Get Lost trata más sobre la mística de Baker que sobre su música, pero la mística fue lo que llevó a Weber a la música, y la película a final de cuentas trata tanto sobre la fijación de éste con Chet Baker como sobre Chet Baker mismo. Dicha fijación es lo que aporta a esta meditación sobre la naturaleza del cool (repleta de elementos gráficos cincuenteros en minúsculas) su carga sexual.

Sin la intensidad de la mirada de Weber, Let’s Get Lost se reduciría a una hagiografía monótona, como muchos de los documentales del jazz. Cuando termina, uno sabe que ha visto una película. Trimble –el ya mencionado guionista– podría estar hablando por Weber cuando dice: “Los músicos de jazz tenían nombres como Buck, Lockjaw, Peanuts y Dizzy y él sólo se llamaba Chet, que tenía un sonido suave…como en su forma de tocar, en su apariencia, todo iba junto.”

 

VIDEO SUGERIDO: Let’s Get Lost – Trailer, YouTube (Peliculas de YouTube)

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SONORIDADES: MAGIC TRIP (GIBNEY-ELLWOOD)

Por SERGIO MONSALVO C.

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Ken Kesey fue un escritor estadounidense al que solían llamar “El Profeta”, pero sobre todo fue un psiconauta. Nació en La Junta, Colorado, en septiembre de 1935, dentro de una familia cuyo padre enseñó a sus hijos a ser autosuficientes y duros. Hasta licenciarse en la universidad fue el prototipo del buen chico norteamericano (rubio, atlético, inteligente) hasta que la literatura se cruzó en su camino.

Para poder escribir su primera novela se inscribió como conejillo de indias en los primeros experimentos clínicos gubernamentales que se hicieron con sustancias psicoactivas. Cobró su participación en especie (LSD y psilocibina), se casó con su novia de la universidad y se puso a relatar sobre su experiencia en aquellos experimentos.

Entonces lanzó en 1962 One Flew Over The Cukoo’s Nest (Alguien voló sobre el nido del cuco, en su traducción al español, y con el título de Atrapado sin salida, fue llevada al cine por Milos Forman, con Jack Nicholson como protagonista).

A partir de dichos experimentos la vida de Kesey se convirtió en un apostolado, cargado de humor, para difundir las bondades del consumo lisérgico. Creó para ello a los Merry Pranksters, un conglomerado de simpatizantes diversos con los que recorrió los Estados Unidos a mediados de los sesenta a bordo de un autobús para repartir LSD a granel y realizar sus famosos acid-test (“viajes” lúdico-espirituales).

Kesey, ya como afamado autor, emprendió aquel viaje en el transporte escolar con un puñado de amigos. La idea era llegar desde California hasta la exposición universal de Nueva York que se celebraba aquel año, 1964. Y a lo largo del camino realizar sus test. A dicho autobús lo pintaron de colores y lo bautizaron como Further (Más allá).

Kesey lo llenó de gente variopinta, desde jóvenes profesores universitarios, un equipo de filmación que dejaría constancia de la aventura en imágenes, un cronista: Tom Wolfe – quien se encargó de relatarlo todo en su famoso libro The Electric Kool-Aid Acid Test (Ponche de ácido lisérgico, en su traducción al español), el cual convirtió transporte y periplo en una leyenda–, además de un gran stock de LSD.

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Asimismo, entre los compañeros de viaje de Kesey se encontró el héroe beatnik Neal Cassady, el alter ego del personaje Dean Moriarty protagonista de la novela On the Road (En el camino), de Jack Kerouac. Él se ocupó de manejar y los demás viajantes se turnaban para sentarse a su lado y escuchar sus largas peroratas regadas con speed.

Durante el viaje hubo infinidad de anécdotas que fueron filmadas en 16 milímetros, pero al finalizar la ruta –con Allen Ginsberg guiándolos ante Tomothy Leary, otro gurú— el caos fílmico era total, empapados de alucinógenos quienes lo realizaron y sin ningún hilo conductor.

Tal material quedó arrinconado en la granja que Kesey habitó a la postre en Oregon. Mucho tiempo después, los directores Alex Gibney y Alison Ellwood lo rescataron para componer la cinta Magic trip, documental de hora y media de duración que fue estrenado en el año 2011.

VIDEO: Magic Trip Trailer, YouTube (Magnolia Pictures & Magnet Releasing)

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