GARAGE/7

Por SERGIO MONSALVO C.

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 OLA INGLESA

Los generadores de la “ola inglesa” fueron los grupos del Merseybeat surgido en Liverpool alrededor de 1959. Sus influencias eran el rock and roll, el Tamla Motown y el twist. Lograron realmente unir los espíritus juveniles al desenterrar música pasada por alto, olvidada o desechada por el público estadounidense, la cual reciclaron otorgándole una forma más resplandeciente, despreocupada y también más estridente.

Las agrupaciones de Liverpool habían buscado su material en Carl Perkins, Little Richard, Chuck Berry, Buddy Holly, los “grupos de chicas” norteamericanos y los Isley Brothers. De súbito se dio una escena musical sobre el río Mersey que encontró su foco principal en la Caverna, un tugurio que encabezó de manera casi solitaria la transición del rock y sirvió de escaparate a los Beatles sus máximos exponentes.

Liverpool era una ciudad demasiado pequeña con pocos clubes para contener el auge. Muchos de los grupos, entre ellos los propios Beatles, empezaron a presentarse en antros ubicados en Hamburgo, Alemania, a partir de 1960. Era un buen terreno para probarse, un lugar donde se les exigía tocar fuerte, rápido y de forma cruda toda la noche, hora tras hora, tomando estimulantes para mantener el paso.

Nadie sospechaba siquiera lo que llegaría a generarse: la reunión de material humano y musical que se definiría como la British Invasion u Ola Inglesa. El de 1964 fue el año en el que la música popular cambió de curso, aunque en realidad dicha época haya comenzado al día siguiente de la Navidad anterior, con el lanzamiento en los Estados Unidos del primer sencillo de los Beatles: “I Wanna Hold Your Hand”.

The Beatles / The BBC Archives: 1962-1970 hardcover book

A su vez, una de las leyendas más preciadas del rock cuenta cómo dos jóvenes ingleses se encontraron en una de las estaciones del Metro londinense. Uno de ellos, llevaba tres discos bajo el brazo: de Chuck Berry, Little Walter y Muddy Waters. El otro quedó tan impresionado que inició una amistad, la cual se convertiría en una colaboración para toda la vida. Eran Mick Jagger y Keith Richards. El ritmo negro los unió.

Entre julio de 1962 y enero de 1963 se les unirían Brian Jones, Bill Wyman, Charlie Watts y el pianista Ian Stewart (que sólo sería miembro en el estudio). En el ínterin habían hecho presentaciones en el Club Crawdaddy en Richmond. Su primer álbum se presentó en abril de 1964. En él se escuchaban varios cóvers, y con ese primer disco estuvieron armados para encabezar la segunda oleada rumbo a América.

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No obstante, en los Estados Unidos pocos los esperaban. ¿Quién necesitaba a unos apóstoles del blues, que además llevaban el cabello mucho más largo que los Beatles, tocaban demasiado fuerte y se presentaban desaliñados? La respuesta estaba en los garages de los suburbios, donde los jóvenes empezaban a formar sus propios grupos con ellos como modelos.

Las diferencias entre la primera y segunda olas inglesas estaba en la pieza “I Wanna Be Your Man”. Para los Beatles, el tema había servido de relleno para un álbum, con la voz a cargo de Ringo. Los Stones lanzaron su propia versión. En ella dominó la guitarra slide, el impulso frenético de la sección rítmica y los rugidos sugerentes de Jagger. En su canción los Beatles querían una cita; en la suya los Stones pedían sexo.

A los Stones aquel primer viaje a los Estados Unidos les brindó una gran recompensa. Pudieron grabar en los Chess Studios en Chicago, donde lo habían hecho sus grandes ídolos, como Muddy Waters y Willie Dixon. Por lo tanto, al volver a casa lo hicieron con un botín en el equipaje. Grabaciones que serían la plataforma para trabajar su propia visión del blues. Y el modelo para un rock que perduraría por décadas.

La Ola Inglesa arrasó como un tsunami al desabrido pop estadounidense que se escuchaba por entonces. Los grupos armados con los sonidos del Merseybeat y beat londinense avasallaron al público con sus novedosas interpretaciones.

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VIDEO SUGERIDO: the rolling stones – around and around – stereo edit 3, YouTube (ruudtes6)

 

GARAGE 7 (REMATE)

ROBERT RODRÍGUEZ

Por SERGIO MONSALVO C.

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 CAMINO A LA LOCURA

Hace muchos años es un cuarto de hotel de la ciudad de Nueva York un poeta llamado Delmore Schwartz enloquecía, bebía, escribía… enloquecía más, bebía más y escribía más. Y así sucesivamente hasta que dejó de hacerlo todo: murió congestionado por el alcohol y la realidad.

Entre sus escritos había sentencias definitivas sobre la vida, por ejemplo. Una de ellas decía que en los sueños comienzan las responsabilidades. Una verdad tan grande como una catedral.

«Aquel a quien los dioses desean destruir, primero lo vuelven loco», dice un proverbio griego. La experiencia del poeta y el proverbio es casi seguro que no los conozca un personaje como Robert Rodríguez, quien dirige, produce, escribe, edita, compone la música y se encarga de la fotografía de sus películas, al mismo tiempo que cuida de sus cinco hijos, vende los boletos de entrada y hace mole los domingos.

Por eso, a la piedra mágica de su película, Shorts, él le pediría como deseo «no tener que dormir nunca. Así podría trabajar todo el rato. Tenemos que dormir unas ocho horas cada día, ¡qué pérdida de tiempo! ¡Es un tercio de tu vida en la cama e inconsciente!».

«Hubo una época en la que todas las noches miraba por la ventana y deseaba que una nave espacial descendiera y los extraterrestres me dieran un reloj capaz de hacer cualquier cosa. Creía que si lo pedía con todas mis fuerzas, ocurriría. Fue un sueño recurrente durante mucho tiempo».

El cine es la obsesión de Robert y para satisfacerla mientras estudiaba en la Universidad de Texas, en 1991, escribió el guión de la que iba a ser su primera película, El Mariachi. Para conseguir el dinero que necesitaba para realizarla participó como sujeto de experimentación (conejillo de indias, pues) en un estudio sobre las drogas. Es decir, vendió su sangre para fabricarse la posibilidad. Una vez reunidos los 7000 dólares se lanzó a hacerla y lo demás ya es parte de su leyenda.

Robert Rodríguez hoy tiene 50 años y es un trabajador incansable. Se le cumplió el sueño de manipular el tiempo. Muchos lo proclaman como el “Rey de los Chingones”. Sin embargo, con ese mismo deseo al que le ofrendó su sangre retó a los dioses, y éstos suelen ser vengativos. La locura ya ronda en la hechura de sus últimas películas.

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GOYA

Por SERGIO MONSALVO C.

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 SATURNO Y EL METAL

Imagínate que estás de vacaciones en Madrid y ese día lo vas a dedicar a conocer el famoso Museo del Prado. Te compras un helado y te formas en la fila para entrar (ya has comprado tu boleto de acceso on line). El sol brilla, el helado está sabroso y la fila avanza rápidamente. Te sientes relajado y sin preocupaciones. Así entras en el inmueble. Con el mapa del mismo en la mano te diriges hacia la sala señalada como de “Las Pinturas Negras”. Su extrañeza y misterioso te atraen desde hace tiempo y hacia ahí te diriges.

Al entrar sientes en la espalda ese chorro de agua de agua fría al que sólo habías imaginado. Un escalofrío reptante te recorre todo el cuerpo mientras el sol y el helado se derriten en tu mente. No puedes quitar la vista de “eso” que lo ha producido, una imagen ante la que exclamas: “What the Hell!” o “Wow!” o lo que se te ocurre de momento cuando algo te impresiona mucho. Es el cuadro “Saturno devorando a su hijo”.

El estómago se te hace nudo y todo es terror. Sin embargo, no puedes apartar la vista de aquello. Sientes la fascinación y el rechazo a partes iguales, como estuvieras viendo una película de gore extremo sin previo antecedente o viviendo un libro de Stephen King como lector primerizo. Tiene la eficacia de una telaraña perversa, que atrapa desde el primer instante y con muchos hilos ocultos.

Pasan varios minutos antes de que decidas moverte y comprobar con el letrero descriptivo los detalles técnicos y de contexto, rodeado además de otras pinturas de semejante impacto por su locura y crueldad. Te acercas a la información y ves el nombre Francisco de Goya y Lucientes. El pintor y grabador español nacido en Zaragoza en 1746, el cual realizó esa pintura al óleo entre 1819 y 1823, cuando vivía en una casa llamada “La Quinta del Sordo”, que era entonces de su propiedad y en la que trabajó con todos aquellos cuadros (14 en total) en una de sus paredes.

Indagas por más referencias en el folleto, pero es muy poco en comparación con tu curiosidad. Así que desesperadamente buscas un lugar para observar el cuadro de lejos y ponerte a hurgar en la memoria. Luego de estar acerca de dicha pintura te das cuenta de que a pesar de haber visto ese cuadro en libros y fotografías no ha sido más que un pálido reflejo de lo real: de lo insano de aquella desorbitada mirada saturniana, del estupor ante un cuerpo infantil destrozado a dentelladas, de la negrura sin fondo de la sinrazón.

Has sentido por todo el cuerpo aquello que nombran tenebrismo, el estilo en el que están pintados todos esos cuadros: la aplicación de cierta luz (blanca u ocre), que avanza por la oscuridad y descubre cosas como si fuera una linterna, una que ilumina las figuras centrales que así destacan mayormente sobre un fondo denso y tenebroso.

Esas sombras palpables y espesas refuerzan el horror y la brutalidad de los temas tratados en esos cuadros. Goya llegó a este estilo (luego de pasar por otros como el romanticismo, el barroco, el neoclásico, el rococó, el retrato y el grabado a lo largo de su vida, los cuales aprendió en sus viajes entre España, Francia e Italia) que tendría a la postre mucha relevancia no sólo en la pintura española del siglo XIX, sino también en las futuras vanguardias artísticas como el expresionismo.

Éste heredaría así el sentir del artista sobre lo que ve, expresando sus emociones más profundas y viscerales sobre la realidad que observa frente a él. ¿Y qué es lo que Goya observó que lo llevara a pintar ese cuadro y los otros 13? Lo pavoroso de la guerra. Primero en la revolución española que buscaba conseguir su independencia y librarse de la invasión francesa (con Napoleón Bonaparte al frente y queriendo anexar España a su imperio).

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Y luego, tras librarse de los franceses, la lucha entre los propios españoles por el poder, con la monarquía absolutista de un lado (que no aceptaba ningún límite a sus decisiones, pues creía que tal poder le venía de Dios y por lo tanto podía ejercer las leyes, la administración y todo lo demás de manera absoluta, como si en ella se encarnara el Estado), y, del otro lado, quienes querían ponerle un límite a tal poder con la constitución, las instituciones y un parlamento.

Goya había vivido todo ello, había visto en las calles los combates y a los muertos dejados por doquier. El espanto por las que salía de su casa a tomar apuntes para sus pinturas. Caminaba entre los muertos y heridos por la noche para testimoniar aquel apocalipsis enloquecedor.

VIDEO SUGERIDO: Massenmord – MassenmordD: theblack metal song, YouTube (Canale di Blackmetallero)

En algunos de sus cuadros pintó lo que vio como si fuera un reportero gráfico, un fotógrafo corresponsal de guerra, y en otros, como el de “Saturno”, usó la mitología para simbolizar esas turbadoras escenas. Este cuadro en particular fue producto de su interpretación de las mitologías griega (con Cronos, primero) y romana (Saturno), después, en las que dicho dios estaba condenado a comerse a sus hijos (que podían destronarlo), con tal de seguir reinando.

Él pintó esa espeluznante imagen como metáfora de lo que estaba pasando en España, que con la guerra por el poder devoraba a sus propios hijos. Este cuadro y las demás “pinturas negras” las trabajó antes de exiliarse (debido a sus filias francófilas) y refugiarse en Bordeaux (Francia), enfermo (de saturnismo, debido a los químicos que utilizaba para pintar) y completamente sordo. Murió en esta última ciudad en 1828.

Después de haber visto esa muestra sales del museo impresionado por lo visto y evocado, por la profundidad y visión de un tipo como aquél. Y te alejas pensando en la importancia para el arte que ese cuadro ha llegado a tener, por todas las cuestiones que desata y no sólo plásticas, y en que esas escenas tan inhumanas ahora se repiten por doquier. De la primera a la última pintura negra todo suma, todo tiene un eco, una clave, con un trasfondo (ideológico, moral, etcétera) que es metáfora certera de uno de los muchos lados oscuros de nuestra época.

Para el rock Goya también ha sido un referente. Ha conectado con él a través del heavy metal, sobre todo, y de su collage bordado de imaginería, el cual se ha manifestado abundantemente en las portadas de los discos respectivos.

El heavy metal (en la actualidad sólo denominado como metal) es un fenómeno musical complejo del que ha habido muy pocos intentos para hablar sobre él seriamente. Quizá despojándose del reduccionismo con el que se le califica en exclusiva como “un costal de ruido”, se pudiera llegar a entender el porqué una extensa base de fans lo ha sostenido a lo largo de las décadas, épocas, variantes, fragmentación y continuo mestizaje, convirtiéndolo en un hecho sociológico mundial y por lo tanto de estudio.

Es un género duro y rápido, sostenido por la guitarra y su alto volumen, al que se le achacan los peores excesos de la música popular: narcisismo, sexismo, distorsión, identificación con la violencia, la agresión, la rapiña, la matanza, su profundo nihilismo y por ende una  postura anti social.

Quizá sea por todo ello que lo encuentren atractivo sus partidarios, a los que se les imputa poca o nula educación, una actitud reaccionaria, racismo, desinformación e incultura generalizada, manifiestas en su lírica insustancial o extremista, en los límites de la expresión musical, sostenidas por el poderoso volumen.

Una población semejante es propensa al sedentarismo, al culto y al simbolismo. Dentro de esa lógica contextual ha gozado de éxito masivo en el que se asocian diversas fuentes de carácter religioso: las mitologías nórdica, egipcia y cristiana, preferentemente, a las que se les agregan otros ismos: satanismo, nazismo, ocultismo y la falocracia, formando así, en infinidad de divisiones, un sincretismo musculoso y peculiar que se convierte en ese gran fresco o bordado de imaginería ya mencionado.

Ahí es donde el metal conecta con el legado pictórico goyano, del cual se han surtido e inspirado sus artistas y diseñadores sin importar el subgénero del mismo al que pertenezcan, para crear un patrón común en la proyección de imagen a través de sus portadas.

En ellas hay un procesamiento de información que evoca y usa a los sentidos como la visión, la audición y el movimiento, lo que da paso al hito del código mental, a la imaginería, con el despliegue de sus lenguajes visual y simbólico con un sistema de valores que ve enemigos en toda su cosmogonía.

Si los oídos de sus fans se han acostumbrados al ruido y a la furia, éstos también abren gustosos los ojos al cúmulo de escenas tenebrosas, mitológicas y apocalípticas, heredadas por un pintor al que seguramente sólo conocen los ilustradores, y beben sedientos las creencias y expectativas de su propia sugestión nórdica o bíblica o belicista, la que se presente a cuento, en esa fuerte competencia con Hollywood por alejarse de lo cotidiano, esa palabra tan distante de su “agitado” acontecer y de los grabados con los que construye su propia realidad, en la que los dioses antiguos de todo signo continúan devorando a sus criaturas contemporáneas.

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VIDEO SUGERIDO: Watain – Malfeitor (subtítulos en español), YouTube (kerkira)

 

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TALKING TIMBUKTU

Por SERGIO MONSALVO C.

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 AFINIDADES ELECTIVAS

La falta de pretensiones del guitarrista californiano Ry Cooder no deja ningún margen al culto por la estrella. Como sea, muchos de sus colegas lo creen un músico aventajado. Su inspirado virtuosismo en los instrumentos de cuerda ha sido documentado en docenas de álbumes de rock. Desde los Rolling Stones hasta Captain Beefheart, Little Feat, Randy Newman, hasta Neil Young, todos lo han buscado.

Además, desde que los tonos metálicos alargados y llorones de su bottleneck se escucharon en el film París, Texas de Wim Wenders, lo han cortejado los mejores directores de cine. Desarrolló una alternativa para el muzak cinematográfico, misma que se ha difundido a tal grado que a su vez se ha convertido en una especie de convencionalismo.

Éste es uno de los motivos, aunque no el único, por el que ha efectuado experimentos cada vez más radicales, inicialmente apoyado en ello por el director Walter Hill. Los resultados son muchas veces literalmente inauditos.  En Trespass, película de gangsters, por ejemplo, acompañó sobre todo las escenas siniestras y violentas con todo tipo de instrumentos eléctricos de cuerda.

Algunos de ellos los mandó construir especialmente con un amigo y se «tocaban» con, entre otras cosas, palillos chinos, un florero y una pistola pulverizadora de pintura.  A Ry le atraen las aventuras con tonos y sonidos, y más cuando pisa un terreno completamente virgen. No hay nada que le guste tanto como salir en viaje de exploración allende la música conocida.

Ahora empiezan a conocerse, por otra parte, las expediciones sonoras que lo sacaron de los caminos musicales estadounidenses. En ellas se deja guiar por una certera intuición y gusto musicales. Cooder ha colaborado, entre otros, con el acordeonista Flaco Jiménez, con el hindú Bhatt, con el hawaiano Gabby Pahinui y luego con Ali Farka Touré, un músico de Malí, en el occidente africano. Con él grabó el álbum Talking Timbuktu (1994).

«Cuando Ali sacó su violincito africano descubrí que ya conocía esos tonos escuchados en el deep south. No cabe duda que de algún lado tuvieron que salir. Al parecer fue de la patria de Ali. De todos los discos en que he colaborado, éste ha tenido el mejor sonido. Suena muy cálido, muy humano.  Normalmente siempre extraño algo, sobre todo en el formato de los CDs, pero en éste se escucha la música que teníamos la intención de tocar», ha dicho Cooder al respecto.

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El proyecto de Cooder y Touré rebasó los géneros y presentó una combinación antes inimaginable de dos músicos relativamente desconocidos, surgidos de antecedentes culturales completamente distintos, aunque ambos desde hacía bastante tiempo habían sentido mutua admiración por sus respectivos trabajos.

Un par de años antes, durante la gira por Europa del grupo Little Village (en el que entonces militaba Cooder), por fin fue posible reunirlos, en Inglaterra.  Dicho encuentro condujo a las grabaciones de Talking Timbuktu, cuyo título se refiere, por cierto, al lugar donde residía Touré (lo hizo hasta su fallecimiento el 6 de marzo del 2006, a la edad de 66 años).

Entre las presentaciones que el músico de Mali tuvo en los Estados Unidos con los percusionistas y cantantes de su Groupe Asco, acudió por tres días a un estudio de Los Ángeles, donde lo apoyó, además del guitarrista californiano, otro gran veterano del blues, Clarence «Gatemouth» Brown (guitarra y violín), y el extraordinario fusionista John Patitucci (en el bajo), Jim Keltner (un músico sesionista, colaborador en infinidad de grupos y acompañante de lujo, en la batería) y los acompañantes de Touré, Hamma Sankere y Oumar Touré, percusionistas.

Sobre esta base brillante flotó la voz llena de matices de Ali Farka Touré, produciendo en el contexto instrumental un ambiente casi sobrenatural en su suavidad.

Es posible que la música sea realmente un idioma universal, pero para poder tocar en forma armónica hay que decidir qué hacer. Surge entonces la pregunta de cómo ambos músicos intercambiaron sus ideas, sin hablar ninguno el idioma del otro. A Touré se le solía llamar el «John Lee Hooker africano», convirtiéndolo en la prueba viviente de que la esencia del blues proviene del continente negro.

Como sea, la semejanza entre ambos guitarristas en el álbum Talking Timbuktu es realmente asombrosa, así como la evidente afinidad que tuvo con la música hawaiana de Gabby Pahinui, por ejemplo. Los tres músicos tocaban una especie de country, en el sentido de que originalmente son gente del campo, lo cual sin duda se manifiesta en el sentir y la mentalidad de su obra.

Además Cooder y Touré usaron una afinación abierta la cual posee un valor armónico más grande, en comparación con la forma cromática usual de afinar. Por otra parte, también es más cómodo tocar así, porque sólo hay que colocar un dedo sobre las cuerdas y ya se tiene un acorde, sin mencionar las ventajas al aplicar la técnica del finger pickin’. Tampoco hay que olvidar que en la música la guitarra es el instrumento por excelencia para adaptar las tradiciones. No por nada estamos hablando del instrumento más popular del mundo.

Las diez piezas que conforman este álbum se basaron en la música de los tamasheck, songhai, bambara y peul. Cuatro pueblos del occidente africano cuyos antepasados fueron exportados como esclavos a los estados del sur de la Unión Americana, donde más tarde nació el blues. Género del que desde siempre ha sido devoto Cooder. Además de la fina sensibilidad de éste para identificar composiciones clásicas y a su respeto ante el carisma musical de Ali Farka Touré hubo que agradecerle los arreglos sumamente sugestivos para la elaboración de este disco único en su haber, Talking Timbuktu, del que se celebra su aniversario número 25.

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VIDEO SUGERIDO: Ali Farka Toure Ry Cooder ‘Talking Timbuktu’ – Ai Du West Africa Mali, YouTube (theworldmusicplanet)

 

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LA HUELLA DE LOS DÍAS

Por SERGIO MONSALVO C.

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(RELATO)

Surgió de a la vuelta de la esquina con el brillo curioso de unos zapatos en buen estado y recientemente lustrados. La característica de esos zapatos era la enorme lentitud de sus movimientos, como si ellos condujeran al guiñapo que los traía puestos y no al revés. Zapatos que quizá se sintieran fuera de lugar, un poco apenados y con ganas de no llamar la atención.

De manera afortunada para ellos las miradas y los comentarios comenzaron a recaer en el portador, quien aparecía a partir de ahí envuelto en unos gastadísimos pantalones de pana, que en sus buenos tiempos debieron haber sido grises y ahora se conformaban con ser una galería de manchas en el más puro estilo posmoderno. El atuendo remataba con un suéter que cubría, pero no tapaba, una esquelética percha.

La abotagada y violácea cara mantenía fija la mirada en un objetivo, que a cualquiera se le hubiera escapado que se trataba de la meta de una larga y profunda reflexión existencial. Iba dirigida a las cubetas que se encontraban bajo una llave a la entrada de aquel establecimiento y que produjeron, en la casi irreconocible cara, emociones tan sutiles como la angustia resignada de la desesperanza o algo parecido.

Al llegar a ellas se agachó con movimientos llenos de dolor y abrió la llave para llenarlas con ese líquido que, fiel reflejo del sol asesino, cortaba la visión a tajos en geometría alucinante. Encarnado en su alter ego echó en una de ellas la jerga y se encaminó con la misma lentitud de sus acongojados zapatos hacia el automóvil de un rojo criminal. La taquicardia, la conciencia del pulso y la presión insoportable en las sienes y la cabeza en general lo acompañaron en el duro lance.

Al borde de la muerte las depositó cerca de la defensa posterior del auto. Con temblorosa mano sacó la jerga mojada y como partido por un rayo inició la limpieza de aquel vehículo inmisericorde. La lucha tendría un objetivo, culminar en la defensa delantera, tras lo cual vendría un pago con el que curar aquella abismal sed en el alcohol más cercano.

 

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RELATOS PARA NIÑOS ORDINARIOS

Por SERGIO MONSALVO C.

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 “EL COCODRILO DEL CAPITÁN GARFIO”*

El ambiente sofoca por la falta de oxígeno. Los olores a frenos gastados, a llantas quemadas, sudor, alguna vomitada recurrente, hacinamiento, o el de los malos modos, violencia explícita o reprimida, desprecio, no tienen cabida en sus narices. Ellos entran y salen de los vagones del Metro, convoy tras convoy, acompañándose, maldiciéndose, inventándose trabajos ahí bajo la tierra para comer o de perdida para inhalar thinner o pegamento, el chemo.

Las primeras horas de la mañana los descubren en el piso de la estación. Ahí juntos pueden dormir y tal vez protegerse del agandalle de unos y de la posible violación de parte de otros, de esos tipos mañosos que se pasan de lanzas. De cualquier modo, le tienen que entrar con una lana para el o los policías que les dan chance de quedarse a pernoctar. El frío cala menos y las ratas no molestan, como en aquellos mercados a los que a veces hay que recurrir.

El frío es quizá uno de sus temores, pero no el principal.

Ya saben que a la llegada de los vigilantes tienen que abandonar de volada la cama de piedra y evitar que los atropelle la multitud impaciente, ya iracunda, que retacará los pasillos del andén y los del vagón y sus asientos. Hombres por aquí, mujeres por allá. Ni a cuál rumbo irle. Y bueno, luego de desamodorrarse, pactar el acuerdo para la rutina del día: ¿payasos…cantantes…malabaristas o simples y llanos pedigüeños? ¿O la combinación de dos, tres o más cosas, estamos en una era hipermoderna, no? Y a darle.

Colarse por aquí, por allá, repetir el único chiste tras el chorreado maquillaje, la mugre. Ojos amarillentos o enrojecidos, sin atinar a fijarse en nada, utilizando las palabras como si otro las dijera, ajenas, utilitarias, sin más valor que un escupitajo.

Así pasan las horas, entre puertas que abren y cierran en escasos segundos, entre gente silenciosa, aburrida y tensa, que lucha encarnizadamente por algunos centímetros dentro del vagón. A los de los audífonos pegado a un teléfono ni acercarse, ¿para qué?, siempre están en otra onda.

No. Mejor buscar a las señoras con niños, a las solitarias, tal vez las agarren en medio de un pensamiento peregrino y logren sacarles algunas monedas. Tal vez alguien se descuide y puedan agenciarse una bolsa, un suéter, un paraguas, lo que sea.

La cosa es no irse en blanco luego de tantas horas, doce para ser precisos, antes de atreverse a emerger a la superficie.

Pasar entre los vendedores que se aposentan en las escaleras con sus chicles, chocolates, galletas, llaveros…¡ bara-bara! Entre las mujeres que se cubren casi por completo con el rebozo y sólo extienden una mano temblorosa y pálida. Piedades que cargan a un niño de meses o años siempre dormido o muerto.

Entre indígenas que tocan el violín, el acordeón, la armónica, mientras sus mujeres e hijos hacen sonar los botes o los sombreros en busca de unos centavos. Entre los voceadores de periódicos vespertinos con sus gigantescos titulares sobre la crisis, complots, secuestros, crímenes, ejecuciones, el último escándalo político o del narcotráfico.

Una vez superado todo ello, pisar por fin la calle o lo que han dejado de ella los vendedores ambulantes. Caminar entre los puestos de relojes, juguetes, videos, plumas, grabadoras, anteojos y otras miles de mercancías procedentes de Taiwán, Corea, Hong Kong, China, Japón y lugares circunvecinos del Lejano Oriente. Fritangas y aceite rancio, cebolla, cilantro, perros, muchachas que entran o salen de la escuela de computación más cercana. Tipos que sólo viven para picar la salsa  y secretarias temerosas. El afuera.

Además, hoy la lluvia cae sobre la ciudad. Opacándola, ahogándola un poco más. El gris metálico del agua acumulada se anega por doquier. Manchas que tardarán en desaparecer se abandonan a la pereza del hongo que deteriora. Los edificios se encogen al dolor del golpeteo constante. En los coches se encierran tufos de alientos discordantes. El cláxon irrumpe, sin transigir nunca. El lodo y la basura se acumulan en las alcantarillas. No importa, de cualquier manera siempre están tapadas acumulando los desperdicios de la antigua ciudad de la esperanza o de la diversión.

La banda de niños callejeros surge así de la estación del Metro, deambula por el arroyo y parte de la banqueta. Se avientan unos a otros hacia los charcos. Empapados lanzan entre sí filosas palabras inmundas que no hacen mella en ninguna de estas cabezas rapadas, apestosas, coronadas de cicatrices. Ni en las de ellas, las tres mujercitas del grupo, que traen el cráneo enmarañado en contraparte. Les gusta andar de pelo suelto.

En un aparente vagabundeo sin principio ni fin, con rumbo desconocido, golpean las cortinas metálicas de los comercios cerrados con artefactos diversos en competencia por lograr el ruido más extremoso, el rechinido más insultante, la muesca más profunda. Se acercan de este modo a las puertas de un bar tradicional del centro de la gran urbe.

Con el escándalo ha salido un mesero y su presencia evita el desfogue contra el establecimiento. Los chiquillos pasan de largo cabuleando por lo bajo al malencarado que los enfrenta sin palabras. Gestos, señas y el insulto se cuelan por las rendijas del chubasco y de sus orejas sin dejar rastro. Al dar la vuelta a la calle un halo de silencio cubre de nuevo el asfalto renegrido. El mesero retrocede hacia las puertas abatibles.

Dentro, el dueño del lugar está en eso, en plan de dueño ante la escasa concurrencia de parroquianos acompañados de tristeza o agonía. Al sujeto le gusta mostrarse desde un principio con alaracas destinadas a todos y a cualquiera. Lo fatuo, la barba cerrada y la nariz prominente complementan su atuendo.

Como la noche está «de perros» ha decidido permanecer en su negocio: sentarse en una de las mesas con sus amigos de la Policía Judicial, jugar al dominó y echarse unos tragos de brandy entre pecho y espalda. En una mesita anexa se encuentran los hielos, las cocacolas y una botella de brandy junto a la suya, con poco menos de la mitad de su contenido.

«Te toca, Patán», le dice uno de los caballeros de la mesa. Pero él está concentrado, no es cosa tampoco de dejarse humillar «por estos cabrones», piensa, mientras selecciona la ficha adecuada. Es mal jugador pero no acepta tal cosa y la oculta bajo una eterna cháchara plagada de maldiciones, fabulosos negocios, apuestas, tugurios, menciones de amigos influyentes, coches, borracheras y mujeres a cual más.

Le gusta azotar las fichas, reclamar al compañero. En esta ocasión es un obeso trajeado al que la pistola le sobresale bajo el brazo y los abultados rollos de grasa de los costados. El mesero, servicial, se acerca de cuando en cuando para llenarle de nueva cuenta la copa coñaquera o surtir de hielos a los otros. En un impasse de silencio, entre jugada y jugada, entran al bar las tres mujercitas de aquella banda callejera que regresó a ver qué sacaba.

Visten como punks, pero no lo saben, están demacradas como darkies, pero tampoco lo saben. Creen que es hambre. Cada una toma un caminito diferente para acercarse a los solitarios bebedores de las mesas aledañas o que se encuentran en la barra, de pie, y mirándose al espejo.

Al descubrirlas el dueño les grita: «¡Fuera, carajo, ya les dije que no quiero basura por aquí!» Hasta el gato que dormitaba bajo el calendario de Cortés con la Malinche voltea a verlas. «Oooh, deje talonear pa’ un taco», replica una. «¡Dije que se larguen, coño!», y hace la finta de que va a levantarse.

Ellas abandonan el lugar. Con la interrupción, el tipo se distrajo de las fichas. Pierde la mano y tiene que pagar. Reclama y maldice, pero saca de la bolsa de su pantalón un fajo de dinero y arroja a la mesa dos billetes. «¡Puta madre!» Los judiciales, entre risotadas, preparan la sopa para la siguiente partida.

Ellas, mientras tanto, han salido de nueva cuenta a la noche. Los otros las esperan y todos se encaminan escandalosamente hacia la siguiente gran avenida. Ahí doblan a la izquierda y se enfilan rumbo a una plaza popular donde se dan cita muchos turistas. Ahí quizá no haya comida, pero el chemo es seguro; tal vez hasta puedan atracar a algún borracho eufórico o a un turista que se descuide. El Capitán Garfio, el líder del grupo, les prometió algo de todo ello.

En el caso de este Capitán Garfio no se trata sólo de perseguir tozudamente al niño que nunca fue o sostener con él grotescos enfrentamientos de capa y espada en sueños de pegamento, ni tampoco lidiar con un montón de marineros inútiles en un barco desorientado dentro de mares imposibles. El símil mayor con aquel personaje fantástico es una mano perdida que le fue sustituida por un gancho.

En el caso de este Capitán Garfio no se trató de una mano cortada por las terribles y peligrosas fauces de un cocodrilo empecinado, no. La mano le fue trozada por una vulgar guillotina para refinar papel, manejada por unos no menos vulgares mocosos que vieron en la acción cercenatoria una anécdota extra que se sumó a otras anteriores, ni más ni menos cruentas. Era pura diversión.

Desde entonces, la pérdida de tal parte fue apuntalada con la atribución de un nuevo apelativo. El anterior cayó en el olvido sin que nadie hiciera lo más mínimo por evitarlo; al contrario, el recién adquirido apodo llenó la boca de todos los que vivían a su alrededor y lo convencieron de que le sentaba mejor y hasta le proporcionaba una personalidad antaño inexistente.

Lo curioso es que él, asiduo habitante de terrenos baldíos en unas no menos baldías colonias, estaciones del Metro, alcantarillas o construcciones deshabitadas, no tiene ni la menor idea del personaje ficticio del que es homónimo. La carpeta de las cuestiones literarias no tiene cabida en su apretada agenda.

A pesar de su mutilación, este Capitán se ganaba la comida y algunos centavos matando ratas en algún mercado. No obstante, los peculiares vicios del ambiente lo avasallaron, los inhalaba en demasía, y el negocio se acabó. Lo echaron del mercado aquél y tornó a la vagancia, tierra de nadie donde se encontró con sus actuales compañeros de historias semejantes. Ahora, los espera la estridencia y los paliativos al rugido de sus hambres.

En la madrugada retornarán a la estación del Metro más cercana si lo logran, porque este Capitán Garfio, y el resto de sus acompañantes, siempre guardan en alguna parte de sí el temor y la sapiencia genética de que un día serán alcanzados por el animal, la siempre acechante bestia imaginada.

 

*Cuento tomado de la publicación Relatos para niños ordinarios de la Editorial Doble A.

Relatos para niños ordinarios 2 (foto 2)

Relatos para niños ordinarios

Sergio Monsalvo C.

Colección 2×1 (Words & Sounds)

Editorial Doble A/IZY Records

The Netherlands, 2008

 

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GARAGE/6

Por SERGIO MONSALVO C.

GARAGE 6 (FOTO 1)

 SURF

La originalidad del dúo de Jan Berry y Dean Torrence  emergió en 1958 con los arreglos surfin’, las armonías vocales, coros y el uso del falsete. Su música fue un auténtico soundtrack de la diversión veraniega: canciones llenas de briza marina, rayos de sol, olas, tablas de surf, bikinis, fiestas playeras nocturnas y carreras de coches.

La aparente superficialidad temática estaba apoyada por la producción cuidada, nítida y compleja de Jan Berry. Su trabajo impactó al jovencísimo Brian Wilson, otro californiano con aspiraciones musicales, que se volvió amigo de Berry y logró colaborar en la construcción de algunos éxitos del dúo.

GARAGE 6 (FOTO 2)

“Dead Man’s Curve”, continuó la cadena de logros. Esta última canción relataba el accidente fatal de un joven corredor de hot rods, y que a la postre significó el tema de despedida del dúo cuando en 1966 el propio Berry sufrió tal accidente mientras manejaba su auto deportivo.

Berry sobrevivió al accidente aunque con una marcada paralización en sus capacidades cerebrales, lo que obligó a la disolución del binomio. De cualquier modo Jan & Dean fueron una influencia determinante en el surf de aquellos años (con su omnipresente y determinante atmósfera conceptual).

Jan & Dean influyeron en Brian Wilson a la hora de formar un grupo con sus hermanos en Los Ángeles, alrededor de 1960. Se sentía muy impresionado por ellos y por los grupos vocales The Four Freshmen y Hi-Los y decidió fundar un quinteto semejante. Se llamaron The Beach Boys.

Esta canción, original de Brian, reafirmó la imagen del grupo como unos muchachos estadounidenses despreocupados y alegres para quienes la vida significaba ir a la playa, andar en coche, ligarse a las chavas y surfear. El papá de los Wilson, les consiguió un contrato para grabar con Capitol.

GARAGE 6 (FOTO 3)

«Surfin’ USA» manifestó cuáles eran las raíces de Brian Wilson. La pieza fue copiada prácticamente nota por nota de «Sweet Little Sixteen» de Chuck Berry. Brian le agregó armonías vocales, adaptó el texto a sus propias ideas y creó una producción de sonido ligero. El patrón para un nuevo género, el surf-rock.

Después de «Surfin’ USA», una serie de sencillos entraron a los primeros diez lugares en los Estados Unidos: en este periodo, los Beach Boys grabaron 12 discos para la Capitol Records, entre ellos un tema muy exitoso.

Los Beach Boys, como sus antecesores, Jan & Dean, influyeron en el pop con los manejos de la melodía y en el garage proto punk a futuro con los ritmos rápidos, machacones, herencia del rock and roll, el punteo frenético en la guitarra principal y el bajo, uso de efectos como el tremolo y la reverberación que en aquella época comenzaron a ser incluidos en los amplificadores.

Sin Dick Dale, Jan & Dean y los Beach Boys no hubieran existido los Ramones, los B-52’s, The Cramps ni Weezer o Supergrass. Sin embargo, hacia el final de 1964, el sonido de la playa agonizaba, mientras los meteorólogos vaticinaban la llegada de una inmensa ola venida de Albión.

GARAGE 6 (FOTO 4)

VIDEO SUGERIDO: The Beach Boys – California Girls, YouTube (Anthony Pascal)

 

GARAGE 5 (REMATE)

“I’M A FOOL TO WANT YOU”

Por SERGIO MONSALVO C.

I'M A FOOL TO WANT YOU (FOTO 1)

 (CHET BAKER)*

 

Su salvación, sabe /

depende de esos instantes de revelación /

de esos flashes de lucidez fulminante /

de esa improvisada anamnesia

de lo inon top /

 

La real investidura del sobresentido /

sin alegorías /

con data precisa del sentimiento /

sólo valor racional

y clarividencia /

 

En solitaria vigilia /

contra la locura y el fin

que recorren la vida en ese tiempo /

como una jam after hours

frente a la barbarie del desamor

 

*Texto extraído del libro Baladas III, publicado por la Editorial Doble A.

 

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