CARTAPACIO: «¡YO NO FUI, LICENCIADO!

Por SERGIO MONSALVO C.

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RELATO

No deja de ser curiosa la mentalidad del burócrata de nacimiento. No evita manifestarse ni aun en las circunstancias extraordinarias. Juan es un oficinista de medio pelo. Para su jefe es Camacho, le habla de tú, pero por su apellido; para los de su mismo escalafón es Johnny –nombre con el que se siente identificado ahí en lo más íntimo de su ser– y para las secretarias y los de intendencia es «lic», a secas.

Juan lleva de trabajar 15 años en el mismo departamento. Los primeros diez tuvo que aguantarse. No tanto por la labor desempeñada ‑‑que nunca le ha gustado, por cierto–, sino porque tenía que trasladarse de su casa hasta la oficina y esto le llevaba casi dos horas.

Su puesto comenzó siendo de confianza y continúa así. A raíz de un temblor que hubo hace unos años reubicaron a toda la dependencia y ahora sólo hace media hora al trabajo.

Su trayectoria no ha tenido relevancia alguna salvo por el detalle que todos conocen, el de que únicamente se solidariza con su escritorio. Cuando destituyeron al amigo que lo trajo a trabajar con él Juan se aferró a su puesto y no hubo mirada, indirecta, directa, ni el trato como «herencia» al que lo han sometido los sucesivos jefes, que haya logrado inmutarlo.

Fue quizá esta conducta constante la que convenció a su vecina de escritorio a aceptar la proposición de matrimonio de Juan. Un tipo así ‑‑pensó– siempre es seguro, sobre todo con las quincenas y los aguinaldos, por no hablar de las prestaciones.

Así es que Juan se casó. Su mujer ya no trabaja, «se dedica al hogar». Según recuerda, sólo una vez ha sentido temor en lo que a la conservación del puesto se refiere. Algunos entusiastas, de las distintas oficinas de aquella institución,  habían formado una liga interna de futbol. Juan se inscribió con el equipo de su departamento como defensa central. Luego se enteró de que su jefe también jugaría con ellos, como portero.

A Juan esto le gustó, pues habría forma de hacérsele presente de otra manera, y quizá hasta de conseguir alguna cosita por ahí, pensó esperanzado.

Con el partido de inauguración del torneo vino una jugada que puso en jaque las habilidades de Juan. Un pase largo lo techó y el centro delantero contrario fue por el balón que rodaba acercándose a la portería. Juan corrió tras ambos a todo lo que daba. Entrando al área se barrió sobre el ofensivo, al mismo tiempo que el portero salía a achicar el ángulo.

El encontronazo fue espectacular, lo mismo que la escena posterior. Sobre el césped se retorcía de dolor el portero, agarrándose la rodilla. Sin embargo, la atención de árbitro, propios y contrarios se fijó en la lividez y en los lamentos de Juan, quien de rodillas junto al lesionado sollozaba diciendo:  «¡Yo no fui Licenciado, se lo juro, yo no fui!»

Desde entonces el Johnny colgó los zapatos de futbol (“nunca jamás”), llega siempre a tiempo a la oficina, y lee el periódico antes de que su jefe aparezca.

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CARTAPACIO: «ROMEO ESTÁ SANGRANDO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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(RELATO)

Al traspasar la entrada escucharon la letra y la guitarra bluesera que la acompañaba: «No salgas, baby , a la calle/ porque el viento fementido/ jugando con tu vestido/ puede dibujar tu talle…» El solo imprescindible permitió al cantante y guitarrista voltear a ver a los nuevos parroquianos, sus amigos, que venían con varias acompañantes.

Entre ellas a Julieta, una menuda y bella adolescente a la que pudo admirar a contraluz.  Siguió con su canto: «No hay quien de amor no desmaye, baby,/ al ver que en tus formas bellas/ se manifiesta la huella/ que el pudor ocultar debe/ y sólo el viento se atreve/ a entretenerse con ellas…»

Cuando terminó su actuación se sentó a la mesa con los recién llegados. Se la presentaron. Iba a cumplir quince años y le encantaban las tarjetas con frases tiernas, los muñecos de peluche y las canciones de amor. Él la inundó de todo ello desde esa noche.

Inmerso en una ensoñación la convenció de ser su «novia». Vació los panales para bañarla con el dulce.  Obligó a la luna a salir con antelación las tardes de sus citas.  Incluso un par de veces su viejo Ford se quedó sin batería de tanto escuchar el radio en el parque cercano.

Ella le regalaba probadas de la miel de sí misma por medio de aquellos agraciados momentos en que se le permitía el acceso. Llegaban juntos al café y él le dedicaba sus presentaciones y cada una de las piezas de su repertorio musical. Pero ella se tenía que ir temprano, debía llegar a su casa a las diez a más tardar.

El día anterior a que cumpliera los quince él le habló por teléfono en la mañana. Le pidió permiso para hacerle el amor esa tarde, como regalo, antes de ir al café. Ella no dijo ni sí ni no. Acordaron la hora en que pasaría a recogerla.

Cuando bajó del coche lo recibió la mamá. Lo había escuchado todo por la extensión del teléfono. «¡Déjala en paz, pervertido!» y «¡Vete o llamo a su papá y a sus hermanos!» fueron los dos únicos gritos que se le quedaron grabados del resto de la retahila.

La sentencia de no volver a verla quedó confirmada por la actitud conforme de ella. Ahora, esta noche en el pequeño escenario, él canta triste las canciones más tristes. Sangra dramáticamente y las velas de las mesas ni se inmutan.

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CARTAPACIO: «EL REY CRIOLLO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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No se puede negar que tus entradas son espectaculares. La práctica hace al maestro. Empujas violentamente las puertas abatibles y penetras hasta el centro de la cantina. Esto, sin embargo, no es lo que llama la atención de parroquianos y meseros, acostumbrados de alguna manera a tales actitudes.  No. Lo que comienzan a intentar definir desde el fondo de cada uno de sus seres es el presentimiento, la sensación inquietante de verse ante algo desconocido, remoto.

Tú, en el centro del establecimiento, volteas con una actitud de concentración total hacia todos lados, mientras inicias el movimiento de tus brazos en busca del traste que traes en la espalda –la guitarra acústica, un instrumento mugroso que pende de una correa que quizá en algún momento fue un cinturón indígena‑‑, ofreces la oportunidad de que el personal se percate del parecido físico que guardas y cultivas con cierto cantante popular.

La facha y la actitud rupestre. El look de identificación, tal vez un poco descuidado también debido a que no te has podido bañar ni cambiar de ropa en varios días, pero eso da énfasis, personalidad, ¿o no? Y luego están esos lentes oscuros como los de Dylan, que con tanto afán buscaste en los puestos del mercado del centro, para fomentar el misterio.

Entretanto ya tienes la guitarra delante tuyo, apoyada en la rodilla y con la correa colgando desenfadadamente. Tras un conteo bajo, sordo, apoyado por el golpeteo de la polvosa bota, das los primeros acordes lentos, blueseros, para luego acelerarlos sorpresivamente e iniciar la historia con una vivísima voz:  «Hay un hombre en la ciudad al que le gusta el rock/Toca la guitarra, y bien que sabe cantar/La gente que lo ve dice que es el mejor…/Cuando empieza a tocar la gente comienza a gritar…”

Y efectivamente, comienza a gritar. No te soportan en medio del juego de dominó, de la confesión tequilera o del chisme oficinesco. Los meseros igual gritan que te salgas y empujan hacia la salida. «¡Pinches neoliberales!» gritas también y te sales, sabiendo que una vez más se pisotearon tus derechos como heredero directo de los Teen Tops. Ni modo, en México «si tú quieres saber lo que es el rock and roll/sólo viendo al rey lo podrás conocer…»

 

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CARTAPACIO: «EL PLACER DE LA CARNE»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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(RELATO)

Vivían debajo del puente. De manera oficial no era un lugar para vivir, pero ellos vivían. Nadie les cobraba renta, predial o impuestos federales. El puente era de todos en la parte de arriba, de nadie en su parte baja. No pagaban cuentas de luz, de gas o de teléfono porque ni luz ni gas ni teléfono tenían.

No había problemas con la basura, al contrario, la tiraban en cualquier parte sin alejarse más de veinte pasos y a menudo de la de otros sacaban su vestuario, el alimento y hasta enseres domésticos.

Vivían debajo del puente y podían dar esa dirección a los amigos, recibirlos y hacerles disfrutar de las comodidades internas del puente.

Cierta tarde, apareció uno de estos amigos que vivía ni él mismo sabía dónde, pero vivía, ya que no sólo el puente es lugar de vivienda para quien no dispone de otro hogar. En los parques hay bancas confortables, muy disputadas; en los mercados hay rincones sin demasiados requisitos; hay cuevas entre los pedregales o coches abandonados.

El caso es que este desmemoriado llegó de visita trayendo consigo un gran pedazo de carne para compartirlo con los del puente.

La tajada se la encontró entre la basura, un supermercado para quien sabe frecuentarla. Así es que debajo del puente se dieron a la tarea de prepararla.  Ahí mismo la comieron.

Al no ser una costumbre diaria, cada uno la saboreó y se deleitó por partida doble con la sensación insólita de tener carne. Cuando se disponían a aprovechar el resto del día durmiendo –pues no hay nada mejor después de un placer que el placer complementario del olvido–, comenzaron a sentir dolores.

Éstos fueron aumentando, pero podían atribuirlo al susto que se llevó alguna parte del organismo al ser alimentada sin previo aviso. En cuestión de minutos todos murieron en medio de retortijones. Los paramédicos de la Cruz Roja dijeron que fue por la carne, algunos curiosos que por tragones. El caso es que la vivienda bajo el puente está vacante.

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CARTAPACIO: «MUERTO QUE GOZA DE CABAL SALUD»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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(RELATO)

Los encuentros fortuitos se dan en momentos insospechados, ¿verdad, Jim?  El primero fue en aquel salón escolar, entre clase y clase, rodeado de espíritus adolescentes –y en plena punzada– que admirados escuchaban sin pronunciar palabra aquel «Light My Fire» en el tocadiscos portátil de uno de ellos.  Siluetas de nuevas criaturas acogiendo los sueños húmedos de ángeles enfangados.

Luego, tiempo de hitos y mitos. La calle de Insurgentes en la ciudad de México. Noche de nerviosa espera por tu “encuentro” con los Doors. Las palabras haciéndose fuertes:  ellos tienen los rifles, pero nosotros tenemos el rock.

Ir y venir de voces, de paseos cortos, de risas. Congregación de oficiantes pránganas que sólo tienen la oportunidad de un breve vistazo al lagarto ebrio, entre el coche que te trajo y la puerta de ese Fórum. La ceremonia comenzó y nos quedamos ahí, en la calle, con los bolsillos vacíos, los oídos aguzados, la acera que se acurrucó a nuestros pies como un perro en busca de simpatía, con la magia.

Y ahora aquí, en Père Lachaise, París, donde la leyenda dice que reposas. Ella y yo penetramos en el camposanto donde las criaturas se encuentran con los viajeros hacia la eternidad. Los signos en las lápidas conducen sin tropiezos:  Morrison Hotel.

Y caminamos por los terriblemente bellos y sugerentes pasillos de este cementerio fresco y quieto que alberga a otros huéspedes ilustres: Colette, Marcel Proust, Oscar Wilde y muchos más que murmuran a nuestro paso. En una parte del sendero coincidimos con los discípulos de Allan Kardec, que sombríos rodean su cripta misteriosa.

Los avisos no se equivocan y por fin desembocamos al espacio que te corresponde. Los símbolos y las citas de las lápidas alrededor testifican el fluir constante de peregrinos que vigilan tus sueños de poeta. Unos interpretan música, depositan flores, otros beben vino, algunos dejan sus mensajes en una botella.

Yo quiero hacerlo en la piedra. Nada como las largas frases de las tumbas circundantes. Algo breve, como la fugacidad de tu existencia: “Lo hizo todo, incluso renunciar a la resurrección”.

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CARTAPACIO: «EL QUE SE MUEVE PIERDE»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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(RELATO)

La llegada de sus compañeros de la escuela, con los que ahora iniciaba un trabajo en aquel lugar, de cierta manera alivianó la apesadumbrada situación de Pepe en aquella oficina de gobierno, porque en medio de montones de alineados escritorios, del constante ruido de las máquinas fotocopiadoras, del recorrido laberíntico para acceder a su lugar y de las decenas de secretarias y tipejos que están al pendiente de todo cuanto hagas y digas, le inyectó ánimo el poder cruzar con ellos el comentario irónico, el chiste intencionado, después de escuchar los ramplones de burócratas que se creen ocurrentes.

El caso es que, sintiéndose apoyados, Pepe y sus compañeros quisieron ponerse dinámicos y dar salida rápida, sencilla y eficaz al trabajo que tenían encomendado. En primer lugar, modificaron su espacio vital para estar más cómodos. Se impusieron la tarea de hacer una metodología que facilitara objetivos y redujera presupuestos y finalmente repelieron a toda costa la intromisión de los empleados de cuello blanco.

Todo fue sobre ruedas la primera semana, pero al comenzar la siguiente llegó un intendente del sindicato que pedía, a guisa de explicación, los memorándums en donde se les autorizaba a cambiar los escritorios de lugar, a utilizar personalmente una máquina fotocopiadora, sin el permiso firmado del encargado y a sentarse en sillas que no correspondían al inventario.

Los otros empleados aprovecharon la presencia para reclamarle a ellos, a los nuevos, el «aceleramiento» de un trabajo que requería de más paciencia; las secretarias se quejaron de lo «disolvente» de su actitud al no acompañar a todo el grupo a la hora de comer, a los festejos de cumpleaños o a las reuniones para organizar la fiesta navideña y el intercambio de regalos, y, además, de utilizar un lenguaje «muy vulgar».

Durante el altercado de dimes y diretes, de insidias y chismes, un burócrata ya veterano se acercó a Pepe y le susurró, muy bajito, la filosofía a seguir en esas oficinas. «No, muchacho –dijo mientras doblaba el periódico que estaba leyendo–, eso no se hace. Recuerda lo que voy a decirte y pásalo a tus amigos:  aquí, el que se mueve por su cuenta pierde, siempre pierde».

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CARTAPACIO: «COMO MATANDO EL TIEMPO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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(RELATO)

El taxi colectivo se detuvo bruscamente sobre la calzada. Bajó la señora con un niño envuelto en una cobija. El lugar, en medio del asiento trasero, fue ocupado por un hombre gordo, muy moreno, de edad indefinible y el pelo a la brush, cuyo rostro grasoso de ojos achispados exhibía un sinnúmero de barros.

Al abordar la camioneta, lo hizo con un cigarro encendido en la mano. Una vez sentado se lo puso en la boca y comenzó a fumar y a arrojar el humo aceleradamente, una y otra vez, ante la divertida mirada de un muchacho a quien el gordo de repente le pidió que arrojara la colilla por la ventana. El jovenzuelo, un poco azorado, recibió el cigarro, con dificultad abrió la ventanilla y lo aventó.

El gordo preguntó entonces que si fumar era dañino. El resto de los pasajeros volteó al unísono hacia el interrogador. El joven, después de pensarlo cinco segundos, respondió que sí, que los pulmones, que la contaminación, etcétera.  El gordo, tras un ¡oh!, guardó silencio y dirigió la mirada al exterior. El calor del mediodía era intenso y el sol se reflejó en su brillosa cara.

El olor a gasolina y el claxon confirmaron el embotellamiento. El fastidio se manifestó en algunos tronidos de boca y en tímidos insultos apenas dichos. El gordo comenzó a cantar sin mucho entusiasmo, como matando el tiempo: «Por allí pasó Jesús/ lleva una soga en el cuello/y carga sobre sus hombros/una muy pesada cruz…»

Los pasajeros cruzaron una mirada entre sí y de reojo lo veían cantar. El chofer le dirige una mirada feroz por el espejo. El gordo como si nada:  «Gracias te doy, Gran Señor/y alabo tu gran poder…». La fila de autos siguió estancada.

El chofer prende el radio. Las bocinas dan paso a la verborrea de un locutor que pregunta a cien por hora:  «¿Por quién votas?»  El gordo como respuesta sube el volumen del cántico: «Cinco mil azotes lleva/en sus sagradas espaldas…»  El chofer aumenta el sonido y entre la confusión se averigua que una cantante va a la delantera de la otra. «¿Por quién votas?»  Los pasajeros callan nerviosamente y optan por ver hacia la calle.

En medio del revoltijo sonoro, el gordo continúa inflexible:  «Y una corona de espinas/que sus sienes taladraba…» El locutor anuncia la canción ganadora a grito en cuello. Adelante, el embotellamiento se despeja, la combi arranca y el chofer apaga el radio. El canto del gordo continúa inalterable: «Por allí pasó Jesús/lleva una soga en el cuello…»

Al llegar a la estación del metro, los pasajeros que colman la combi deciden bajar todos. Pagos rápidos y brincos apresurados. El chofer, callando al gordo, le indica que hasta ahí llega. Éste dice, ah, bueno, gracias por el aventón.  Cómo que aventón, cáete con la lana del pasaje. No traigo, pero Jesucristo pagará tu atención. ¿Ah, sí?

El chofer baja rápido y saca un tubo de quién sabe dónde, con el que comienza a golpearlo. La multitud se congrega y un par de policías se aleja hacia la esquina.  Es la una y quince de la tarde…

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LIBROS: RELATOS PARA NIÑOS ORDINARIOS

Por SERGIO MONSALVO C.

 

RELATOS PARA NÑOS ORDINARIOS (PORTADA)_trabajada

 

“EL COCODRILO DEL CAPITÁN GARFIO”*

 

El ambiente sofoca por la falta de oxígeno. Los olores a frenos gastados, a llantas quemadas, sudor, alguna vomitada recurrente, hacinamiento, o el de los malos modos, violencia explícita o reprimida, desprecio, no tienen cabida en sus narices. Ellos entran y salen de los vagones del Metro, convoy tras convoy, acompañándose, maldiciéndose, inventándose trabajos ahí bajo la tierra para comer o de perdida para inhalar thinner o pegamento, el chemo.

Las primeras horas de la mañana los descubren en el piso de la estación. Ahí juntos pueden dormir y tal vez protegerse del agandalle de unos y de la posible violación de parte de otros, de esos tipos mañosos que se pasan de lanzas. De cualquier modo, le tienen que entrar con una lana para el o los policías que les dan chance de quedarse a pernoctar. El frío cala menos y las ratas no molestan, como en aquellos mercados a los que a veces hay que recurrir.

El frío es quizá uno de sus temores, pero no el principal.

Ya saben que a la llegada de los vigilantes tienen que abandonar de volada la cama de piedra y evitar que los atropelle la multitud impaciente, ya iracunda, que retacará los pasillos del andén y los del vagón y sus asientos. Hombres por aquí, mujeres por allá. Ni a cuál rumbo irle. Y bueno, luego de desamodorrarse, pactar el acuerdo para la rutina del día: ¿payasos…cantantes…malabaristas o simples y llanos pedigüeños? ¿O la combinación de dos, tres o más cosas, estamos en una era hipermoderna, no? Y a darle.

Colarse por aquí, por allá, repetir el único chiste tras el chorreado maquillaje, la mugre. Ojos amarillentos o enrojecidos, sin atinar a fijarse en nada, utilizando las palabras como si otro las dijera, ajenas, utilitarias, sin más valor que un escupitajo.

Así pasan las horas, entre puertas que abren y cierran en escasos segundos, entre gente silenciosa, aburrida y tensa, que lucha encarnizadamente por algunos centímetros dentro del vagón. A los de los audífonos pegado a un teléfono ni acercarse, ¿para qué?, siempre están en otra onda.

No. Mejor buscar a las señoras con niños, a las solitarias, tal vez las agarren en medio de un pensamiento peregrino y logren sacarles algunas monedas. Tal vez alguien se descuide y puedan agenciarse una bolsa, un suéter, un paraguas, lo que sea.

La cosa es no irse en blanco luego de tantas horas, doce para ser precisos, antes de atreverse a emerger a la superficie.

Pasar entre los vendedores que se aposentan en las escaleras con sus chicles, chocolates, galletas, llaveros…¡ bara-bara! Entre las mujeres que se cubren casi por completo con el rebozo y sólo extienden una mano temblorosa y pálida. Piedades que cargan a un niño de meses o años siempre dormido o muerto.

Entre indígenas que tocan el violín, el acordeón, la armónica, mientras sus mujeres e hijos hacen sonar los botes o los sombreros en busca de unos centavos. Entre los voceadores de periódicos vespertinos con sus gigantescos titulares sobre la crisis, complots, secuestros, crímenes, ejecuciones, el último escándalo político o del narcotráfico.

Una vez superado todo ello, pisar por fin la calle o lo que han dejado de ella los vendedores ambulantes. Caminar entre los puestos de relojes, juguetes, videos, plumas, grabadoras, anteojos y otras miles de mercancías procedentes de Taiwán, Corea, Hong Kong, China, Japón y lugares circunvecinos del Lejano Oriente. Fritangas y aceite rancio, cebolla, cilantro, perros, muchachas que entran o salen de la escuela de computación más cercana. Tipos que sólo viven para picar la salsa  y secretarias temerosas. El afuera.

Además, hoy la lluvia cae sobre la ciudad. Opacándola, ahogándola un poco más. El gris metálico del agua acumulada se anega por doquier. Manchas que tardarán en desaparecer se abandonan a la pereza del hongo que deteriora. Los edificios se encogen al dolor del golpeteo constante. En los coches se encierran tufos de alientos discordantes. El cláxon irrumpe, sin transigir nunca. El lodo y la basura se acumulan en las alcantarillas. No importa, de cualquier manera siempre están tapadas acumulando los desperdicios de la antigua ciudad de la esperanza o de la diversión.

La banda de niños callejeros surge así de la estación del Metro, deambula por el arroyo y parte de la banqueta. Se avientan unos a otros hacia los charcos. Empapados lanzan entre sí filosas palabras inmundas que no hacen mella en ninguna de estas cabezas rapadas, apestosas, coronadas de cicatrices. Ni en las de ellas, las tres mujercitas del grupo, que traen el cráneo enmarañado en contraparte. Les gusta andar de pelo suelto.

En un aparente vagabundeo sin principio ni fin, con rumbo desconocido, golpean las cortinas metálicas de los comercios cerrados con artefactos diversos en competencia por lograr el ruido más extremoso, el rechinido más insultante, la muesca más profunda. Se acercan de este modo a las puertas de un bar tradicional del centro de la gran urbe.

Con el escándalo ha salido un mesero y su presencia evita el desfogue contra el establecimiento. Los chiquillos pasan de largo cabuleando por lo bajo al malencarado que los enfrenta sin palabras. Gestos, señas y el insulto se cuelan por las rendijas del chubasco y de sus orejas sin dejar rastro. Al dar la vuelta a la calle un halo de silencio cubre de nuevo el asfalto renegrido. El mesero retrocede hacia las puertas abatibles.

Dentro, el dueño del lugar está en eso, en plan de dueño ante la escasa concurrencia de parroquianos acompañados de tristeza o agonía. Al sujeto le gusta mostrarse desde un principio con alaracas destinadas a todos y a cualquiera. Lo fatuo, la barba cerrada y la nariz prominente complementan su atuendo.

Como la noche está «de perros» ha decidido permanecer en su negocio: sentarse en una de las mesas con sus amigos de la Policía Judicial, jugar al dominó y echarse unos tragos de brandy entre pecho y espalda. En una mesita anexa se encuentran los hielos, las cocacolas y una botella de brandy junto a la suya, con poco menos de la mitad de su contenido.

«Te toca, Patán», le dice uno de los caballeros de la mesa. Pero él está concentrado, no es cosa tampoco de dejarse humillar «por estos cabrones», piensa, mientras selecciona la ficha adecuada. Es mal jugador pero no acepta tal cosa y la oculta bajo una eterna cháchara plagada de maldiciones, fabulosos negocios, apuestas, tugurios, menciones de amigos influyentes, coches, borracheras y mujeres a cual más.

Le gusta azotar las fichas, reclamar al compañero. En esta ocasión es un obeso trajeado al que la pistola le sobresale bajo el brazo y los abultados rollos de grasa de los costados. El mesero, servicial, se acerca de cuando en cuando para llenarle de nueva cuenta la copa coñaquera o surtir de hielos a los otros. En un impasse de silencio, entre jugada y jugada, entran al bar las tres mujercitas de aquella banda callejera que regresó a ver qué sacaba.

Visten como punks, pero no lo saben, están demacradas como darkies, pero tampoco lo saben. Creen que es hambre. Cada una toma un caminito diferente para acercarse a los solitarios bebedores de las mesas aledañas o que se encuentran en la barra, de pie, y mirándose al espejo.

Al descubrirlas el dueño les grita: «¡Fuera, carajo, ya les dije que no quiero basura por aquí!» Hasta el gato que dormitaba bajo el calendario de Cortés con la Malinche voltea a verlas. «Oooh, deje talonear pa’ un taco», replica una. «¡Dije que se larguen, coño!», y hace la finta de que va a levantarse.

Ellas abandonan el lugar. Con la interrupción, el tipo se distrajo de las fichas. Pierde la mano y tiene que pagar. Reclama y maldice, pero saca de la bolsa de su pantalón un fajo de dinero y arroja a la mesa dos billetes. «¡Puta madre!» Los judiciales, entre risotadas, preparan la sopa para la siguiente partida.

Ellas, mientras tanto, han salido de nueva cuenta a la noche. Los otros las esperan y todos se encaminan escandalosamente hacia la siguiente gran avenida. Ahí doblan a la izquierda y se enfilan rumbo a una plaza popular donde se dan cita muchos turistas. Ahí quizá no haya comida, pero el chemo es seguro; tal vez hasta puedan atracar a algún borracho eufórico o a un turista que se descuide. El Capitán Garfio, el líder del grupo, les prometió algo de todo ello.

En el caso de este Capitán Garfio no se trata sólo de perseguir tozudamente al niño que nunca fue o sostener con él grotescos enfrentamientos de capa y espada en sueños de pegamento, ni tampoco lidiar con un montón de marineros inútiles en un barco desorientado dentro de mares imposibles. El símil mayor con aquel personaje fantástico es una mano perdida que le fue sustituida por un gancho.

En el caso de este Capitán Garfio no se trató de una mano cortada por las terribles y peligrosas fauces de un cocodrilo empecinado, no. La mano le fue trozada por una vulgar guillotina para refinar papel, manejada por unos no menos vulgares mocosos que vieron en la acción cercenatoria una anécdota extra que se sumó a otras anteriores, ni más ni menos cruentas. Era pura diversión.

Desde entonces, la pérdida de tal parte fue apuntalada con la atribución de un nuevo apelativo. El anterior cayó en el olvido sin que nadie hiciera lo más mínimo por evitarlo; al contrario, el recién adquirido apodo llenó la boca de todos los que vivían a su alrededor y lo convencieron de que le sentaba mejor y hasta le proporcionaba una personalidad antaño inexistente.

Lo curioso es que él, asiduo habitante de terrenos baldíos en unas no menos baldías colonias, estaciones del Metro, alcantarillas o construcciones deshabitadas, no tiene ni la menor idea del personaje ficticio del que es homónimo. La carpeta de las cuestiones literarias no tiene cabida en su apretada agenda.

A pesar de su mutilación, este Capitán se ganaba la comida y algunos centavos matando ratas en algún mercado. No obstante, los peculiares vicios del ambiente lo avasallaron, los inhalaba en demasía, y el negocio se acabó. Lo echaron del mercado aquél y tornó a la vagancia, tierra de nadie donde se encontró con sus actuales compañeros de historias semejantes. Ahora, los espera la estridencia y los paliativos al rugido de sus hambres.

En la madrugada retornarán a la estación del Metro más cercana si lo logran, porque este Capitán Garfio, y el resto de sus acompañantes, siempre guardan en alguna parte de sí el temor y la sapiencia genética de que un día serán alcanzados por el animal, la siempre acechante bestia imaginada.

*Texto tomado de la publicación Relatos para niños ordinarios de la Editorial Doble A.

Relatos para niños ordinarios 2 (foto 2)

 

Relatos para niños ordinarios

Sergio Monsalvo C.

Editorial Doble A

Colección “Textos”

The Netherlands, 2008

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CARTAPACIO: «ENCUENTRO FUGAZ»

Por SERGIO MONSALVO C.

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(RELATO)

Se encontraron frente a frente, pero no echaron mano a sus fierros como queriendo pelear. No. Ambas se pararon en los extremos de la puerta del carro del Metro que no tardaría en abrirse.

Primero vieron sus imágenes respectivas en el vidrio de la puerta. El reflejo negro. Una acomodó la postura y el collar que se había ido de lado, intentó una sonrisa ante sí de complacencia, pero se contuvo, en cambio dio dos mascadas a su chicle para disimular la mueca.

La otra no hizo un solo movimiento. Quedó estática ante lo retratado por el cristal, quizá ni veía la figura, sólo el rápido paso de las paredes de aquel túnel.

Las dos voltearon al unísono y unos breves instantes les sirvieron para recortar el cuerpo entero que las confrontaba y para tratar de hacerse una idea totalmente inútil del mundo habitado por aquel ser.

Una: joven, con una apretada minifalda roja de piel, medias o pantis negras, tenis Reebock igualmente negros, blusa del mismo color de la que cuelgan infinidad de collares con distintos motivos y de materiales diversos; a ello lo acompaña un chaleco negro con hebilla en la espalda y grecas en el frente, de tonos rojizos. Pelo castaño con elaborado crepé y un moño sujeto a ése. De las orejas le cuelgan un par de aretes largos, labrados por los artezánganos de algún mercadillo. Maquillaje recargado en párpados y pestañas dentro de la corriente del rock gótico, con tenues sombras negras bajo los pómulos. La boca definitivamente roja. Las muñecas lucen una calidoscópica colección de pulseras de fantasía de chispeantes colores.

La otra es muy joven también. Se encuentra bajo una blusa blanca abotonada hasta el cuello, un pequeño crucifijo cuelga del mismo, un suéter azul marino abierto, falda de azul marino más intenso y larga, larga. Unos zapatos toscos y negros acompañan el atuendo monjil. No hay atisbo de maquillaje ni aretes. El pelo muy corto y peinado hacia atrás, quizá con unas gotas de naranja. Una bolsa de plástico con dos asas, como de mandado, cuelga de una de sus manos. La mirada es velada, curiosa y huidiza.

Las puertas abiertas interrumpen la contemplación. Bajan y salen hacia rumbos diferentes.

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