El personaje es una señora, no por cualidad sino por longevo físico. Usa el pelo color zanahoria que hace, en comparación, verse distinguido a cualquier personaje de comic, y un maquillaje que la convierte por derecho propio en la hermana gemela del legendario Gerónimo, en pie de guerra. La voz que acompaña a la distinguida dama es la de una soprano, pero más tipluda y aguardentosa.
La señora llega al trabajo pasadas las diez de la mañana ‑‑concesión especial por tratarse de un pariente cercano del Oficial Mayor de una Secretaría de gobierno–. Recibe un sueldo superior a su categoría de secretaria y su hora de salida es a la una de la tarde, llueva o truene. Por si fuera poco, el pariente le ha conseguido otro trabajo, donde cobra una suma similar y al cual ni va.
Cuando los compañeros de oficina tienen la suerte de contar con su presencia, éstos deben aguantar desde que llega los gritos destemplados sobre lo imposible que está el Metro, los apretones, empujones y masacres de los que ha sido objeto; los chismes que recogió en las escaleras o elevador; las interrupciones que impone para que se le escuche y compadezca.
Así pasa el tiempo, yendo de un lado para otro sin hacer absolutamente nada, como gallina sin pollos. Si alguien tiene la desgracia de necesitar su ayuda para algún trabajo secretarial, los argumentos para no hacerlo lo sepultarán, o si lo hace el infeliz tendrá que volver a repetirlo por tanto error.
Pero eso sí, ay de aquél que ose utilizar su máquina de escribir, sentarse en su silla o hacerle una broma. Inmediatamente llamará por teléfono al secretario de su pariente ‑‑el Oficial Mayor– para que éste, iracundo, se comunique con el director del organismo para someter al orden al personal.
En fin, lloriquea, chismea, se queja, uno o dos días por semana no asiste argumentando deberes maternos, afea el recinto, amenaza, grita, fuma como loca, pero eso sí, a la una en punto se despide, esperando siempre la respuesta cordial: «Que descanse, Carmelita…»
Todos somos fisgones, unos mirones, voyeuristas como definió el poeta. Si no, obsérvese a los ancianos, a los viejos, a esas antiguas vidas que con el pretexto de tomar el sol se pasan horas y días enteros mirando, sólo mirando como estatuas.
Añosos que ven el trajín de los que van y vienen buscando algo. Las ancianas fijas en la evocación de sus recuerdos, los ancianos que ven a las mujeres emulando pasadas glorias, ímpetus olvidados hace tiempo.
Fisgonean también las señoras en las ventanas, en los coches, en los autobuses, en las propias casas, en las vidas de sus hijos. Fisgonean los hombres tras unos lentes oscuros, bajo las escaleras, sentados en los escritorios, en los espejos de sus coches. Ubican como por instinto esas piernas, esos traseros, luego quizá hasta miren a la cara.
El Metro, los autobuses, los taxis, los elevadores, los pasillos, las oficinas, las salas de espera, en los salones de clase, en los mercados, en todos lados hay fisgones, mirones, vouyeristas pues. Los hombres lo hacen descaradamente, las mujeres sin quebrar un plato.
¿Por qué no van a hacerlo ellos? Sí, esos bichos humanos que entran a la adolescencia azorados por la caída del velo de la niñez.
Sí, las tardes son para jugar al futbol, al beisbol, al futbol americano o al instrumento de moda, gritan, se insultan, se avientan. De su boca pueden surgir las peores maldiciones, el lenguaje más abyecto (en medio de los quiebros por el cambio de voz) para los compañeros de juego, de escuela o de toda la vida.
Pero esas bocas callan cuando se agrupan para trepar a las azoteas. La hora de los gatos, la noche con sus reveladoras contingencias, cuando surgen las pisadas leves, los entendidos en silencio, los binoculares de mano en mano o hasta sin binoculares, para regodearse en el espectáculo de la vecina que se desnuda con las cortinas abiertas, que se frota los senos, que pasa revista a cada parte de su cuerpo, compartiendo generosamente sus secretos con esos incipientes gustadores de los tacos de ojo.
El taxi colectivo se detuvo bruscamente sobre la calzada. Bajó la señora con un niño envuelto en una cobija. El lugar, en medio del asiento trasero, fue ocupado por un hombre gordo, muy moreno, de edad indefinible y el pelo a la brush, cuyo rostro grasoso de ojos achispados exhibía un sinnúmero de barros.
Al abordar la camioneta, lo hizo con un cigarro encendido en la mano. Una vez sentado se lo puso en la boca y comenzó a fumar y a arrojar el humo aceleradamente, una y otra vez, ante la divertida mirada de un muchacho a quien el gordo de repente le pidió que arrojara la colilla por la ventana. El jovenzuelo, un poco azorado, recibió el cigarro, con dificultad abrió la ventanilla y lo aventó.
El gordo preguntó entonces que si fumar era dañino. El resto de los pasajeros volteó al unísono hacia el interrogador. El joven, después de pensarlo cinco segundos, respondió que sí, que los pulmones, que la contaminación, etcétera. El gordo, tras un ¡oh!, guardó silencio y dirigió la mirada al exterior. El calor del mediodía era intenso y el sol se reflejó en su brillosa cara.
El olor a gasolina y el claxon confirmaron el embotellamiento. El fastidio se manifestó en algunos tronidos de boca y en tímidos insultos apenas dichos. El gordo comenzó a cantar sin mucho entusiasmo, como matando el tiempo: «Por allí pasó Jesús/ lleva una soga en el cuello/y carga sobre sus hombros/una muy pesada cruz…»
Los pasajeros cruzaron una mirada entre sí y de reojo lo veían cantar. El chofer le dirige una mirada feroz por el espejo. El gordo como si nada: «Gracias te doy, Gran Señor/y alabo tu gran poder…». La fila de autos siguió estancada.
El chofer prende el radio. Las bocinas dan paso a la verborrea de un locutor que pregunta a cien por hora: «¿Por quién votas?» El gordo como respuesta sube el volumen del cántico: «Cinco mil azotes lleva/en sus sagradas espaldas…» El chofer aumenta el sonido y entre la confusión se averigua que una cantante va a la delantera de la otra. «¿Por quién votas?» Los pasajeros callan nerviosamente y optan por ver hacia la calle.
En medio del revoltijo sonoro, el gordo continúa inflexible: «Y una corona de espinas/que sus sienes taladraba…» El locutor anuncia la canción ganadora a grito en cuello. Adelante, el embotellamiento se despeja, la combi arranca y el chofer apaga el radio. El canto del gordo continúa inalterable: «Por allí pasó Jesús/lleva una soga en el cuello…»
Al llegar a la estación del metro, los pasajeros que colman la combi deciden bajar todos. Pagos rápidos y brincos apresurados. El chofer, callando al gordo, le indica que hasta ahí llega. Éste dice, ah, bueno, gracias por el aventón. Cómo que aventón, cáete con la lana del pasaje. No traigo, pero Jesucristo pagará tu atención. ¿Ah, sí?
El chofer baja rápido y saca un tubo de quién sabe dónde, con el que comienza a golpearlo. La multitud se congrega y un par de policías se aleja hacia la esquina. Es la una y quince de la tarde…
X trabajaba como burócrata, pero la naturaleza de ello no le importaba y lo tenía sin cuidado. Era un trabajo y punto. Su mujer era la misma desde hacía 25 años, cuando se casaron (algo muy íntimo, por cierto).
No tenían hijos y, a pesar de vivir juntos, se desconocían mutuamente. A X si algo lo molestaba era ser un objeto a los ojos de ella, pero él la veía igual. Ella nunca trató de escapar a esa simplificación, ni la tomaba en cuenta tampoco. X se sentía descontento.
Cuando él le dijo que le habían aparecido dolores, ella lo compadeció, pero el sentimiento no mejoró las relaciones de la pareja. Para él la enfermedad fue ocupación y empleo suplementario.
Por consejo del doctor X comenzó a cuidar su cuerpo como una planta delicada. Ella, para quien la mejor manera de curarse era tomar remedios caseros y encomendarse a lo divino, pronto se cansó de la importancia que su marido le daba a la enfermedad, así que cuando éste le anunció que iba a internarse en un hospital sintió alivio.
«No te faltará nada –le aseguró X–. Me dieron incapacidad en el trabajo y yo mismo vendré todos los meses a traerte dinero, por lo del hospital no hay problema. Es mejor que no me visites, los dos necesitamos descanso».
Ella supuso buena la medida. Nunca lo visitó. X puntualmente le traía el dinero y conversaban un rato. A él se le notaban las huellas de la enfermedad que ni mejoraba ni mataba. Las visitas eran agradables ya que la enfermedad dejó de ser el único tema.
Cierta ocasión en que ella se sintió joven le pidió que se quedara hasta el día siguiente. «Es tarde», respondió X. Y ella no entendió si él se refería a la hora o a toda la vida pasada sin comprensión. Ahora lo entendía y recibía de él algo más que la mensualidad: una hora de compañía por mes.
X vino un año, dos, cinco. Pero cierto día ya no. Ella se preocupó. No sólo le faltaba el dinero sino también él. Tomó el Metro y fue al hospital por primera vez, expectante. Allí no lo conocían. En la oficina donde trabajaba le informaron que X había fallecido hacía 15 días. Si quería le podían dar la dirección de la viuda.
«Yo soy su viuda», dijo ella. El informante la miró incrédulo. «No puede ser, yo la conozco. Ha dejado dos huérfanos», aseguró el hombre y sacó de un archivero cercano la foto de un grupo en el jardín de una casa.
Ahí estaba X, contento, sonriendo, la otra mujer y dos niños. No había duda, era su marido. A pesar de ello, la otra realidad de X era tan distinta a la suya que lo convertía en otro hombre, en un desconocido.
«Disculpe, fue un error. Mi esposo no era éste», dijo ella al despedirse.
En una época tan remota, como parece ya cada uno de esos años pasados luego del apagón viral coronario, había un café (hoy cerrado y abandonado) en el que solía perorar un recién jubilado que no sabía qué hacer con el tiempo que tenía libre (todo, ya que su oficina de redacción había sido clausurada y la empresa periodística a la que pertenecía caído en quiebra).
Estaba en una situación como la que describe Burt Bacharach en su canción «I Just Don’t Know How to do with Myself», con respecto al trabajo que había realizado durante su vida profesional. Así que escogió un café de su agrado (con terraza para los días soleados, con espaciosas mesas para poder desplegar libros y papeles, con Wi-fi y conexiones para computadora y, obvio, que hicieran buen café y no lo molestaran si no tomaba más de uno en las largas horas que pasaba ahí).
Lo hacía durante las mañanas, cuando había muy pocos o ningún otro parroquiano. Al principio de sus asistencias las meseras lo consideraron un cliente “extraño”, porque gustaba de hablar solo, como si tuviera un interlocutor frente a él, acerca de cualquier tema que le viniera a la mente. El encargado del lugar no le quitaba el ojo de encima, aunque tuvo que admitir que todo lo que decía era interesante.
Nunca intentaba atraer la atención de nadie en particular, sino sólo emitir una opinión al respecto de algo durante unos minutos. Lo hacía, eso hay que decirlo, con gracia, con un buen lenguaje, de forma amena y bien estructurada, aunque a veces no se estuviera de acuerdo con lo que decía. Pero todo lo dicho tenía sentido común, un punto de vista y reflexión sobre el mismo.
Por lo tanto no era “un loco cualquiera”, como lo definió el encargado ante la cámara de un canal local que se interesó por él cuando recibieron en sus oficinas decenas de peticiones al respecto.
Éstas eran de clientes del lugar, ahora asiduos irreductibles, que comenzaron a escucharlo durante sus monólogos (eso sí a metro y medio de distancia entre cada quien) y a ser un auditorio creciente y entusiasmado, que atiborraba el interior, la terraza y parte de la calle, que inundaba con sus propias sillas desplegables, para escucharlo hablar.
La televisión le abrió un espacio en su cartelera matutina, que se volvió muy popular y subió el rating del canal. Ya nadie salía de su casa sin haberlo escuchado y acumulado para sí ese sentimiento de mantenerse ligado a un pasado, de cuando se hablaba de libros, de películas, de deportes, de temas culturales en general y no únicamente sobre las legislaciones para un nuevo orden social, sanitario y de vigilancia.
Hoy en ese café (en ruinas) ya no quedan los ecos de todo aquello. El pre-jubilado ya no apareció un día. Murió de inanición. Se había quedado sin dinero. Nadie tomo su lugar. Del pasado ya no hubo quien hablara, así que se le olvidó. El futuro fue clausurado y el presente puesto en un stand by muy bien reglamentado.
Tenía 55 años y había hecho voto de silencio. Tal situación en realidad no modificó en nada la rutina de su vida, puesto que desde mucho tiempo atrás casi con nadie hablaba.
Perdida en la memoria se encontraba la fecha en que sus hijos se fueran de la casa a buscar trabajo fuera del país (“al otro lado”). Nunca volvieron ni enviaron cartas o algo semejante. Simplemente desaparecieron.
Al principio ella se preocupó, pero el paso de los meses mitigó el sentimiento. Se largaron y punto. Sin embargo, un día a su marido le entró la comezón de ir a buscarlos. Se había quedado sin trabajo y comenzó a imaginar que ellos lo tenían de sobra y que en cuanto los encontrara las condiciones de su paupérrima existencia cambiarían radicalmente.
Así que una mañana sin pensarlo más se levantó temprano, juntó en una bolsa cualquiera dos o tres prendas de ropa y se despidió de su mujer, diciéndole que pronto recibiría noticias suyas. Tampoco regresó.
Ella cerró pronto las compuertas de la esperanza. La experiencia con lo de sus hijos gastó toda su reserva. «Gracias a Dios –pensó– tengo un techo y manera de irla pasando».
Vivía cerca de una estación del Metro y este transporte le aseguraba –salvo contratiempos– la ida y vuelta de la casa donde trabajaba lavando y planchando ropa.
A la señora de la casa le comunicó su voto de silencio (“una manda”, le subrayó). Como era una cuestión religiosa y en nada la afectaba a ella no puso reparo alguno. Al contrario –se dijo a sí misma–, mejor no tener que intercambiar palabra alguna con esta señora a la que nada más con verla dan ganas de llorar.
Iba de lunes a sábado, la sirvienta le abría y la conducía hasta el lavadero donde la esperaba la ropa. Ahí junto estaba el cuarto de planchado, así que prácticamente no se movía del lugar para realizar su tarea.
La sirvienta también le daba de comer a mediodía y por la tarde algunas sobras de la comida para que se las llevara. Le pagaban puntualmente y nunca hubo problemas con ella.
Un lunes ya no se presentó, ni en toda la semana. No pudieron saber que la asaltaron en un callejón cerca de su casa para quitarle los recipientes en los que llevaba la comida; ni que en aquella fosa común mantuvo inamovible el voto de silencio.
A la semana siguiente otra lavandera ya ocupaba su lugar.
Se sentó en uno de los rebordes de la entrada al Metro, con los pies colgando hacia adentro, suspiró a causa del calor y del cansancio. Se quitó los lentes oscuros para limpiarse la cara y los cristales embarrados de sudor. Mientras hacía esto, la cámara le colgaba del cuello a la altura del ombligo.
Volteó hacia la avenida y vio a los autos y camiones en su estrepitosa ida; a los autobuses y tranvías descargando y cargando pasajeros. Sintió que de alguna manera toda la gente hacía el ridículo al abordar los vehículos tratando de no caerse, agarrar el tubo para sujetarse, o evitando que los altos tacones se les rompieran.
Si trabajara para el programa de Candid Camera, ahí en ese preciso lugar instalaría un aparato para registrar todas esas escenas pasto del escarnio humano que resultan tan atractivas a la gente. El absurdo magnificado a su más estúpida potencia.
Bajó la vista y descubrió el submundo que pululaba en las escaleras y el comienzo del pasillo de acceso al Metro bajo sus pies. Una gran cantidad de vendedores de toda índole alrededor de variadas mercancías: dulces, pilas para reloj, muñecas de trapo, chicles, cacahuates, contrabando menor, peines, lentes, pósters, aretes, desarmadores, juguetes…
Había también cantantes invidentes, mutilados o ancianos interpretando piezas lastimeras de toda ídole y género, haciendo sonar sus botes con monedas, e igualmente estaban las figuras fijas, inamovibles, permanentes de piedades embozadas con la mano extendida y un niño en el regazo, dormido, enfermo o hasta muerto.
Todo un cuadro en el que cada personaje daba la impresión de estar interpretando un papel en un drama grandioso; cada uno comprometido en una disputa de atención no sólo con los que participaban en él sino también con el público circulante al que ofrendaban desesperación, incredulidad, desprecio, indignación, hambre, engaño, la realidad pura y llana.
Su dedo apretó el disparador y sacó la foto para una futura exposición.
*Esta primera antología de relatos cortos, Cartapacio I, fue publicada en la Editorial Doble A, y de manera seriada a través del blog Con los audífonos puestos en la categoría “Cartapacio”.
Empuja la puerta, al mismo tiempo que da las gracias hacia el interfón. Las bolsas del supermercado le pesan, así que decide tomarse unos segundos antes de seguir adelante. Las puertas del elevador se abren y aparece una mujer que le sonríe y pregunta por su mal. Ay, ya estoy mejor, pero si me descuido me puede agarrar de nuevo, pero qué va uno a hacerle, hay que trabajar para ganarse el pan nuestro de cada día…
Luego de un que se mejore la otra mujer sale del edificio y ésta levanta no sin cierto dolor las bolsas que había dejado en el suelo. La palabra “mal” continúa en su mente y se le aparece como si se tratara de un animal salvaje que hundiera garras y dientes en su cuerpo.
Entra al departamento número siete y se encuentra con Mónica y Paula, quienes en la mesa del comedor dibujan en algunos cuadernos, sin hablar. Deja las bolsas en la mesa de la cocina y aquel animal ha desaparecido para dar paso a un pobrecitas niñas, siempre tristes. Sobre todo Mónica que a sus seis años la mirada ya se le siente amarga. Eso no es normal.
Y Paulita, que en todo imita a su hermana mayor, es una criaturita silenciosa, con miedo, qué sé yo. Le voy a decir al Ingeniero que les eche un ojito de más, no se le vayan a enfermar. Pero, yo qué le voy a andar diciendo algo a don Luis si él sabe perfectamente lo que les pasa, son sus hijas. Caray, ese hombre sí que le ha perdido el gusto a la vida desde que se le fue la mujer.
Por lo que oigo cuando habla por teléfono sé que hace mucho tiempo no trabaja, pero con lo que ya tenía y ha ido vendiendo la pasa más o menos. Pero parece que el agua le está llegando al cuello y va a vender los coches que tiene para comprarse un taxi y darle al volante. No, si cuando Dios aprieta lo hace como si gozara.
Pobres niñas, a la Mónica la va a mandar a un internado y no sé qué vaya a hacer con la otra, pero no me imagino algo muy distinto. Él les ha dedicado casi todo su tiempo, pero ya no están las cosas como para andar haciéndola de pilmama. Es un hombre y debe portarse como tal. Tiene sus amiguitas, que hasta trae a la casa y creo que algunas hasta se quedan a dormir de vez en vez, pero lo que más coraje me da es que cuando se desespera y se echa sus tragos les diga a las niñas que lo mejor hubiera sido que no nacieran. Eso no se les dice, están muy chiquitas. Por eso siempre están así…en fin, qué le va una a hacer.
Bueno, ya acomodé todo en el refrigerador. Les voy a decir a las niñas que no me tardo, voy al departamento 3 para entregar estas cosas que me encargaron y regreso para que pongamos la mesa para cuando llegue su papá, ¿eh?
Los del 3, otro caso. El señor Jorge es rete raro y yo pienso que se lo ha pegado a la señorita Roxana, que seguro quiere ser como él, publicista, tú. Ya está bien corridito el condenado, dos matrimonios, viudo y con 46 años. Le ha dado por hacerse un chongo en el cabello, como los futbolistas de la tele, aunque hay que reconocer que le queda bien con esa barba y los lentes. Ya varias veces lo he cachado viéndose y viéndose en el espejo, es muy coqueto.
Por cierto, se me ha olvidado preguntarle a mi marido qué quieren decir las palabras que el otro día dijo la señorita sobre don Jorge. Se estuvo riendo mucho cuando se lo decía a la otra gente por el teléfono. Lo anotó todo para recitarlo yo creo, porque encontré el papel garabateado en el sofá. Aquí lo traigo, a ver: «…emisario del pasado, dinosocialista, meditador trascendental, amante biodegradable, biorrítmico –¿qué será eso?–, diplomado en Nadería y filósofo de café». Órale, a lo mejor por eso tiene tanta lana, pero sé que también tiene una colota que le pisen. Cuando se enoja la señorita con él le reclama que por su culpa su mamá se murió. ¿Por qué le dirá eso?
No, si aquí se entera una da cada cosa, pero bueno, mientras me necesiten pa’ hacer el mandado y me paguen cada sábado, por mí que arda Troya. ¡Ay!, parece que el elevador se volvió a atorar. Le voy a hablar a mi marido para que baje a componerlo. Ahora tengo que irme por las escaleras, Dios mío, y yo con este mal. Sube poco a poco los escalones agarrándose del barandal e imaginándose que a la mejor la tristeza de Mónica tiene semejanza con el animal que a ella le encaja los dientes por todo el cuerpo.