Por SERGIO MONSALVO C.
(RELATO)
Todos somos fisgones, unos mirones, voyeuristas como definió el poeta. Si no, obsérvese a los ancianos, a los viejos, a esas antiguas vidas que con el pretexto de tomar el sol se pasan horas y días enteros mirando, sólo mirando como estatuas.
Añosos que ven el trajín de los que van y vienen buscando algo. Las ancianas fijas en la evocación de sus recuerdos, los ancianos que ven a las mujeres emulando pasadas glorias, ímpetus olvidados hace tiempo.
Fisgonean también las señoras en las ventanas, en los coches, en los autobuses, en las propias casas, en las vidas de sus hijos. Fisgonean los hombres tras unos lentes oscuros, bajo las escaleras, sentados en los escritorios, en los espejos de sus coches. Ubican como por instinto esas piernas, esos traseros, luego quizá hasta miren a la cara.
El Metro, los autobuses, los taxis, los elevadores, los pasillos, las oficinas, las salas de espera, en los salones de clase, en los mercados, en todos lados hay fisgones, mirones, vouyeristas pues. Los hombres lo hacen descaradamente, las mujeres sin quebrar un plato.
¿Por qué no van a hacerlo ellos? Sí, esos bichos humanos que entran a la adolescencia azorados por la caída del velo de la niñez.
Sí, las tardes son para jugar al futbol, al beisbol, al futbol americano o al instrumento de moda, gritan, se insultan, se avientan. De su boca pueden surgir las peores maldiciones, el lenguaje más abyecto (en medio de los quiebros por el cambio de voz) para los compañeros de juego, de escuela o de toda la vida.
Pero esas bocas callan cuando se agrupan para trepar a las azoteas. La hora de los gatos, la noche con sus reveladoras contingencias, cuando surgen las pisadas leves, los entendidos en silencio, los binoculares de mano en mano o hasta sin binoculares, para regodearse en el espectáculo de la vecina que se desnuda con las cortinas abiertas, que se frota los senos, que pasa revista a cada parte de su cuerpo, compartiendo generosamente sus secretos con esos incipientes gustadores de los tacos de ojo.