En 1957 el mundo comenzó a girar más rápido, con otras revoluciones. Las ciencias exactas y la meteorología, cuyos miembros más distinguidos estaban reunidos con motivo del Año Geofísico Internacional, dieron cuenta del acontecimiento y en sus bitácoras quedó anotado el cambio. Sin embargo, no se pudo dar una explicación razonable del hecho. Hubo llamadas urgentes, intercambios de información, nerviosismo y dudas. Por tal motivo, y para evitar histerias públicas, no se difundió la noticia.
De cualquier modo, los estudiosos siguieron investigando el caso. Unos lo atribuyeron al lanzamiento del primer satélite artificial de la Tierra (el Sputnik, por la URSS); otros, a que J. M. Fangio se convirtiera en campeón de la Fórmula 1. Los apocalípticos, a las muertes de Humphrey Bogart y Diego Rivera; los conscientes, a la independencia de Ghana del Reino Unido. Los optimistas, a la creación de la Comunidad Económica Europea. Los humoristas a la desaparición de Pedro Infante.
No obstante, los detallistas hurgaron en las hemerotecas, y entre los nacimientos de Siouxsie Sioux y Carolina de Mónaco; entre que Ingmar Bergman creara Fresas Salvajes (una de las grandes películas del siglo XX) y que Stanley Kubrick sacara a la luz Sendero de Gloria, encontraron el lanzamiento de las siguientes bombas: el Premio Nobel de Literatura para Albert Camus y la aparición de la novela On the Road (En el Camino) de Jack Kerouac.
Éste último, junto con William Burroughs y Allen Ginsberg, entre otros, iniciaron nuevos caminos para la cultura en general y para la literatura en particular, porque a partir de ellos se escribió como se habla, como se piensa y como se respira. En la microhistoria, pues, estaban las pruebas buscadas. Se comprobó con éstas que, en efecto, el mundo había comenzado a girar más rápido.
Con On the Road arribaron al planeta ritmos más potentes y agresivos en la construcción narrativa, producto del fraseo jazzístico al que era afecto su autor; el bebop más pronunciado se volvió palabra y recital. El acto de improvisar (la invención pura) se convirtió en “prosa espontánea” y su hacedor en uno de los pilares de la generación beat —ese grupo de artistas que definieron la contracultura de la segunda mitad del siglo XX—.
El movimiento iniciado por ella, padrino de muchas otras posteriores, mantiene su vigencia en el mundo, vigencia que está ubicada como péndulo entre el mito, la literatura y la vida subterránea.
Kerouac encarna al errabundo tecleador de la máquina de escribir que sintió en carne propia la insatisfacción de la juventud de la posguerra (rechazo a las posturas políticas opresivas; visión ácida y cruda de la realidad, el arte como manifestación de la conciencia) y lo supo expresar en una obra que, como la de Proust, comprende un vasto libro excepto que sus recuerdos están escritos sobre la marcha, en el camino, en lugar de mirando hacia atrás y en un lecho de enfermo.
El mundo de Kerouac es de acción frenética y locura vistos por la cerradura de sus ojos. “Las únicas personas que existen para mí son las que enloquecen por vivir y las que enloquecen por hablar”, dijo en su momento.
En este escritor la palabra siempre aparece asociada al vivir. Ambas cosas para él significaban lo mismo: un flujo arrebatador, un viaje continuo que en el fondo no es más que un puro acto poético. La palabra fue su musa ideal. Y este entrelazamiento impetuoso de experiencia y narrativa, anclada románticamente en la locura y en la clandestinidad sigue teniendo su encanto.
Leída en la actualidad, la novela continúa produciendo el mismo efecto en cualquier lector sensible: la necesidad de moverse, de salir, de irse. Por eso es un clásico. Habla de la dolida soledad y de la sabiduría del andar. Es la biblia de muchos creadores, grandes y menores del underground internacional.
Para Kerouac era inseparable la escritura de cierta rebeldía vital y On the Road es en la historia sociocultural uno de los muchos precedentes que finalmente desembocaron en las luchas por los derechos civiles en la Unión Americana y de rebote en muchos otros lugares.
Desde entonces pocos escritores han tenido un impacto tan visible sobre las generaciones sucedáneas. Al publicar On the Road en 1957, Kerouac despertó a gritos al gigante dormido del conservadurismo en los Estados Unidos y cambió el rumbo de la cultura popular con su generador beat. Su publicación es ya parte de una leyenda, la cual se ha incrementado hasta alcanzar el nivel de mito entre sus millones de lectores.
En gran medida su influjo se ha hecho sentir en la música (el blues, el jazz, el rock y las vanguardias), en la literatura, tanto estadounidense como del resto del planeta (del chileno Roberto Bolaño al japonés Haruki Murakami, pasando por el español Ray Loriga), derramándose hacia otros lares y disciplinas: poesía, pintura, fotografía, teatro, escultura y cinematografía.
Por todo lo expuesto, la celebración del 100 aniversario del nacimiento de Kerouac es también la de un clásico contemporáneo que ha marcado a varias generaciones con su obra influyente y profundamente universal.
VIDEO: Jack Kerouac reads from On The Road, YouTube (Flashbak)
Al comenzar mi caminata por el antiguo, histórico y hermoso Puente de Carlos, reconstruyo en mi imaginación aquel mismo momento veraniego en la Praga de 1787 y veo al preocupado Wolfgang Amadeus Mozart iniciando este paseo, junto a varios de sus anfitriones, sus amigos los Duschek, con quienes se aloja en la Villa Bertramka, allá, al sur de Malá Strana, en el barrio Smíchov. Es uno de los instantes más felices de su vida (según recordaría él mismo en alguna de sus cartas), a pesar de las cosas que lo inquietan y la negrura ante un futuro incierto.
Por un lado, el triunfo en esta misma ciudad de su ópera Las Bodas de Fígaro; el siguiente encargo de la burguesía praguense (más abierta a sus innovaciones musicales) para escribir Don Giovanni, lapso en el que se encuentra. Pero también, el pesar por la cercana muerte de su padre, Leopold; los problemas con la censura vienesa por su reciente obra, que trata los conflictos entre las clases sociales y las consecuentes sospechas del Emperador austriaco Francisco José II, del que depende su tranquilidad económica; así como su entrada a la masonería y lo que ello conlleva.
Sobre eso va pensando y charlando, mientras observa, igualmente, las reparaciones que le han hecho al puente, tras los estropicios que le causaran las recientes inundaciones. Se lamenta del hecho porque gusta de pasear sobre este extraordinario puente y porque quiere bien a los praguenses que han sido benévolos con él y aman su música. Es una ciudad que lo ha comprendido y apoyado, a diferencia de Viena. En unos días escribirá: “Meine Prager verstehen mich” (Mis praguenses me comprenden), un dicho que se haría famoso y popular por toda esta región Bohemia.
Mozart volvió a triunfar ahí (y para la eternidad) con la ópera Don Giovanni. Se iría a Viena donde el emperador lo tendría a su merced por un salario regular. No volvería a Praga, ni a caminar por el puente de Carlos. Sin embargo, su presencia permanecería por los siguientes siglos, y los jóvenes surgidos de ahí aprehenderían, generación tras generación, aquél dicho y sabrían lo que significa. Y continuarían evocando el eco de sus obras, como sucede ahora mismo, donde un sexteto de adolescentes lo interpreta para los paseantes sobre el puente.
Éstos nos extasiamos tanto por lo que escuchamos como por el decorado que tienen detrás, el que provocan el inmutable río Moldava, sus aguas aceitunadas y ambas orillas de la ciudad con sus impresionistas y limpios tonos pastel en las añejas fachadas de sus casas y edificios que causan un ensueño inmediato. Es un escenario en el que se adentra uno luego de tomar aire frente a las torres del lado de Malá Strana (Ciudad pequeña), sabiendo que al atravesarlas se sumergirá en otra dimensión, en el Medioevo de las leyendas guerreras, pero igual en las del misticismo y la magia.
Sí, la magia, porque del elemento madera con el que estuvo construido al principio de la era medieval, y del que dio cuenta un primer cronista llamado Abraham ben Jakob, paso al de la piedra cuando los astrólogos de la corte de Carlos IV determinaron que éste debía asistir y poner la piedra fundamental en el noveno día del séptimo mes de 1357, a las 5:31 horas, a fin de que el momento constituyera una correlación capicúa impar: 1-3-5-7-9-7-5-3-1. Cifra de dígitos impares ascendentes y descendentes, que se encuentra grabada en la torre de la Ciudad Vieja, al otro lado del mismo.
Ese misterio numerológico lo saben y callan los habitantes; lo conocen y esconden todos los mercaderes, filósofos y artistas que lo han cruzado a lo largo de los siglos, al igual que los que ahora se asientan entre sus quinientos y pico metros de longitud y casi diez de anchura. Los de hoy son hacedores de pinturas, retratos o caricaturas, artesanos de baratijas y músicos de diversos géneros bastante separados entre sí para no crear cacofonía. He tenido la suerte de que a esta hora no hay demasiados turistas y puedo transitar con comodidad y detenerme en cada recoveco y estatua barroca (hay 30).
Y así, entre tomar fotografías, leer las descripciones y solazarme con los pasos y la vista hacia ambos horizontes, llego a la mitad justa del puente donde emiten sus sonidos las jovencísimas integrantes de un grupo de cuerdas que interpretan un ecléctico repertorio. Escucho, rodado de algunos otros oyentes, algunos pasajes mozartianos, pero también versiones vibrantes de piezas pop y de rock. Interpretadas ambas con la misma intensidad y entusiasmo en estilo barroco. Al finalizar una de ellas me acerco para comprar un par de CD’s de la serie a la que han nombrado Busking Tour.
VIDEO SUGERIDO: Charles Bridge – Prague – Czech Republic (1080p), YouTube (Giorgio Vigo HD)
Una guapa violinista atiende a mi pedido (son 500 coronas, 250 por cada ejemplar). Le extiendo un billete de mil y aprovecho que se pone a rebuscar en un estuche para darme el cambio para preguntarle por la historia del grupo. Momento en que decide que van a hacer un break. Mientras las otras se sientan en el suelo y toman agua, tres de ellas, con los instrumentos en la mano, responden a mi improvisado cuestionario. El nombre del grupo es Electroshock (por lo que provoca en el escucha el encuentro de las músicas).
Son una comunidad artística formada por estudiantes del Conservatorio de Música de la ciudad, por lo que su integración cambia por la rotación cotidiana de sus miembros (son 12, entre hombres y mujeres). Están comprometidos con este proyecto y cada año sacan un disco con los temas que consideran más pulidos en una serie a la que ya he nombrado. Se presentan a concurso ante el municipio para conseguir que les designen este lugar ideal (por la exposición multitudinaria, la posible venta de sus discos y las dádivas que recogen y reparten a partes iguales).
Sin embargo, lo más importante para el conglomerado es la misión cultural que representan: “Nos preparamos y ponemos lo mejor que tenemos ensayado, para tocar tanto la tradición musical centenaria y actual que tenemos en el aspecto académico, como la influencia contemporánea que recibimos de la cultura popular. Al concurso se presentan muchos grupos y la competencia es grande, por lo mismo elaboramos un repertorio flexible que demuestre nuestra capacidad en ambos espacios. Es parte de la herencia que identificamos como modernidad mozartiana y nuestro compromiso con el presente”.
Las tres hablan de todo ello y se atropellan unas a otras al tratar de definir las emanaciones que reciben de este lugar, emblemático para los praguenses. Una recurre a la historia, otra a la concepción estética y arquitectónica de los componentes del puente y la tercera al fluido místico que ahí converge, por parte de las aguas del río, por un lado, y por el vaivén de gente internacional que transcurre por sus piedras. “Todo eso nos recarga de energía y nos hace sentirnos responsables por el mantenimiento de esa vibración tan intensa de familiaridad humana”. Lo dicho: aquí poseen un alma musical.
Luego de agradecerles sus respuestas les pido algún correo electrónico al cual acudir para intercambiar información. La violinista principal me lo escribe en el antebrazo y me pregunta a su vez de dónde soy, mientras las otras dos se despiden de mí con los pulgares hacia arriba. Me quedo todavía a escuchar un par de piezas más (con la sorpresa respectiva por una de ellas y el guiño del ojo). Lo que me parece extraño y extraordinario a la vez, es que ninguna durante ese descanso (y aquí incluyo a las que estaban sentadas y bebiendo agua) se han puesto a mirar su teléfono o a chatear.
Eso es algo que he visto y me admira de los praguenses a los que he visto en diversas situaciones (metro, restaurantes, autobuses, bares…), cuando están reunidos no huyen en grupo hacia las redes como lo he visto hacer en muchos otros lugares, sino que ¡platican! Sí, practican aún el arte de la conversación. Al observar ahora a estas muchachas lo compruebo. Las que están sentadas charlan entre sí, intensifican su conocimiento mutuo y saben en su interior lo que pueden esperar de las otras a la hora de formar equipo, de tocar en grupo. Saben lo que es la amistad y el compañerismo real, palpable, y la confianza en ello.
Primero fue a nado, con todos sus peligros. Luego vinieron los traslados mediante las embarcaciones rústicas, con todos sus peligros. Siguieron embarcaciones más grandes y seguras. A la postre, uno de los tantos reyezuelos mando poner un puente de madera colgante, endeble y lleno de peligros. A ello le siguió otro de madera mejor diseñado al que se denominó Puente de Judith, en honor a la esposa del rey Ladislao I, quien ordenó construirlo. Pero fue hasta el medioevo que la necesidad llevó a Carlos IV a buscar la solidez de la piedra sobre el río Moldava.
A éste, el puente más antiguo de Praga, le han sucedido infinidad de cosas: reiterada destrucción parcial por inundaciones, reconstrucciones largas y caras, empalizadas ejemplares de los conquistadores para disuadir a los rebeldes locales, encarnizadas batallas en defensa de su independencia, el nivel de suma importancia para el intercambio comercial entre Europa occidental y oriental, ornamentaciones diversas para hacerlo más seguro, bello, útil como vía de comunicación y elemento representativo del devenir urbano, hasta la conversión en símbolo importante de la ciudad.
Por él han transitado primero campesinos y soldados, carromatos y caballería militar, lugareños y comerciantes, las primeras carretas con visitantes extranjeros, En el último tercio del siglo XIX se dio el primer servicio regular de transporte público (carromato de largas dimensiones) que comenzó a funcionar sobre él. Tiempo después sería sustituido por un tranvía tirado por caballos. También fue entonces cuando el puente recibió su nombre actual de Puente de Carlos.
A principios del siglo XX, el tráfico a través de él aumentó en forma pronunciada. El tranvía tirado por caballos fue reemplazado por uno eléctrico que funcionaría hasta 1908, y por autobuses a partir de ese año. En 1978 se prohibió todo tipo de tránsito con excepción del pedestre. Actualmente durante las noches, el Puente de Carlos es testigo silencioso de los tiempos medievales. Pero durante el día, cambia por completo y se transforma en un sitio multitudinario y cosmopolita.
Reanudo, pues, mi paseo por el puente rumbo al casco antiguo, a la Ciudad Vieja, viendo acortar la distancia con la torre gótica más fabulosa del mundo, cuyo traspaso significará adelantar un par de siglos y encontrarme con más manifestaciones de la belleza urbana.
Porque de lo bello Praga posee infinitos apartados particulares, tantos como pasos se den por estos adoquines puenteros bajo la mirada santurrona de sus estatuas y elegantes farolas, junto a las que camino intentando repetir el nombre de aquellas jóvenes, pronunciado en un idioma especialmente hecho para perderse en el encanto de su extrañeza.
VIDEO SUGERIDO: Electroshock – Eurythmics – Sweet Dreams, YouTube (Electroshock)
A través de la Editorial Doble A he publicado a lo largo de los años una serie de textos de la más variada índole, que abarca lo mismo las más de 500 sinopsis del programa radiofónico Babel XXI, relatos, cuentos infantiles, historias de canciones, fotografías, crónicas y ensayos sobre Bob Marley, Julio Torri, Jack Kerouac, R. W. Fassbinder y otros escritores, así como acerca de la relación entre el rock y otras disciplinas. El catálogo con el título de Varios (Obra Publicada) los reúne.
*La presentada aquí, es una compilación de libros que han sido publicados por la Editorial Doble A y cuyo contenido ha aparecido de manera seriada en el blog Con los audífonos puestos en diversas categorías.
Los veranos en Montreux son impactantes por más de un motivo. La hermosura de su paisaje es uno de ellos. Es una ciudad que tiene frente a sí al Lac de Genève (en español se le denomina lago Lemán) al igual que la cercanía con los nevados Alpes, con todas las posibilidades de disfrute que ello ofrece. Actividades de montaña o acuáticas. La geografía ha sido muy generosa con esta ciudad de la riviera suiza.
En lo musical, su papel ha sido histórico. Primero con el género jazzístico al cual le ha dedicado uno de los festivales internacionales más cotizados del planeta. Su andadura en estas lides comenzó en 1967 cuando fue fundado por Claude Nobs con la considerable ayuda de Ahmet Ertgün, presidente de la compañía Atlantic Records.
En su origen se planteó exclusivamente para tal música y por ahí pasaron luminarias de la importancia de Miles Davis, Ella Fitzgerald, Charles Lloyd, Keith Jarrett o Bill Evans, por mencionar unos cuantos. Las presentaciones se llevaban a cabo en el afamado Casino de la ciudad, que desde décadas antes atraía al jet set mundial.
Por una década se mantuvo en esta constante, sin embargo, los nuevos tiempos exigían cambios y el encuentro abrió sus puertas a otros estilos de música. El festival se volvió incluyente con el rock, el blues y el pop, sin dejar al jazz como principal atractivo. Entre los primeros grupos invitados estuvieron: Deep Purple, Santana y el Led Zeppelin.
En diciembre 1971 entró en los anales de la historia del rock porque durante una actuación de Frank Zappa el Casino se incendió y tras muchas horas de fuego y humo el Casino quedó destruido casi en su totalidad (el hecho quedó inscrito en una canción de Deep Purple). Esto hizo que se cambiara de sede, primero al Pavillon Montreux, luego al gigantesco Centro de Convenciones para regresar finalmente al reconstruido Casino en 1982.
Actualmente, al festival asisten unas 200 mil personas, repartidas en varios auditorios por toda la ciudad. Y, además de la asiduidad jazzística, es un centro de peregrinaje para los fans de Queen y de Freddie Mercury en específico, ya que fue ahí donde el cantante pasó un tiempo antes de morir y según la leyenda sus cenizas fueron esparcidas en el lago. Hay una estatua que lo conmemora y que se llena de ofrendas de todo tipo. Los graffitti están penadísimos con fuertes multas, así que lo que predomina son los papelitos con poemas o las flores multicolores. Eso es hoy.
Antaño, dando tumbos por Europa, llegué a Montreux por primera vez en el verano de 1980 (lo hice a base de rides, cuando todavía se podía hacer eso). Pasé por Ginebra y Lausana. Llegué la noche del 11 de julio. El festival de jazz se celebraba del 4 al 20 de ese mes.
Las últimas personas que me dieron ride eran residentes en aquella belleza helvética y generosamente me permitieron quedarme en su garage y ducharme mientras permaneciera en la ciudad.
Viajé hasta ahí para ver a Van Morrison y a Marvin Gaye. Sobre todo al primero, ya que tenía noticias de que acababa de finalizar su disco Common One (en unos estudios ubicados en Niza, en la riviera francesa), una obra experimental (inspirada líricamente en la poesía de Wordsworth y Coleridge), que abandonaba el R&B para adentrarse en los terrenos del jazz, del free, con el sax de Pee Wee Ellis más la trompeta de Mark Isham. Yo quería oír eso (y lo hice, pero esa es otra historia).
La suerte que tuve de ligar varios rides contínuos hizo más rápida mi llegada de lo pensado. Había calculado un día más de viaje, así que me sobraban 24 horas para conocer la zona y entrar a algún otro concierto que me interesara. Deambulé por la ciudad desde muy temprano el día 12. Lo cual me permitió tener uno de esos momentos epifánicos, en el mero “esplendor de la hierba”, según la referencia cinematográfica.
Fue una sensación intensa y llena de sentido, que se complementó a la postre con mi oficio de escriba. Pasear estimula el pensamiento, pero hacerlo inmerso en naturaleza semejante, donde estás dentro de un cuadro bello, hace que una corriente alterna libere por ti todo el lastre de zozobras con el que andas deambulando y te oscurece los sentidos.
Momentos así iluminan de repente e inesperadamente con sus destellos un presente y, por qué no, un futuro distinto. Puede uno oírse vivir. Es como si aquel encuentro hubiera realizado una limpieza interna exhaustiva y dispusiera todo para ser un recipiente listo para recibir nuevos contenidos. En fin, una sensación muy estimulante que horas después encontraría su razón de ser.
VIDEO SUGERIDO: ROCKPILE – LIVE 1980 –“I Knew The Bride” (When She Used To Tock And Roll)” – Track 3 of 18, YouTube (Soundcheck24)
Estaba en esas andanzas cuando me encontré con un cartel donde se anunciaba la presentación de un grupo británico del que, hasta entonces, no había escuchado ni sabido cosa alguna. En él no había mayor información que la usual: fecha, lugar y hora.
Como el precio del boleto estaba dentro de mi presupuesto decidí ir a comprarlo a la taquilla del Centro de Convenciones, comer algo por ahí y luego sentarme en el auditorio para sentir la atmósfera que creaba la expectativa ante banda semejante, con un nombre prometedor: Rockpile.
Este era un grupo británico de formación no muy reciente. Ya tenían cuatro años de trabajar juntos. Anterior a ello, Nick Lowe (voz y bajo) y Dave Edmunds (voz y guitarra), sus líderes visibles, se habían conocido durante algunas sesiones para la compañía en la que ambos trabajaban como productores (Stiff Records). Y llamaron para colaborar con ellos a Billy Bremme (voz y guitarra) y a Terry Williams (batería), el primero antiguo compañero de Edmunds en su banda Rockpile de 1970. Decidieron mantener el nombre.
Nick y Dave tenían una larga trayectoria dentro de la escena (como músicos de diversas bandas, en varios géneros y con un bagaje netamente rocanrolero desde la infancia). Habían pasado por el punk. Lowe tenía asegurado su nombre en la historia del género tras haber producido el primer sencillo del mismo, y Edmunds había participado activamente en sus precedentes.
La dupla, sin embargo, prefirió inscribirse en la novel corriente de la New wave con el acento en su experiencia como forjadores del pub rock (el que surgió como respuesta enfrentada al rock progresivo y al glam, que preludió al punk y que practican los animadores musicales en bares y clubes de aquellas islas desde entonces). Ese espacio tan caro para el desarrollo del rock británico, como para el de sus egresados famosos o habitantes regulares.
No obstante, por cuestiones legales no podían grabar como grupo por mantener ambos contratos vigentes con distintas compañías y representantes. Pero mientras eso se solucionaba todo el grupo era el soporte fundamental en los discos como solistas que realizaron cada uno de ellos antes de finalizar las años setenta: Tracks on Wax 4, Repeat When Necessary y Labour of Lust, como muestras.
Con la llegada de 1980 el panorama cambió y entraron como Rockpile al estudio para grabar Seconds of Pleasure (su debut y obra única), una pequeña gran joya de rock melódico, cargado de rockabilly y power pop, que se instaló fuera de las corrientes de moda y con ello se volvió atemporal y al mismo tiempo perene. En él incluyeron versiones (de Joe Tex, The Creation, Chuck Berry y los Everly Brothers, entre otros) y canciones originales.
Destacaron los sencillos “Teacher Teacher”, “Heart” y “When I Write the Book” con los que Lowe mostró desde entonces su incombustible capacidad compositiva, su manejo de los diferentes estilos rockeros y, sobre todo su conocimiento de las inquietudes juveniles que son las mismas para todas las generaciones. Edmunds por su parte, puso en la palestra su experiencia rítmica, su timing y su determinada visión con respecto al rock and roll. La guitarra rítmica y los tambores siempre fueron un apoyo incandescente, sólido y puntual.
Así fue como los descubrí aquella noche de julio. Pusieron el broche de oro a una particular jornada memorable. Me enfrentaba a un concierto de la manera más inocente, sin ningún antecedente ni escucha previa. Y aquella inocencia fue recompensada. Rockpile interpretó un set de 16 canciones pleno de músculo y propuesta, en el cual Edmunds fue el favorecido al cantar la mayoría de los temas (10), mientras que Lowe y Bremmer lo hicieron en las menos.
El objetivo de interpretar a Chuck Berry y a Eddie Cochran al triple de velocidad se cumplió plenamente. El grupo se mostró en gran forma sin menguar en los cambios vocales (yo hubiera preferido escuchar más Lowe porque su voz me resultaba más cálida y cercana) y la actuación fue tremenda y entretendida: “Sweet Little Lisa”, “I Knew the Bride”, “Queen of Hearts”, “Let it Rock”, “Let’s Talk About Us”…
Los problemas que tuvieron al principio con los micrófonos no pudieron ser corregidos en la mezcla de la grabación del disco, quizá por eso tardó tantos años en aparecer publicado, pero ello no le quita ni un ápice al testimonio que significa esa muestra de rock and roll de la mejor clase, energético, auténtico, que ataca su lírica e instrumentos con el fervor de los evangelistas iluminados. Un set con temas que son perfectos tratados de power pop-rock, breves y con melodías relucientes, sustentados por el material del que a la larga sería su único disco.
Tocaron con pasión una música con la que es imposible no sonreír y sentirse mejor. Y, además, luego lo supe, como si no hubiera tensiones entre Lowe y Edmunds, provocadas por el exceso en el que habían caído de alcohol y drogas. Tras la gira la banda se distanció notablemente debido a las dificultades personales dadas las fricciones, a las que agregaría arreglar los encuentros entre los integrantes debido a sus proyectos paralelos. A pesar de ello, trabajaron juntos esporádicamente a lo largo de la década, para grabar el material de alguno o en magnos conciertos benéficos.
Sin embargo, con su exégesis musical de esa noche algo se movió para mí, transfiriendo unos minutos de actuación en un tiempo de eternidad personal conectada a su dinamo (que gracias a la edición del disco con dicha presentación, Rockpile Live at Montreux 1980, puedo revisitar cada vez que mis necesidades lo requieren.
Es un disco comparable a un sitio de retiro, al que de vez en cuando me acerco para recargar energías, recuperar recuerdos, aclarar las cosas, indicar una ruta a seguir o simplemente un refugio ante un desgarro existencial. Creo que todas las personas deberían tener discos así, elegidos por las causas precisas y por la cura que proporcionan.
Quizá el mundo para uno no progrese madurando según lo esperado, sino manteniéndose en un estado de permanente adolescencia, de exultante descubrimiento, donde enlazar vida y música, por ejemplo, sea siempre un vuelo arriesgado en el cual puedes arder y encontrarte o perderte si te equivocas al escoger el beat adecuado.
El resultado aparece cuando se comprende que la vida discurre a ras de suelo y que si nos mantenemos ligeros y alertas, sin ataduras inocuas, puede venir de pronto alguna brisa y llevarnos a los lugares donde la melodía escuchada nos haga preguntarnos muchas cosas y mantenernos siempre a la búsqueda de respuestas, en la construcción de nuestro propio camino. Esa es la aventura y la música su mejor bitácora y compañera de viaje.
VIDEO SUGERIDO: ROCKPILE – LIVE 1980 – “Girls Talk” – Track 7 of 18, YouTube (Sounscheck24)
En un verano pasado (pre Covid), a mediados de julio, viajaba tranquilamente en auto de Berna a una ciudad al norte de Suiza llamada Gerlafingen. Por la autopista hubiera hecho alrededor de media hora, pero decidí irme por caminos vecinales dada la belleza del paisaje, el buen clima (24º C) y a que no tenía prisa por llegar: ya tenía mis boletos para el festival de música al que me dirigía.
Así que aquel traslado de 30 minutos se convirtió en más de una hora. Durante mucho rato todo fue bucólico y de postal tópica: montañas, caminos zigzagueantes, cabañas, rebaños de vacas y borregos, un riachuelo fluyendo en paralelo a la carretera.
En fin, lo clásico en este triángulo geográfico en el que colindan Francia, Suiza y Alemania. De repente, el rompedor ¡BRROOOM! de un par de motociclistas procedentes de este último país. Lo supe porque mi compañera me señaló el escudo de sus chamarras que indicaban a que club pertenecían.
En el siguiente cruce de caminos apareció otro grupo (franceses) con sidecars y máquinas más antiguas. Y así, sucesivamente fuimos rebasados por motoristas solitarios o grupos de ellos. Motocicletas imponentes, ruido contundente y halo estremecedor.
Al llegar a nuestro destino se confirmaron nuestras sospechas, iban al mismo sitio que nosotros. Gerlafingen es una pequeña ciudad que pertenece a la comuna suiza del cantón de Soleura, con una población de cinco mil habitantes y cuyas cartas de presentación son sus muy buenos restaurantes italianos y el festival de música llamado “Rockabilly Stomp”.
El paisaje cambió radicalmente y de lo bucólico pasamos a lo urbano, pero en un viaje al pasado. De los estacionamientos designados para el evento salían decenas de personas de la más variada edad y con vestimentas de los años cincuenta: chamarras de cuero, pantalones de mezclilla, botas negras, cadenas, crinolinas, diademas y anteojos para el sol estilo gatuno. Saltaban de las motos o de autos arreglados y campers. Back to the Past!
Este es un festival temático al aire libre que se realiza anualmente. Cuenta con el aval del ayuntamiento (con condiciones estrictas y sin apelación, muy suizo). Se ha ganado la fama de bien organizado, seguro (el control de las pandillas de motoristas es asunto pactado desde el comienzo), una oferta culinaria variada y público internacional rodeado por el bosque contiguo.
En lo musical brinda una formulación que combina lo nostálgico con los sonidos refrescados. Es decir, en la cartelera pueden aparecer lo mismo los legendarios Comets (los acompañantes de Bill Haley que aún quedan vivos y en forma), que las nuevas propuestas del género procedentes de Japón, por ejemplo.
En esta ocasión, le toca el turno a los exponentes franceses del rockabilly, desde veteranos hasta noveles. Una amplia variedad la suya que cuenta con una tradición de medio siglo. La rama gala de este género es un continuum en el tiempo que comenzó, como todo en Francia, con un escritor.
El rockabilly es igualmente francés tanto como los ragtimes de Eric Satie, el swing de Ray Ventura, la adaptación de «Night and Day» hecha por Damia, los «Children’s Corner» de Debussy o un filme de Truffaut obsesionado con Howard Hawks.
La trascendencia de la imagen inventada, ésa es la lección que dejó la promoción cultural de Boris Vian. El cual vio a los Estados Unidos con los ojos de Alfred Jarry, sin dificultades pasó de la polka y de la canción de Kurt Weil al rock and roll.
Vian fue un inquilino de la juke box de cafetería adolescente que escribía literatura. Superó la zanja entre las Artes Serias y el consumo de masas. Una postura perfecta para cursar el siglo XX y abordar el nuevo siglo sin problemas. Él les enseñó a sus compatriotas a rebasar los complejos genéricos.
VIDEO SUGERIDO: Jake Calypso (bleeding!) – Rock’n’Roll Girl – South Side Rumble 2016, YouTube (Marco Mrclaitus)
Y así comenzó el rock and roll galo, ése de Henri Cording y Gabriel Dalair, de Juan Catalano, Claude Piron, Henry Salvador y Magali Noel. Era rock, histórico y circunstancial, que logró crear las primeras composiciones en francés, originales o adaptaciones.
Esto le ha sido reconocido y sus herederos adolescentes fueron inteligentes y pragmáticos. La moral primaria del rock and roll pasó conscientemente al rockabilly y realizó la selección entre ellos. En la superficie sobresalió el incandescente Johnny Hallyday.
Y así, el movimento del rockabilly que comenzó al final de la década de los cincuenta con primeras páginas y los medios a sus pies, llegó a su apogeo a mitad de los sesenta e hizo fade out al final de esa década, pero nunca se fue realmente. En el underground ha continuado su flujo interminable.
Por ahí han pasado los nombres de Be Bop Creek, The Badmen, Les Bracos, Cattle Call, Don Cavalli o Earl & The High Tones y hasta Little Bob, quienes han cimentado las bases musicales y de actitud necesarias para mantener incólume dicho movimiento.
El rockabilly esencial es música folk (hillbilly, sobre todo) mezclada con el temprano rock and roll (y country) de Bill Haley (con la totalidad de porcentaje blanco sin gota de negritud). Es un estilo de guitarras acústicas veloces, con un ritmo nervioso, pocos tambores y con acento en el beat remarcado con un distintivo contrabajo tocado con la mano abierta.
(Los primeros momentos del rockabilly fundamentaron sus raíces en las tempranas grabaciones de la segunda década del siglo XX, de cuando el country bebía de la fuente del ríspido blues y luego en los siguientes años con la amalgama del western swing –la voz campirana unida al dobro –con influencia hawaiana– y al sonido de las grandes bandas–, el boogie y el iniciático rock & roll.)
A partir de la década de los ochenta, la guitarra acústica fue sustituida por la eléctrica (Gibson, principalmente), con los grupos de la segunda ola del género que surgieron en la Gran Bretaña. Estilo instrumental que se ha mantenido hasta la fecha.
Técnicamente, el sonido se caracteriza, además, por un generoso uso del eco, el cual implementaron los precursores de la producción de sellos independientes: Sam Phillips con Sun Records y Leonard Chess con Chess Records, quienes propiciaron lo acústico «hecho en casa».
El nuevo siglo, hacia el fin de su segunda década, aportó una prometedora nueva camada del rockabilly alimentada de todo aquello a su manera y con su propia estética; retro, vintage o revival.
Y es de nueva cuenta Europa la que envía un mensaje de novedad (así como lo hizo con la segunda ola: Stray Cats, The Jets, Matchbox, The Meteors, The Go-Katz, et al) con festivales anuales en distintos puntos cardinales de su geografía y decenas de grupos tocando en ellos o en bares o clubes del continente, de Portugal a Moscú, de Suecia a Italia.
En el caso que me ocupa se trató del festival de Gerlafingen que se llevó a cabo del 14 al 16 de julio, con énfasis en la aportación francesa. Para la ocasión aparecieron en escena veteranos como Pet & The Atomics o Jack Calypso, con una auténtica lección de historia.
A su vez, los nuevos pidieron paso a gritos su lugar, entre ellos Easy Lazy “C” & His Silver Slippers, The Shuffle Kings, Rockin’ James Trio o Long Black Jackets. Energía, actitud y volumen. Envidiables ejemplos. Del rockabilly clásico, pasando por el doo-wop al psychobilly y el gothakbilly.
Pero no se quedan en ello también hay las mezclas con el swing, el jump, el rhythm & blues, el garage, el bluegrass y el blues eléctrico. Y la instrumentación también se ha vuelto incluyente (ukulele, banjo, percusión diversa, acordeón, armónica, las guitarras: steel y stratocaster, trombón, trompeta, piano y hasta xilófono).
En la experiencia hubo reunidos ahí, en un festival suizo, un puñado de grupos, empedernidos independientes, que hacen discos y ofrecen conciertos, algunos de ellos desde hace años. Grupos franceses que valen tanto como otros más conocidos, que han escogido un camino no forzosamente fácil ni comercial, pero sumamente disfrutable y fundamental: el rockabilly. Fantástico soundtrak veraniego.
VIDEO SUGERIDO: The Rockin’ James Trio – Be Bop Cat, YouTube (OldCreedence)
Santana dijo: “Pugnemos para que todos los indígenas desde Canadá hasta Brasil tengan voz en la ONU, donde ni los dejan entrar y tratan como animales”. Santana dijo: “Ya no sigo ni gurús, ni Papas, ni proxenetas, ni políticos, sigo a mi propio corazón”. Santana dijo: “Hay que confiar en el romance entre Dios y nosotros”.
Santana dijo: “Me retiraré cuando muera, quiero estar en el futuro, quiero un doctorado en la vida”. Santana dijo: “Fumar hierba es un sacramento, tengo 20 años de casado, tres hijos y cercanía cotidiana con los ángeles”. Santana dijo: “Repudio al Salón de la Fama del Rock porque sus organizadores son racistas”.
Santana dijo: “La melodía es la mujer, el ritmo el hombre, la cama no importa cuál sea, el jazz es un océano, el rock una alberca, John Coltrane rompió la pared de la ignorancia”.
Santana dijo: “Los grupos mexicanos son tan profundos como el fondo de una cuchara, ninguno me pega en el corazón, yo estoy acostumbrado a que me peguen como Jimi Hendrix”. Santana dijo: “Le ofrezco a Javier Bátiz mis oídos y mi corazón, hay cosas que él todavía tiene que desarrollar, porque todavía suena como un disco en una sinfonola de los sesentas, clavado en el blues”. Santana dijo: “Espíritu y sensualidad, el perfecto balance de mi música”.
Carlos Santana de nuevo en México, en el Palacio de los Deportes esta vez. Un mural con el tema de la fraternidad del hombre al fondo, una decena de cámaras filma el concierto y los ingenieros graban el material en vivo para su próxima producción.
La música de Miles Davis realiza la introducción a la noche. Santana dice: «Hoy vean con el corazón, no con la mente. Estamos rodeados de ángeles». Santana recuerda a sus muertos: Miles Davis, Stevie Ray Vaughan, Jimi Hendrix, Bill Graham, César Chávez (a éste le dedica el concierto). Comienza la sesión.
La música de Santana ahora, a mediados de la década de los noventa, es un fuego que no puede apagarse, es un fuego sagrado; es una realidad mítica, quintaesencia de la evocación. Y así lo entiende Pilar M., la excelsa bailarina que ha acudido al conjuro.
Sentada en la tercera fila (junto a un hombre que no soy yo), mi excompañera de prepa y ya un patrimonio de la nación se ubica en la concentración de este universo donde se entrecruzan las zonas cósmicas del momento: lo anglo, lo latino y lo negro. La tierra de los grandes pactos con existencia duradera y eficaz.
Espíritus que danzan en la carne, No tengo a nadie, Mujer de magia negra, Oye cómo va (y Armando Peraza en los timbales se acuerda de Tito Puente y le tupe durísimo, mientras Pilar se mueve ligera, sabrosamente etérea), Samba Pa’ti (que deviene en Capullito de alhelí, Brasil y termina con La cucaracha), Vámonos Guajira.
Santana habla de la guadalupana y sus bendiciones. El público grita enloquecido ¡Mé-xi-co…Mé-xi-co…Mé-xi-co!… Y entonces aparece «un hermano», Javier Bátiz. «John Lee Hooker dijo: está adentro y tiene que salir», el boogie y luego el blues. Se comprueban las palabras de Santana. Pilar prefiere mantenerse sentada.
Paz en la Tierra, Soweto, Haz feliz a alguien, Tenemos que convivir. Santana dice: «Lo que necesitamos es despertar a otra realidad. La política y la religión no funcionan. Necesitamos compasión, ternura, luz y armonía». Rock, afrocubano, soul, reggae, blues, hard y solos que sí lo son. La música por fin retornó al recinto con Santana.
El Palacio no refleja más figura que la de este rey de la guitarra, hasta el trasmundo de sus cristales más lejanos. Sus dádivas se repiten una y otra vez, en la ronda de lo que sabemos infinito: figuración plástica del concepto, flor siempre nueva de un viejo romance.
Santana palpa el material ansiosamente, con el olfato y la vista metidos en el tacto. Sopesa las cuerdas, sus dedos buscan las redondeces de la guitarra, su tersura. La materia es la misma en busca de nuevas formas.
Melodía y Ritmo, construcción en sorprendente equilibrio. Nos enfrentamos a la última presencia de los objetos en metamorfosis: el sonido hecho música, para orgullo de Carpentier y Lezama Lima. La música de Santana como semen creador. El oído es también un órgano sexual, ¿o no, Pilar?
El grupo de ocho músicos (en el que se incluye a Jorge «Malo» Santana en la guitarra rítmica, además de los ya conocidos) da vida y ordena, y quien ordena con música hace magia, que es tanto como hacer poesía. Espíritu y sensualidad, los asideros de Santana, ambos vías de redención cargadas de fuerza sensible.
El espíritu dionisiaco cautivado por los cueros y la lira a dos dioses rinde culto: por un lado es veleidosa sinfonía; por otra, pirámide. La noche se desmaya en lecho de brumas, agotada por dos horas y media de orgasmos luminosos.
VIDEO SUGERIDO: Carlos Santana – Somewhere In Heaven – Milagro Tour – Vancouver 1992, YouTube (SantanaVideoChannel)
Yo no tenía ninguna madrina que invitara a mi prima Águeda a que pasara el día con nosotros, como la del poeta López Velarde. Ella llegaba de su lejana provincia a visitarnos, pero igual con su prestigio ceremonioso. Había enviudado hacía un año, a los 25, y aparecía ahora con sus ojos verdes y sus pulposos labios que me protegían contra su pavoroso luto.
Yo era un adolescente que ya conocía la o por lo redondo, y esta Águeda me causaba calosfríos ignotos y heroísmos solitarios con su voz cariciosa, ojos verdes y labios apetitosos. Un bombón cubierto por decoro ancestral.
Contrariamente al penoso bardo jerezano, yo no adquirí la costumbre insana de hablar solo, sino con ella. Por aquellos días acababa de suscitarse un colapso hogareño debido a mi escapada a Avándaro, al festival de rock. Es más, ella llegó justo al día siguiente de mi regreso y presenció dos o tres discusiones seguidas por lo mismo.
Mi padre tratando de lograr su apoyo le asestó lo que había sido publicado en los diversos periódicos y conmovido a la siempre despistada opinión pública, y por si fuera poco se los hizo leer como a mí. Él nunca me dio la oportunidad de platicarle mis andanzas en aquel pueblo del Estado de México. Nada. Únicamente creyó lo dicho por aquella prensa (vendida y escandalosa) y a mí ni en cuenta.
Tras ello preferí no permanecer mucho tiempo en la casa y pasar casi todo el día –contra mi voluntad– lejos de la prima. Sin embargo, me pude dar cuenta de que ésta le dedicaba un tiempito a la lectura de las crónicas sobre el evento tan comentado.
Una tarde me apersoné por ahí y ella estaba sola, viendo la televisión. Tomé asiento a su lado y pretendí poner atención a lo que sucedía en la pantalla. Imposible. Oye, dijo, ¿por qué no vamos a dar una vuelta y platicamos un rato?
Salimos a caminar por todo el camellón de la avenida Álvaro Obregón y de regreso nos sentamos frente a la que había sido casa de López Velarde. Ya sin mayores rodeos me preguntó con mucha curiosidad si lo que se decía sobre Avándaro era verdad. Entonces me solté, poniendo en práctica el método mayéutico que estaba estudiando en mis primeras clases de historia de la filosofía: ¿Tú qué crees?, le pregunté.
Comenzó a recitarme a su vez los encabezados y las editoriales de lo que había leído: orgías, delitos, vestimentas estrafalarias, jipis, extrañeza idiosincrática, vicio, degradación, inmoralidad, rencor social, jóvenes que se sienten gringos, idiomas ajenos, el «Woodstock» mexicano, pobre imitación de actitudes extranjeras, nostalgia de otras latitudes, caos, sexo, drogas y rock and roll…y algunos etcéteras más, que incluían varias muertes y decenas de heridos.
Y el rock ¿qué es para ti?, le volví a cuestionar. Mencionó entonces doctamente a Enrique Guzmán, César Costa, Angélica María, Manolo Muñoz, Alberto Vázquez, al «negrito» de los Rebeldes del Rock, a Polo (tarareó «El último beso»), a los Hitters, y ya. ¿Y para mi papá y mamá, qué es?, volví a la carga: Puro ruido. Entonces le dije que para mí el rock no era ni lo uno ni lo otro.
Le platiqué de cómo me habían negado primero el permiso para ir al festival sin más trámite (yo era aún menor de edad), aunque supieran de mi afición al género rockero, y de que iba a ir con un primo y un amigo de ambos); de cómo junté los 25 pesos que costaba el boleto (que fui a comprar en mi bicicleta a la concesionaria ubicada en la esquina de Avenida Cuauthémoc y Obrero Mundial) y lo del pasaje; de cómo tomé un camión de tercera cerca del mercado de La Merced (en la calle de Roldán) en donde compramos latas de sardinas, leche y duraznos; del viaje de cuatro horas para llegar y el buen cotorreo con los cuates y las chavas durante el trayecto; del reconocimiento en otras caras, en otros ojos, en otras risas.
Le platiqué de nuestra llegada de noche al pueblo de Valle de Bravo y la caminata a oscuras junto a cientos de semejantes hasta el lugar donde se realizaría el festival; de los aguaceros interminables y bienvenidos con gritos y música (en un escenario endeble y elevado sólo iluminado por un foco y la pregunta al micrófono de qué música queríamos escuchar, de cómo el personal gritó “¡Bluuues!” Y los músicos improvisaron una jam con él; de la convivencia pacífica y alivianadora desde el comienzo; de los increíbles baños en el río cercano, de las comidas compartidas, del lenguaje común, del cúmulo de imágenes; de las cosas que vendían los soldados junto con los tiras disfrazados que acordonaban el lugar; de los helicópteros de la policía que constantemente sobrevolaban el terreno, filmándonos; de las mentadas unísonas ante el hecho; de la buena vibra a pesar de la gran población ahí reunida.
Le hablé de las ganas de estar juntos y compartir cosas afines; de la insospechada sensación de libertad; del rock como motivo de reunión y no como fin; de la comunión espiritual con los chavos de otros países en los que podían hacer esto más constantemente y sin broncas; de que yo no vi ni supe de muertos ni heridos en los cuatro días que pasé ahí, como dijeron los periódicos. Pero sí de los que hubo en Tlatelolco y el 10 de junio, de lo que los mismos medios no dieron cuenta honesta.
Le dije que el rock abarcaba todo eso aquí y en otros lados y en cualquier idioma. Y si hubiera tenido unos años y experiencias más, hubiera agregado que la juventud nunca había sido tan joven como en ese momento; y que la podredumbre, la mentira y la incomprensión estaban en quienes no lo eran, y que habían inventado su Avándaro para continuar con el cúmulo de ideas anticuadas, moralistas, dogmáticas, autoritarias y, peor aún, nacionalistas, para justificar su absoluta ignorancia con respecto a los jóvenes. (El ungido cronista oficial de la ridícula y miope izquierdamexicanasupercalifragilísticamentemarxistaleninistatrotskistaestalinista, Carlos Monsiváis, fue uno de tantos: nos tachó a quienes estuvimos ahí de antipatriotas y de cantar canciones que no versaran sobre el campesinado mexicano).
Es probable que mi prima Águeda tampoco lo haya entendido completamente, pero sus labios pulposos, sonriéndome, lo intentaron de todo corazón.
El camión escolar que me trajo de vuelta a la ciudad luego de casi tres horas de camino se detuvo en la avenida Observatorio, a corta distancia de la entrada del Metro del mismo nombre. El transporte se vació y los pasajeros plenos de una vibración común se separaron para continuar la vida cada uno por su lado.
La mayoría se lanzó en pos de los convoyes del Metro; otros echaron a caminar en busca de rutas más convenientes. Yo, con unos cuantos más, abordé un camión –de esos chatos con sus grandes vitrinas– que por ser domingo en la tarde venía casi vacío. Las cabezas de los que ya estaban instalados voltearon al unísono para ver el pequeño desfile de quienes retornaban. Cuchicheos, murmullo generalizado y miradas cuestionadoras.
Yo me instalé en la parte posterior para estar cerca de la puerta. Venía cansado, desveladísimo y con un hambre feroz. Los pensamientos aún estaban allá, pletóricos de imágenes, de sonidos y de momentos inolvidables. El trayecto se le hizo corto.
Una vez en el cruce de las avenidas Insurgentes y Baja California, a la altura del cine de Las Américas, decidí irme caminando. La tarde estaba templada y discretamente soleada. Me eché el costal de marino que llevaba al hombro e inicié la marcha.
Estaba contento y conservaba intacta la sensación de aquella buena vibra en la que viví por varios días. Tenía mil cosas que contar y mil más qué saborear por mucho tiempo.
Crucé la calle de Campeche y a media cuadra –frente a una tienda de vestidos de novia– me encontré con una familia resplandeciente y nívea que andaba de paseo. El papá, al verme venir, tomó a uno de los niños de la mano e indicó a su esposa hacer lo mismo con la niña. Todos se pegaron a la pared y la sonrisa desapareció de los rostros de ambos padres. Los niños querían seguir con su juego, pero el papá y la mamá no les hicieron caso y los sujetaron bien mientras yo pasaba.
Al llegar a los escaparates de la tienda Woolworth me pude ver de cuerpo entero: una gorra con muchos adornos me cubría la cabeza; el pelo lo traía un poco largo y sin peinar, unos lentes de espejo me tapaban los ojos; del cuello colgaba un yasqui que descansaba sobre una camiseta pintada con anilina azul.
Encima llevaba una camisola de mezclilla con diversos adornos, un símbolo de amor y paz entre ellos. Los vaqueros –tiempo después la palabra sería cambiada por jeans— sucios de lodo hasta las rodillas; las botas mineras en estado semejante. En fin, lo que se podía esperar luego de varios días de lluvias torrenciales y sin mudas de ropa. El hecho me pareció chistoso, nada más.
Al llegar a la avenida Álvaro Obregón, donde vivía, un coche se detuvo y los tripulantes me dieron aventón unas cuantas cuadras. Me bombardearon a preguntas y lamentos por no haber podido ir. Me bajé en la esquina de la calle Orizaba y caminé todavía un par de cuadras ante las insistentes miradas de los transeúntes.
Llegué al edificio, subí las escaleras y me planté frente a la puerta de mi casa. Toqué. Me abrió mi madre, quien con un grito corrió a quitar las alfombras, me empujó hasta el baño y dijo que no saliera hasta quedar limpio.
Al salir ya tenía a mi padre frente a mí observándome detenidamente. Me llevó a la sala y me mostró una pila de periódicos. «Ahí está lo que pasó en Avándaro, quiero que lo leas”. Me acerqué y quedé atónito ante los desplegados de la prensa. No era posible tanta mentira.
Mientras, mi madre iba echando al bóiler camisola, camiseta, vaqueros, calcetines, etcétera. Los zapatos, la cobija y el costal fueron a dar al basurero. Así culminó metafóricamente la aventura del Festival de Rock y Ruedas del 11 y 12 de septiembre de 1971.
Algo semejante ocurrió con el incipiente rock mexicano y todo intento de reunión con objeto de escuchar este tipo de música. Rechazo, tergiversación, política cimarrona, moralina, argumentos religiosos. El dedo flamígero de la sociedad informada por el gobierno reprimió cualquier manifestación musical a partir de estas fechas. Hubieron de pasar 20 años para que los grupos mexicanos volvieran a decir esta boca es nuestra.
La década de los sesenta trajo consigo infinidad de cambios para México. El rock and roll había irrumpido desde los primeros días y con él una serie de cuestionamientos con respecto a la forma de vivir que se llevaba por aquellos días.
«Juventud» fue una palabra que comenzó a cobrar su real significado para todos. Las antiguas ideas con respecto a ésta no pudieron responder a los requerimientos de la época. Los jóvenes empezaron a manifestar sus necesidades, inconformidades y expectativas de vida, que no tenían ya nada qué ver con las de décadas anteriores.
La posguerra, la guerra fría, el capitalismo, el comunismo, las vías para el desarrollo, la desigualdad social, la creciente deuda, etcétera, eran cuestiones que repercutían por doquier y a las que el país no podía evadir, ni sustraerse a sus consecuencias económicas, políticas y sociales.
A los jóvenes –en general– se les tomó en cuenta hasta que irrumpieron con fuerza y amedrentando con sus actitudes. Tuvo que ser hasta el surgimiento de los rebeldes sin causa que aquéllos fueran considerados como parte importante de la sociedad.
Dio inicio así lo que se denominaría la lucha generacional y que desde entonces ha estado en la mesa de las discusiones sin que hasta el momento se haya hecho algo inteligente para solucionar la problemática.
El rock and roll se convirtió en la música que dio voz universal a la juventud y dicha función había sido ininterrumpida. En México, como en muchos otros países, el rock se adaptó a nuestro idioma; sin embargo, no se comenzó de manera original sino realizando covers, muchas veces patéticos, de éxitos ya dados.
Eso le restó muchísimas posibilidades a la creatividad y a la comunicación real con los escuchas. No obstante, la rebeldía, las nuevas formas de ver al mundo y a sí mismos no se vieron restringidos por esta actitud, aunque sí por las del gobierno, el cual, viendo en el rock una amenaza –toda reunión juvenil desde entonces le ha parecido una amenaza–, dio inicio a una represión sistemática que no se ha detenido. Juventud y rock se volvieron sinónimos.
Con el advenimiento de la beatlemanía y el hippismo el rock cobró nueva fuerza a nivel global, lo mismo que la palabra juventud. En México los entonces escritores jóvenes (José Agustín, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña) se encargaron de darle carta de naturalización y de inscribirla en la historia.
Nuevos conceptos, haz el amor y no la guerra, psicodelia, mentes abiertas, la revolución mundial a través de ellos, permearon al planeta. La juventud quería el mundo y lo quería ya, harta de ser ninguneada, sometida y vejada.
La conciencia se manifestó y llegó el año 1968. Un hito en la historia humana contemporánea. En México fue particularmente sangrienta la respuesta del gobierno a los jóvenes y sus requerimientos. A partir de ahí el rock mexicano auténtico movió la colita y surgieron grupos por toda la república y con algo qué decir musical y textualmente.
La radio –tres estaciones– abrió sus puertas al movimiento. Por dos o tres años el rock mexicano cobró importancia como tal y los grupos grabaron y anduvieron por todos lados: los Dug Dugs, El Ritual, Peace and Love, Tequila, La Revolución de Emiliano Zapata, Bandido, El Pájaro Alberto, Love Army, Three Souls in My Mind, Hangar Ambu-lante y muchos más patentizaron el momento.
Llegaron los años setenta y con ellos otra muesca en la macana y en el fusil del gobierno. El 10 de junio de 1971. Los Halcones, Luis Echeverría y Alfonso Martínez Domínguez. Tres meses después, para redondear una carrera de autos, los organizadores decidieron llevar a algunos grupos de rock que amenizaran la noche anterior a la competencia.
El evento se llamaría Festival de Rock y Ruedas, el boleto costaría veinticinco pesos y se vendería en las concesionarias de autos Chrysler y se realizaría en Avándaro, Valle de Bravo, estado de México.
El gobierno aprovechó la situación también. Permitió el acontecimiento, pero mandó a sus perros de caza –«la prensa vendida», como se le denominó en el 68– para tornar a la dormida opinión pública en contra del festival. Epítetos de toda índole y de todos los sectores –incluyendo a la miope y estalinista izquierda– fueron vertidos para denostar un hecho que no tuvo otro fin que el de reunir a una generación que había encontrado en el rock un refugio para las balas, los macanazos y las razzias; y una forma de demostrarse que estaba viva, que seguía buscando los cambios necesarios y que la juventud no es cosa de edad sino de actitud.
Después de Avándaro el rock mexicano fue combatido por doquier; se suprimieron las estaciones de radio que lo habían apoyado y difundido; se cerraron los lugares céntricos donde se le proporcionaba trabajo; se incrementaron las razzias para apresar a los asistentes a cafés cantantes.
La televisión comercial fabricó un revival –otro más– del rock de principios de los años sesenta y se borró el nombre de cualquier grupo que no estuviera dentro de estos cartabones. Al rock mexicano se le arrinconó, dispersó y obligó a marginarse radicalmente. Aparecieron los hoyos funkis con toda su podredumbre, miserabilismo y explotación. El rock mexicano de tintes originales desapareció.
Avándaro fue un momento importante para la historia del rock del país, tanto que el gobierno sigue sin autorizar la proyección del documental que se filmó ahí.
Eicca Toppinen lo dijo al final del concierto aquella noche del 2017, luego de agradecer los aplausos y las ovaciones: “Cuídense mucho. Vienen tiempos muy difíciles y extraños, prepárense”. Esa frase se me quedó grabada porque estaba muy fuera de contexto en ese momento, ¿a cuento de qué venía ese aviso? En marzo del 2020 lo supe, ¿pero él cómo?, ¿tenía una bola de cristal o alguna conexión directa con los dioses, con los nórdicos, los antiguos y paganos, que estaban más al tanto de este mundo que otros?
En fin, el anuncio premonitorio se cumplió y Apocalyptica y Toppinen están más presentes que nunca en mi bitácora cotidiana de estos días aciagos…(escribo tal cosa en mayo del 2020, con el Coronavirus sobre todo el mundo, en pleno)
Durante los últimos años sesenta y en los setenta del siglo XX a menudo se subrayó el parentesco que existía entre la música sinfónica y el rock progresivo, barroco o el jazz-rock, así como la influencia de Richard Wagner en el heavy metal –más en la imaginería y pomposidad que en otra cosa–. Muchos músicos de los subgéneros “pesados” tenían –y tienen– una manifiesta y confesa afición por aquello.
En el fondo de sus corazones guardaban tendencias definitivamente románticas en el momento de elegir la instrumentación orquestal como punto de descarga para sus ampulosas ambientaciones y alegorías mitológicas. En algunos casos tal tendencia condujo al kitsch y a la producción de chatarra mística, en otros al avant-garde.
Los representantes del sector clásico, por el contrario, eran reacios y conservadores al respecto. Por lo común expresaban poco o nulo interés por el rock en general, por no hablar del metal en lo particular. Muchos por una actitud snob más que otra cosa.
Esa situación se mantuvo a lo largo de varias décadas y por lo mismo, a nadie de tal sector se le hubiera ocurrido arreglar las canciones de un grupo como Metallica para cello, hasta que cuatro estudiantes de la renombrada Academia Sibelius, de Finlandia, emprendieron la tarea a mediados de los años noventa, pese a las dudas y reservas de sus profesores. Lo hicieron, como prueba, durante un campamento de verano, en el formato de cuarteto y con el nombre de Apocalyptica.
De entrada al experimento se le podía descartar como un juego intelectual meramente, cuyo factor de originalidad se pudiera reducir de manera drástica después de la tercera adaptación. Sin embargo, el tanteo obtuvo un brillante resultado y abrió con ello una nueva ruta dentro de la música contemporánea.
En el álbum consecuente, Plays Metallica by Four Cellos (1996), así como en sus presentaciones en vivo, las interpretaciones de dicho grupo camarístico desarrollaron una fuerza indomable. Esto se debió de manera fundamental al contundente oficio de este cuarteto de cuerdas poco ortodoxo.
La reunión de estos cuatro músicos en Apocalyptica (que en realidad puede crecer a siete, según se trate de un concierto en vivo, de una grabación o de una colaboración, en la que se agrega un baterista, un o una cantante, un violinista u otro invitado) fue uno de los más destacados y raros hechos de buena fortuna para la música de nuestro tiempo.
Una intensa atracción espiritual enlaza la energía de este grupo con un magnetismo que ha afectado grandemente el rumbo del cuarteto de cuerdas y de quienes giran alrededor de él, que bien pueden ser otros grupos de metal, de cuerdas o experimentales y hasta de ex integrantes del mismo. No en vano su ya larga producción y existencia.
En su sonido se perciben los poderosos elementos de la naturaleza (que en su origen emulaban las emociones íntimas), el arrebato y la potente interacción de energías eléctricas, el asombroso misterio del silencio que siempre atinan a poner en el lugar correcto y a veces una voz que canta evocadoramente con elegancia y vigor metalero.
Estos instrumentistas de formación clásica tienen el don de sondear los misterios de esas pequeñas notas en suspenso sobre el papel que ansían la liberación hacia la obra tántrica del sonido universal del acero. El don de la ilusión que nos permite escuchar la transformación perfecta de un tejido musical en otro.
El don de la paciencia que le permite al éxtasis apoyarse en planos cada vez más altos, y el de expresar con intensa y eficaz convicción que eso que hacen sea de lo más natural. Y, lo más importante, el don que permite a cuatro almas llenas de regocijo volar como una sola hacia tierras inexploradas.
VIDEO: Apocalyptica – Master of Puppets (live), YouTube (Felipo Martell)
Todo ello apoyado por una puesta en escena bien cuidada por los finlandeses: vestidos todos de negro, largas melenas agitadas al unísono (convertido el movimiento en marca de la casa), iluminados por luz roja de frente y deslumbrantes reflectores blancos por detrás. Instrumentos escénicos utilizados con criterio y gran efecto, que se convirtieron en grandes protagonistas secundarios de sus actuaciones en vivo.
Aquella agitación de las melenas rubias y trigueñas realizada con frenesí continúa en pleno 20 años después, durante la gira que el grupo realiza por los continentes para festejar el aniversario de su debut discográfico, aunque ya sólo la ejecutan dos de sus miembros, ubicados al centro del podio: Eicca Toppinen y Perttu Kivilaakso.
Los otros, Paavo Lötjönen y Antero Manninen “Mr. Cool” (ex miembro original y ahora invitado a la celebración), en los extremos, efectúan actos distintos durante los conciertos: uno, el primero, incentiva al público con su arco revestido de neón para provocar los aplausos de acompañamiento, los coros de las piezas más conocidas o el levantamiento de los puños en señal de solidaridad; mientras al segundo, más contenido, le corresponde el uso del cello “incendiado” y humeante que ilumina el cráneo de una calavera.
Así fue como los vi esa noche del 25 febrero del 2017 en el auditorio TivoliVredenburg de Utrecht, en Los Países Bajos. Obviamente tienen más tablas y dinámica, más discos en su haber (tanto de estudio como en vivo), más recursos y piezas originales, un baterista (Mikko Sirén) con estilo e instrumento excepcionales.
Su música ha evolucionado (construyen auténticas catedrales barrocas, con todo y sus atmósferas, que llevan de la suavidad al estallamiento emocional en un solo tema) pero mantienen la misma calidad, el fundamento estético y la incombustible energía que hace dos décadas cuando los admiré por primera vez.
Eicca Toppinen, el instrumentista líder (actualmente también compositor, productor y arreglista), es también el encargado de presentar los temas, a los integrantes y de comunicarse con el público. Logra la atención y las ovaciones para luego extraer oro de los cellos conjuntos, a la par que sus compañeros, en los temas evocados de su primer disco (tributo a Metallica): de «Creeping Death» a “Welcome Home”.
Apocalyptica sabe y disfruta de extender al unísono una alfombra sonora tejida con fibras de acero. Incluso los martillazos de «Wherever I May Roam» o «Master of Puppets» no han perdido nada de su fuerza, al contrario, han ganado en virtuosismo.
Su versión de «Enter Sandman» es el pináculo de ello, y la ovación seguida les concede el estandarte y la heráldica a perpetuidad. Una hazaña desde el punto de vista técnico y de ejecución al haber traducido una música de guitarras eléctricas a partituras para cello.
De esta forma, los músicos finlandeses que conforman Apocalyptica, han proyectado su sensibilidad y educación clásica en el selecto material metalero, ajeno y propio, y en su riff encarnado.
El sonido de sus instrumentos conectados directamente a amplificadores le agrega un tono de prosopopeya a las piezas. Por lo mismo, sus conciertos son intensos tanto para los protagonistas como para el público. Su crossover interdisciplinario, su metal sinfónico, ha cumplido 20 años y de la mejor manera, seduciendo al escucha con la experiencia.