ELLAZZ (.WORLD): DIANA BURTA

Por SERGIO MONSALVO C.

 

FOTO 1

CONCRETAR LOS DESEOS

Diana Burta nació en Groningen, en el norte de los Países Bajos, y comenzó con el jazz a muy temprana edad. A los 12 años ya tocaba el piano y cantaba todos los temas de Peggy Lee, Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald. Sin embargo, no pensaba en convertir su afición en algo definitivo. No obstante, las mismas circunstancias la llevaron a la profesionalización, al aceptar la invitación de unos amigos de sus padres para aparecer en unos shows de radio cuando cumplió los 18 años de edad. La respuesta del público la animó a intentar la carrera dentro del género.

Habla la posible Diana:

“El jazz siempre me gustó. Desde niña. Mis padres tenían una gran cantidad de discos y de libros al respecto. No eran músicos, pero sí mostraban mucho interés en la música sincopada. Mi padre me sentaba en la sala con él. Ponía un disco cualquiera y me contaba alguna historia relacionada con el álbum o el artista. Esos eran mis cuentos para antes de dormir. Así que mi gusto por tal música siempre tuvo bases sólidas. Eso me llevó también a estudiar el piano. No para hacerme profesional, sino para darme un gusto personal y tocar los temas que a mí me gustaban.

“Cierta vez, siendo adolescente, junto con unos amigos organicé una excursión veraniega a los Estados Unidos. A Nueva York, para ser precisa. Quería conocer los clubes legendarios y escuchar a algunos músicos. Mis padres avalaron el viaje, contribuyeron económicamente y me diseñaron una tour verdaderamente apetitosa. Así que, con otros tres amigos, me lancé a conocer los lugares de mis personales ‘Mil y una Noches’. Dejamos Europa en julio y volveríamos un mes después.

“Nos instalamos en un hotel de Manhattan y comenzó la expedición esa misma noche. Veinte días después ya acumulaba alrededor de cien horas de escucha en los sitios históricos tanto como en los clubes de moda. Tenía miles de anécdotas que contarles a mis papás, además de muchos discos de regalo. Todos estábamos contentos, extasiados, desvelados y rebosantes de música. El último viernes nos regodeamos en el bar del hotel con la plática sobre el último concierto al que habíamos ido. Luego mis amigos se fueron a dormir. Yo me quedé todavía un rato escribiendo una postal.

“Se me pasó el tiempo y cuando me di cuenta el lugar estaba vacío, con decirles que hasta las rubias con pinta de putas habían desaparecido. Y eso que ahí se la vivían. No estaba cansada o demasiado tal vez, el caso es que no tenía sueño. Subí a mi habitación, me cambié rápido y salí a la noche neoyorkina. En el vestíbulo había recogido el anuncio de la presentación de un músico al que admiraba y estaría en un bar cercano. Pedí un taxi y le indiqué a dónde llevarme.

“Tenía que ir a pesar de lo que mi papá me había dicho al respecto de él. Ya sabes, la idiotez juvenil. Recordé lo que comentó: ‘Jimmy es un tipo enorme. Un buen pianista, pero un snob horroroso. Le gusta la adulación incondicional y sólo toca muy poco del jazz que sabe. En vivo se dedica sólo a saludar a los famosos o a quienes considera importantes. Así no hay quien lo aguante. Me gusta mucho oírlo en discos, pero en escena te dan ganas de romperle el piano en la cabeza’.

“Abordé un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien dentro. Es curioso, pero es un olor regular cuando decides viajar de noche en esos vehículos. Es algo deprimente, tanto como lo fue esa noche de viernes en que las calles estaban tan tristes y solitarias. Apenas si vi a alguien. De vez en cuando se cruzaban un hombre y una mujer tomados de la cintura, o una pandilla de tipos riéndose como hienas por alguna causa. Nueva York es terrible cuando alguien se ríe así de noche. La carcajada se puede oír a manzanas y manzanas de distancia.

“Era un club de tamaño regular del que había leído mucho, pero que por el precio del cóver no había entrado en nuestra visita. Sin embargo, por ser la última noche y haberme sobrado algunos dólares quise darme el gusto. A pesar de ser tan tarde el lugar estaba a reventar. Casi todos los asistentes eran jóvenes, probablemente universitarios, probablemente también en los últimos días de sus vacaciones, como yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar mi chamarra en el guardarropa.

“Por la misma cantidad de gente el sitio irradiaba ruido. Todo el mundo opinaba en voz alta cómo estaba tocando Jimmy. Cuando él ponía las manos encima del teclado al parecer todo mundo tenía que exclamar algo, como si estuvieran en una arena de box o algo así. Yo sentí que lo que tocaba no era para tanto, pero… Había tres parejas esperando mesa y los seis se mataban por ponerse de puntas y estirar el cuello para poder ver a Jimmy. No deja de ser gracioso ver a gente adulta hacer cosas de niños y más cuando son varios.

“De cualquier manera los dueños de lugar habían colocado un enorme espejo delante del piano y un gran reflector dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí, como en aquellas películas de los años cincuenta cuando el protagonista tenía que tocar el instrumento, pero el actor no sabía hacerlo, entonces sólo le hacían tomas del rostro para ver sus expresiones y mostrar con ellas la emoción que le imprimía a su interpretación.

FOTO 2

“Una ingenuidad cinematográfica ahora reproducida en un club nocturno de Nueva York. ¿A quién le importaba tanto la cara del músico como para tal despliegue escenográfico? Quizá sólo a él, pero de ello me daría cuenta más tarde. No estoy segura de qué pieza era la que tocaba cuando entré, pero sí de que fuera la que fuera la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban asco, pero no se imaginan cómo le aplaudieron cuando terminó.

“A mí me dieron ganas de volver el estómago, pero los otros se pusieron como locos. Era el mismo tipo de cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia. Les aseguro que si yo hubiera sido la pianista o la actriz me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravillosa. Hasta me molestaría que me aplaudieran. La gente siempre aplaude cuando no debe y en el jazz se nota mucho cuando lo hacen los que saben y los que no. Por eso los músicos luego no ofrecen lo mejor. ¿Para qué esforzarse con un público así?

“Pero como les iba diciendo, cuando acabó de tocar todos se pusieron a aplaudirle como locos. Jimmy se volvió y, sin levantarse del taburete,la actriz me reventar o el acdo la pianista, o el acacia. ioss la emocir ver a Jimmyntura, o una pandilla de tipos ri hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como nadie fuera un tipo sensacional. Fue cuando me acordé de las palabras de mi padre. Así que tratándose de un snob de primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien y cuándo no.

“Aunque me parece que no toda la culpa es suya. En parte es culpa también de todos esos cretinos que le aplauden como energúmenos sin que haga nada en realidad. Aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi chamarra y regresar al hotel, pero aún no tenía sueño y no quería estar vueltas y vueltas en la cama o viendo televisión. Fue entonces cuando comencé a pensar en mi futuro. Ahí en medio de un bar lleno de villamelones y de un músico autocomplaciente se perfiló mi vida.

“En ese momento uno de los meseros me interrumpió el pensamiento para avisarme que mi mesa estaba lista. Era un lugar infame: pegado a la pared y justo detrás de un poste tremendo que no me dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan arrinconadas que si la gente de al lado no se levantaba para dejarte pasar —y que siempre trata de evitarlo— tienes que trepar prácticamente a su silla, tanto para llegar a tu asiento como para salir de él. Olvídense de las ganas de ir al baño.

“Pedí un daiquirí bien helado, que es mi bebida favorita. El bar estaba tan oscuro que hubieran sido capaces de servir un whisky a un niño de seis años. Por eso ni la edad me preguntaron. Mejor para mí. Además, ahí a nadie le importaba un comino la edad que tuvieras. Estoy segura de que podías inyectarte heroína si se te daba la gana sin que nadie te dijera una sola palabra. Estaba tan incómoda que me puse a pensar en todas esas cosas y otras peores.

“Me sentía rodeada de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, casi en mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Eran de mi edad o quizá un poco mayores. Se les notaba en seguida que bebían muy despacio la consumisión mínima para no tener que pedir otra cosa. Como no tenía nada que hacer, me puse a escuchar lo que decían. Él le hablaba a la chica de un programa de televisión que había visto la noche anterior. Se lo contó con pelos y señales, los chistes malos y creo que hasta con los comerciales, el muy desgraciado.

“Era el tipo más pesado que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le importaba un carajo el susodicho programa, pero como la pobre era tan fea no le quedó otro remedio que tragárselo aunque no quisiera. Las mujeres feas a veces la pasan muy mal, las pobres. Me dan mucha pena. Sobre todo cuando están con un cretino en un bar de jazz que les está encajando un rollazo acerca de un programa malo de televisión.

“De repente empecé a sentirme como una idiota, sentada ahí en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que fumar y beber. Llamé al mesero para pedirle mi cuenta y para que le preguntara a Jimmy si podía hablar con él. Era mi última oportunidad para resarcir su imagen para conmigo. El mesero no se volvió a parar cerca de ahí, a pesar de que le di una propina inmerecida, tampoco estoy segura que le haya dado el recado a Jimmy. Los meseros son unos ojetes.

“Aunque a la mejor sí se lo dio, pero como yo no era alguien conocida ni famosa ni la molestia se tomó en contestarme. Eso me volvió al pensamiento sobre mi futuro. Regresaría a mi país, sería pianista de jazz, fundaría con muchos esfuerzos un club a mi medida y deseos. El bar estaría separado de la sala donde tocaría yo con músicos invitados, Para asegurar que quienes ahí se sentaran realmente iban a escucharme y no a beber o a platicar teniéndome como música de fondo”.

Diana Burta acaba de celebrar el enésimo aniversario de su famoso bar en Bruselas. Uno que se caracteriza tanto por el nivel de los músicos que ahí se presentan como del público asistente, conocedor, crítico y exigente. Un concepto radicalmente distinto de la escena estadounidense. Mismo para el que han tenido los mejores adjetivos los propios jazzistas de la Unión Americana que han tocado en el lugar. La combinación jazz-alcohol fue un invento de los gángters que controlaban escena y tráfico en la tierra del Tío Sam, fórmula que en Europa ha tratado de romperse con ejemplos como el de Diana, quien al finalizar sus actuaciones baja del podio para saludar e intercambiar algunas palabras con el público asistente.

VIDEO: Diana Beerta (Diana Burta) Meet Friends Remastered By BvdM 2019 (Berry van de mast)

FOTO 3

Exlibris 3 - kopie (3)

ELLAZZ (.WORLD): PAT BENATAR

Por SERGIO MONSALVO C.

 

FOTO 1

EN EL CAMPO DE BATALLA

¿Qué clase de estrella rockanrolera puede surgir cuando una anterior estudiante de ópera, con un alcance vocal extraordinario, se endurece y gana experiencia en trabajos cabaretiles y rechazos de parte de productores musicales, adopta la imagen provocativa que a pesar suyo tiene y, finalmente, recibe apoyo para la proyección de su creatividad artística?  Ésta es más o menos la historia resumida del surgimiento de Pat Benatar al mundo del rock.

Cuando una mujer logra el éxito en este difícil terreno, se escuchan las historias de pasadas frustraciones, los problemas que generó la ansiada fama y la cuestión ulterior de la integridad artística frente a la imagen popular. No obstante, el entretenimiento sin calidad no fue precisamente lo que caracterizaría a una heroína del rock and roll, y Pat siempre estuvo consciente de ello desde sus inicios (y hasta la fecha).

La Benatar se convirtió en una superestrella musical primero en los Estados Unidos, de donde es originaria, y después del resto del mundo tras un ascenso meteórico con sus primeros dos discos. Como muchas mujeres guapas, Pat tuvo que considerar en serio también su imagen pública, así como la originalidad dentro del rock duro que interpretaba.

Soportó la gran presión que ejercieron sobre ella los promotores para ser proyectada como un símbolo sexual, después de su primer L.P., In the Heat of the Night, de 1979. Al principio se resistió prefiriendo formar una parte más del grupo de cinco integrantes:  Scott St. Clair Sheets (guitarra), Roger Capps (bajo y coros), Alexander Hamilton (batería) y Neil Geraldo (requinto, acompañamiento, teclados y coros), con el cual se casó e hizo mancuerna en la composición y producción posteriormente.

Sin embargo, después de reveses y cambios en el grupo (Myron Grombacher sustituyó a Hamilton en la batería), decidió arriesgarse y convencida de su buena presencia y duro rocanrolear procedió a labrarse un nombre dentro de la escena musical. El producto de tales deseos fue el disco Crimes of Passion de 1980.

FOTO 2

En cuanto a su capacidad vocal nunca hubo dudas: tenía un alcance increíble de tres escalas y media y técnica en exceso. Quizá como un ejercicio grabó «Wuthering Heights», de Kate Bush, en su segundo volumen. Para una cantante como ella, que puede hacer cualquier cosa con la voz, la gama de posibilidades llega a ser tanto una bendición como una maldición. Pat consiguió lo primero.

La Benatar nació en Brooklyn en 1953, con el nombre verdadero de Pat Andrejewski. En esa ciudad realizó algunos estudios de ópera que con el paso del tiempo le sirvieron para cantar fuerte y sin lastimarse la voz.  Después de salir de una universidad de Long Island se mudó a Richmond, Virginia, donde trabajó como mesera, cantante y cajera de banco.

De vuelta en Nueva York fue descubierta en 1975 por Rick Newman, quien se convirtió en su mánager. Asesorada profesionalmente, Pat logró conmover a los indiferentes críticos de Manhattan con su energía y atractivo.

A la fecha, tras más de 40 años de rocanrolear, Pat recuerda que los tiempos difíciles en el camino, sobre todo una lista sin fin de bares del Holiday Inn, la convirtieron en lo que sería. Lo mismo que las cintas de demostración despreciadas por los ejecutivos de las compañías disqueras: «Todos me decían que era muy sexy, pero de mi talento nada». A todo ello logró imponerse.

El primer disco grabado para Chrysalis, con el éxito «Heartbreaker», proclamó su talento. La potencia y la técnica que han impulsado su voz desde entonces no han sido fáciles de ignorar. A ese sencillo le siguió «Hit Me With Your Best Shot», luego el disco Precious Time, en 1981, y así sucesivamente, hasta su más reciente producción Go, del 2003, aunque sus constantes apariciones públicas, desde entonces, la siguen mostrando llena de musicalidad y de experiencia rocanrolera, y en espera de ser incluida en el Salón de la Fama del Rock.

VIDEO: Pat Benatar “HEARTBREAKER” live, YouTube (Markis Anthony)

FOTO 3

Exlibris 3 - kopie

ELLAZZ (.WORLD): JEANNE LEE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

FOTO 1

EL HÁBITAT ÍNTIMO

 

La cantante de excepción Jeanne Lee nació en Nueva York en enero de 1939. Sus inclinaciones artísticas pronto la llevaron a estudiar danza moderna, lo cual hizo durante toda su adolescencia. Estudios que combinó con el canto. En 1960 conoció al pianista Ran Blake y comenzaron a trabajar a dúo, con Lee improvisando en la voz y la danza. Grabaron algunos discos y luego salieron de gira por Europa en 1963.

Un año después ella se mudó a California y se casó con el poeta del sonido David Hazelton. Regresó a Europa en 1967, donde comenzó una larga asociación con el músico alemán Günter Hampel —con quien se casó tras divorciarse de Hazelton—, grabando con él en su sello Birth en numerosas ocasiones a lo largo de dos décadas.

Para Jeanne Lee tales décadas, de los sesenta y setenta, significaron convertirse en un prominente miembro del free jazz y del jazz de vanguardia, corrientes en las que colaboró con muchos de sus exponentes principales, como Archie Shepp, Marion Brown, Enrico Rava y Anthony Braxton.

Para algunos Tijuana puede ser el burdel público más grande del mundo, en el que lo mismo retozan nacionales que extranjeros; el lugar que reúne a la mayor escoria social en forma de polleros, narcos, políticos criminales y viceversa, traficantes, contrabandistas, dueños de picaderos, yonkis, compradores y vendedores de la miseria humana. Y sí lo es: una síntesis del México bárbaro con aspiraciones de modernidad.

Sin embargo, también es el sitio donde convive con todo lo demás la magia tercermundista; el rincón donde se puede solicitar un milagro, la última opción en las afueras de la lógica, en la frontera de la sinrazón. Ahí llegó Jeanne Lee. No le quedaba tiempo, no tenía futuro. La esperanza no le alcanzó al final para mantenerse viva.

Las últimas noches hacía que le abrieran las ventanas para ver las luces de esa ciudad tan distinta a las que había conocido. No le proporcionó la cura, pero sí despertó en ella instantes idos, nombres que le hicieron esbozar una sonrisa. Incluso la postrera noche algún sonido llevado por el eco la transportó a París, a ese París de un lustro antes donde se reunió con Mal Waldron. «¡Cómo tocaba el piano ese hombre!», se dijo. “Creo que hicimos algo bello en aquella ocasión…after hours«.

Europa y en especial París siempre han significado un santuario para los jazzistas. Fue la primera ciudad que los trató como artistas; que los recibió con los brazos abiertos y admiradores insospechados. Un refugio para los músicos y cantantes estadounidenses durante casi un siglo. A muchos de ellos una temporada en Europa les permitió liberarse del asedio de la policía de narcóticos; olvidarse de los conflictos raciales y hasta cobrar salarios impensables en la tierra del Tío Sam.

Para otros, como en el caso de Jeanne Lee, fue un semillero de interlocutores, de escuchas desprejuiciados dispuestos a oír nuevos sonidos y estructuras. Países con historia cultural viva y dinámica, con el ambiente propicio para la manifestación estética. París en ella evocó, sugirió y provocó un jazz de madrugada.

FOTO 2

Fue en París que Jeanne Lee quiso realizar un álbum que contuviera el espíritu de la vigilia del sueño, en las after hours de su trajín regular. El término absolutamente jazzístico viene de lejos en el tiempo, de las épocas primigenias del género, cuyos constructores y adeptos, sin el bullicio de la fiesta y el orden del trabajo compensado, se dedicaban al placer de tocar y escuchar por el acto mismo, relajados los sentidos y rodeados de amigos y colegas a los que deleitaban de otra manera.

After Hours no sólo es un término. Es también un lugar en el hábitat íntimo que comienza su existencia en el momento en que se cierran los accesos para el público en general y se bajan las persianas del establecimiento. Es el ámbito del “puertas para dentro”. Cuando los músicos se quitan las corbatas, los sacos, se sirven un trago y comienzan a departir y compartir otra forma de ser, de sentir.

Cuando suben al escenario porque hay algo qué comentar con los camaradas en el instrumento. Cuando se toca la pieza o se canta el tema que se trae atravesado en el corazón. Y otro músico se solidariza y lo acompaña en el sentimiento con su groove individual. No hay set, no hay relojes. El mundo detiene su marcha para escuchar lo que estos seres quieren decir after hours. Es un espacio de exposición con el don de la ubicuidad y los músicos deciden dónde debe aparecer.

Nuestro after hours lo hace en el último instante del día y enciende lo que podría llamarse la revelación para quien lo ve por primera vez. Blanco y negro que delinea la vida del estudio parisino que despierta. Durante el día ha permanecido encerrado en sí mismo, serio y discreto, como su nombre: Acousti. Pero al llegar la noche ha emergido con toda su magnitud de luces para tonar posesión de la atmósfera entera.

Es la gloria de la electricidad en escultura de tubos fluorescentes que atraen la vista con su irradiación. Ese brilloso resplandor funcionando a tope habla con orgullo de los sucesos vividos e imaginados por sus huéspedes fugaces.

Sin embargo, toda aquella gloria luminosa no será necesaria en esta ocasión. Jeanne ha pedido que la maticen, la templen, la diseñen como un vestido a la medida. Será un lugar franco en la Ciudad Luz, a orillas del Sena, que expresará aquello que se encuentra en su interior, más allá de toda semblanza histórica, y vaya que la hay.

Hoy estará para exhibir, para excitar. Ahí cantará ella y tocará Mal Waldron. Habrá la realidad de pieles y humedades. Los sentimientos retozarán, declinarán y volverán a surgir. Sudarán en los recovecos de su existencia.

Las baladas, los standards, se tornarán penetrantes e ilustrativos. Como si ambos los hubieran escrito para la ocasión. Serán letras, notas, que se lanzarán directamente al corazón e ilustrarán el pensamiento. Algunas serán inolvidables por necesidad. Algunos ojos se perderán en el interior de sí mismos, mientras las manos se crispan en cierto talle o bajo algún vestido. Afuera, quizá llueva si tenemos suerte y el clima exterior coopera para la velada. Vaya, la naturaleza también deberá poner de su parte, ¿o no?

FOTO 3

Dentro, la noche es plena y se comienza a expandir el aroma de la música, tan exclusivo como la más preciada fragancia. El verbo se encarna como prueba paradisiaca del devenir adulto de quienes lo utilizan como tajada del cosmos sensual y del quebranto. Cada canción creada se hace antífona de actitud, gesto afirmativo de vida y de amor, placer carnal, dolor y pérdida. La figura de la música es arrogancia del saber que palpita.

Cuando Waldron toca el piano las yemas de sus oscuros dedos recorren los estrechos marfiles blancos y negros, de larga cola y resonancia hechicera. Los ecos de la historia del jazz parecen cobrar vida como salidos de un sueño que se estuviera volviendo realidad. Es como si la suavidad del azul bañado por la tibieza de la música se trocara en ritmos que acariciaran cual manos guiadas por el deseo. Teje sus notas y caemos atrapados entre ellas, enredados en una fascinante dejación, y al mismo tiempo ebrios de las ganas por alcanzar una línea que no existe más que en nuestra alborotada imaginación.

Jeanne Lee entra en el tempo, en el discurrir melódico, con su voz fuerte, poderosa, que desarrolla el aprovechamiento de cada una de las palabras, usando su boca y garganta para emitir sentimientos profundos, emociones precisas en standards convencionales.

Ella que fue puntal en del canto en el free jazz, en la vanguardia, en la extensión de las fronteras y colaboró con todos los aventureros del sonido por años y años, hoy ha dejado a un lado los conceptos, los manifiestos, para reencontrase con la tradición, con la canción sencilla, con las emociones de primer nivel. Eso sí, con el estilo que la ha hecho única y distintiva.

La conjunción de ambos sentires, de teclas y voz, nos hacen entrar en la inconciencia de una expansión emotiva inesperadamente alcanzada. Su amalgama es el equilibrio imposible, soñado por más de uno en noches de cálculo sin fin. Ellos lo hacen realidad quizá por la rara certidumbre de sus propias capacidades. Y quién sabe si también por el exquisito placer que produce el hecho de despertar emociones en los demás. Por fortuna no conocen la modestia del pasar desapercibidos.

Canto y pianismo que por su elegante contundencia se incrusta en nuestras sensibilidades con la progresiva facilidad de la nieve derretida por el sol. Y es que Jeanne Lee dicta sus frases, guía sus afanes, buscando a través de la música de Waldron comunicar la felicidad contradictoria que conllevan las experiencias y sus contrastes.

Así es la música y el canto en el país sui géneris del After Hours, donde en el lapso de cinco minutos el cielo gris de un traspié existencial pasa a un azul de creativa melancolía.

Este dúo de corazones veteranos ha encontrado su territorio a deshoras. Un lugar que los acepta por necesarios. Para explorar el mundo interior y sus sonoridades. Con técnica y conocimiento de causa. Esperando que la búsqueda, aunque llegue a los orígenes, siempre rinda nuevos frutos, aunque sólo sea la sed por el espacio. Uno meditabundo, tribal de mística urbana, laberinto romántico que respire y habite en un álbum apasionado como éste.

Jeanne Lee se siente satisfecha con el recuerdo. La inspiración la llevó lejos y su voz jamás se perdió en los sonidos. Ofreció sus cuerdas vocales a la incitación simple y enfática. Hoy tiene la certeza del fin, pero la impresión indeleble de lo vivido, de los encuentros y sus maravillas. Toda duda ha sido despejada para que la reciba el universo en sus infinitas after hours.

Jeanne Lee grabó como solista, en dúo y también en trío con Andrew Cyrille y Jimmy Lyons. En los ochenta y noventa trabajó con el grupo vocal Summit (con Bobby McFerrin, Lauren Newton, Urzula Dudziak y Jay Clayton) y con el Reggie Workman Ensamble, concentrándose finalmente en su propio material. Sus obras incluyen una suite de cinco partes y un oratorio de diez actos. En 1990 volvió a grabar con Ran Blake e impartió clases en el Conservatorio de Nueva Inglaterra, en el Departamento denominado Third Stream.

Aunque Jeanne Lee se dio a conocer internacionalmente por las hábiles texturas musicales que entretejiera en el grupo del multiinstrumentista Günter Hampel, su canto fluyó también por otros vericuetos tanto de la misma disciplina como literarios. El hecho de haber musicalizado poesía moderna en su repertorio la convirtió en algo distinto a lo ya escuchado hasta la fecha, y le proporcionó herramientas nuevas a la voz del género.

Ella enriqueció el canto jazzístico, lo desarrolló y evolucionó por más de una década, con su detallado y agudo sentido de las palabras, al escuchar y seguir el sonido de cada una de ellas, de cada sílaba. De manera lamentable y tras un largo padecimiento de cáncer murió en la ciudad de Tijuana. México, el 8 de noviembre del año 2000.

VIDEO: Jeanne Lee & Mal Waldron – You Go To My Head (After Hours), YouTube (sestocontinente)

FOTO 4

Exlibris 3 - kopie

ELLAZZ (.WORLD): AKI TAKASE

Por SERGIO MONSALVO C.

AKI TAKASE (FOTO 1)

EL CASO DE LA MOCHILA KAMIKAZE

Unos cuantos detalles biográficos sirven para ilustrar el camino que llevó a Aki Takase de Tokio y los Estados Unidos hasta la capital alemana, Berlín. Takase nació en 1948 en Osaka y muy joven llegó a Tokio con su familia. A los tres años de edad su madre, una pianista, empezó a darle clases en el instrumento.

El interés la llevó a estudiar música en el Conservatorio —con muchas rebeldías y reticencias—. No descubrió su pasión por el jazz casi hasta el final de su carrera. Tenía 21 años cuando una compañera la llevó a uno de los locales de té de Tokio en los que sólo se tocan discos de jazz.

«Me sentaba delante de las grandes bocinas a escuchar a Charles Mingus, Ornette Coleman y John Coltrane –evoca–. El gusto por el jazz ya no me abandonaría jamás».

Ella recuerda que a los 10 años de edad se sube al tranvía bajo el peso de los conocimientos musicales que balancea por delante y por detrás de su cuerpo: es la mochila repleta de partituras.  Se siente como una mariposa cargada con enormes bultos. Ya sabe que en su interior hay fuerzas adormecidas y que la música es la única que las activa. De cualquier manera, empuña con coraje las manos en torno a las asas de la mochila. Debe haber otra cosa aparte de tomar clases y practicar y practicar, ¿o no?

Una vez en el tranvía ella golpea a la gente por detrás y por delante con su pesada cartera de partituras. Éstas rebotan en los rollos de grasa de hombres y mujeres como en un colchón de hule. Según esté de humor —¿quién puede estar de buenas cuando ha pasado ocho horas dale que dale al piano— toma el estuche en una mano y, con disimulo, lo rebota contra las chamarras, abrigos y suéteres. Como un kamikaze, hace de sí misma un arma. Da golpes, con el extremo más delgado de la mochila, contra un grupo de gente que regresa del trabajo.

Cuando el tranvía está muy lleno, a eso de las seis de la tarde, se puede hacer daño a varias personas a la vez sólo con el único ademán de tomar impulso. Porque para tomar impulso realmente no hay espacio. Cada día ve en el tranvía lo que no quiere llegar a ser. Atraviesa la masa gris de los pasajeros con y sin boleto; de los que acaban de subir y de los que se preparan para descender; de los que no han obtenido nada en el lugar de donde vienen y que nada pueden esperar del lugar a donde van.

Si la ira pública la obliga a bajarse en una parada distante a su casa, desciende dócilmente del transporte, el enojo contenido que se ha acumulado en sus puños cede, pero sólo para esperar con paciencia el próximo tranvía, que vendrá con tanta certeza como el amén después del rezo. Esa cadena no se interrumpe jamás. Y entonces emprende el ataque con renovadas fuerzas. Se introduce con esfuerzo y cargada de notas entre los que retornan del trabajo y en su interior hace explosión una bomba de metralla.

Conscientemente pone cara de “yo no fui”reparan para descender, de los que no han obtenido nada en el lugar de donde vien y dice: “Por favor, yo aquí me bajo”. En ese caso todos están de acuerdo. ¡Que abandone en el acto este impecable transporte público! Para los pasajeros que han pagado ella es algo que ni siquiera debiera tolerarse. Miran a la estudiante y piensan que la música ha elevado muy pronto su espíritu, sin saber que lo único que se ha elevado es su puño.

A veces los pasajeros culpan de manera injusta a un joven gris que lleva sus cosas en un maltrecho saco de lona, ya que más bien de él se puede esperar algo así. Que se baje y se vaya con sus amigotes antes de que un poderoso brazo envuelto en un chaquetón le dé su merecido.

La ira popular, que sea como sea ha pagado religiosamente, tiene los derechos que le otorgan los tres yenes y puede probarlo ante cualquier inspector. Cada uno presenta orgulloso su boleto y el tranvía es todo suyo. Una dama que siente el dolor, chilla estridente: también ha sido maltratado su tobillo, esa parte vital de su anatomía en la que reposa buena parte de su peso.

En estos mortales apretones es imposible descubrir al culpable. Arremete contra la multitud con una andanada de inculpaciones, maldiciones, injurias, invocaciones y lamentaciones. Las lamentaciones brotan como espumarajos; las injurias recaen sobre otros. Están de pie uno junto a otro como el pescado en una lata de sardinas, pero aún falta para que estén en aceite. Eso sólo será después de llegar a casa.

AKI TAKASE (FOTO 2)

Ella da un feroz puntapié contra un hueso duro que pertenece a un hombre. Un día le preguntó amablemente una muchacha, cuyos preciosos tacones altos echan llamas eternas, lleva un modernísmo abrigo de cuero forrado en piel y la vio hacer de las suyas: “¿Qué llevas ahí y cómo se llama? Me refiero a esa mochila, no a tu cabeza”, y ríe. Éstas son unas partituras, contesta ella con cortesía. “¿Unas qué?, ¿unas ‘partiduras’? Jamás había oído esa palabra” —comenta burlándose con su boca pintarrajeada—. “Mira nada más, la niña sale por ahí de paseo llevando una cosa que se llama ‘partidura’ y que no parece tener ninguna utilidad. Y todos tenemos que abrirle paso porque ‘las partiduras’ ocupan mucho lugar. Se atreve a llevar eso por la calle y en el tranvía y nadie la detiene en su flagrante delito, vaya, vaya”.

Los que se cuelgan con todas sus fuerzas de las barras del tranvía y los pocos afortunados que han conseguido sentarse estiran en vano el cuello por encima de sus desgastados troncos. Por ningún lado ven a quién insultar cuando sienten que sus piernas son hostigadas con algo duro. “Alguien me ha dado un pisotón”, exclama una boca, dando paso a una tormenta de frases de literatura mediocre. “¿Quién es el culpable?”

Hasta en la peor de las películas de guerra se presenta al menos un voluntario, incluso para llevar a cabo una misión imposible. Pero este cobarde se oculta detrás de las pacientes espaldas. Toda una tropa de trabajadores con aspecto de rata y próximos a la jubilación lucha a empujones y puntapiés para descender del vagón, cargando sus bolsas de herramientas sobre los hombros.

Cuando un carnero rompe la paz de las ovejas en el vagón es imperioso respirar aire fresco; y fuera hay aire. Hace falta oxígeno para los resoplidos de la ira con la que más tarde, en el caso de los trabajadores, será tratada la cónyuge, de otro modo quizá no funcione. Se tambalea algo de color y forma indefinible. Resbala, grita como si sufriera un pinchazo. Una neblina espesa de los venenos de Tokio se extiende sobre el gentío.

Un tipo llega incluso a exigir la presencia de un verdugo porque su tiempo libre ha sido fastidiado ya antes de comenzar. Se irrita. Hoy aún no consigue el reposo vespertino, que debió comenzar ya hace veinte minutos. Este reposo ha sido bruscamente interrumpido por un golpe en la rodilla.

Ella se inclina a tiempo y recurre a un nuevo truco artero. Antes ha de desembarazarse de sus arreos musicales. Éstos crean una especie de cerco en torno a ella. En apariencia trata de atarse los cordones de los zapatos, a partir de lo cual le hace una jugada a su vecino en el tranvía, al que acaba de golpear.

Casi al pasar, da un buen pellizco en la pantorrilla a una u otra mujer, da igual, son idénticas. Es seguro que le saldrá un moretón. La perjudicada dispara un grito hacia lo alto como una clara y luminosa fuente nocturna que al fin ve la ocasión de ser el centro de atención. Llama a la policía, pero la policía no acude porque no puede ocuparse de todo.

En el rostro de la niña se dibuja la cándida mirada de un músico clásico. Su aspecto es el de alguien que en ese preciso momento se haya entregado al poder emotivo del romanticismo musical, aquel estado de un efecto misterioso y en constante aumento; parece no atender a nada fuera de sí. Así, el pueblo afirma al unísono: desde luego que no pudo haber sido la niña con la mochila la que nos ha estado golpeando. Como ocurre con frecuencia también en este caso el pueblo se equivoca.

A veces hay alguno que piensa con más agudeza y acaba por señalar a la verdadera culpable: “¡Has sido tú!” Ella es interrogada. Ella no responde. El precinto con el que su subconsciente ha bloqueado la zona posterior del velo del paladar impide que se castigue a sí misma. No se defiende. Algunos intervienen atolondrados pensando que se juzga a una sordomuda.

No logran ponerse de acuerdo y desisten de su propósito. El primer sake del fin de semana ya recorre sus cabezas y destruye varios kilos de materia pensante. Un poco más de alcohol acabará con lo que queda. La mirada de esta niña se pierde en el mundo de las emociones y su acusador se sumerge en las profundidades de una cerveza hasta enmudecer receloso ante sus ojos.

Es indigno de ella meterse a empujones a través de la masa; los estudiantes de música no deben dar empujones, se dice a sí misma sonriendo. No obstante, por estas pequeñas alegrías se arriesga incluso a llegar tarde a casa, donde la regañarán.

Soporta esos sacrificios a pesar de que se ha pasado toda la tarde haciendo música y pensando, tocando el piano y burlándose de los que no aprenden. En el tranvía dará lecciones a la gente; que conozcan el sobresalto y el estremecimiento. Las partituras están repletas de estas emociones.

Desde 1981, casi todas las grabaciones de la pianista japonesa Aki Takase están con la compañía Enja Records. Asimismo, dicha fecha marca el inicio de una evolución artística llena de determinación que ha conducido en forma congruente hasta sus proyectos más recientes (desde New Blues, el último con Enja, pasando por My Ellington, Flying Soul, So Long, Eric!, Hotel Zauberberg, Cherry Sakura –con el sello suizo Intakt– y Blanche, de nuevo con Enja), sin recurrir a los cómodos descansos de lo convencional.

Desde hace más de 30 años, Aki Takase vive en Berlín, casada con el pianista Alexander von Schlippenbach. El matrimonio con uno de los representantes más importantes del jazz alemán contemporáneo y el acercamiento a la obra de éste, ha servido para incrementar aún más el propio potencial creativo de Takase.

VIDEO SUGERIDO: Aki Takase Live, YouTube (underyourskin)

AKI TAKASE (FOTO 3)

Exlibris 3 - kopie

BIBLIOGRAFÍA: ANA RUIZ

Por SERGIO MONSALVO C.

Ana Ruiz (Portada 2) (ENTREVISTA)

 SUEÑOS EN TRANSICIÓN*

El jazz (en su forma más free) es aquello que permanece de un sueño en la vigilia. Es una reverberación mental completamente afectiva que se anida en la memoria. Si no, ¿cómo explicar que podamos captar, de manera precisa, el eco de una música de la cual no se escribe ni una sola nota, ni se pinte su color?

Es un desdoblamiento poético que se fija en el espíritu como un goce fugaz de recuerdo imperecedero. Algunos mortales son capaces de recrearse en ello. Uno de éstos lleva por nombre Ana Ruiz. Es una pianista, pionera del género en un país reacio, que nació en la Ciudad de México el 2 de agosto de 1952.

Ella sabe que sólo equivale a la intimidad de un pianista la voluntad de comunicación. Una paradoja. Una sublime paradoja. Más aún cuando los aplausos estallan a causa del silencio tras su música. Los polvos mágicos que se disuelven en el fondo de un licor divino.

Ella sabe que su sueño jazzístico es forma pura y virgen, al que va levantándole sus arquitecturas sobre tinieblas frescas y significativas de las que surgirá flora y a veces lienzos alegóricos. Como el personaje de la Cantante Calva de Ionesco, que siempre se apresura a recomenzar.

Ana alguna vez fue calva. Por lo tanto comprende que el más hermoso de los ejercicios físicos y espirituales es la peregrinación por esas formas territoriales de circulación personal, secreta, de virginidad en los signos.

El viaje con todos los sentidos despiertos, con el cuerpo aligerado por la marcha: estado en el que todos los dispositivos de la intuición funcionan. La tarea es dejarlos despertar, flotar, emerger de sí misma, como un desprendimiento astral.

Ella sabe que tales formas se convierten en manos sobre las teclas, con intenciones conmovedoras, ardientes, frágiles o fuertes. En libertad plena. Y lo sabe por sus ojos obsesivos, brillantes órganos de la adivinación.

La posibilidad de vidas múltiples y simultáneas, en notas diversas, como mundos en metamorfosis. Modalidades rítmicas, armónicas, melódicas. Cada una como objeto único que busca cabalgar en la imaginación. Pasa de uno a otro paisaje. El éxtasis está en la forma que los reúne: el free.

Todo cede ante su facultad de verse, de ver esas manos, de pasar de una vida a otra, de no consumirse en una sola. Ella lo sabe.

S.M.: Ana, ¿cómo se dio en tu caso el aprendizaje de la música?

A.R.: “En mi familia hay muchos músicos. Mi abuela era pianista, ella estudió el instrumento con [Alba Herrera] Ogazón y le encantaba tocar. Yo de muy chiquita le daba vuelta a las hojas mientras ella tocaba, iba leyendo la partitura y la disfrutaba con ella. Tocaba cosas maravillosas y las gozábamos. Un tío por parte de mi abuela era Carlos Chávez. Yo estudié música con Otilia, su esposa, y ésta nos dio clase a todos mis primos y hermanos. Yo aprendí a tocar con un teclado mudo. En él recibí toda la técnica. Una vez con estos elementos nos pasaba al piano, al piano acústico, nos daba solfeo y enseñaba a mover los dedos. Después me metí al Conservatorio Nacional junto con mi hermana Citlali, ella estudiaba viola. Mis otros hermanos estudiaron guitarra y oboe respectivamente. En la familia siempre oímos música clásica. La popular estaba vetada, aunque yo la escuchaba a escondidas”.

S.M.: ¿Cómo fuiste de niña, cómo fue la relación con tus padres?

A.R.: “Muy buena, muy amable. Siempre fui rebelde, siempre quise hacer cosas y todas mis emociones y demás iban a parar al piano, las volcaba en él. Mis padres gozaron mucho esta situación, siempre les gustó que tocara”.

S.M.: ¿Tu padre a qué se dedicaba, a qué se dedica?

A.R.: “Mi papá ya murió. Era campesino y fue compositor de boleros, de guarachas, etcétera. Le encantaba hablar sobre su pueblo, sobre el campo, las mujeres, el amor por Jalisco”.

S.M.: ¿Cuáles fueron tus discos favoritos primero como niña y luego como adolescente?

A.R.: “Beethoven me gustaba muchísimo, Dave Brubeck, lo mismo que los Rolling Stones. Los Beatles nunca fueron de mi agrado, no eran algo que me emocionara, como los Doors, por ejemplo. En la casa teníamos que oír otro tipo de cosas, pero en una recámara nos escondíamos todos los hermanos y poníamos el radio para oír a los Doors y cosas así, que eran raras o muy nuevas”.

S.M.: ¿Tienes algún disco entrañable para ti que haya causado cambios en tu vida?

A.R.: “Sí, claro. Los de Ornette Coleman y de Cecil Taylor. A este último lo entendí desde muy joven. La gente me decía: ‘Es un loco que nada más aporrea el piano’. Pero yo realmente siempre lo entendí. Tenía una estructura y un desarrollo. Había un juego y se reía del mundo, gozaba al hacerlo. A mí Cecil Taylor me cambió muchísimo. Sus primeros discos me hicieron decir: ‘¡Guau!, ¿qué es esto?’. Desde entonces he oído mucha música, pero ya no hay un disco que me llame la atención, en el que me haya clavado, ya no”.

S.M.: ¿Cuál es tu definición particular de la palabra jazz?

A.R.: “Es la forma que tienes para platicar sobre ti. Desde cómo te despertaste ese día hasta cuál es tu dolor más grande en el mundo. Es la manera de expresarlo y de decir ‘aquí estoy’”.

 

 

*Fragmento de la entrevista, publicada originalmente en el blog Con los audífonos puestos, bajo el rubro Ana Ruiz de la Serie Ellazz (.mex), que realicé el día 20 de febrero del 2001. Tras la publicación del libro Tiempo de solos (que edité junto al fotógrafo Fernando Aceves) quería continuar el proyecto de hacer más perfiles de los jazzistas mexicanos, Ana era parte de esa continuación. Sin embargo, los planes cambiaron. Vine a vivir al extranjero y aquello quedó trunco. Desde entonces no había tenido noticias de ella hasta que me encontré con una muy breve referencia on line en la revista número 17 del Instituto de Estudios Críticos y de la cual hago referencia a continuación:

“Pianista y compositora mexicana dedicada a la improvisación y el free jazz desde 1973. Ha formado parte de los grupos Jácara, Baile y Mojiganga, Atrás del Cosmos, La cocina, Radnectary La Sociedad Acústica de Capital Variable. Ha compuesto música para películas, coreografías, y documentales. Desde febrero de 2015 comienza, con el auspicio de la Fonoteca Nacional, la recuperación de la música del grupo Atrás del Cosmos para editar varios discos compactos con el interés de dejar una constancia histórica y dar a conocer este grupo al mundo”.

 

(track 1)

 

 Ana Ruiz

Una entrevista de

Sergio Monsalvo C.

Editorial Doble A

Colección “Palabra de Jazz”/18

The Netherlands, 2020

 

Exlibris 3 - kopie