ELLAZZ (.WORLD): DIANA BURTA

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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CONCRETAR LOS DESEOS

Diana Burta nació en Groningen, en el norte de los Países Bajos, y comenzó con el jazz a muy temprana edad. A los 12 años ya tocaba el piano y cantaba todos los temas de Peggy Lee, Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald. Sin embargo, no pensaba en convertir su afición en algo definitivo. No obstante, las mismas circunstancias la llevaron a la profesionalización, al aceptar la invitación de unos amigos de sus padres para aparecer en unos shows de radio cuando cumplió los 18 años de edad. La respuesta del público la animó a intentar la carrera dentro del género.

Habla la posible Diana:

“El jazz siempre me gustó. Desde niña. Mis padres tenían una gran cantidad de discos y de libros al respecto. No eran músicos, pero sí mostraban mucho interés en la música sincopada. Mi padre me sentaba en la sala con él. Ponía un disco cualquiera y me contaba alguna historia relacionada con el álbum o el artista. Esos eran mis cuentos para antes de dormir. Así que mi gusto por tal música siempre tuvo bases sólidas. Eso me llevó también a estudiar el piano. No para hacerme profesional, sino para darme un gusto personal y tocar los temas que a mí me gustaban.

“Cierta vez, siendo adolescente, junto con unos amigos organicé una excursión veraniega a los Estados Unidos. A Nueva York, para ser precisa. Quería conocer los clubes legendarios y escuchar a algunos músicos. Mis padres avalaron el viaje, contribuyeron económicamente y me diseñaron una tour verdaderamente apetitosa. Así que, con otros tres amigos, me lancé a conocer los lugares de mis personales ‘Mil y una Noches’. Dejamos Europa en julio y volveríamos un mes después.

“Nos instalamos en un hotel de Manhattan y comenzó la expedición esa misma noche. Veinte días después ya acumulaba alrededor de cien horas de escucha en los sitios históricos tanto como en los clubes de moda. Tenía miles de anécdotas que contarles a mis papás, además de muchos discos de regalo. Todos estábamos contentos, extasiados, desvelados y rebosantes de música. El último viernes nos regodeamos en el bar del hotel con la plática sobre el último concierto al que habíamos ido. Luego mis amigos se fueron a dormir. Yo me quedé todavía un rato escribiendo una postal.

“Se me pasó el tiempo y cuando me di cuenta el lugar estaba vacío, con decirles que hasta las rubias con pinta de putas habían desaparecido. Y eso que ahí se la vivían. No estaba cansada o demasiado tal vez, el caso es que no tenía sueño. Subí a mi habitación, me cambié rápido y salí a la noche neoyorkina. En el vestíbulo había recogido el anuncio de la presentación de un músico al que admiraba y estaría en un bar cercano. Pedí un taxi y le indiqué a dónde llevarme.

“Tenía que ir a pesar de lo que mi papá me había dicho al respecto de él. Ya sabes, la idiotez juvenil. Recordé lo que comentó: ‘Jimmy es un tipo enorme. Un buen pianista, pero un snob horroroso. Le gusta la adulación incondicional y sólo toca muy poco del jazz que sabe. En vivo se dedica sólo a saludar a los famosos o a quienes considera importantes. Así no hay quien lo aguante. Me gusta mucho oírlo en discos, pero en escena te dan ganas de romperle el piano en la cabeza’.

“Abordé un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien dentro. Es curioso, pero es un olor regular cuando decides viajar de noche en esos vehículos. Es algo deprimente, tanto como lo fue esa noche de viernes en que las calles estaban tan tristes y solitarias. Apenas si vi a alguien. De vez en cuando se cruzaban un hombre y una mujer tomados de la cintura, o una pandilla de tipos riéndose como hienas por alguna causa. Nueva York es terrible cuando alguien se ríe así de noche. La carcajada se puede oír a manzanas y manzanas de distancia.

“Era un club de tamaño regular del que había leído mucho, pero que por el precio del cóver no había entrado en nuestra visita. Sin embargo, por ser la última noche y haberme sobrado algunos dólares quise darme el gusto. A pesar de ser tan tarde el lugar estaba a reventar. Casi todos los asistentes eran jóvenes, probablemente universitarios, probablemente también en los últimos días de sus vacaciones, como yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar mi chamarra en el guardarropa.

“Por la misma cantidad de gente el sitio irradiaba ruido. Todo el mundo opinaba en voz alta cómo estaba tocando Jimmy. Cuando él ponía las manos encima del teclado al parecer todo mundo tenía que exclamar algo, como si estuvieran en una arena de box o algo así. Yo sentí que lo que tocaba no era para tanto, pero… Había tres parejas esperando mesa y los seis se mataban por ponerse de puntas y estirar el cuello para poder ver a Jimmy. No deja de ser gracioso ver a gente adulta hacer cosas de niños y más cuando son varios.

“De cualquier manera los dueños de lugar habían colocado un enorme espejo delante del piano y un gran reflector dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí, como en aquellas películas de los años cincuenta cuando el protagonista tenía que tocar el instrumento, pero el actor no sabía hacerlo, entonces sólo le hacían tomas del rostro para ver sus expresiones y mostrar con ellas la emoción que le imprimía a su interpretación.

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“Una ingenuidad cinematográfica ahora reproducida en un club nocturno de Nueva York. ¿A quién le importaba tanto la cara del músico como para tal despliegue escenográfico? Quizá sólo a él, pero de ello me daría cuenta más tarde. No estoy segura de qué pieza era la que tocaba cuando entré, pero sí de que fuera la que fuera la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban asco, pero no se imaginan cómo le aplaudieron cuando terminó.

“A mí me dieron ganas de volver el estómago, pero los otros se pusieron como locos. Era el mismo tipo de cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia. Les aseguro que si yo hubiera sido la pianista o la actriz me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravillosa. Hasta me molestaría que me aplaudieran. La gente siempre aplaude cuando no debe y en el jazz se nota mucho cuando lo hacen los que saben y los que no. Por eso los músicos luego no ofrecen lo mejor. ¿Para qué esforzarse con un público así?

“Pero como les iba diciendo, cuando acabó de tocar todos se pusieron a aplaudirle como locos. Jimmy se volvió y, sin levantarse del taburete,la actriz me reventar o el acdo la pianista, o el acacia. ioss la emocir ver a Jimmyntura, o una pandilla de tipos ri hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como nadie fuera un tipo sensacional. Fue cuando me acordé de las palabras de mi padre. Así que tratándose de un snob de primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien y cuándo no.

“Aunque me parece que no toda la culpa es suya. En parte es culpa también de todos esos cretinos que le aplauden como energúmenos sin que haga nada en realidad. Aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi chamarra y regresar al hotel, pero aún no tenía sueño y no quería estar vueltas y vueltas en la cama o viendo televisión. Fue entonces cuando comencé a pensar en mi futuro. Ahí en medio de un bar lleno de villamelones y de un músico autocomplaciente se perfiló mi vida.

“En ese momento uno de los meseros me interrumpió el pensamiento para avisarme que mi mesa estaba lista. Era un lugar infame: pegado a la pared y justo detrás de un poste tremendo que no me dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan arrinconadas que si la gente de al lado no se levantaba para dejarte pasar —y que siempre trata de evitarlo— tienes que trepar prácticamente a su silla, tanto para llegar a tu asiento como para salir de él. Olvídense de las ganas de ir al baño.

“Pedí un daiquirí bien helado, que es mi bebida favorita. El bar estaba tan oscuro que hubieran sido capaces de servir un whisky a un niño de seis años. Por eso ni la edad me preguntaron. Mejor para mí. Además, ahí a nadie le importaba un comino la edad que tuvieras. Estoy segura de que podías inyectarte heroína si se te daba la gana sin que nadie te dijera una sola palabra. Estaba tan incómoda que me puse a pensar en todas esas cosas y otras peores.

“Me sentía rodeada de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, casi en mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Eran de mi edad o quizá un poco mayores. Se les notaba en seguida que bebían muy despacio la consumisión mínima para no tener que pedir otra cosa. Como no tenía nada que hacer, me puse a escuchar lo que decían. Él le hablaba a la chica de un programa de televisión que había visto la noche anterior. Se lo contó con pelos y señales, los chistes malos y creo que hasta con los comerciales, el muy desgraciado.

“Era el tipo más pesado que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le importaba un carajo el susodicho programa, pero como la pobre era tan fea no le quedó otro remedio que tragárselo aunque no quisiera. Las mujeres feas a veces la pasan muy mal, las pobres. Me dan mucha pena. Sobre todo cuando están con un cretino en un bar de jazz que les está encajando un rollazo acerca de un programa malo de televisión.

“De repente empecé a sentirme como una idiota, sentada ahí en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que fumar y beber. Llamé al mesero para pedirle mi cuenta y para que le preguntara a Jimmy si podía hablar con él. Era mi última oportunidad para resarcir su imagen para conmigo. El mesero no se volvió a parar cerca de ahí, a pesar de que le di una propina inmerecida, tampoco estoy segura que le haya dado el recado a Jimmy. Los meseros son unos ojetes.

“Aunque a la mejor sí se lo dio, pero como yo no era alguien conocida ni famosa ni la molestia se tomó en contestarme. Eso me volvió al pensamiento sobre mi futuro. Regresaría a mi país, sería pianista de jazz, fundaría con muchos esfuerzos un club a mi medida y deseos. El bar estaría separado de la sala donde tocaría yo con músicos invitados, Para asegurar que quienes ahí se sentaran realmente iban a escucharme y no a beber o a platicar teniéndome como música de fondo”.

Diana Burta acaba de celebrar el enésimo aniversario de su famoso bar en Bruselas. Uno que se caracteriza tanto por el nivel de los músicos que ahí se presentan como del público asistente, conocedor, crítico y exigente. Un concepto radicalmente distinto de la escena estadounidense. Mismo para el que han tenido los mejores adjetivos los propios jazzistas de la Unión Americana que han tocado en el lugar. La combinación jazz-alcohol fue un invento de los gángters que controlaban escena y tráfico en la tierra del Tío Sam, fórmula que en Europa ha tratado de romperse con ejemplos como el de Diana, quien al finalizar sus actuaciones baja del podio para saludar e intercambiar algunas palabras con el público asistente.

VIDEO: Diana Beerta (Diana Burta) Meet Friends Remastered By BvdM 2019 (Berry van de mast)

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