Ellas, al igual que ellos, ya hacían rock and roll antes de que éste existiera, porque anteriormente se llamaba rhythm and blues y lo interpretaban los artistas negros. Una forma musical que preludiaba un futuro insospechado, intenso e incandescente.
Todos ellos condujeron, a través de dicho estilo, a la juventud tanto negra como blanca (que los escuchaba clandestinamente) hacia el disfrute de la rítmica y el reconocimiento generacional que marcaban los nuevos tiempos.
El swing hot, el jazz y el country blues se habían condensado en forma de jump blues (la expresión más salvaje del r&b) al final de los años cuarenta, empujando a las pistas de baile a una población cansada de la guerra (la segunda conflagración mundial) y las restricciones económicas.
Los pequeños y animados grupos que tocaban secuencias de blues con una energía y un entusiasmo sin precedentes eran acompañados por cantantes de ambos sexos que lanzaban poderosamente la voz con toda la fuerza de la que eran capaces (shouters).
El ánimo de los intérpretes se reflejaba en el del público. Los saxofones tenor graznaban y chillaban, los pianos ejercían un papel percusivo y las guitarras eléctricas vibraban y punteaban. Las letras de las canciones eran sencillas y elementales, dirigiéndose a los corazones de los adolescentes mientras el estruendoso ritmo les hacía mover los pies.
Al aumentar la popularidad de esta música, y la exigencia a que se difundiera por la radio, atrajo a hordas de imitadores y admiradores blancos. En pocos años, el jump blues cambió el rumbo de la música popular en los Estados Unidos, aunque para entonces ya se le denominaba «rock and roll».
Durante su auge, la fuerza de su convocatoria abarcó a todas las razas, al contrario del country, del folk (sólo gente blanca) o del country blues y el blues eléctrico urbano (de público en su mayoría negro).
Fue capaz de llenar los salones de baile con cientos de fans eufóricos, que vieron en sucesión a grandes intérpretes masculinos (Louis Prima, Roy Brown, Little Richard, etcétera), pero igualmente a las intérpretes femeninas que harían historia y señalarían el inicio del paso de la mujer en tal ámbito musical. Y ahí estuvo Ruth Brown.
A mediados de la década de los veinte más de cinco millones de afroestadounidenses dejaron los campos del Sur para ir a las florecientes ciudades del norte del país. El padre de Ruth Brown siguió la ruta hacia Virginia, donde ella nació el 12 de enero de 1928.
En su ruta hacia el Norte, los negros se llevaron consigo al blues, del que el padre de Ruth no quería oír ni hablar, pero ella desde muy chica se interesó en él y en el rhythm and blues, el estilo al que ella se aficionó –e interpretaba a escondidas–.
En la adolescencia tal postura y los constantes choques familiares que atrajo la decidieron a huir de casa. Sin un destino fijo, se ganó la vida como mesera y cantando en restaurantes del camino hasta que conoció a su primer marido, Jimmy Brown, al cual se unió en sus giras que la llevaron hasta Detroit, donde se separó del músico y cantó spirituals para sobrevivir.
Llegó a Washington. Una ciudad ruda y sombría pero menos segregada que otras. Encontró trabajo cantando en las fiestas de los barrios bajos, en los muelles de carga, en las fábricas, luego en clubes ruidosos con un sonido más sofisticado, urbano, eléctrico y amplificado.
En 1945, la hermana del exitoso director de big band Cab Calloway la contrató para el elegante club Crystal. Ahí trabajó hasta fines de los cuarenta cuando firmó para la recién establecida Atlantic Records. Alcanzó su primer éxito con vertiginosos rhythm & blues (como “Lucky Lips”, “Wild Wild Young Men”, “This Little Girl’s Gone Rockin’” y “(Mama) He Treats Your Daughter Mean”), a los cuales su ágil voz dotó de un toque sofisticado en que destacaba el excitante chillido en falsete que fue su característica distintiva.
Apodada «Miss Rhythm» en el medio musical, Ruth Brown fue la artista negra más popular de los años cincuenta, y aunque casi no figuró en las listas de éxitos vendió más de seis millones de discos. En 1962 cambió de compañía, a la Phillips, y luego decidió retirarse para cuidar a su familia.
En los setenta volvió a grabar, a presentarse en vivo en festivales de jazz, en obras musicales de Broadway, ganó varios premios por lo mismo y aprovechando su fama se involucró en movimientos sociales proderechos de los músicos, hasta su muerte el 17 de noviembre del 2006.
VIDEO SUGERIDO: This Little Girl Gone Rockin’ – Ruth Brown, YouTube (Eric Cajundelyon)
Ella Fitzgerald fue la «Primera Dama de la Canción» y de su estilo definitivo en el jazz del siglo XX. Siempre se concentró en la presentación de su material de manera directa y transparente. No fue una salvaje ni una diva, y los temas rara vez se convirtieron en mero soporte para su virtuosismo.
Incluso en sus mejores momentos, Fitzgerald ofreció un solo y perpetuo placer: el de escuchar una buena canción soberbiamente ejecutada. Su ingenio artístico radicó en ello y mantuvo este nivel por décadas gracias a su gusto, pureza, tonalidad, dicción y capacidad de trascendencia.
Ella Jane Fitzgerald nació el 25 de abril de 1917 en Newport News, Virginia. A principios de los veinte su familia se trasladó a la ciudad de Yonkers, al lado de Nueva York; poco después quedó huérfana. Se fue a vivir a Harlem con algunos familiares, pero incluso se refugió durante esa época en la calle y en trabajos eventuales. Desde pequeña se propuso abrirse camino en la vida a como diera lugar, por lo cual desarrolló una personalidad reservada e individualista, en la que sin embargo cupo siempre la ingenuidad.
“—Tienes que recoger los platos, limpiar las mesas, asegurarte de que los recipientes para la sal y la pimienta estén limpios, y aquí tienes tu uniforme–, me dijo el hombre aquél.
“El enorme vestido blanco y el delantal parecía que habían sido almidonados con hormigón y además eran demasiado largos. Me quedé de pie a un lado del salón, con el dobladillo del vestido arañándome las pantorrillas, esperando a que las mesas se vaciaran. Muchos de los operadores en periodo de aprendizaje habían sido mis compañeros en la cola para tomar este trabajo. Y ahora estaban parados frente a las mesas repletas de cosas, esperando a que yo o alguna otra de las tontas chicas ayudantes de camarero recogieran los platos sucios para llevarse sus bandejas.
Duré una semana en aquel trabajo, y odié tanto aquel minisalario que me lo gasté la misma tarde en que renuncié. Por la noche ya no tenía ni un quinto, así que me fui caminando por Harlem, a ver qué se me ocurría para pasar la noche. Pensé en aquellos familiares que me habían recogido cuando murieron mis padres, en sus malos tratos, y en el hecho de que ser huérfana no era sólo un problema de dinero, sino de todas las cosas de la vida.
En esos negros y deprimentes pensamientos me encontraba cuando pasé frente al TeatroApollo y leí que era una noche de aficionados con algunos buenos premios. Yo estaba desesperada, así que me dije: total, qué puedo perder. Además, sirve que me caliento un poco porque en la calle el frío arreciaba. Crucé el umbral de aquel iluminado inmueble sin esperar realmente nada. Si me dejaban sentar por ahí ya era ganancia».
El triunfo que obtuvo en ese concurso para aficionados, el 21 de noviembre de 1934, a los 16 años de edad, marcó el inicio de su veloz despegue profesional. A causa de su aspecto y situación de vagabunda no pudo obtener el contrato de una semana con el que se premiaba a los ganadores, pero ganó unos dólares y la oportunidad de continuar labrándose una reputación en diversos concursos locales.
En febrero de 1935 recibió una oferta de la orquesta de Chick Webb, una de las mejores bandas negras del momento. Entre esa fecha y 1939 Ella Fitzgerald fue la principal atracción de la orquesta de Webb en el Savoy Ballroom, toda una institución en la era del swing. En 1937 Ella fue elegida como la cantante favorita de los lectores de la revista Melody Maker, inaugurando así una larga lista de nominaciones. Y en 1938, cuando todos los editores de música la perseguían para que interpretara sus canciones, se le adjudicó el título periodístico de «Primera Dama de la Canción», que la acompañó desde entonces.
Webb concedió a Ella un protagonismo sin precedentes al frente de la banda, convertida casi en mera comparsa. Fue el único medio para alcanzar la popularidad y los contratos de que gozaban otras bandas rivales. Para redondear el giro musical con un golpe de efecto publicitario, el baterista dio a entender que él y su mujer habían adoptado a la cantante huérfana, cosa que muchos todavía dan por cierta.
La principal inspiración de Ella había sido una cantante blanca: Connee Boswell. Esta influencia se percibe sobre todo en su manera trepidante y luminosa de frasear, llena de swing, y también en la adopción de algunos rasgos estilísticos. Ella no ignoró el ejemplo de otros contemporáneos, como el ineludible Louis Armstrong, maestro del ritmo, y de Leo Watson, revolucionario del canto scat.
Tras la muerte de Webb en 1939, Ella siguió al frente de la banda hasta 1942, cuando se vio obligada a buscar nuevos caminos. El interés por el scat y la improvisación de su parte obedeció a una circunstancia no menos importante: el contacto con una nueva generación de jazzistas, encabezada por Dizzy Gillespie, cuya aventura musical ejerció una completa fascinación sobre ella.
Hasta ese momento Ella no era una cantante de jazz en el pleno sentido de la palabra, sino una cantante comercial situada en el cruce de caminos, como la mayoría de las llamadas “canarios”. Pero el bebop la puso en el centro del jazz. Su proverbial entusiasmo vocal creció todavía más en el goce de este nuevo lenguaje y de esta llamada a la creatividad individual.
Ella compartió con los boppers multitud de jam-sessions, colaboró con sus grupos e incluso se casó en segundas nupcias con Ray Brown, contrabajista de Gillespie. El libre vuelo de su scat, al que no inventó, lo convirtió en una forma de arte, tan hipnótica e inspiradora como cualquier solo de trompeta, sax o piano. Aprendió a cantar así oyendo a Dizzy Gillespie.
El virtuosismo de los solos improvisados que alcanzó con tal recurso rivalizó incluso con el de los mejores instrumentistas del jazz y por dichas ejecuciones disfrutó de una justa fama. Asimismo, poseía un don para la imitación que le permitió interpretar a otros cantantes conocidos durante sus presentaciones, desde Louis Armstrong hasta Aretha Franklin.
La carrera de Ella, en ascenso imparable por todo el país, aguardaba un giro desde tiempo atrás. El promotor y productor Norman Granz sería el encargado de facilitárselo. En 1946 se produjo la primera colaboración de la cantante con Jazz At The Philarmonic, espectáculo interracial creado por Granz con la intención de llevar el jazz a las salas de conciertos.
Finalmente, en 1956 Granz consiguió que Ella dejara el sello Decca y firmara un contrato con su recién creada discográfica: Verve. Sus planes para la cantante incluyeron extensas giras por todo el mundo y grabaciones con artistas vinculados al proyecto.
Recién desempacada en su nuevo sello, Ella realizó un cancionero de Cole Porter que la catapultó de inmediato a la lista de los discos más vendidos. Fue la primera entrega de una serie de antologías consagradas a los songbooks de los grandes creadores de la música popular estadounidense: Rodgers y Hart, Duke Ellington, Irving Berlin, George Gershwin, Harold Arlen y Jerome Kern.
La serie empleó excelentes arreglos con inflexiones jazzísticas y logró atraer a un público muy amplio ajeno al jazz, lo cual sirvió para establecerla entre los máximos intérpretes de la canción popular en la Unión Americana. De ahí en adelante su carrera fue manejada por Granz y se convirtió en una de las cantantes de jazz más conocidas a nivel internacional. Realizó muchas grabaciones, además de presentarse con frecuencia en festivales de jazz, acompañada por los mejores intérpretes.
A finales de los años sesenta afloraron los primeros problemas graves de salud, la progresiva pérdida de visión, los primeros síntomas de fatiga física. En 1973 Norman Granz creó un nuevo sello discográfico: Pablo, y empezó a publicar material inédito grabado por Ella en alguna de sus giras. Sin embargo, la voz de Ella comenzó a estropearse y a perder la facilidad de otros tiempos.
Ella Fitzgerald murió el 15 de junio de 1996 en Beverly Hills, a la edad de 79 años, tras un largo padecimiento diabético. Dejó grabados aproximadamente 250 discos. Y si bien su voz era de timbre algo frágil, la compensó con un alcance enorme que controlaba de manera experta, con una habilidad rítmica asombrosa, extraordinaria agilidad e infalible sentido del swing. Ella habitó cada canción con todo su ser.
Rodajas de noche
jugos de luna cálida
para salvar ahogados.
Surgió así un nuevo lenguaje
del jazz, del swing
lento vivo fugaz-
corazón de unicornio loco
sin tristeza sentimental
¿Para qué el lento rodar del mundo
si canta Ella
la historia antigua del amor?
Mejor los senos, las piernas
las cabezas estallando
al frente de los múltiples primores
de su voz.
VIDEO SUGERIDO: Ella Fitzgerald – I’ve Got A Crush On You – YouTube (Ella Fitzgerald-Topic)
En la actualidad, los trovadores modernos se han vuelto profesionales del canto. Sus estilos van del alt country al folk rock, de la dark americana a la world music, entre otros estilos. En ellos se deposita la poesía que intenta explicar lo cotidiano, mientras que los juglares contemporáneos son los músicos callejeros que repiten los versos de aquellos en toda instrumentación y folklor populares.
El Quartier Latin o Barrio Latino del quinto distrito de París es en la actualidad un lugar privilegiado para saturarse de las interpretaciones de los músicos callejeros procedentes del mundo entero. Su tradición, como se ha visto, tiene imán y data de la Edad Media, de cuando la zona estaba inundada de estudiantes de La Sorbona y por lo tanto tenían una gran influencia en la vida cotidiana de la capital francesa. El canto y otras extravagancias amateurs han sido un espectáculo regular en aquel barrio desde entonces.
Ahí es donde llegó Madeleine Peyroux a los quince años de edad, fugada con su madre de un reciente divorcio y de todo el patetismo que lo rodearon. Era el año de 1989 y había abandonado Nueva York, el sur de California y su natal Athens, en los Estados Unidos, para cambiar de aires y ver el mundo por primera vez.
Y aunque su ciudad también contaba con una larga tradición estudiantil debida a la Universidad de Georgia ubicada en su demarcación, la información oral que había recibido de quienes habían ido a Europa la había interesado en el viaje y ante las circunstancias familiares se decidió a realizarlo.
Ahí descubrió el Barrio Latino y a sus cantantes callejeros. Decidió que eso era lo que quería hacer siempre. Recordó que cuando vivió en Nueva York había conocido a Moondog, un personaje que la había impactado cuando niña, mientras paseaba por sus calles.
(Moondog fue un músico callejero que voluntariamente decidió ser un homeless. Deambuló por las calles de la Urbe de Hierro durante veinte de los treinta años que pasó en la ciudad. Vestía exclusivamente ropa que confeccionaba él mismo basándose en su propia interpretación del dios nórdico Thor, por lo que fue conocido durante años como «el vikingo de la Sexta Avenida». Se convirtió en uno de los más célebres músicos callejeros de dicha metrópoli, cuya música y el talento no fueron apreciados hasta los últimos años de su vida.)
Una vez cumplida la mayoría de edad, convenció a su madre que partió de regreso a la Unión Americana. Se quedó a vivir en París y eso le cambió la vida. Y así mientras tomaba clases de francés en el Centro Georges Pompidou, en cuya plaza se reunía una gran variedad de artistas urbanos, se pasaba el resto de las horas viendo sus espectáculos.
El jazz y el blues habían sido las músicas favoritas de Madeleine y sentía a las grandes divas de tales géneros como sus influencias primordiales en el canto (Billie Holiday, Bessie Smith, Ella Fitzgerald…), así que sin meditarlo más se unió, con lo intermitentes que podrían ser, a distintos grupos compuestos de diversas nacionalidades que ahí se juntaban.
En general eran agrupaciones formadas con músicos que practicaban la música callejera para alcanzar mayor perfección en su área frente al público y también con la intención de ganarse la vida de manera temporal con dicho oficio.
Y con ellas se forjó Madeleine bajo la filosofía de hacerle llegar al público su música, ganarse unas monedas y al mismo tiempo proporcionarle a la gente un momento agradable durante el día, en su ir y venir por la ciudad. Así lo hizo frente al Palacio de Luxemburgo, el Teatro Odeón, el Boulevard St. Michel o La Place St. André des Arts.
Compartió la actividad con gente que lo hacía por hobby, con profesionales que así ensayaban, con viajeros fugaces, con los inmigrantes exiliados por las persecuciones, las guerras y la intolerancia, con los homeless (sin techo) desechados por el sistema.
Pero también con activistas sociales que de esta manera hacían propaganda a sus ideas, con desempleados o lúmpenes o mendigos poseedores de algún instrumento para hacerse de algún dinero para comer. En medio de esto ella cantaba sobre el amor y su búsqueda.
Siempre prefirió realizar dicha actividad en el exterior y no en el Metro. Prefería los espacios abiertos, donde las personas se tomaban el tiempo de escuchar con atención, sin tener que correr para alcanzar un vagón o con el estrés de la aglomeración en horas pico.
Todo el aprendizaje se reflejó en la música y en sus interpretaciones. A la postre quiso ampliar sus horizontes y se unió a la Lost Wandering Blues & Jazz Band con la que realizó viajes por Europa durante varios años.
En ese inter se convirtió en una cantante de excepción, compositora y muy buena ejecutante de la guitarra. Y lo mejor de todo es que se creó un estilo a su medida. Mismo que descubrió la compañía Atlantic Records, por medio de uno de sus rastreadores de talento, la cual la contrató para grabar Dreamland, un debut sorpresivo y venturoso que en 1996 puso en ascuas al mundo sobre ella.
Su estilo está fundamentado en una técnica depurada y seductora en el canto, en un timbre satinado y bello (que se parece al de Billie Holiday, pero hasta ahí la comparación) y una sencillez interpretativa plena de sutilezas y sensualidades.
Con tales elementos no necesitó desgarrarse la voz, ni gritar con histrionismo pretencioso, no. Lo suyo está en la creación del escenario para el sentimiento, para la emoción; en la seguridad para alcanzar ambas cosas con la colaboración del oído atento del escucha.
Éste debe poner todo de su parte en el invite erótico que su canto representa, y un instante antes de caer en la explosión del encuentro consumado darse cuenta del disfrute del que goza y saborear lo que sucederá un segundo después en plena conciencia dentro de la pasión.
Eso es lo que caracteriza la personalidad de Madeleine Peyroux y eso es lo que se brinda en cada uno de sus nueve discos de estudio hasta el momento. Ella ha pasado por el éxito inusitado, con la promoción de la gigante discográfica. Pero también por la limitación de sus libertades (al ser estrella de un sello grande que buscó controlar todos sus quehaceres), lo cual la llevó a la reflexión y a la renuncia de dicha compañía.
Dejó pasar el tiempo para recuperar la libertad creativa (ocho años), pagar su deuda con las independientes (Waking Up Music, con la que publicó Got You On My Mind en el 2004), y con plena madurez aceptar incorporarse al sello Rounder con el productor Larry Klein, quien supo entender justo lo que necesitaba la Peyroux (con discos como Careless Love, Half Perfect World o Bare Bones, con acompañamientos, orquestación y conjunta elección de los materiales) y luego con el sello Verve en sus siguientes grabaciones, para deplegar su arte en pleno, cual romance de juglar callejero.
VIDEO SUGERIDO: Madeleine Peyroux – I’m All Right, YouTube (nshields)
La cantante neerlandesa Rita Jacobs nació en Rotterdam en 1924. Sin embargo, nadie la conoce por ese nombre. Rita Reys continúa siendo su apelativo artístico; y «Primera Dama del Jazz Europeo» el título ganado dentro del ambiente sincopado.
El padre de Rita María Everdina Reys fue músico. Tenía una orquesta que tocaba en las salas cinematográficas antes de empezar las películas y en casa siempre se la pasaba escuchando música o tocando algún instrumento. Así pasó la infancia de Rita. Ella cantó desde niña y a los 15 años formó parte de una orquesta de baile. A partir de entonces la música fue su mundo, en el que el padre colaboró enseñándole la teoría.
Habla Rita:
“Mi padre era músico. Tenía una orquesta que tocaba en las salas de cine antes de empezar la proyección. Era director. Siempre se escuchó música en la casa. Mi madre era bailarina; mi padre tocaba el violín y el saxofón alto. Tocaba música ligera, pero el jazz lo volvía loco. Le encantaba Mel Tormé. Cuando apareció Charlie Parker, compró todos sus discos. Yo cantaba todo el tiempo. En la primaria y en la secundaria. A los 15 años me metí a cantar en una orquesta hawaiana. A partir de entonces me dediqué a la música. Mi padre me enseñó un poco de teoría musical. Luego me casé con Wessel Ilcken, un baterista de jazz. Él me ‘convirtió’ por completo al jazz.
“En 1960, con el grupo de mi marido, tocamos en el festival de jazz más importante de Francia. Todos los grandes del mundo estuvieron ahí. Sorprendentemente nos proclamaron el mejor grupo del continente y a mí me dieron el título de ‘Primera Dama del Jazz Europeo’. Puesto que aún no llega otra, parece que el título sigue siendo mío. ¿Pasárselo a alguien? No sabría a quién. Yo tuve que ganármelo. Que se lo gane quien venga después de mí. Eso sí, no se consigue estando sentada.
“Hasta ahora, no ha aparecido ninguna candidata a ‘First Lady’, tampoco en las clases que doy en el Conservatorio de Rotterdam. Suena exigente y presumido, pero es la verdad. Cuando yo tenía la edad de las niñas de mi clase, cantaba para bajar las estrellas del cielo. Entre los 18 y 20 años empecé en serio con el jazz. Las muchachas de ahora imitan todas a alguien: Sarah Vaughan, Billie Holiday o Ella Fitzgerald. Yo no hacía eso. Me fijaba en las improvisaciones de los músicos. Charlie Parker, Miles Davis, en todos los grandes. Nadie hace eso ahora.
“Hay otra cosa. No me lo tomen a mal. Por supuesto me da gusto que cambien los tiempos. Pero la gente ya no tiene la misma motivación. Aunque no tenga trabajo, come bien. En mis tiempos no conocíamos eso. Estábamos obligados a movernos. Vivíamos en un cuartito minúsculo arriba del club Sheherazade. Costaba tres florines la semana. Las chinches caminaban por las paredes. Teníamos que presentarnos a tocar y cantar, pues de otro modo no teníamos qué comer. Eso les falta ahora. Aquella fuerza, ese deseo de imponerse. No quiero decir que todas sean deficientes ahora. Definitivamente hay voces muy hermosas. Pero les falta el carisma, la irradiación de fuerza. No tienen cuerpo ni alma.
“Cuando trabajé con la Banda Universitaria Holandesa de Swing tendría unos 16 años. Cantaba, por ejemplo, una vieja canción que nadie conocía. Pero a los jóvenes se les ponía la carne de gallina. Siempre tuve el swing. Creo que los estudiantes de canto de ahora saben muy bien sobre qué cantan, pero se les olvida el texto. Hay que presentar el texto. Si uno canta sobre el amor, hay que sonar tierno. No ponen atención a ello. Una cantante en realidad es una actriz, tiene que hacer vivir el texto.
“En 1956, grabé en Nueva York un disco con Art Blakey y los Jazz Messengers. Estábamos trabajando en el Sheherazade de Amsterdam con el grupo de Wessel. Una noche el director de la CBS estadounidense llegó a escucharnos. Le gusté tanto que me invitó a Nueva York. Ahí canté con Zoot Sims, Gerry Mulligan, Chico Hamilton, todos ellos. En determinado momento me preguntaron si quería hacer un disco. No tenía la menor idea con quién hacerlo, y Wessel me dijo que con los Jazz Messengers. Fue todo un escándalo, pues se trataba de un grupo negro. No fue sencillo. Tampoco para los muchachos. A los músicos tampoco les interesaba tocar con una blanca. Como sea, tuvimos que empezar en algún momento. Y una vez que nos pusimos a trabajar, poco a poco se convencieron y todo encajó. Trabajé muy bien con ellos, sobre todo con Horace Silver, un hombre único.
“Al principio de los noventa apareció el álbum Swing and Sweet. Fui la primera holandesa que grabara con la legendaria compañía discográfica estadounidense Blue Note. La primera europea con Blue Note. Todo se grabó junto, sin overdubs. No puedo trabajar en un estudio frío con músicos imaginarios. Eso no inspira para nada. Justo por las excelentes cuerdas o el hermoso estribillo del saxofonista. Eso es lo mejor, entonces canto bien. Pero no con una cinta muerta en la cabeza.
“En la casa rara vez toco mis discos. Me encanta la música clásica. Mozart. Pero también me fascina la música intermedia, un buen concierto de rock o de pop. Me gusta mucho escuchar, por ejemplo, a U2 y Whitney Houston. En cuanto al jazz, antes me gustaba Al Jarreau, aunque últimamente se ha dejado manipular demasiado por sus mánagers, que además son quienes se quedan con la mayor parte del dinero. Ahora hace una música muy pulida, muy estrecha. Pero Mel Tormé todavía lo hizo muy bien hasta su muerte. Y no tenía mi edad. No es necesario buscar lo comercial ni hacer tonterías. Mel Tormé seguirá siendo siempre muy bueno.
“Antes, cuando uno iba a una obra musical, de Cole Porter o quien fuera, diez o veinte canciones se quedaban en la memoria. Todos los clásicos actuales del jazz han salido de las obras musicales. Pero cuando ahora se va a ver Cats, por decir algo, sólo una pieza se queda en la memoria: ‘Memories’. En realidad es muy pobre. Además, no hay buena música. Es increíble cómo les falta imaginación y creatividad a los compositores. Evita también produjo sólo una canción, «Don’t Cry For Me, Argentina». En las obras de jazz que ahora hacen, como Cotton Club, cantan pura música vieja. Se escriben muy pocas cosas buenas ahora. Hay mucho relleno. Stevie Wonder ha escrito muy buenas piezas. Yo sigo cantando «You Are the Sunshine of My Life'». Ha escrito mucho que no es posible traducir a un ritmo jazzístico, y muy pocas cosas suyas me sirven a mí. Pero cuando se le escuchan a él mismo es muy bueno. Es alguien de ahora que tiene los ritmos de ahora en la cabeza. Y puesto que yo no los tengo, no puedo cantar sus piezas.
“¿Por qué no canto scat? No lo sé. Me parece que eso no es para una voz humana. Sólo una se aproximaba a dominarlo, y ésa era Ella Fitzgerald. Pero en realidad ella tampoco. También se ponía a cantar licks de un saxofonista o trompetista que surgían en ella al azar. Se soltaba agradablemente, siguiéndolos, pero a mí eso no me gusta. No obstante, Ella siempre fue mi gran ídolo. No la imité, pero creo que sí adapté la alegría y la brutalidad con las que cantaba. A mi manera.
“Cuando Wessel Ilcken, mi primer esposo, falleció en 1957, pensé que tendría que olvidarme del jazz. Era madre de un bebé de dos años y tenía que alimentarnos. Pim Jacobs entonces formaba parte de la orquesta de Wessel. Con él me puse a interpretar canciones francesas. Las reseñas me despedazaron. Dijeron cosas como: ‘zapatero a tus zapatos’.
“También hice cosas completamente comerciales. Fui muy solicitada para hacer anuncios comerciales, y los hice. Tenía que acostarme en una farmacia, por ejemplo, y afirmar que mi piel seguía joven. Puras tonterías. También me parecía terrible que Pim, que se convirtió en mi segundo esposo, fuera a presentar juegos a la televisión. Bueno, el jazz quedó relegado al segundo plano en aquel entonces porque había que comer. A mí esa época me pareció espantosa”.
A la postre y en medio de las presentaciones, Rita Reys dio clases en el conservatorio de Rotterdam sobre su materia: el canto. Los últimos años (falleció el 28 de julio del 2013) los dedicó a dar conciertos por el continente europeo acompañada por los músicos del grupo de su segundo marido, Pim Jacobs, recién fallecido también. El título de Primera Dama del Jazz Europeo le pertenece ad infinitum.
George Avakian, el reputado crítico musical de la Unión Americana, dijo que pocas cantantes, incluso estadounidenses, poseyeron tal swing, tanto gusto y personalidad como los tuvo Rita Reys. Su acento mismo en el inglés era sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que jamás vivió en los Estados Unidos, ni tomado clases del idioma. En un ámbito en que la competencia era escasa, Rita se mostró como la mejor cantante de jazz fuera de la tierra del Tío Sam.
VIDEO SUGERIDO: Rita Reys with Oliver Nelson, YouTube (Peer fiftyseven)
La historia comenzó hace muchos, muchos años cuando Mili Bermejo, procedente del Cono Sur, de Buenos Aires —para ser más precisos y donde había nacido en 1951—, llegó a la ciudad de México junto con su familia. Tenía ocho años de edad. Desde ese momento, por la influencia paterna, abrevó de la música mexicana integrándola a su herencia argentina.
Luego, las décadas de los sesenta y setenta le otorgaron muchas experiencias enriquecedoras y fundamentales: el llamado “canto nuevo”, las peñas, los clubes, los amigos de diversas naciones latinoamericanas exiliados por causas políticas y feroces dictaduras, la poesía de Nicolás Guillén, Jaime Sabines, César Vallejo, José Ramón Enríquez, Odri Lorde, Ernesto Cardenal, Gabriel Zaid y Octavio Paz; además de la ideología del compromiso social del artista y el gusto por los conciertos al aire libre.
El talento musical de Mili Bermejo le permitió obtener en el curso de los años varias becas. La primera de ellas otorgada por lo que antes era conocido como el Fondo Nacional para las Actividades Sociales (Fonapas), y luego por parte de la escuela donde se encontraba. Entonces, la vida se le modificó sustancialmente. Casi al finalizar los años colegiales y lista para saltar al profesionalismo, su hermano (Miguel, guitarrista y bajista) la introdujo en los misterios y las sorpresas de la obra de Miles Davis. Es decir: descubrió el jazz.
Habla Mili:
«El jazz representó un gran cambio para mí: el de cantante a músico. Lo cual quiere decir que debía empezar a pensar en mi voz como instrumento, en la armonía. A tener un pensamiento inteligente en cuanto a cómo abordar una pieza, o sea un pensamiento analítico y además —por si fuera poco— aprender el arte de la improvisación. No puede ser de otra manera. Es muy difícil ser un buen intérprete del jazz debido a las exigencias que esto requiere satisfacer. Se debe saber leer todo tipo de partituras, con sus claves, invertir miles de horas de práctica para desarrollar el nivel competitivo necesario. Y asimismo, es preciso actuar constantemente para mantener en forma las habilidades musicales y desarrollar las cualidades individuales en la improvisación”.
Por aquel tiempo, Mili tuvo la oportunidad de conocer al pianista Ran Blake, pionero del avant-garde y del Third Stream, quien la llevó consigo como invitada para unas presentaciones que haría durante el programa jazzístico veraniego en la ciudad de Boston, en 1978. El viaje la motivó sobremanera para el aprendizaje del género. A la postre entró a tomar clases con el ya desaparecido pianista y destacado jazzista veracruzano Juan José Calatayud.
Con una voz siempre emotiva, Mili gusta de contar lo que la música sincopada le ha dado: «El jazz me proporcionó un método, me abrió las puertas tanto mentales como emocionales. La disciplina inherente en él siempre resulta difícil, hasta que la conviertes en tu forma de vida. Cuando das ese paso todo se vuelve fascinante porque te sientes por fin un pasajero legítimo en el tren del aprendizaje, en una dinámica de evolución estética. Es un desafío, cada minuto debes entender por qué unas notas funcionan y por qué otras no. Para mí fue descubrir un mundo vital«.
En México, Mili supo crearse una carrera como intérprete, pero en este punto y por recomendación del maestro Juan José Calatayud, decidió irse a estudiar a la Berklee School of Music de Boston, llevando como único equipaje su amor por el jazz: «El jazz me poseyó por completo, era como unfuego por dentro que no podía acallar«. Quería aprenderlo todo de él: tanto el lenguaje verbal como el musical. Esto es lo que la condujo a buscar las fuentes y a conocer a sus generadores. Debía aprender a cantar con aquellos jazzistas, en su propia tierra.
En México, Mili dejaba el reconocimiento logrado hasta entonces, sus amigos, su trabajo de muchos años en Radio Educación, a su padre —el compositor e instrumentista— Guillermo Bermejo, a su tío Miguel, ambos fundadores del famoso trío de música vernácula Los Calaveras, que en tantas giras y películas acompañara al legendario Jorge Negrete y, desde luego a su madre Luz, una cantante argentina de tangos. «Al irme a Estados Unidos dejé toda esa parte», ha comentado con añoranza.
Así que se trasladó a Boston a vivir de manera permanente en 1980. Tras cinco años de recoger conocimientos, de mostrar el talento personal a su vez, se graduó en aquella institución. Aunaba de esta manera a su vida académica la savia del jazz estadounidense, misma savia que sumó a sus acervos producto de los estudios en la Escuela Nacional de Música, con los compositores mexicanos Julio Estrada y Federico Ibarra, y de técnica vocal con la especialista Elisabeth Phinney y Jerry Bergonzi.
El ejemplo de su creatividad al darle forma a un jazz ecléctico, con la intención constante de buscar trascender las fronteras entre los géneros y culturas, hizo que las autoridades de Berklee le ofrecieran impartir clases de canto en dicha institución. Cosa que ha hecho desde entonces. Sin embargo, después de algún tiempo, Mili sintió también la necesidad de expresar a flor de piel sus raíces musicales y los conocimientos adquiridos con el jazz, así que se alió con su esposo, el contrabajista Dan Greenspan —al que conoció en esa escuela en 1981—, para realizar una obra donde se fusionaran el sentir cubano, argentino, mexicano y jazzístico, y otorgar al escucha una lluvia de ritmos en la que su estilo encontraba un cauce perfecto.
Hoy, esta mujer ha logrado el reconocimiento de músicos y crítica de la Unión Americana al aparecer en las páginas de revistas especializadas como Down Beat y Jazziz, donde se analizan constantemente los álbumes que genera. Desde Ay Amor (de 1992), hasta la noticia del nuevo disco que está a punto de salir, A Time for Love (del 2004), su discografía, que abarca ya ocho volúmenes, ha sido descrita como “el lugar donde se encuentra el jazz con la elegancia del alma latina”.
Sin concebir limitante alguna, Mili Bermejo ha laborado en distintos formatos, como el trío (en Ay Amor y A Time for Love), el cuarteto (en Casa Corazón, de 1994, o Identidad, de 1996)), el sexteto (en Pienso elSur, del 2001), el octeto (con la agrupación de Günter Schuller, en Orangethen Blue). No obstante, la quintaesemcia de su quehacer artístico se puede encontrar en Dúo, de 1997, al lado de su esposo y bajista Dan Greenspan, donde la compenetración con el concepto y el trabajo constante se presentan sin más ropaje que las cualidades íntimas y personales.
“Entre más vida yo siento / más pronto me voy muriendo / más cercano está el momento / de abandonar este arroyo / y más requiero el apoyo / de aquél que me está queriendo….” Así reza el track “Décimas de muerte”, una composición de esta cantante que a base de estudio, de esfuerzo, de talento, ha sobresalido en el terreno del jazz. En Dúo, Mili se presenta en el escenario del Music Room de Cambridge para dar a conocer a los entendidos su sensibilidad y bagaje. Ella le entrega al escucha su comprensión de la música y beneplácito con el canto.
Para hablar de este trabajo de Mili hay que mencionar, en primerísimo lugar, el grado de retención y elaboración de los elementos básicos que han alimentado a la cantante a lo largo de su carrera. Elementos afroamericanos, latinos, caribeños, que gracias a su ductilidad y aprovechamiento se establecen en ella, en su voz, en su acompañamiento, como una mancomunidad experimental de carácter multicultural sintetizada en el jazz. Eso es el jazz. Así se forjó y así continuará en el futuro.
Ella reelabora la música a partir de su particular concepción enriquecida de estos elementos en términos de esa estructura de raíces y sus variables. Esto es: conoce su música, no sólo como ente regional sino continental, y la relaciona, la mezcla, la recrea, con el gran fenómeno del jazz y lo que éste a su vez trae aparejado consigo: la composición europea, la métrica hispana, el lied alemán, el folklore anglosajón y la referencia sobreentendida de la expresividad vocal.
Todas las variables son aprovechadas por su voz, por su temática, empapada del romanticismo del “canto nuevo”, muy bien acompañada por Greenspan, músico que muestra sus capacidades multifacéticas al proporcionarle un soporte sincopado a la rítmica voz de Mili. Las composiciones de Abbey Lincoln, Bill Evans, Lee Morgan, Johnny Mercer, Duke Ellington y de la propia Bermejo, se suceden a lo largo del CD dando rienda suelta a su estilo que en todo momento evoca las referencias de su experiencia musical con interpretaciones muy sentidas, las cuales con los artilugios de la magia vocal ubican en atmósferas y ambientes hiperreales al escucha atento.
Las interpretaciones que hace Mili Bermejo de la balada van más allá de lo simplemente emotivo. Sus cualidades, técnica y referencias vitales que carga dentro de sí, le añaden a cada tema presentado el plus que debe contener cada pieza de su repertorio. Es una cantante de jazz llena de expresividad y recursos, color y textura. En este disco, producido por ella misma, ejecuta una catorcena de tracks en los que la existencia y el arte se amalgaman para regocijar al público. Greenspan, como buen bajista, le pone los acentos, los soportes, las plataformas. De esta manera, las composiciones de todos los mencionados brillan como si fueran nuevas.
Los informes sobre Mili Bermejo dicen que ella se fue a la Unión Americana en 1980, con el claro objetivo de estudiar jazz en la que hoy por hoy se considera la mejor escuela en este sentido: el Berklee College of Music de Boston. Actualmente es profesora en esa misma institución, además de miembro de varias asociaciones para el fomento de las artes en los Estados Unidos. Mili Bermejo es una cantante que a base de trabajar su talento, de disciplinarlo y conducirlo, ha llegado a ser escuchada en los mejores escenarios y a recibir premios y menciones, porque además de estudio y trabajo tiene propuesta y capacidad para manifestarse en el comprometido terreno del jazz. La suya es una magnífica historia, plasmada en concreto en varios álbumes a los que sigue sumando nombres.
* Este texto es fundamentalmente el guión literario del programa número 82 de la serie “Ellazz”, que se trasmitió por Radio Educación en los años cero (primera década del siglo XXI), del que fui creador del nombre, entrevistador, investigador, guionista y musicalizador. El programa se realizó con la entrevista que le hice tras la publicación del disco Dúo (Jimena Music) en 1997. Éste se uniría a la enriquecedora discografía de la cantante, compositora, pedagoga y divulgadora del jazz, con De tierra, Identidad y el postrer Arte del Dúo, además de los ya mencionados en el texto. Todos discos a los que la artista dotó con canciones propias, standards del jazz y composiciones de diversos creadores latinoamericanos, siempre incluyendo sus emociones y las cuestiones sociales de todo lo que la afectaba. Mili murió el 21 de febrero del 2017. Aún no sé si ya se publicó el libro que tenía listo sobre técnica vocal en el que tenía tiempo trabajando.
El jazz (en su forma más free) es aquello que permanece de un sueño en la vigilia. Es una reverberación mental completamente afectiva que se anida en la memoria. Si no, ¿cómo explicar que podamos captar, de manera precisa, el eco de una música de la cual no se escribe ni una sola nota, ni se pinte su color?
Es un desdoblamiento poético que se fija en el espíritu como un goce fugaz de recuerdo imperecedero. Algunos mortales son capaces de recrearse en ello. Uno de éstos lleva por nombre Ana Ruiz. Es una pianista, pionera del género en un país reacio, que nació en la Ciudad de México el 2 de agosto de 1952.
Ella sabe que sólo equivale a la intimidad de un pianista la voluntad de comunicación. Una paradoja. Una sublime paradoja. Más aún cuando los aplausos estallan a causa del silencio tras su música. Los polvos mágicos que se disuelven en el fondo de un licor divino.
Ella sabe que su sueño jazzístico es forma pura y virgen, al que va levantándole sus arquitecturas sobre tinieblas frescas y significativas de las que surgirá flora y a veces lienzos alegóricos. Como el personaje de la Cantante Calva de Ionesco, que siempre se apresura a recomenzar.
Ana alguna vez fue calva. Por lo tanto comprende que el más hermoso de los ejercicios físicos y espirituales es la peregrinación por esas formas territoriales de circulación personal, secreta, de virginidad en los signos.
El viaje con todos los sentidos despiertos, con el cuerpo aligerado por la marcha: estado en el que todos los dispositivos de la intuición funcionan. La tarea es dejarlos despertar, flotar, emerger de sí misma, como un desprendimiento astral.
Ella sabe que tales formas se convierten en manos sobre las teclas, con intenciones conmovedoras, ardientes, frágiles o fuertes. En libertad plena. Y lo sabe por sus ojos obsesivos, brillantes órganos de la adivinación.
La posibilidad de vidas múltiples y simultáneas, en notas diversas, como mundos en metamorfosis. Modalidades rítmicas, armónicas, melódicas. Cada una como objeto único que busca cabalgar en la imaginación. Pasa de uno a otro paisaje. El éxtasis está en la forma que los reúne: el free.
Todo cede ante su facultad de verse, de ver esas manos, de pasar de una vida a otra, de no consumirse en una sola. Ella lo sabe.
S.M.: Ana, ¿cómo se dio en tu caso el aprendizaje de la música?
A.R.: “En mi familia hay muchos músicos. Mi abuela era pianista, ella estudió el instrumento con [Alba Herrera] Ogazón y le encantaba tocar. Yo de muy chiquita le daba vuelta a las hojas mientras ella tocaba, iba leyendo la partitura y la disfrutaba con ella. Tocaba cosas maravillosas y las gozábamos. Un tío por parte de mi abuela era Carlos Chávez. Yo estudié música con Otilia, su esposa, y ésta nos dio clase a todos mis primos y hermanos. Yo aprendí a tocar con un teclado mudo. En él recibí toda la técnica. Una vez con estos elementos nos pasaba al piano, al piano acústico, nos daba solfeo y enseñaba a mover los dedos. Después me metí al Conservatorio Nacional junto con mi hermana Citlali, ella estudiaba viola. Mis otros hermanos estudiaron guitarra y oboe respectivamente. En la familia siempre oímos música clásica. La popular estaba vetada, aunque yo la escuchaba a escondidas”.
S.M.: ¿Cómo fuiste de niña, cómo fue la relación con tus padres?
A.R.: “Muy buena, muy amable. Siempre fui rebelde, siempre quise hacer cosas y todas mis emociones y demás iban a parar al piano, las volcaba en él. Mis padres gozaron mucho esta situación, siempre les gustó que tocara”.
S.M.: ¿Tu padre a qué se dedicaba, a qué se dedica?
A.R.: “Mi papá ya murió. Era campesino y fue compositor de boleros, de guarachas, etcétera. Le encantaba hablar sobre su pueblo, sobre el campo, las mujeres, el amor por Jalisco”.
S.M.: ¿Cuáles fueron tus discos favoritos primero como niña y luego como adolescente?
A.R.: “Beethoven me gustaba muchísimo, Dave Brubeck, lo mismo que los Rolling Stones. Los Beatles nunca fueron de mi agrado, no eran algo que me emocionara, como los Doors, por ejemplo. En la casa teníamos que oír otro tipo de cosas, pero en una recámara nos escondíamos todos los hermanos y poníamos el radio para oír a los Doors y cosas así, que eran raras o muy nuevas”.
S.M.: ¿Tienes algún disco entrañable para ti que haya causado cambios en tu vida?
A.R.: “Sí, claro. Los de Ornette Coleman y de Cecil Taylor. A este último lo entendí desde muy joven. La gente me decía: ‘Es un loco que nada más aporrea el piano’. Pero yo realmente siempre lo entendí. Tenía una estructura y un desarrollo. Había un juego y se reía del mundo, gozaba al hacerlo. A mí Cecil Taylor me cambió muchísimo. Sus primeros discos me hicieron decir: ‘¡Guau!, ¿qué es esto?’. Desde entonces he oído mucha música, pero ya no hay un disco que me llame la atención, en el que me haya clavado, ya no”.
S.M.: ¿Cuál es tu definición particular de la palabra jazz?
A.R.: “Es la forma que tienes para platicar sobre ti. Desde cómo te despertaste ese día hasta cuál es tu dolor más grande en el mundo. Es la manera de expresarlo y de decir ‘aquí estoy’”.
S.M.: ¿Es una forma de comunicación?
A.R.: “Sí, claro. Es mi forma de comunicarme, pero también es como un poder aparte para decir cosas que nunca digo y que desarrollo de manera musical. Ahí puedo expresarme más que con las palabras”.
S.M.: ¿Cómo lo definirías en una sola palabra, con una sola frase?
A.R.: “El jazz son tantas cosas como palabras puedas decir: energía, caca, todo”.
S.M.: ¿Tuviste novios, amigos, compañeros que te hayan jalado hacia el jazz?
A.R.: “Henry West. Cuando lo conocí, yo empezaba a tocar rock and roll con Micky Salas. Yo vivía en la casa de Micky en Coyoacán. Un día tocaron a la puerta y salí a abrir. Era Henry. Un hombre grandote, flaco, pelón, vestido de indio americano con un saxofón en la mano. Me dije: ‘¡Guau, ¿quién es éste?!’. Nos presentamos y luego Micky ofreció: ‘Saben, tengo que dar una serie de conciertos. ¿Por qué no hacemos un grupo los tres?’ Nos pusimos a tocar rock and roll. Se dio muy bonita la unión de batería, sax y piano. Tiempo después, Henry dijo: ‘Oigan, vamos a hacer un grupo de jazz’. Entonces empecé a oír mucha música a partir de cero. Fue como borrar lo que yo ya tenía establecido, mi educación musical, mi oído y mi cultura. De repente tuve que decir: ‘Ok, esto ya lo aprendí, pero ahora hay que dejarlo para poder entender todo lo nuevo’. Fue Henry el que me cambió”.
S.M.: ¿Alguna vez en la adolescencia o en algún otro momento pensaste en ser otra cosa que no fuera músico?
A.R.: “Sí, quise ser antropóloga, me gustaba mucho. Mi mamá es historiadora, entonces viajábamos mucho por la República. Creo que de tantas cosas que aprendí con ella vino mi necesidad de querer entender más al respecto”.
S.M.: ¿Te metiste a estudiar esa carrera?
A.R.: “No. Ya no tuve tiempo. Estudié la secundaria, luego empecé la prepa —que nunca acabé— y de ahí al Conservatorio. Eso me exigió muchas horas de estarle dando al instrumento. Después me metí a tocar percusiones y a estudiar canto. Nunca canté, pero tenía que tomarlo como parte de mi carrera. ¿Así que a qué horas iba a estudiar antropología? No había tiempo”.
S.M.: ¿En aquellos años hubo alguna reticencia de parte de tu familia, por ser mujer, para que te dedicaras a la música?
A.R.: “No pa’que me metiera a la música. Eso era muy bueno porque formaba parte de la cultura familiar. Pero sí la hubo para este tipo de música: el jazz. Ahí era sólo tocar música clásica o aprenderla. Al principio le costó trabajo a mi familia aceptarlo: ‘¿Por qué jazz? ¿Por qué con ese pelón?’, pero el día que vieron la primera cartelera en el periódico con mi nombre fueron felices”.
S.M.: ¿Qué opinaba tu mamá de la música que habías escogido, del jazz?
A.R.: “Mi mamá aprendió a conocer, a degustarlo, a querer al jazz. Le gusta la música en general y se convirtió con el tiempo en mi primera fan. Hoy, toque donde toque, ella está ahí, está conmigo y me apoya en todo”.
S.M.: ¿Cómo es tu relación con el piano? ¿Qué te ofrece ese instrumento?
A.R.: “Mira, he llegado a momentos en donde estoy tocando y me veo a mí por encima del piano. Veo unos dedos que se mueven, que son dirigidos, y caigo en momentos donde dejo que la energía fluya. Cuando descubrí que esto sucedía (el primer día se dio en el Teatro Galeón, hace mucho tiempo: estábamos en plena improvisación y de repente ‘¡zas!’, yo por acá flotando y viendo esos dedos), dije: ‘No debo interrumpir a esas manos, debo dejar que esto siga sucediendo’. Desde entonces me di la oportunidad de aprender a propiciarlo, de hacer que eso siguiera fluyendo. Mi relación con el piano desde aquello es ésa: la de poder decir que alguien está comunicando algo más que no viene de mí. No es el ego de Ana Ruiz, la pianista, sino de algo o alguien más. En ese momento lo que hago es poner record y empiezo a grabar, y así paso un buen rato. Pueden ser dos o tres horas y sigo tocando hasta que de repente digo: ‘Ok, un poquito de silencio’. Oigo lo que hice, corrijo algunas cosas o si no, me sigo. Mi relación con el piano es ésa donde puedo decir, expresar y sacar todo lo que traigo”.
S.M.: Te conecta a lo místico…
A.R.: “Sí, creo que ya llegó a ser eso”.
S.M.: ¿Haces algún tipo de ejercicio: yoga o cosas semejantes, de manera cotidiana antes de empezar con la música?
A.R.: “Sí, un poco de meditación. Trato de estar en el silencio, de estar conmigo misma y de llegar al silencio para poder salir a escena. Busco no tener ningún recuerdo musical de nada, no tener ningún pensamiento de nada. Cuando entro al escenario quiero estar totalmente vacía”.
S.M.: ¿A qué edad decidiste ser pianista de jazz?
A.R.: “A los 19 años”.
S.M.: ¿Por qué?
A.R.: “Porque por primera vez pude dejar de ver una partitura y expresarme sin ella; porque entendí que la música es tribal, que tienes que hacerla con más gente. El jazz es una manera de hacer música con gente y de poder platicar con todos; de entenderte, de amar y de gritar. Fue a los 19 años que rompí con todo lo anterior”.
S.M.: ¿En el ambiente del jazz, entre los músicos, alguna vez sentiste menosprecio por ser mujer?
A.R.: “Claro que sí”.
S.M.: ¿Cuándo fue y cómo?
A.R.: “Cuando vino Don Cherry. Para ellos era terrible pensar que una mujer fuera a acompañarlo si todo el grupo era de hombres”.
S.M.: ¿En qué año fue esto?
A.R.: “En 1977. Alguno se presentó con Don Cherry y le dijo: ‘Yo soy tu pianista, soy quien va a tocar contigo’. Yo me dije: ‘Está bien, no importa. Me falta mucho por aprender’. Pero Don Cherry les dijo que no era importante la técnica, que lo era el corazón y que la técnica se iba adquiriendo poco a poco; que él tenía que sentir a alguien y realmente estar muy bien con él, o sea, tener un punto de amor, de empatía, para poder tocar, y que con ellos no lo sentía. Entonces, cuando dijo que yo lo haría, sentí aquello como un reto mayor. Desde ese momento tocamos 12 o 13 horas diarias durante ocho meses. Llegó el momento en que pude hacer un ritmo con la mano izquierda, otro con la derecha y estar jugando con ambos. Hicimos cosas muy bonitas. Entendí la armonía mejor que en el conservatorio. Entendí muchas cosas con él. Pero sí hubo ese menosprecio en el medio hacia mí y lo sigue habiendo. Muchas veces no entro a un grupo porque soy mujer, porque ellos ensayan a las dos de la mañana y ¿qué van a hacer conmigo? Todavía es duro”.
S.M.: ¿Actualmente sigue igual la situación?
A.R.: “Sigue siendo igual. El macho no se ha acabado”.
S.M.: ¿Cómo te relacionaste con Don Cherry, cómo lo conociste?
A.R.: Henry lo conoció en Nueva York cuando estaban haciendo la música de la Montaña Sagrada. Don Cherry quería que Henry se fuera a tocar a Laponia. Pero éste le dijo que tenía que regresar a México para hacer un grupo y que después iría para allá. Cuando empezamos a tocar lo hicimos con Robert Mann en la batería. La grabación que hicimos estuvo muy bonita: con piano preparado, sax y percusión. A Juan José Bremer, que era el director del INBA, le gustó tanto que dijo: ‘¿Qué quieren?’. Henry pidió traer a Don Cherry: ‘Para que nos dé clases, para que nos enseñe y nos dé clínicas y para que toquemos con él y le aprendamos algo’. Nos dieron el Auditorio Nacional, el Teatro del Granero, el Galeón también, y ahí estuvimos dando clínicas y conciertos. Pensamos que Don se iba a sentir muy mal por estar en un hotel, así que le ofrecimos nuestra casa. Nuestra casa era de dos pisos. Él vivía en la parte de arriba con su mujer. Desde las siete, ocho de la mañana el señor ya meditaba, empezaba a tocar, y nosotros, que éramos bien flojos, tuvimos que disciplinarnos a ensayar desde las ocho de la mañana. Luego bajábamos a comer. Cocinaba Don o cocinábamos nosotros, pero siempre eran unas comidotas. Llegaban todos los amigos y la gente se quedaba y seguíamos toque y toque. Quetzal, mi hija, que en ese entonces tenía siete años, se aprendió todas las piezas. Las cantaba y las tocaba en la batería. Imagínate cuánto lo oía que sabía el golpe de taca, taca. Era porque lo veía y lo oía diario. Tanto así estudiábamos. Y Don Cherry fue maravilloso con nosotros, un señor maravilloso”.
S.M.: ¿Con el público cómo ha sido tu relación cuando subes al escenario?
A.R.: “Ha sido buena siempre. He tenido muy buena aceptación, sin problemas. Hay gente que me admira porque yo fui de las primeras mujeres que empezó a tocar jazz en México, y sobre todo free jazz. Hubo un tiempo en que me rapé. Una vez salí tocando a dos pianos toda rapada. A los hombres les encantaba así, pelona. Esto fue antes de que viniera Don, como en 1975 más o menos. Nunca he tenido problemas con el público por ser mujer”.
S.M.: Al público en general le cuesta trabajo el free jazz, ¿no crees?
A.R.: “Sí. Pero está bien, porque hay gente que se sale furiosa, que te grita que eso no es música. Pero también hay gente que se queda, baila y alucina. Eso es bueno porque estás causándole algo, ¿no? Por otro lado, siento que la mayoría de los freejazzeros mexicanos no entienden qué es el free jazz. He tocado con varios y no encuentro a la gente especial con la que debo hacerlo. Son pocos los que realmente entienden que no es simplemente tocar cualquier cosa en ese momento, sino que hay una estructura, hay una…”.
S.M.: ¿Comunión?
A.R.: “Una comunión, exactamente. No es tan simple. Por ejemplo, el otro día estuve tocando con un saxofonista. Después de diez minutos de tocar y tocar supe que no me estaba oyendo. Yo lo seguía armónicamente y el hombre cambiaba de una cosa a otra sin entender, sin querer platicar. Él por allá y yo por acá. ¿Qué caso tiene platicar con una gente así? Lo que hice en ese momento es que apagué mi sinte —estaba tocando con un sintetizador— y me bajé del escenario. El hombre no se dio cuenta que lo había hecho. Tocó como diez minutos más, te lo juro. Yo me fui a echar una cerveza atrás. Lo seguí oyendo y dije: ‘Qué hueva, esto no es jazz, esto no es free jazz. Este señor lo único que viene es a decir aquí estoy, óiganme y nada más’. El ego te puede confundir mucho. Te puede envolver y puedes pensar que porque tocas el sax eres jazzero y hacer mamadas y todo mundo te va a aplaudir. Claro que no”.
S.M.: ¿Cuáles son los músicos con los que te acomodas a tocar el free?
A.R.: “Germán Herrera se me fue. Ahorita vive en San Francisco. Con él siempre ha habido esa comunión. Con Ariel Gusik. ¿Quién más? Hay un saxofonista ruso, Roke —no me acuerdo de su apellido—, y con él no sabes, es un cuate que toca muy bien. Lo conocí en la Escuela Superior de Música, toca excelente. Agustín Bernal es otro maravilloso. Él siempre ha diferido mucho en ideas conmigo, pero no importa. Con él tocaba yo muy bien. Lo he hecho con mucha gente, pero con los que realmente he podido sentirme a gusto y desarrollar algo ha sido con ellos, porque normalmente el piano es el que soporta toda la estructura. Estás haciendo armonía, ritmo y melodía al mismo tiempo. En infinidad de ocasiones he hecho las veces de bajo o de percusión, hasta con las cuerdas o con la misma caja del piano. Cuando yo tenía esa responsabilidad de soportar todo el desarrollo de un tema, no podía volar, tenía que poner mi mente en ello y me sentía…”.
S.M.: ¿Preocupada?
A.R.: “Sí, preocupada. Pero con los músicos que te dije no tenía ese problema. Todo era ok y empezaba a suceder y a suceder, como ahorita que estamos platicando. Y se daba sin mayor problema, sin mayor complicación, con el corazón”.
S.M.: ¿Qué elementos tanto externos como internos necesitas para componer?
A.R.: “No son muchas cosas. Necesito estar en paz conmigo misma, nada más. Ni siquiera comer, salir a tomar un tequila ni poner un incienso. Simplemente estar bien conmigo misma, y la necesidad me llama. Como la necesidad de ir al baño o de comer. A veces a las 11 o 12 de la noche siento ganas de tocar y lo tengo que hacer, porque si no me voy a sentir a disgusto. Empiezo a sentir así como un picor y me pongo a trabajar, me pongo a componer, o saco un libro de Bach y me pongo a tocarlo”.
S.M.: ¿Tienes alguna disciplina en cuanto al trabajo, un horario?
A.R.: “No. Trabajo de free lance para ganarme la vida, entonces por suerte tengo todo el día para decidir a qué hora trabajo en lo que me va a dar para mantener a mi familia; y a qué hora, en lo que me va a dar pa’ mantenerme a mí. Me desvelo mucho. Estudio en la noche, que es cuando ya mis hijos están dormidos. Desconecto el teléfono y me pongo a tocar”.
S.M.: ¿Cuántos hijos tienes?
A.R.: “Tengo cuatro. Dos viven conmigo. Ya soy abuela, tengo un nieto lindísimo al que también le gusta la música. Los dos que viven conmigo tienen 14 y 11 años respectivamente”.
S.M.: ¿Significaron ellos algún problema para tu desarrollo musical, en tu formación?
A.R.: “Nunca, al contrario. Además les encanta que toque, me echan porras, me acompañan, lo sienten y lo vibran”.
S.M.: ¿En México particularmente qué dificultades encuentra una mujer para dedicarse al jazz?
A.R.: “Las que se encuentran todos los hombres también. No hay lugares para tocar. No hay lugares para que toquemos en donde realmente nos paguen para vivir de eso. A mí me ofrecieron tocar hace como tres años en un bar con una chava que interpretaba el saxofón. No la conocía y nos pagaban 100, 150 pesos por hacer dos sets. Yo tenía que llevar mi sintetizador, bocinas y mi amplificador. No tenía yo auto en ese entonces. Me gastaba más de los 150 pesos y además tenía el problema de con quién dejar a mis hijos. Entonces ya no lo acepté. Platicando con mis amigos me dijeron: ‘Pero si eso es lo que están pagando, Ana’, y yo les contesté: ‘¿Cómo pueden vivir con 150 pesos al día? ¿Cómo mantienes a tu familia, dónde vives, qué haces?’. Es una situación como la de los maestros: ¿cómo les podemos exigir que les enseñen más a nuestros hijos si su sueldo es miserable y comen pobremente? ¿Cómo pueden mantener a su familia y comprar un libro? ¿Cómo pueden trabajar más en su profesión? Por eso, volviendo a tu pregunta, siento que el problema no es porque sea mujer, sino porque México está muy mal. No tenemos apoyo y no creo que lo vayamos a tener. Por lo que yo opté hace varios años es por ya no pedir más ayuda al gobierno, ni más ayuda a los teatros, ni nada. Me ofrecían un concierto. Tenía yo un mes para prepararlo y me pagaban sólo 1,500 pesos. Tenía que contratar a otros músicos para que tocaran conmigo. Así que terminaba poniendo de mi bolsa: para las fotografías, para barrer el teatro, para afinar el piano, para sacar la cartelera, para hacer el programa de mano, y me pagaban cinco o seis meses después. Yo me sentía muy mal por tener que pagarles a mis músicos cinco o seis meses después. Me daba pena. Entonces creo que la problemática es igual para todos, hombres o mujeres”.
S.M.: “Aparte de tocar el piano, ¿estás interesada en alguna otra área de la música?”
A.R.: “Sí, porque tocar el piano no es nada más que uno se clave en él. Ahorita estoy trabajando con Ariel Gusik en un área diferente. Con una máquina que produce sonidos armónicos. Él me pidió que estuviera en la parte de la investigación de esos sonidos armónicos. No me meto en la parte físico-matemática del asunto sino en la musical netamente. Tengo varios años en este proyecto. Estuvimos en Phoenix, Arizona, montando una exposición con esculturas sonoras. Una que era activada por la luz, otra por el viento que producía sonidos de acuerdo al movimiento del mismo. Los armónicos variaban de acuerdo a qué tanta luz o viento hubiera. Estoy trabajando con Ariel en esos proyectos”.
S.M.: Hay muy pocos nombres de mujeres inscritas en el jazz hecho en México, en un país de 100 millones de habitantes. ¿A qué crees que se deba eso?
A.R.: “Es una cuestión cultural totalmente.”
S.M.: ¿Han valido la pena los sacrificios, la falta de apoyos, etcétera, para cultivar un género que quizá sea el más marginal del país?
A.R.: “Claro que sí. He sido muy feliz y muy privilegiada en esta vida porque he conocido a mucha gente talentosa. He hecho tantas cosas; he descubierto tanto que no cambiaría mi vida por nada. Te puedo decir que hubo conciertos donde llegué a decir que me podía morir mañana y terminar feliz. Llegué a ese punto de comunicación en donde ya no hay barreras; en donde ya no hay miedo a expresar las cosas y ser maltratada; en donde te envuelve una atmósfera de amor y sales del concierto y sigues envuelta en ella. Eso quién te lo quita. ¿Qué más le puedes pedir a la vida sino ese saber, haber sentido eso?”
S.M.: ¿Crees que sea importante la vida académica para un músico de jazz en específico?
A.R.: “Claro. Siempre es importante el estudio, siempre hay cosas que aprender. Ahorita estoy estudiando salsa y ritmos afroantillanos. Hay que prepararse constantemente, ir descubriendo más cosas. Si no buscas el conocimiento no podrás saborear los descubrimientos, no lograrás dar el siguiente paso. Tienes que prepararte, no solamente al principio sino toda la vida”.
S.M: Dentro de tu instrumento, ¿a quiénes consideras tus mayores influencias?
A.R.: “A Cecil Taylor, McCoy Tyner, Miles Davis, Shostakóvich.
S.M.: ¿Cuál es el estilo que más te interesa tocar en el jazz, el free?
A.R.: “Pues sí, si lo catalogamos así”.
S.M: ¿Hay algún otro que te haya interesado?
A.R.: “No. No me gusta imitar a nadie sino hacer música sin etiquetas. Por lo tanto, no sé si el término ‘free’ sea el correcto”.
S.M.: ¿Tienes alguna definición mejor para llamarlo de otra manera?
A.R.: “No. Lo he pensado pero sería igual. Volver a meterlo en una etiqueta. Eso no tiene caso. Soy simplemente Ana Ruiz tocando”.
S.M.: ¿Cuál es tu visión del jazz en México?
A.R.: “Me da mucho gusto que la escuela de jazz de la Superior de Música esté funcionando, porque he visto salir a mucha gente que ha tenido la oportunidad de estudiar, se vayan a dedicar al jazz o no. Han pasado por ella y eso les permitirá abrirse más musicalmente. Y siento que va a salir más, que va a empezar a suceder algo realmente. Ahorita no está pasando nada. No hay un grupo de jazz al que tenga el deseo de oír cada semana. A veces voy porque están mis amigos. Los escucho, les aplaudo, me gusta, pero no me causa mayor cosa. Prefiero quedarme en mi casa y poner un buen disco”.
S.M.: ¿Con cuántos grupos has participado, cuántos has fundado?
A.R.: “Un chorro. Después de Atrás del Cosmos hice uno que se llamaba Ananecia”.
S.M.: ¿El de Atrás del Cosmos en qué año se formó?
A.R.: “Lo fundamos en 1972 y estuvimos tocando hasta 1982, 1983, por ahí. Participó mucha gente. Estuvo Valery, Antonio Zepeda. Ellos fueron los primeros. Luego Robert Mann, Nando Estevané tocó con nosotros, gente de Chihuahua. Un cuate que se llama Luis, de Tepoztlán, etcétera. Llegamos a tener una banda de 18 integrantes. Realmente circularon muchos en esos diez años: José Luis Chagoyán, Fernando Barranco, Rafael Figueroa, Carlos Enríquez, Alejandro Folgarolas… Muchos”.
S.M.: ¿Y Ananecia?
A.R.: “En ese grupo toqué con dos trompetistas de los que ya no recuerdo sus nombres, y un baterista. Di como tres o cuatro conciertos. No hubo química, entonces el grupo no pudo seguir. Era montar nota por nota para que ellos tocaran. Fue mucho desgaste. Luego dejé de tocar tres años. A la postre me encontré con Alain Derbez y me invitó a tocar en un festival de jazz con La Cocina. Primero me invitó a que tocara yo sola, pero le dije: ‘Oye, tengo tres años sin tocar, el concierto es dentro de un mes y medio, me voy a poner a estudiar’. Empecé a estudiar y le comenté: ‘No me siento preparada en este momento, no puedo dar el concierto’. Entonces me dijo: ‘Ven a oír a La Cocina, a ver qué te parece. A lo mejor no te gusta, pero bueno, ven a ver qué onda’. Me acerqué a La Cocina, empezaron a tocar y me senté a tocar con ellos y ahí volvió a suceder de nuevo. Toqué con ellos un buen rato. Luego me salí de ahí e hicimos Rednéctar con Ariel Gusik y Germán Herrera. Después de un tiempo toqué con la Sociedad Anónima de Capital Variable de Marcos Miranda. Después de ahí dije: ‘¡Ya!’. Sentí que era el momento de trabajar yo sola. Me guardé en mi casa a componer, a trabajar y a hacer otras cosas”.
S.M.: ¿Crees que el “hueso” sea una práctica aceptable para un músico de jazz?
A.R.: “El ‘hueso’ es hacer un trabajo musical y no verlo más que como dinero. Perder la parte donde se aloja el corazón: ése es el ‘hueso’. Me da terror. Yo nunca he ‘hueseado’. He hecho muchas cosas para sobrevivir (en una época en que andaba muy mal hasta vendí productos alimenticios), pero nunca he sido capaz de entrarle al ‘hueso’. Sería, como ya dije, perder el corazón y dedicarme a hacer eso que tanto me gusta como una carga”.
S.M.: ¿Crees que haya la infraestructura para el desarrollo del jazz en México?
A.R.: “No. No hay nada. Alguna vez me comentaron que un amigo mío que estaba en el Conaculta o en el Fonca, con un muy buen puesto, dijo que no iba a programar al jazz porque el jazz no era música. ¿No es maravilloso que nuestras autoridades culturales piensen así? Yo les dije que cuando lo viera le iba a preguntar qué era el jazz entonces, porque quería entender qué era y seguramente él, siendo tan culto, me lo explicaría. Así que ¿cuál estructura? No hay ninguna. No hay nada. Hay gente con ganas de hacerlo y oírlo porque es amante de la música, conoce la chispa de la improvisación. Pero aparte de eso no tenemos nada. Ni lugares. Los que dicen que existen son esos donde te vas a echar la copa y todo mundo platica, pero nadie oye. Es muzak”.
S.M.: Háblame por favor de tu discografía, si la hay.
A.R.: “Con Atrás del Cosmos nunca hicimos discos. Atrás del Cosmos fue un grupo que quizá pudo haber hecho más cosas, pero estábamos tan felices con lo que sucedía que nunca nos fijamos en esa parte promocional en donde había que grabar un disco, tomarnos las fotos, salir de gira. Nunca, nunca. Estábamos en otro rollo. Siento que eso fue lo que nos pasó. Sólo hicimos un cassette, que se llama Hot Dreams Call Dreams, el cual me gusta mucho todavía cuando lo oigo, y me digo: ‘¡Qué bárbaros! ¡Bien desafinadotes y chuecotes o lo que tú quieras, pero qué energía había ahí!’.
“Después, con Ariel, sacamos el cassette de un concierto en vivo y nada más. Con el tiempo me di cuenta de que tenía cosas guardadas de Atrás del Cosmos. Grabábamos todo lo que hacíamos. A David Basht, quien siempre estuvo con nosotros, le pedíamos que nos grabara. Así que un día me encontré en mi casa con 50 o 60 cintas de media pulgada, con toda esa música, y Henry me dijo: ‘Oye, vamos a hacer un disco’. Yo le pregunté: ‘¿Para qué?’. ‘Aunque sea para que nosotros sepamos qué hicimos’, me contestó. Yo me dije: ‘Bueno, aunque sea pa’que mi nieto lo oiga’. Pero a la larga reflexioné más y dije: ‘¿Por qué no? Si ahí tengo material con Don Cherry, con Antonio Zepeda, conciertos en vivo con muchas otras personas. ¿Por qué no sacarlo?’.
“Entonces ahorita estoy en ese trabajo de revisar el material para hacer un CD. Hay cosas que son muy buenas y hasta estoy pensando en hacer dos discos, uno con lo de Don Cherry y otro con lo que hicimos nosotros como grupo con diferentes músicos. Estoy en esa búsqueda, trabajando otra vez con David para revisar las cintas. Resulta que éstas tienen 20 años guardadas. Pero actualmente hay una técnica maravillosa en la que se hornean las cintas y resulta un rescate muy eficaz. Las metemos al horno y tienen que estar no sé cuánto tiempo. Checamos que no se vayan a quemar, las secamos, las ponemos en el carrete y ¡zas!, las vaciamos a DAT. Del DAT escogemos algunos tracks y los pasamos a un CD para después hacer un master. Estamos en ese proceso. ¿No es maravilloso? Literalmente estamos horneando la música”.
S.M.: ¿En qué trabajas ahora y cuáles son tus planes a futuro?
A.R.: “Para ganarme la vida hago particcelas, coordino grabaciones, compongo para audiovisuales de la Secretaría de Educación Pública o para el ILCE. Por años trabajé para la SEP haciéndoles toda la música original para unos programotas que sacaron con EDUSAT. Logré introducir el jazz para acompañar la imagen que estaba muy bien resuelta. Entraba la música aquella y decías ‘¡guau!, qué bonito programa’. Fue una buena labor y sigo haciendo ese tipo de cosas. Con el proyecto que realizo con Ariel Gusik me gustaría tener algún patrocinio, porque es un proyecto muy caro. Somos muchas personas las que estamos trabajando ahí. Yo quisiera tener más tiempo para investigar, medir y hacer mis composiciones, y no lo tengo. Me gustaría tener una beca o un patrocinio y sentirnos más holgados. Por otro lado, me gustaría hacer dos discos. Uno con piano solo y otro como pianista-compositora, con mis composiciones orquestales. Tengo varias composiciones en ese sentido y en el momento en que junte un buen ahorro voy a citar a mis cuates músicos y pedirles que me las graben”.
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*Esta entrevista, hasta hoy inédita, la realicé con Ana Ruiz el día 20 de febrero del 2001. Tras la publicación del libro Tiempo de solos (que realicé junto al fotógrafo Fernando Aceves) quería continuar el proyecto de hacer más perfiles de los jazzistas mexicanos, Ana era parte de esa continuación. Sin embargo, los planes cambiaron. Me fui a vivir al extranjero y aquello quedó trunco. Desde entonces no había tenido noticia de ella hasta que me encontré con una muy breve referencia on line en la revista número 17 del Instituto de Estudios Críticos y de la cual hago referencia a continuación:
“Pianista y compositora mexicana dedicada a la improvisación y el free jazz desde 1973. Ha formado parte de los grupos Jácara, Baile y Mojiganga, Atrás del Cosmos, La cocina, Radnectary La Sociedad Acústica de Capital Variable. Ha compuesto música para películas, coreografías, y documentales. Desde febrero de 2015 comienza, con el auspicio de la Fonoteca Nacional, la recuperación de la música del grupo Atrás del Cosmos para editar varios discos compactos con el interés de dejar una constancia histórica y dar a conocer este grupo al mundo”.
El track que remata el texto (“Rumor 1”) es parte del disco Free Jazz Women and Some Men (Jazzorca Records, 2015), en el que participa la pianista (S.M.C.).