La pieza “You Really Got Me” de los Kinks brindó también alimento al big beat británico: los tempranos Who se beneficiaron del invento de Dave Davies en la amplificación y distorsión, por ejemplo; de su estilo, producción y grabación. Shel Talmy, productor de los Kinks, les editó su primer sencillo en 1964.
Con su irresistible energía, conciencia arcaica de lo que es la juventud (con sus confusiones mentales, sexuales, etcétera) y una variedad ilimitada de estilos se escribió la historia de este cuarteto londinense, que se convertiría en epítome del rock de garage, del mod, del hard, la New Wave, el punk y el brit pop.
Los exaltados espectáculos en vivo de los Who (durante su primera década fue considerada la banda más ruidosa del mundo con los 130 decibeles de sus presentaciones), con rotura de instrumentos, movimiento de brazos en “remolino” al tocar la guitarra, además de una imagen acorde con la moda, tendencias desafiantes (temáticas sensibles e inteligentes) y las excentricidades de sus integrantes, conjugados con el poder de observación del guitarrista Pete Townshend, así como su extraordinario talento para escribir canciones, hicieron del grupo una referencia vital.
Los agudos análisis de Townshend, el genio narigón, figuran entre las declaraciones más importantes de los últimos 50 años del rock, al lado de Lennon/McCartney y Jagger/Richards. Ya sea que Townshend hablara de los mods, los hippies o toda la sociedad, su estilo autocrítico y caricaturesco también daba rienda suelta a sus propias frustraciones, fantasías y experiencias.
La fuerza que empujó, después de Townshend, a los Who siempre fue Keith Moon (el icono del baterista de rock por excelencia y fan absoluto del surf rock californiano) que aparte de brillante instrumentista puede considerársele el mayor generador de comportamientos acordes al status rockero (inició los tópicos del mismo): de las poderosas y enloquecidas actuaciones en el escenario hasta la destrucción material y personal, que lo inscribieron en la historia del género.
Pero sin el grupo, en conjunto como portavoz, el futuro precursor de las óperas rock posiblemente no hubiera llegado tan lejos. El cantante Roger Daltrey, el bajista John Entwistle y el mencionado baterista, la formación clásica de su época sesentera, poseían cualidades catalizadoras para el talentoso compositor. De la primera sesión en junio de 1964, cuando se llamaban High Numbers, hasta la grabación de Tommy, abarca el círculo con influencia en el garage de uno de los más legendarios grupos ingleses.
The Who se transformaron de esforzada banda mod en el grupo de rock de estadio que literalmente atropelló a Estados Unidos en sus giras, a partir de la ola inglesa. Fueron símbolo de una generación de jóvenes que se carburaban con anfetaminas y ginebra hasta el desmayo. Son más que historia y su legado sigue siendo actual.
The Who han sido retomados por el glam, el hard, punk, new wave, brit pop y el garage en sus sucesivas oleadas y subgéneros.
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En su canto hubo el esfuerzo y los rastros del que sobrevive, del experimentado lleno de cicatrices que no se ufana de ellas ni las ostenta, pero que sabe son suyas y le pertenecen. Por lo tanto cuando la escuchas crees en la esencia de lo que glosa, en su legitimidad y tienes el convencimiento de que las palabras son recovecos de la propia vivencia trastocados en canción.
La existencia no tiene remedio, parece decir, pero la afirmación no es una sentencia trágica o resignada. En su oficio significó también el rescate de una llave verbal que abriría los instantes vividos de cualquiera que la oyera en el futuro. Esta melodía llega desde entonces como un evocador sentimiento presente, eterno, que procede a redescubrir el riesgo de amar sin red protectora. Emite su misterio y lo desmenuza.
*Texto extraído del poemario Baladas III, publicado por la Editorial Doble A.
Los Kinks fueron un grupo londinense que en sus inicios pareció condenado al desahucio. Los ejecutivos de la disquera EMI rechazaron los temas escritos por Ray Davies y, apegándose a lo ya conocido (el Merseybeat), decidieron que los Ravens, como se llamaban entonces, grabaran un cóver de Little Richard como arranque.
No obstante, el grupo llamado ya The Kinks, no se amilanó y volvieron a intentar el éxito con una pieza que había hecho popular Elvis Presley, “Milk Cow Blues”. Entraron al estudio. La cosa resultó peor. No vendieron ni 200 copias. Entonces los ejecutivos emitieron su ultimátum. El hacha de lo efímero amenazó la existencia de la banda.
Un buen día, en un momento de ingenio, Dave, el hermano de Ray, juntó todos los amplificadores que tenía en el garage de la casa paterna, los conectó entre sí y enchufó su guitarra a uno de ellos. Lo que salió de ahí al puntear el instrumento fue algo primitivo, crudo, distorsionado y sobreamplificado, que lo noqueó.
El experimento sonaba bien, pero algo le faltaba. Y ya entrado en invenciones, Dave sacó el cuchillo que traía en la bolsa del pantalón —andar entre gamberros tiene sus requerimientos— y le hizo tres cortes al cono del altavoz Elíptico. Dio exactamente con lo que quería: un sonido básico, inédito y sin el peligro de las descargas.
Así se realizó la grabación del “sonido kink” que los lanzaría al mundo en los estudios de la Pye Records, ubicados en Londres. El altavoz roto vibró como quería Dave, la vibración se transmitió al amplificador y la señal emitida se transformó en una especie de rugido. Y Ray se erigió como un compositor solvente y productivo.
El lenguaje del grupo trasmitió una forma distinta de comprender al mundo, de una manera rítmica y descriptiva en acción y, en segunda instancia, sus canciones se “adhirieron” al cuerpo, es decir, su estado latente echó a andar un mecanismo de poder muy efectivo en la construcción de identificaciones.
La dinámica de sus temas provocó una revuelta instantánea en la música de entonces, enfatizada sobre todo por el riff de la guitarra de Dave (de sólo dos acordes) y el sonido saturado, porque en tal época no existían los pedales de guitarra y la distorsión se consiguió como invento garagero.
El Riff fue apoyado por una estructura rítmica machacona e irrebatible; por el contrastante tenor de la voz de Ray; por los coros inquietantes y sugestivos y por los salvajes y originales solos de Dave. Hay canciones que entran en la historia tanto por sus méritos estéticos como sociales. Es el caso del tercer sencillo del grupo The Kinks, que a raíz de él dimensionó su nombre en la música contemporánea.
La canción escrita por Ray Davies en 1964 dividió su importancia en tres sentidos: en el del contexto, en el del sonido y en el de la lírica. Es una pieza maestra cuya estela perdura hasta el día de hoy, irradiando al rock de garage (original y neo), al hard rock (está considerado como el primer tema del género) y heavy metal (como icono paradigmático).
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The Yardbirds era un grupo británico de amantes del blues primigenio al que Eric Clapton vino a darle volumen, amplificación, el protagonismo de la guitarra, un repertorio más amplio con sabor al Delta del Mississippi, y sentó, con sus cuerdas, las bases de un estilo para ellos. Era 1964.
Presionados por la disquera para que entraran al gran mercado estadounidense, la mayoría de los miembros del grupo aceptó grabar un tema de acercamiento al pop que marcaría la pauta para el grupo en los años siguientes. Pero que provocó la ruptura con Clapton.
La última aportación de Clapton a los Yardbirds fue el recomendado para sustituirlo: Jeff Beck. Y con él el uso de la abstracción conceptual, la mezcla de blues, rock y pop de manera experimental, la psicodelia, el feed back, la distorsión y la improvisación virtuosa para brindar mayor fuerza.
La de los Yardbirds no es una historia lineal en su desarrollo sino de momentos evolutivos, prodigiosos y seminales. Con cambios de personal y rumbo, de Clapton a Beck, de éste a Jimmy Page, y resueltos con pinceladas de genialidad. En su trilogía de guitarreros se fundamentó el desarrollo del instrumento como guía para el rock.
A los jóvenes ingleses les gustaba la música y cantar. Y Eric Burdon lo hacía a la salida del trabajo en Newcastle. Hacía grandes coros en las tabernas acompañando la voz de Little Richard, John lee Hooker, Chuck Berry, Sam Cooke, Ray Charles, a los negros de la Unión Americana.
Así se aficionó por esos sonidos, por esa vitalidad y energía. Y como una cosa lleva a la otra, decidió unirse al grupo de Alan Price, Rhythm and Blues Combo, en 1962. Al entrar Eric cambiaron su nombre al de Animals y fundamentaron la música en sus ídolos. (“Babe Let Me Take You Home”, The Animals. t5 d1 Complete Animals 2’23”)
Los jóvenes que blueseaban en aquella Inglaterra de posguerra, como The Animals, se hicieron conscientes de las realidades del mundo. Ya no se pudo decir que los blancos eran incapaces de tocar o cantar el blues. Ya no era una cuestión de raza o de color, sino de actitudes ante la vida.
The Animals tuvieron su primer ciclo entre 1962 y 1966. La voz de Burdon y los teclados de Alan Price resultaron un referente para infinidad de grupos de garage estadounidenses, mientras el bajo de Brian “Chas” Chandler se hizo omnipresente.
Yardbirds y Animals fueron grupos señeros para la primera generación de garageros en los Estados Unidos. Su estela aún permanece.
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La publicaciónCORRIENTE ALTERNA en todas sus fases (con ocho años de existencia, entre 1993 y 2001, y 58 números en total) reafirmó las intenciones con que fue concebida por su fundador, director y editor, Sergio Monsalvo C.: devolver a la palabra la importancia fundamental que tiene, en beneficio del análisis musical cotidiano; reflejar la pasión por la búsqueda y descubrimiento de los sonidos que componen diversas realidades, y trasmitir la información sobre las expresiones artísticas en este sentido, que se crearon en el underground, a la vanguadia, tras los límites o al margen de los canales más comerciales, y que representaron (en su momento) otras elecciones estéticas.
La revista (fanzine) estuvo inscrita en lo «alternativo», en su afán por la expansión de las fronteras, sin restricciones y con una propuesta editorial lejana a los lugares comunes. De la misma manera analizó la influencia de las distintas músicas en otros ámbitos de la cultura global.
«Alternativo» es uno de los términos de los que se ha abusado en demasía, sin embargo, ha mantenido su significado. Si se le utiliza (cualquiera que sea el concepto en que se emplee) es sobre todo porque ninguna otra palabra describe de modo tan sencillo tamaña pléyade de actividades. Es la manifestación cultural aún inaceptable para lo convencional, y actúa fuera de éste.
Las actitudes alternativas, adaptadas por sensibilidad a los matices rápidamente cambiantes de la sociedad, son las primeras en formular con palabras y obras aquello que tantos otros no ven, ni sienten. De esta forma, lo alternativo cumple una función importante en cuanto ayuda a la mente a mantenerse ágil; pone en tela de juicio y promulga, con su ejemplo, la idea de que siempre hay opciones para pronunciarse. Ello, a final de cuentas, fue lo que significó «alternativo» para esta publicación.
Los generadores de la “ola inglesa” fueron los grupos del Merseybeat surgido en Liverpool alrededor de 1959. Sus influencias eran el rock and roll, el Tamla Motown y el twist. Lograron realmente unir los espíritus juveniles al desenterrar música pasada por alto, olvidada o desechada por el público estadounidense, la cual reciclaron otorgándole una forma más resplandeciente, despreocupada y también más estridente.
Las agrupaciones de Liverpool habían buscado su material en Carl Perkins, Little Richard, Chuck Berry, Buddy Holly, los “grupos de chicas” norteamericanos y los Isley Brothers. De súbito se dio una escena musical sobre el río Mersey que encontró su foco principal en la Caverna, un tugurio que encabezó de manera casi solitaria la transición del rock y sirvió de escaparate a los Beatles sus máximos exponentes.
Liverpool era una ciudad demasiado pequeña con pocos clubes para contener el auge. Muchos de los grupos, entre ellos los propios Beatles, empezaron a presentarse en antros ubicados en Hamburgo, Alemania, a partir de 1960. Era un buen terreno para probarse, un lugar donde se les exigía tocar fuerte, rápido y de forma cruda toda la noche, hora tras hora, tomando estimulantes para mantener el paso.
Nadie sospechaba siquiera lo que llegaría a generarse: la reunión de material humano y musical que se definiría como la British Invasion u Ola Inglesa. El de 1964 fue el año en el que la música popular cambió de curso, aunque en realidad dicha época haya comenzado al día siguiente de la Navidad anterior, con el lanzamiento en los Estados Unidos del primer sencillo de los Beatles: “I Wanna Hold Your Hand”.
A su vez, una de las leyendas más preciadas del rock cuenta cómo dos jóvenes ingleses se encontraron en una de las estaciones del Metro londinense. Uno de ellos, llevaba tres discos bajo el brazo: de Chuck Berry, Little Walter y Muddy Waters. El otro quedó tan impresionado que inició una amistad, la cual se convertiría en una colaboración para toda la vida. Eran Mick Jagger y Keith Richards. El ritmo negro los unió.
Entre julio de 1962 y enero de 1963 se les unirían Brian Jones, Bill Wyman, Charlie Watts y el pianista Ian Stewart (que sólo sería miembro en el estudio). En el ínterin habían hecho presentaciones en el Club Crawdaddy en Richmond. Su primer álbum se presentó en abril de 1964. En él se escuchaban varios cóvers, y con ese primer disco estuvieron armados para encabezar la segunda oleada rumbo a América.
No obstante, en los Estados Unidos pocos los esperaban. ¿Quién necesitaba a unos apóstoles del blues, que además llevaban el cabello mucho más largo que los Beatles, tocaban demasiado fuerte y se presentaban desaliñados? La respuesta estaba en los garages de los suburbios, donde los jóvenes empezaban a formar sus propios grupos con ellos como modelos.
Las diferencias entre la primera y segunda olas inglesas estaba en la pieza “I Wanna Be Your Man”. Para los Beatles, el tema había servido de relleno para un álbum, con la voz a cargo de Ringo. Los Stones lanzaron su propia versión. En ella dominó la guitarra slide, el impulso frenético de la sección rítmica y los rugidos sugerentes de Jagger. En su canción los Beatles querían una cita; en la suya los Stones pedían sexo.
A los Stones aquel primer viaje a los Estados Unidos les brindó una gran recompensa. Pudieron grabar en los Chess Studios en Chicago, donde lo habían hecho sus grandes ídolos, como Muddy Waters y Willie Dixon. Por lo tanto, al volver a casa lo hicieron con un botín en el equipaje. Grabaciones que serían la plataforma para trabajar su propia visión del blues. Y el modelo para un rock que perduraría por décadas.
La Ola Inglesa arrasó como un tsunami al desabrido pop estadounidense que se escuchaba por entonces. Los grupos armados con los sonidos del Merseybeat y beat londinense avasallaron al público con sus novedosas interpretaciones.
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Surgió de a la vuelta de la esquina con el brillo curioso de unos zapatos en buen estado y recientemente lustrados. La característica de esos zapatos era la enorme lentitud de sus movimientos, como si ellos condujeran al guiñapo que los traía puestos y no al revés. Zapatos que quizá se sintieran fuera de lugar, un poco apenados y con ganas de no llamar la atención.
De manera afortunada para ellos las miradas y los comentarios comenzaron a recaer en el portador, quien aparecía a partir de ahí envuelto en unos gastadísimos pantalones de pana, que en sus buenos tiempos debieron haber sido grises y ahora se conformaban con ser una galería de manchas en el más puro estilo posmoderno. El atuendo remataba con un suéter que cubría, pero no tapaba, una esquelética percha.
La abotagada y violácea cara mantenía fija la mirada en un objetivo, que a cualquiera se le hubiera escapado que se trataba de la meta de una larga y profunda reflexión existencial. Iba dirigida a las cubetas que se encontraban bajo una llave a la entrada de aquel establecimiento y que produjeron, en la casi irreconocible cara, emociones tan sutiles como la angustia resignada de la desesperanza o algo parecido.
Al llegar a ellas se agachó con movimientos llenos de dolor y abrió la llave para llenarlas con ese líquido que, fiel reflejo del sol asesino, cortaba la visión a tajos en geometría alucinante. Encarnado en su alter ego echó en una de ellas la jerga y se encaminó con la misma lentitud de sus acongojados zapatos hacia el automóvil de un rojo criminal. La taquicardia, la conciencia del pulso y la presión insoportable en las sienes y la cabeza en general lo acompañaron en el duro lance.
Al borde de la muerte las depositó cerca de la defensa posterior del auto. Con temblorosa mano sacó la jerga mojada y como partido por un rayo inició la limpieza de aquel vehículo inmisericorde. La lucha tendría un objetivo, culminar en la defensa delantera, tras lo cual vendría un pago con el que curar aquella abismal sed en el alcohol más cercano.
El ambiente sofoca por la falta de oxígeno. Los olores a frenos gastados, a llantas quemadas, sudor, alguna vomitada recurrente, hacinamiento, o el de los malos modos, violencia explícita o reprimida, desprecio, no tienen cabida en sus narices. Ellos entran y salen de los vagones del Metro, convoy tras convoy, acompañándose, maldiciéndose, inventándose trabajos ahí bajo la tierra para comer o de perdida para inhalar thinner o pegamento, el chemo.
Las primeras horas de la mañana los descubren en el piso de la estación. Ahí juntos pueden dormir y tal vez protegerse del agandalle de unos y de la posible violación de parte de otros, de esos tipos mañosos que se pasan de lanzas. De cualquier modo, le tienen que entrar con una lana para el o los policías que les dan chance de quedarse a pernoctar. El frío cala menos y las ratas no molestan, como en aquellos mercados a los que a veces hay que recurrir.
El frío es quizá uno de sus temores, pero no el principal.
Ya saben que a la llegada de los vigilantes tienen que abandonar de volada la cama de piedra y evitar que los atropelle la multitud impaciente, ya iracunda, que retacará los pasillos del andén y los del vagón y sus asientos. Hombres por aquí, mujeres por allá. Ni a cuál rumbo irle. Y bueno, luego de desamodorrarse, pactar el acuerdo para la rutina del día: ¿payasos…cantantes…malabaristas o simples y llanos pedigüeños? ¿O la combinación de dos, tres o más cosas, estamos en una era hipermoderna, no? Y a darle.
Colarse por aquí, por allá, repetir el único chiste tras el chorreado maquillaje, la mugre. Ojos amarillentos o enrojecidos, sin atinar a fijarse en nada, utilizando las palabras como si otro las dijera, ajenas, utilitarias, sin más valor que un escupitajo.
Así pasan las horas, entre puertas que abren y cierran en escasos segundos, entre gente silenciosa, aburrida y tensa, que lucha encarnizadamente por algunos centímetros dentro del vagón. A los de los audífonos pegado a un teléfono ni acercarse, ¿para qué?, siempre están en otra onda.
No. Mejor buscar a las señoras con niños, a las solitarias, tal vez las agarren en medio de un pensamiento peregrino y logren sacarles algunas monedas. Tal vez alguien se descuide y puedan agenciarse una bolsa, un suéter, un paraguas, lo que sea.
La cosa es no irse en blanco luego de tantas horas, doce para ser precisos, antes de atreverse a emerger a la superficie.
Pasar entre los vendedores que se aposentan en las escaleras con sus chicles, chocolates, galletas, llaveros…¡ bara-bara! Entre las mujeres que se cubren casi por completo con el rebozo y sólo extienden una mano temblorosa y pálida. Piedades que cargan a un niño de meses o años siempre dormido o muerto.
Entre indígenas que tocan el violín, el acordeón, la armónica, mientras sus mujeres e hijos hacen sonar los botes o los sombreros en busca de unos centavos. Entre los voceadores de periódicos vespertinos con sus gigantescos titulares sobre la crisis, complots, secuestros, crímenes, ejecuciones, el último escándalo político o del narcotráfico.
Una vez superado todo ello, pisar por fin la calle o lo que han dejado de ella los vendedores ambulantes. Caminar entre los puestos de relojes, juguetes, videos, plumas, grabadoras, anteojos y otras miles de mercancías procedentes de Taiwán, Corea, Hong Kong, China, Japón y lugares circunvecinos del Lejano Oriente. Fritangas y aceite rancio, cebolla, cilantro, perros, muchachas que entran o salen de la escuela de computación más cercana. Tipos que sólo viven para picar la salsa y secretarias temerosas. El afuera.
Además, hoy la lluvia cae sobre la ciudad. Opacándola, ahogándola un poco más. El gris metálico del agua acumulada se anega por doquier. Manchas que tardarán en desaparecer se abandonan a la pereza del hongo que deteriora. Los edificios se encogen al dolor del golpeteo constante. En los coches se encierran tufos de alientos discordantes. El cláxon irrumpe, sin transigir nunca. El lodo y la basura se acumulan en las alcantarillas. No importa, de cualquier manera siempre están tapadas acumulando los desperdicios de la antigua ciudad de la esperanza o de la diversión.
La banda de niños callejeros surge así de la estación del Metro, deambula por el arroyo y parte de la banqueta. Se avientan unos a otros hacia los charcos. Empapados lanzan entre sí filosas palabras inmundas que no hacen mella en ninguna de estas cabezas rapadas, apestosas, coronadas de cicatrices. Ni en las de ellas, las tres mujercitas del grupo, que traen el cráneo enmarañado en contraparte. Les gusta andar de pelo suelto.
En un aparente vagabundeo sin principio ni fin, con rumbo desconocido, golpean las cortinas metálicas de los comercios cerrados con artefactos diversos en competencia por lograr el ruido más extremoso, el rechinido más insultante, la muesca más profunda. Se acercan de este modo a las puertas de un bar tradicional del centro de la gran urbe.
Con el escándalo ha salido un mesero y su presencia evita el desfogue contra el establecimiento. Los chiquillos pasan de largo cabuleando por lo bajo al malencarado que los enfrenta sin palabras. Gestos, señas y el insulto se cuelan por las rendijas del chubasco y de sus orejas sin dejar rastro. Al dar la vuelta a la calle un halo de silencio cubre de nuevo el asfalto renegrido. El mesero retrocede hacia las puertas abatibles.
Dentro, el dueño del lugar está en eso, en plan de dueño ante la escasa concurrencia de parroquianos acompañados de tristeza o agonía. Al sujeto le gusta mostrarse desde un principio con alaracas destinadas a todos y a cualquiera. Lo fatuo, la barba cerrada y la nariz prominente complementan su atuendo.
Como la noche está «de perros» ha decidido permanecer en su negocio: sentarse en una de las mesas con sus amigos de la Policía Judicial, jugar al dominó y echarse unos tragos de brandy entre pecho y espalda. En una mesita anexa se encuentran los hielos, las cocacolas y una botella de brandy junto a la suya, con poco menos de la mitad de su contenido.
«Te toca, Patán», le dice uno de los caballeros de la mesa. Pero él está concentrado, no es cosa tampoco de dejarse humillar «por estos cabrones», piensa, mientras selecciona la ficha adecuada. Es mal jugador pero no acepta tal cosa y la oculta bajo una eterna cháchara plagada de maldiciones, fabulosos negocios, apuestas, tugurios, menciones de amigos influyentes, coches, borracheras y mujeres a cual más.
Le gusta azotar las fichas, reclamar al compañero. En esta ocasión es un obeso trajeado al que la pistola le sobresale bajo el brazo y los abultados rollos de grasa de los costados. El mesero, servicial, se acerca de cuando en cuando para llenarle de nueva cuenta la copa coñaquera o surtir de hielos a los otros. En un impasse de silencio, entre jugada y jugada, entran al bar las tres mujercitas de aquella banda callejera que regresó a ver qué sacaba.
Visten como punks, pero no lo saben, están demacradas como darkies, pero tampoco lo saben. Creen que es hambre. Cada una toma un caminito diferente para acercarse a los solitarios bebedores de las mesas aledañas o que se encuentran en la barra, de pie, y mirándose al espejo.
Al descubrirlas el dueño les grita: «¡Fuera, carajo, ya les dije que no quiero basura por aquí!» Hasta el gato que dormitaba bajo el calendario de Cortés con la Malinche voltea a verlas. «Oooh, deje talonear pa’ un taco», replica una. «¡Dije que se larguen, coño!», y hace la finta de que va a levantarse.
Ellas abandonan el lugar. Con la interrupción, el tipo se distrajo de las fichas. Pierde la mano y tiene que pagar. Reclama y maldice, pero saca de la bolsa de su pantalón un fajo de dinero y arroja a la mesa dos billetes. «¡Puta madre!» Los judiciales, entre risotadas, preparan la sopa para la siguiente partida.
Ellas, mientras tanto, han salido de nueva cuenta a la noche. Los otros las esperan y todos se encaminan escandalosamente hacia la siguiente gran avenida. Ahí doblan a la izquierda y se enfilan rumbo a una plaza popular donde se dan cita muchos turistas. Ahí quizá no haya comida, pero el chemo es seguro; tal vez hasta puedan atracar a algún borracho eufórico o a un turista que se descuide. El Capitán Garfio, el líder del grupo, les prometió algo de todo ello.
En el caso de este Capitán Garfio no se trata sólo de perseguir tozudamente al niño que nunca fue o sostener con él grotescos enfrentamientos de capa y espada en sueños de pegamento, ni tampoco lidiar con un montón de marineros inútiles en un barco desorientado dentro de mares imposibles. El símil mayor con aquel personaje fantástico es una mano perdida que le fue sustituida por un gancho.
En el caso de este Capitán Garfio no se trató de una mano cortada por las terribles y peligrosas fauces de un cocodrilo empecinado, no. La mano le fue trozada por una vulgar guillotina para refinar papel, manejada por unos no menos vulgares mocosos que vieron en la acción cercenatoria una anécdota extra que se sumó a otras anteriores, ni más ni menos cruentas. Era pura diversión.
Desde entonces, la pérdida de tal parte fue apuntalada con la atribución de un nuevo apelativo. El anterior cayó en el olvido sin que nadie hiciera lo más mínimo por evitarlo; al contrario, el recién adquirido apodo llenó la boca de todos los que vivían a su alrededor y lo convencieron de que le sentaba mejor y hasta le proporcionaba una personalidad antaño inexistente.
Lo curioso es que él, asiduo habitante de terrenos baldíos en unas no menos baldías colonias, estaciones del Metro, alcantarillas o construcciones deshabitadas, no tiene ni la menor idea del personaje ficticio del que es homónimo. La carpeta de las cuestiones literarias no tiene cabida en su apretada agenda.
A pesar de su mutilación, este Capitán se ganaba la comida y algunos centavos matando ratas en algún mercado. No obstante, los peculiares vicios del ambiente lo avasallaron, los inhalaba en demasía, y el negocio se acabó. Lo echaron del mercado aquél y tornó a la vagancia, tierra de nadie donde se encontró con sus actuales compañeros de historias semejantes. Ahora, los espera la estridencia y los paliativos al rugido de sus hambres.
En la madrugada retornarán a la estación del Metro más cercana si lo logran, porque este Capitán Garfio, y el resto de sus acompañantes, siempre guardan en alguna parte de sí el temor y la sapiencia genética de que un día serán alcanzados por el animal, la siempre acechante bestia imaginada.
*Cuento tomado de la publicación Relatos para niños ordinarios de la Editorial Doble A.
La originalidad del dúo de Jan Berry y Dean Torrence emergió en 1958 con los arreglos surfin’, las armonías vocales, coros y el uso del falsete. Su música fue un auténtico soundtrack de la diversión veraniega: canciones llenas de briza marina, rayos de sol, olas, tablas de surf, bikinis, fiestas playeras nocturnas y carreras de coches.
La aparente superficialidad temática estaba apoyada por la producción cuidada, nítida y compleja de Jan Berry. Su trabajo impactó al jovencísimo Brian Wilson, otro californiano con aspiraciones musicales, que se volvió amigo de Berry y logró colaborar en la construcción de algunos éxitos del dúo.
“Dead Man’s Curve”, continuó la cadena de logros. Esta última canción relataba el accidente fatal de un joven corredor de hot rods, y que a la postre significó el tema de despedida del dúo cuando en 1966 el propio Berry sufrió tal accidente mientras manejaba su auto deportivo.
Berry sobrevivió al accidente aunque con una marcada paralización en sus capacidades cerebrales, lo que obligó a la disolución del binomio. De cualquier modo Jan & Dean fueron una influencia determinante en el surf de aquellos años (con su omnipresente y determinante atmósfera conceptual).
Jan & Dean influyeron en Brian Wilson a la hora de formar un grupo con sus hermanos en Los Ángeles, alrededor de 1960. Se sentía muy impresionado por ellos y por los grupos vocales The Four Freshmen y Hi-Los y decidió fundar un quinteto semejante. Se llamaron The Beach Boys.
Esta canción, original de Brian, reafirmó la imagen del grupo como unos muchachos estadounidenses despreocupados y alegres para quienes la vida significaba ir a la playa, andar en coche, ligarse a las chavas y surfear. El papá de los Wilson, les consiguió un contrato para grabar con Capitol.
«Surfin’ USA» manifestó cuáles eran las raíces de Brian Wilson. La pieza fue copiada prácticamente nota por nota de «Sweet Little Sixteen» de Chuck Berry. Brian le agregó armonías vocales, adaptó el texto a sus propias ideas y creó una producción de sonido ligero. El patrón para un nuevo género, el surf-rock.
Después de «Surfin’ USA», una serie de sencillos entraron a los primeros diez lugares en los Estados Unidos: en este periodo, los Beach Boys grabaron 12 discos para la Capitol Records, entre ellos un tema muy exitoso.
Los Beach Boys, como sus antecesores, Jan & Dean, influyeron en el pop con los manejos de la melodía y en el garage proto punk a futuro con los ritmos rápidos, machacones, herencia del rock and roll, el punteo frenético en la guitarra principal y el bajo, uso de efectos como el tremolo y la reverberación que en aquella época comenzaron a ser incluidos en los amplificadores.
Sin Dick Dale, Jan & Dean y los Beach Boys no hubieran existido los Ramones, los B-52’s, The Cramps ni Weezer o Supergrass. Sin embargo, hacia el final de 1964, el sonido de la playa agonizaba, mientras los meteorólogos vaticinaban la llegada de una inmensa ola venida de Albión.
VIDEO SUGERIDO: The Beach Boys – California Girls, YouTube (Anthony Pascal)