Durante muchos años, las cualidades necesarias para adentrarse en el mundo del jazz se consideraron prerrogativas netamente masculinas. Entre ellas estaba una agresiva confianza en sí mismo, con la disposición a lucir e imponer la capacidad y potencia de interpretación en el escenario. Otra era la concentración exclusiva en la profesión, incluyendo ausencias frecuentes de casa y el derivado abandono de la familia.
A lo ya mencionado se agregaba la capacidad de moverse en ambientes difíciles y peligrosos, como lo eran los clubes nocturnos, infestados de vicios y administrados muchas veces por gángsters. Con frecuencia a las circunstancias mencionadas se sumaba la posibilidad de beber vastas cantidades de alcohol, ingerir drogas duras o las dos cosas juntas, según el caso, sin dejar de tocar de manera coherente hasta el amanecer del siguiente día.
En el pasado, una mujer decidida a formar parte de la comunidad de músicos y a no dejarse intimidar por dicho ambiente duro e impregnado de humo, en el que los compañeros de trabajo solían ser puros hombres, con frecuencia tenía que pagar el precio de su osadía, con costos tendentes a ponerla en su lugar, tales como la pérdida de su respetabilidad, la cual encabezaba la lista, además de la desaprobación social y familiar, y a veces ser relegada al ostracismo.
*Fragmento de la introducción al libro Ellazz (.World) Vol. III, publicado por la Editorial Doble A, y de manera seriada en el blog Con los audífonos puestos, bajo ese rubro.
Durante muchos años, las cualidades necesarias para adentrarse en el mundo del jazz se consideraron prerrogativas netamente masculinas. Entre ellas estaba una agresiva confianza en sí mismo, con la disposición a lucir e imponer la capacidad y potencia de interpretación en el escenario. Otra era la concentración exclusiva en la profesión, incluyendo ausencias frecuentes de casa y el derivado abandono de la familia.
A lo ya mencionado se agregaba la capacidad de moverse en ambientes difíciles y peligrosos, como lo eran los clubes nocturnos, infestados de vicios y administrados muchas veces por gángsters. Con frecuencia a las circunstancias mencionadas se sumaba la posibilidad de beber vastas cantidades de alcohol, ingerir drogas duras o las dos cosas juntas, según el caso, sin dejar de tocar de manera coherente hasta el amanecer del siguiente día.
En el pasado, una mujer decidida a formar parte de la comunidad de músicos y a no dejarse intimidar por dicho ambiente duro e impregnado de humo, en el que los compañeros de trabajo solían ser puros hombres, con frecuencia tenía que pagar el precio de su osadía, con costos tendentes a ponerla en su lugar, tales como la pérdida de su respetabilidad, la cual encabezaba la lista, además de la desaprobación social y familiar, y a veces ser relegada al ostracismo.
*Fragmento de la introducción al libro Ellazz (.World) Vol. II, publicado por la Editorial Doble A, y de manera seriada en el blog Con los audífonos puestos.
Para escuchar a las mujeres en el jazz no bastan ni las expectativas ni los manierismos en el dibujo de lo esperado. Ellas generan con sus historias ese placer impagable del desarrollo histórico argumentado y cifrado en sus intersticios creativos, en los relatos biográficos, en las obras conseguidas. En líneas generales, las mujeres en el jazz no traicionan la poética del género como muchos pudieran pensar, es más, le insuflan un interés que trasciende las perspectivas habituales.
Uno escucha los discos de las jazzistas no tanto para saber cómo argumentan sino para disfrutar con su transcurso en la construcción del argumento. Esta es una manera de defender un género, desde su esencia Y buscar así el diverso ángulo creativo. Es decir, las mujeres tienen en el jazz el mismo problema que los hombres: la necesidad de un público.
El de las mujeres en este género es el arte de acomodar su música a unas leyes que a muchos oídos parecen infranqueables, tanto como una teoría cibernética. Y justamente es en esa maestría, en ese difícil arte de transitar por lo ignoto (original), tanto como por lo transitado (standard), con la sensación de la singularidad y la brillantez, donde estriba gran parte del atractivo mayor de sus propuestas.
Un tema como el de ellas en el jazz adquiere existencia gracias a la evolución constante de la que han sido capaces. Quienes se han sumergido en tal evolución las han contemplado a sus anchas y encarnado en la concreción de sus músicas, creando con tal circunstancia un armonioso y preciso encadenamiento de evocaciones, de recuerdos, que siempre sorprenden, y en lo que el tiempo pierde toda consistencia y no impone su rígido orden.
La serie Ellazz(.World) ha mostrado la complejidad y riqueza de sus vidas. Con sus ritmos propios y asociaciones entre imágenes, pensamientos, situaciones, sensaciones, amistades, ternuras, amores, nostalgias, y también miedos, ansiedades y a veces el logro del sosiego y la serenidad de lo ejecutado. Y no hay nada en sus discursos particulares que sea indiferente, todo cuanto compone la vida de una jazzista, aun cuando algo parezca nimiedad, adquiere una gran relevancia, cada instante de vida rememorado posee un enorme interés.
*Fragmento de la introducción al libro Ellazz (.World) Vol. I, publicado por la Editorial Doble A, y de manera seriada en el blog Con los audífonos puestos.
Es difícil de creer, pero en las mejores enciclopedias del jazz el nombre de Teri Thornton no aparece, como debería, al lado de gente como Sarah Vaughan, Carmen McRae o Dinah Washington. Mucho tiempo tuvo que esperar esta especial cantante para tal reconocimiento. Lo lamentable es que resultó tardío. De cualquier manera, ella continuó en el trabajo pese a todo hasta unos días antes de su muerte, y mostrando sus cualidades en el canto: talento y estamina interpretativa. En ella siempre hubo swing, temperamento, una voz poderosa y plena de contrastes hasta el final.
Habla Teri:
“Nací con un mal sino. No sé por qué, pero así fue. Quizá como el eslabón de un pasado al que mi espíritu tuvo que encadenarse para cumplir su misión en esta Tierra. Quizá por eso nací con sed, con una como la del marinero que regresa y no hay bar, taberna o tugurio que le alcance para apagarla. Soy, como dije, el último eslabón de una fuerte cadena que comenzó con el jazz mismo. Una cadena que ha servido de ejemplo a las nuevas generaciones; una que forjó la época dorada y los años locos; una de cuando el jazz hervía tanto en la sangre que no había elemento que la controlara.
“Nací en Detroit, Michigan, el primero de septiembre de 1934. Justo en la fecha cuando en los Estados Unidos tuvimos la posibilidad de volver a beber sin ser castigados por la ley. Cuando alguna cosa me afecta, de la naturaleza que sea, siento la curiosidad de conocer todo al respecto de ella. El alcohol y las drogas fueron unos malos acompañantes en mi vida, así que me puse a investigar en estos últimos días al respecto de ellos y su injerencia en el jazz —mi música— y averigüé muchos detalles. No para justificarme, sino para saber qué nos impulsa hacia ese infierno, finalmente voluntario.
“En el principio fue la cerveza casera y el whisky destilado en algún paraje cercano a los campos de algodón. Era whisky hecho de maíz, sobre todo. Los bluesmen lo consumían en las tabernas del camino. Lo llevaban consigo y lo hicieron su compañero de viaje junto a la guitarra. Por supuesto cantaron sobre él, en alabanzas y desencuentros. De diversas partes del sur estadounidense todos ellos se encaminaron desde fines del siglo XIX hacia el sitio que sería la meca y cuna del jazz, la música más importante del siglo XX: Nueva Orleans.
“Sin embargo, las fuerzas vivas de la Unión Americana pusieron el grito en el cielo y arremetieron contra el jazz y el alcohol, por ser parte de su ritual. Llegó la época de la Prohibición y de la Primera Guerra Mundial. No obstante, el jazz floreció de manera subterránea en los speakeasies, rociado por cerveza, whisky, ginebra, ron de contrabando introducido por Canadá; por champaña hecha en tinas y alambiques clandestinos. Aparecieron los gángsters para administrarlo todo. La literatura dio cuenta de los locos años veinte: la era del jazz. Contra la Ley Seca renació Harlem y los clubes de variedades. Chicago, Nueva York y Kansas City fueron las nuevas metrópolis de la música.
“Para mediados de los años treinta —cuando vine al mundo— la Prohibición fue abrogada y el jazz salió de los bajos fondos. La crisis económica se suavizó y el público demandó un jazz bailable. Fue complacido con la interpretación de las bigbands: Benny Goodman, Count Basie, Duke Ellington, Jimmie Lunceford, Fletcher Henderson, los hermanos Dorsey, Woody Herman. El swing en pleno. Coleman Hawkins, Lester Young, Bix Beiderbecke resultaron héroes fatales de tanta música, de tanto alcohol, de tanto sentimiento. Yo soy, o fui, el último eslabón del siglo XX en esa línea.
“Mis padres fueron Robert Avery, un jefe de Pullman, el encargado de esa parte especial de los trenes, y de Burniece Crews Avery, directora de un coro de iglesia y cantante de planta en un programa de la radio local. Con estos antecedentes me vi forzada a estudiar música clásica durante mi niñez. Por cierto, mi nombre verdadero era Shirley Enid Avery. Una forma de rebelarme ante tanta sujeción a tales estudios y hacia mis padres mismos fue introducirme en los terrenos del jazz, donde aprendí a tocar el piano y a cantar. La libertad a la que ella me enfrentó no supe manejarla, ni aquilatarla y me casé pronto, contra la voluntad de mis padres.
“Contraje matrimonio a los 17 años con un mal tipo, que me abandonó pronto y dejó como recuerdo dos hijos y el gusto por el alcohol y las drogas. Me divorcié a los 19 y así tuve que iniciar mi carrera profesional como cantante. Clubes como el Ebony, de Cleveland, y poco después algunos de Chicago, me vieron hacer mis pininos en la escena. En Chicago, sobre todo, aprendí mucho, al lado de saxofonistas como Johnny Griffin y Cannonball Adderley, que se convirtieron en mis amigos de toda la vida. En ocasiones llegué a tener tanta necesidad económica que incluso acompañé a un pianista en shows de strippers en un club nocturno llamado Red Garter. Fueron épocas muy difíciles, a las que enfrenté con un vaso en la mano, pastillas y jeringas, que mi juventud absorbió sin mucho trámite y sin estragos evidentes.
“Por ese tiempo, 1961, se me presentó la posibilidad de hacer un álbum que se tituló Devil May Care, el cual realicé acompañada del pianista Wynton Kelly, el baterista Clark Terry y de Freddie Green, quienes formaban parte de la banda de Count Basie. Eso me levantó muchísimo en el medio. Los articulistas escribieron sobre mi vibrato, sobre mi vibrante presencia escénica y mi cáustico sentido del humor. Gracias a mis estudios musicales pude hacer complicadas florituras armónicas e inyectarles la emoción necesaria al mismo tiempo.
“Todo comenzó a ir sobre ruedas. La canción “Somewhere in the Night” se convirtió unos meses después en el tema de la serie de televisión NakedCity, y hasta fui invitada a programas de variedades como el de Ed Sullivan. Firmé entonces con la Columbia Records. Aparecí en el festejo para celebrar el 40 aniversario de Duke Ellington como músico y Ella Fitzgerald declaró a la revista Down Beat que yo era su cantante favorita. ¿Qué más podía pedir? No obstante, luego de grabar otro par de discos, las cosas volvieron a cambiar. Mis adicciones se incrementaron y mi mánager me abandonó.
“El argumento de los jazzistas sedientos como yo, para beber y drogarse, ha sido el de afirmar la capacidad para entregar y recibir música, en el entendido de que ésta es una experiencia compartida. El consumo de alcoholes y otras sustancias forma parte de los rituales sociales de la asignatura jazzística. El whisky escocés, el bourbon, el hecho de maple (incluso) son prendas del ajuar del músico desde los comienzos.
“Con la idea de cambiar mi suerte me mudé a Los Ángeles. Para entonces ya tenía tres hijos y otros tantos matrimonios disueltos. Como no conseguía trabajo como cantante me dediqué a infinidad de cosas, incluyendo el manejo de un taxi. A la música la dejé atrás. La década siguiente fue de caída libre constante. La sed aumentó. No había vida que la satisficiera. Supongo que mis hijos se la pasaron muy mal. No tengo idea de cómo hayan crecido. Fue una época muy oscura para mí.
“En 1979 tuve mi primer comeback. Hice grandes esfuerzos por salir de las adicciones. Conseguí cantar en algunos bares. Me cambié a vivir a Nueva York. Me convertí en cantante regular de clubes como el Zinno’s y el Cleopatra Needle por una década, misma en la que entraba y salía de recaídas y tratamientos desintoxicantes. A la larga mi existencia comenzó a normalizarse, poco a poco. Controlé la sed. Tanto que para celebrarlo busqué realizar alguna gira. Me sentía muy bien y dinámica. Sin embargo, el destino me alcanzó de nuevo. Mientras estaba en Suiza, en el Festival de Jazz de Berna, en 1997, me dio un primer colapso y tuve que ser llevada a emergencias. De regreso en los Estados Unidos me diagnosticaron cáncer en la vejiga.
“Fui sometida a radiaciones y tratamientos de quimioterapia. El coraje que le tenía a la vida por hacerme eso, aunque en el fondo sabía que yo misma me lo había buscado, me sobrepuso al dolor y a la conmiseración. Decidí entonces participar en la Competencia Vocal —a nivel internacional— Thelonious Monk, que se llevaría a cabo en Washington. Me enfrenté a un gran jurado, a un público conocedor y a cantantes treinta y cuarenta años más jóvenes que yo. Finalmente, eso no me importaba tanto. La verdadera competencia era conmigo misma: lo que era y sentía en ese momento, contra lo que había sido y me llevó a la situación en la que estaba.
“La experiencia de vida me ayudó en mucho a ganar el primer premio y veinte mil dólares, que me cayeron muy bien pues tenía además apuros económicos debidos a mi enfermedad. La compañía Verve firmó un contrato conmigo para producir un disco, el primero luego de 35 años de no hacerlo. Lo preparamos con calma, seleccionando los temas y a los músicos que me acompañarían. Por otro lado, mi estado de salud no me permitía esfuerzos ni extralimitaciones. Mi cuerpo me pasaba la cuenta por fin.
“El disco se tituló I’ll Be Easy to Find. Le encantó a la crítica especializada y entró a la lista de los diez grandes con muchas aclamaciones. Sin embargo, el cáncer no me permitió disfrutar de otro comeback. Desahuciada entré al Actor’s Fund Home en Eaglewood. Me fueron a visitar Wynton Marsalis y Clint Eastwood, pero ni este último consiguió derrotar a la muerte, que me llevó consigo el 2 de mayo del año 2000. Para mi obituario escogieron las palabras que Cannonball Adderley había dicho sobre mí hacía muchos años: “La voz más extraordinaria desde Ella Fitzgerald”.
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En el año 2000 Teri Thornton regresó para sacar cantando 37 años de silencio, para salir de la oscuridad y para enfrentarse a la muerte, con standards y composiciones originales suyas como «Salty Mama». Este último tema fue grabado en vivo durante su actuación en el concurso Thelonious Monk International Jazz Vocal, y con él ganó dicha competencia.
VIDEO: Teri Thornton – Somewhere In The Night, YouTube (jazzvinyl)
La cantante de excepción Jeanne Lee nació en Nueva York en enero de 1939. Sus inclinaciones artísticas pronto la llevaron a estudiar danza moderna, lo cual hizo durante toda su adolescencia. Estudios que combinó con el canto. En 1960 conoció al pianista Ran Blake y comenzaron a trabajar a dúo, con Lee improvisando en la voz y la danza. Grabaron algunos discos y luego salieron de gira por Europa en 1963.
Un año después ella se mudó a California y se casó con el poeta del sonido David Hazelton. Regresó a Europa en 1967, donde comenzó una larga asociación con el músico alemán Günter Hampel —con quien se casó tras divorciarse de Hazelton—, grabando con él en su sello Birth en numerosas ocasiones a lo largo de dos décadas.
Para Jeanne Lee tales décadas, de los sesenta y setenta, significaron convertirse en un prominente miembro del free jazz y del jazz de vanguardia, corrientes en las que colaboró con muchos de sus exponentes principales, como Archie Shepp, Marion Brown, Enrico Rava y Anthony Braxton.
Para algunos Tijuana puede ser el burdel público más grande del mundo, en el que lo mismo retozan nacionales que extranjeros; el lugar que reúne a la mayor escoria social en forma de polleros, narcos, políticos criminales y viceversa, traficantes, contrabandistas, dueños de picaderos, yonkis, compradores y vendedores de la miseria humana. Y sí lo es: una síntesis del México bárbaro con aspiraciones de modernidad.
Sin embargo, también es el sitio donde convive con todo lo demás la magia tercermundista; el rincón donde se puede solicitar un milagro, la última opción en las afueras de la lógica, en la frontera de la sinrazón. Ahí llegó Jeanne Lee. No le quedaba tiempo, no tenía futuro. La esperanza no le alcanzó al final para mantenerse viva.
Las últimas noches hacía que le abrieran las ventanas para ver las luces de esa ciudad tan distinta a las que había conocido. No le proporcionó la cura, pero sí despertó en ella instantes idos, nombres que le hicieron esbozar una sonrisa. Incluso la postrera noche algún sonido llevado por el eco la transportó a París, a ese París de un lustro antes donde se reunió con Mal Waldron. «¡Cómo tocaba el piano ese hombre!», se dijo. “Creo que hicimos algo bello en aquella ocasión…after hours«.
Europa y en especial París siempre han significado un santuario para los jazzistas. Fue la primera ciudad que los trató como artistas; que los recibió con los brazos abiertos y admiradores insospechados. Un refugio para los músicos y cantantes estadounidenses durante casi un siglo. A muchos de ellos una temporada en Europa les permitió liberarse del asedio de la policía de narcóticos; olvidarse de los conflictos raciales y hasta cobrar salarios impensables en la tierra del Tío Sam.
Para otros, como en el caso de Jeanne Lee, fue un semillero de interlocutores, de escuchas desprejuiciados dispuestos a oír nuevos sonidos y estructuras. Países con historia cultural viva y dinámica, con el ambiente propicio para la manifestación estética. París en ella evocó, sugirió y provocó un jazz de madrugada.
Fue en París que Jeanne Lee quiso realizar un álbum que contuviera el espíritu de la vigilia del sueño, en las after hours de su trajín regular. El término absolutamente jazzístico viene de lejos en el tiempo, de las épocas primigenias del género, cuyos constructores y adeptos, sin el bullicio de la fiesta y el orden del trabajo compensado, se dedicaban al placer de tocar y escuchar por el acto mismo, relajados los sentidos y rodeados de amigos y colegas a los que deleitaban de otra manera.
After Hours no sólo es un término. Es también un lugar en el hábitat íntimo que comienza su existencia en el momento en que se cierran los accesos para el público en general y se bajan las persianas del establecimiento. Es el ámbito del “puertas para dentro”. Cuando los músicos se quitan las corbatas, los sacos, se sirven un trago y comienzan a departir y compartir otra forma de ser, de sentir.
Cuando suben al escenario porque hay algo qué comentar con los camaradas en el instrumento. Cuando se toca la pieza o se canta el tema que se trae atravesado en el corazón. Y otro músico se solidariza y lo acompaña en el sentimiento con su groove individual. No hay set, no hay relojes. El mundo detiene su marcha para escuchar lo que estos seres quieren decir after hours. Es un espacio de exposición con el don de la ubicuidad y los músicos deciden dónde debe aparecer.
Nuestro after hours lo hace en el último instante del día y enciende lo que podría llamarse la revelación para quien lo ve por primera vez. Blanco y negro que delinea la vida del estudio parisino que despierta. Durante el día ha permanecido encerrado en sí mismo, serio y discreto, como su nombre: Acousti. Pero al llegar la noche ha emergido con toda su magnitud de luces para tonar posesión de la atmósfera entera.
Es la gloria de la electricidad en escultura de tubos fluorescentes que atraen la vista con su irradiación. Ese brilloso resplandor funcionando a tope habla con orgullo de los sucesos vividos e imaginados por sus huéspedes fugaces.
Sin embargo, toda aquella gloria luminosa no será necesaria en esta ocasión. Jeanne ha pedido que la maticen, la templen, la diseñen como un vestido a la medida. Será un lugar franco en la Ciudad Luz, a orillas del Sena, que expresará aquello que se encuentra en su interior, más allá de toda semblanza histórica, y vaya que la hay.
Hoy estará para exhibir, para excitar. Ahí cantará ella y tocará Mal Waldron. Habrá la realidad de pieles y humedades. Los sentimientos retozarán, declinarán y volverán a surgir. Sudarán en los recovecos de su existencia.
Las baladas, los standards, se tornarán penetrantes e ilustrativos. Como si ambos los hubieran escrito para la ocasión. Serán letras, notas, que se lanzarán directamente al corazón e ilustrarán el pensamiento. Algunas serán inolvidables por necesidad. Algunos ojos se perderán en el interior de sí mismos, mientras las manos se crispan en cierto talle o bajo algún vestido. Afuera, quizá llueva si tenemos suerte y el clima exterior coopera para la velada. Vaya, la naturaleza también deberá poner de su parte, ¿o no?
Dentro, la noche es plena y se comienza a expandir el aroma de la música, tan exclusivo como la más preciada fragancia. El verbo se encarna como prueba paradisiaca del devenir adulto de quienes lo utilizan como tajada del cosmos sensual y del quebranto. Cada canción creada se hace antífona de actitud, gesto afirmativo de vida y de amor, placer carnal, dolor y pérdida. La figura de la música es arrogancia del saber que palpita.
Cuando Waldron toca el piano las yemas de sus oscuros dedos recorren los estrechos marfiles blancos y negros, de larga cola y resonancia hechicera. Los ecos de la historia del jazz parecen cobrar vida como salidos de un sueño que se estuviera volviendo realidad. Es como si la suavidad del azul bañado por la tibieza de la música se trocara en ritmos que acariciaran cual manos guiadas por el deseo. Teje sus notas y caemos atrapados entre ellas, enredados en una fascinante dejación, y al mismo tiempo ebrios de las ganas por alcanzar una línea que no existe más que en nuestra alborotada imaginación.
Jeanne Lee entra en el tempo, en el discurrir melódico, con su voz fuerte, poderosa, que desarrolla el aprovechamiento de cada una de las palabras, usando su boca y garganta para emitir sentimientos profundos, emociones precisas en standards convencionales.
Ella que fue puntal en del canto en el free jazz, en la vanguardia, en la extensión de las fronteras y colaboró con todos los aventureros del sonido por años y años, hoy ha dejado a un lado los conceptos, los manifiestos, para reencontrase con la tradición, con la canción sencilla, con las emociones de primer nivel. Eso sí, con el estilo que la ha hecho única y distintiva.
La conjunción de ambos sentires, de teclas y voz, nos hacen entrar en la inconciencia de una expansión emotiva inesperadamente alcanzada. Su amalgama es el equilibrio imposible, soñado por más de uno en noches de cálculo sin fin. Ellos lo hacen realidad quizá por la rara certidumbre de sus propias capacidades. Y quién sabe si también por el exquisito placer que produce el hecho de despertar emociones en los demás. Por fortuna no conocen la modestia del pasar desapercibidos.
Canto y pianismo que por su elegante contundencia se incrusta en nuestras sensibilidades con la progresiva facilidad de la nieve derretida por el sol. Y es que Jeanne Lee dicta sus frases, guía sus afanes, buscando a través de la música de Waldron comunicar la felicidad contradictoria que conllevan las experiencias y sus contrastes.
Así es la música y el canto en el país sui géneris del After Hours, donde en el lapso de cinco minutos el cielo gris de un traspié existencial pasa a un azul de creativa melancolía.
Este dúo de corazones veteranos ha encontrado su territorio a deshoras. Un lugar que los acepta por necesarios. Para explorar el mundo interior y sus sonoridades. Con técnica y conocimiento de causa. Esperando que la búsqueda, aunque llegue a los orígenes, siempre rinda nuevos frutos, aunque sólo sea la sed por el espacio. Uno meditabundo, tribal de mística urbana, laberinto romántico que respire y habite en un álbum apasionado como éste.
Jeanne Lee se siente satisfecha con el recuerdo. La inspiración la llevó lejos y su voz jamás se perdió en los sonidos. Ofreció sus cuerdas vocales a la incitación simple y enfática. Hoy tiene la certeza del fin, pero la impresión indeleble de lo vivido, de los encuentros y sus maravillas. Toda duda ha sido despejada para que la reciba el universo en sus infinitas after hours.
Jeanne Lee grabó como solista, en dúo y también en trío con Andrew Cyrille y Jimmy Lyons. En los ochenta y noventa trabajó con el grupo vocal Summit (con Bobby McFerrin, Lauren Newton, Urzula Dudziak y Jay Clayton) y con el Reggie Workman Ensamble, concentrándose finalmente en su propio material. Sus obras incluyen una suite de cinco partes y un oratorio de diez actos. En 1990 volvió a grabar con Ran Blake e impartió clases en el Conservatorio de Nueva Inglaterra, en el Departamento denominado Third Stream.
Aunque Jeanne Lee se dio a conocer internacionalmente por las hábiles texturas musicales que entretejiera en el grupo del multiinstrumentista Günter Hampel, su canto fluyó también por otros vericuetos tanto de la misma disciplina como literarios. El hecho de haber musicalizado poesía moderna en su repertorio la convirtió en algo distinto a lo ya escuchado hasta la fecha, y le proporcionó herramientas nuevas a la voz del género.
Ella enriqueció el canto jazzístico, lo desarrolló y evolucionó por más de una década, con su detallado y agudo sentido de las palabras, al escuchar y seguir el sonido de cada una de ellas, de cada sílaba. De manera lamentable y tras un largo padecimiento de cáncer murió en la ciudad de Tijuana. México, el 8 de noviembre del año 2000.
VIDEO: Jeanne Lee & Mal Waldron – You Go To My Head (After Hours), YouTube (sestocontinente)
K.D. Lang nació en Alberta, Canadá, en 1961, y su carrera como cantante ha estado llena de paradojas. Se inició como intérprete del country durante la década de los setenta en la conservadora ciudad de Nashville, en los Estados Unidos. Una vez en los ochenta, y con los aires de cambio que trajo la nueva década, entró a formar parte del underground de la escena lésbica como cantautora.
Sin embargo, las presiones de ese mismo sector —que la apoyó mucho durante su ascenso— para que manifestara políticamente su particular tendencia sexual la obligaron a separarse como activista del mismo, y a expresar su independencia artística. Tal independencia la ha llevado por diversos caminos y géneros, incluyendo el performance jazzy en donde parece sentirse más cómoda. Fineza, energía, imaginación, son las características principales de su personalidad musical.
Habla K.D.:
“París era para mi imaginación adolescente la capital de los placeres, de todos los placeres. Leía y me enteraba por distintos medios que gente del mundo entero acudía a París, precipitándose hacia la ‘Nueva Babilonia’, para respirar en ella el aire que llevaba a la voluptuosidad y a olvidarse del puritanismo que asfixiaba a sus países. Así que en cuanto obtuve el permiso de mis padres (a los que convencí con el pretexto de ir a estudiar pintura y el idioma), junté para el pasaje de avión y algo extra y hacia allá me dirigí.
“Una vez establecida en la capital francesa no pensaba en absoluto en la pintura ni en el idioma. Me sentía como una niña delante del escaparate de una pastelería. ¿Cómo comerme esos pasteles? ¿Cómo conocer el código parisino, los lugares donde se reunían los jóvenes como yo, a los músicos que cantaban baladas? Yo era inocente, ignoraba completamente la geografía del París salvaje. Debía contentarme al principio con los paseos de moda y típicos. Uno de ellos era el andador de las acacias en el Bosque de Bolonia, donde me condujeron mis anfitriones y sus hijos, los amigos parisinos de mis padres.
“Allí sentí por primera vez aquello con lo que a la postre me identificaría. Ví a las bellezas que descendían directamente del cielo. Una de esas criaturas se parecía al ángel Serafín, se los juro. Mis compañeros, un poco molestos a causa de mi tanta inocencia, esperaron destruir ese exceso de admiración con un despreciativo y burlón susurro: ‘¡Aquí se reúnen muchas ‘Bilitis’!’. Mi curiosidad se acentúó: ignoraba qué quería decir esa palabra y no me atreví a pedir una explicación que desencadenara nuevas burlas.
“Hoy en día todo el mundo se acuesta con todo el mundo y no es fácil comprender en absoluto la importancia de esa primera impresión, tanto externa como interna de lo que es uno. Una amiga de mi edad, pianista y ya casada, me explicó lo que eran las ‘Bilitis’ en el curso de otro paseo por el Bosque, sin adultos y sin sus hijos: ‘Son lesbianas. Mujeres que aman a otras mujeres’. La palabra revelada. Mi corazón y mi cerebro dieron un vuelco. En un arrebato que no pude reprimir me confesé: ‘Me gustan las lesbianas’.
“Ya no renuncié a la idea. Inquieta, intenté entonces ponerme en contacto con una antigua modelo de la academia donde tomé clases de pintura y que me había dado su tarjeta por si algún día iba a Francia, una tal Antonia que posó para un retrato que pintó mi profesor y que no me quitaba la mirada de encima, mientras el maestro nos iba delineando el concepto con el que plasmaría esa imagen en el lienzo. Le escribí para comunicarle que estaba en París y para pedirle una cita que conseguí con prontitud.
“Antonia, de origen andaluz, pelo negro y cuerpo voluptuoso, me recibió entre un desorden de velos, ropa de cama y vestidos, música de tango y olor a perfume. Con un cigarro en la boca, Antonia no ocultó la satisfacción de verme por fin fuera del círculo escolar y en su propia ciudad. ‘¡Qué alegría!’. Su entusiasmo lo manifiestó tras una breve plática en la que le conté los detalles de mi viaje, con una simple y directa pregunta: ‘¿Quieres hacer el amor conmigo?’. Lo hicimos. Decididamente, en esos momentos aprendí mucho. Me marché llevándome la certeza y una invitación a regresar muy pronto.
“Me dirigí a pie a mi pensión, rebosante de felicidad. Al igual que Emma Bovary se repetía a sí misma: ‘Tengo un amante, tengo un amante’, yo me decía una y otra vez: ‘Tengo una amante, tengo una amante’.
“Lo que me decía no tenía nada de sorprendente. En París, las parejas de mujeres abundan en la pintura y escultura de los museos. En el cuadro de ‘Las amigas’ de Courbet se enlazan tan tiernamente como las ninfas que representan la industria, en las alegorías de mármol que adornan las cámaras de comercio, palpándose los senos (en representación de la agricultura).
“En la literatura —por la que me interesé sobremanera gracias a la influencia de Antonia—, ya no escandalizan las novelas donde aparecen mujeres que, no contentas con seducir a un tipo, van a turbar también a la señora. Zolá en su tiempo no temió nada al mostrar a Naná y Satin acariciándose. En Amantes femeninas, Adrienne Ayen escribió a modo de prólogo que ‘hay muchas mujeres que sin dudarlo o con conocimiento de causa se han emocionado ante el encanto de una amiga, hasta el punto de sentirse turbadas carnalmente’.
“Siempre en el mismo prólogo, Adrienne Ayen —a la que elegí como mi autora de cabecera—advierte a los escépticos que los amores de sus dos heroínas, Rosa y Paloma, constituyen ‘una historia verdadera’. En fin, Adrienne Ayen previene que el amor sáfico ‘es atractivo y gracioso, dulce y zalamero, la envuelve a una con apariencias seductoras y encantadoras, y cuando la tiene atrapada, una no es más que una esclava de sus fantasías’. Adrienne Ayen también es formal: nadie escapa a este amor que alcanza tanto a la aristócrata como a la obrera. Gomorra no deja de extender sus fronteras.
“Algunas mujeres se refugian en un precoz angelicalismo que las conduce directamente a la tierra de Lesbos, donde los arrebatos del corazón, las caricias del alma y los roces les hacen olvidar las penas de la incomprensión. Sí, son criaturas en verdad celestiales, como las percibidas por mí en el Bosque de Bolonia. Entre estas legiones seráficas resplandeció Ana para mí. A ella también le gustaban las mujeres, pero se vendía a los hombres, y muy cara. Fue ella en quien me fijé en aquel bosque y a quien comparé con el ángel Serafín. Cuando le describí a Antonia su etérea belleza, ésta concluyó sin dudarlo siquiera: ‘Sólo puede tratarse de Ana’.
“Antonia se esforzó en vano con sus encantos en hacerme olvidar a Ana, mi radiante aparición envuelta en pieles durante un día nevado en el bosque. A pesar de sus intentos retuve con cuidado el nombre de mi lejana diosa. No demasiado lejana para una nueva yo, capaz de cualquier audacia y que ya maquinaba planes. Salvaría a Ana. Haría que abandonara su horrible trabajo de prostituta cara.
“Mientras yo soñaba con mis proyectos de salvación, encontré también un nuevo pretexto para retrasar mi regreso a los Estados Unidos y el momento de entrar a la universidad: quería estudiar música, en especial el jazz. En la pensión donde vivía se organizaban veladas poético-musicales donde se musitaba a Lautrémont y Beaudelaire con acompañamiento de sax, piano y bajo. Todo muy acústico. No obstante, estos autores no me satisfacían plenamente, pero mediante los consejos de una profesora sagaz, pasé con sumo placer a Paul Verlaine y a la voz de Billie Holiday y Shirley Horn. Para una adolescente como yo, los misterios de la poesía francesa y el jazz se fueron develando poco a poco. Aprendí a manejar la voz, el piano y las atmósferas que quería expresar.
“Todo me sonreía. Una noche decidí aprovechar la ausencia de Antonia y me fui al Barrio Latino a escuchar a los jazzistas tocar y eso me colmó el alma. Algún día interpretaría esas canciones y se las dedicaría a Ana. Luego pasé el resto de la noche escribiendo un poema destinado a ella y bebiendo vino. Cuando me armé de valor me dirigí a la calle donde podría encontrarla. Así fue. La observé de lejos durante un buen tiempo y a la postre la seguí en taxi cuando se llevó un cliente a su casa.
“Por la mañana envié el poema, escrito a mano y lo más legible posible, acompañado de un ramo de azucenas y con estas palabras: ‘De parte de una desconocida que querría dejar de serlo’. Como yo no hacía las cosas a medias fui a llamar a su puerta. Temeridad sin nombre que recibió un castigo inmediato: la sirvienta me dijo que ‘la señora nunca se levanta antes de las once del día y, además, un señor está a su lado’. Este fracaso no me descorazonó. Tendría otras oportunidades, según yo.
“El mundo de la vida nocturna me interesaba más que el otro. Me disponía a zambullirme en él y a emprender de nuevo la ofensiva destinada a conquistar a Ana cuando recibí un telegrama de mi padre: me ordenaba salir de París con dirección a los Estados Unidos. Le habían llegado noticias sobre mi conducta y me quería de inmediato de vuelta en casa. Era menor de edad aún, así que debía obedecer. ‘Peor para el mundo de la vida alegre francesa —me consolaba a mí misma—, se perderá de un buen ejemplar como yo’.
“Me llevé conmigo varias fotografías de Ana que le había tomado a distancia. Astucia propia de una jovencita con el fin de contemplar a gusto a mi ídolo. Con estas fotos adornaría las paredes de mi habitación. Y entre las Marilyn, las Marlene, las Bardot, las Deneuve, yo sólo tendría ojos para Ana. Sin embargo, el tiempo fue traicionero en este sentido y nunca me permitió acercarme a ella o volver pronto a París. Pero, por otro lado, me dio la oportunidad de aprender a cantar y de mostrarme al mundo tal como soy”.
La imagen ambigua, el irreprimible romanticismo, la madurez artística y la confidencialidad estilística, son los soportes donde ha fundamentado K.D. Lang su carrera como intérprete. Instrumentista multifascética y original cantautora es este personaje que juega mucho con la ambivalencia vivencial y escénica, donde el teatro existencialista y el cabaret alemán integran el marco en el que desenvuelve una sensualidad en la que nada es ingenuo.
Todos esos elementos le han acarreado infinidad de fans de los más variados sectores y el reconocimiento de la crítica especializada. Ella es poseedora de una voz seductora, forjadora de atmósferas y suntuosas emociones. Es una indivudualidad creativa y representante destacada de la posmodernidad cultural. El jazz le ha dado cabida infinidad de veces, así como herramientas para el desarrollo de su arte particular.
VIDEO: K. D. Lang – Don’t Smoke in Bed, YouTube (k.d. lang – topic)
Ellas, al igual que ellos, ya hacían rock and roll antes de que éste existiera, porque anteriormente se llamaba rhythm and blues y lo interpretaban los artistas negros. Una forma musical que preludiaba un futuro insospechado, intenso e incandescente.
Todos ellos condujeron, a través de dicho estilo, a la juventud tanto negra como blanca (que los escuchaba clandestinamente) hacia el disfrute de la rítmica y el reconocimiento generacional que marcaban los nuevos tiempos.
El swing hot, el jazz y el country blues se habían condensado en forma de jump blues (la expresión más salvaje del r&b) al final de los años cuarenta, empujando a las pistas de baile a una población cansada de la guerra (la segunda conflagración mundial) y las restricciones económicas.
Los pequeños y animados grupos que tocaban secuencias de blues con una energía y un entusiasmo sin precedentes eran acompañados por cantantes de ambos sexos que lanzaban poderosamente la voz con toda la fuerza de la que eran capaces (shouters).
El ánimo de los intérpretes se reflejaba en el del público. Los saxofones tenor graznaban y chillaban, los pianos ejercían un papel percusivo y las guitarras eléctricas vibraban y punteaban. Las letras de las canciones eran sencillas y elementales, dirigiéndose a los corazones de los adolescentes mientras el estruendoso ritmo les hacía mover los pies.
Al aumentar la popularidad de esta música, y la exigencia a que se difundiera por la radio, atrajo a hordas de imitadores y admiradores blancos. En pocos años, el jump blues cambió el rumbo de la música popular en los Estados Unidos, aunque para entonces ya se le denominaba «rock and roll».
Durante su auge, la fuerza de su convocatoria abarcó a todas las razas, al contrario del country, del folk (sólo gente blanca) o del country blues y el blues eléctrico urbano (de público en su mayoría negro).
Fue capaz de llenar los salones de baile con cientos de fans eufóricos, que vieron en sucesión a grandes intérpretes masculinos (Louis Prima, Roy Brown, Little Richard, etcétera), pero igualmente a las intérpretes femeninas que harían historia y señalarían el inicio del paso de la mujer en tal ámbito musical. Y ahí estuvo Ruth Brown.
A mediados de la década de los veinte más de cinco millones de afroestadounidenses dejaron los campos del Sur para ir a las florecientes ciudades del norte del país. El padre de Ruth Brown siguió la ruta hacia Virginia, donde ella nació el 12 de enero de 1928.
En su ruta hacia el Norte, los negros se llevaron consigo al blues, del que el padre de Ruth no quería oír ni hablar, pero ella desde muy chica se interesó en él y en el rhythm and blues, el estilo al que ella se aficionó –e interpretaba a escondidas–.
En la adolescencia tal postura y los constantes choques familiares que atrajo la decidieron a huir de casa. Sin un destino fijo, se ganó la vida como mesera y cantando en restaurantes del camino hasta que conoció a su primer marido, Jimmy Brown, al cual se unió en sus giras que la llevaron hasta Detroit, donde se separó del músico y cantó spirituals para sobrevivir.
Llegó a Washington. Una ciudad ruda y sombría pero menos segregada que otras. Encontró trabajo cantando en las fiestas de los barrios bajos, en los muelles de carga, en las fábricas, luego en clubes ruidosos con un sonido más sofisticado, urbano, eléctrico y amplificado.
En 1945, la hermana del exitoso director de big band Cab Calloway la contrató para el elegante club Crystal. Ahí trabajó hasta fines de los cuarenta cuando firmó para la recién establecida Atlantic Records. Alcanzó su primer éxito con vertiginosos rhythm & blues (como “Lucky Lips”, “Wild Wild Young Men”, “This Little Girl’s Gone Rockin’” y “(Mama) He Treats Your Daughter Mean”), a los cuales su ágil voz dotó de un toque sofisticado en que destacaba el excitante chillido en falsete que fue su característica distintiva.
Apodada «Miss Rhythm» en el medio musical, Ruth Brown fue la artista negra más popular de los años cincuenta, y aunque casi no figuró en las listas de éxitos vendió más de seis millones de discos. En 1962 cambió de compañía, a la Phillips, y luego decidió retirarse para cuidar a su familia.
En los setenta volvió a grabar, a presentarse en vivo en festivales de jazz, en obras musicales de Broadway, ganó varios premios por lo mismo y aprovechando su fama se involucró en movimientos sociales proderechos de los músicos, hasta su muerte el 17 de noviembre del 2006.
VIDEO SUGERIDO: This Little Girl Gone Rockin’ – Ruth Brown, YouTube (Eric Cajundelyon)
El elemento primordial para la génesis del jazz fue el encuentro de diversas culturas, su crisol fundamental. Tal fenómeno no ha dejado de ser importante a lo largo de la evolución del género y el presente no contradice ni revoca tal circunstancia. Al contrario, fortalece esa simiente con nuevas corrientes y manifestaciones tanto internacionales como regionales. De todas ellas participa la mujer.
El jazz ha estado en el corazón de nuestro tiempo. Y su otredad femenina lo han dotado de su sangre e historia, en una realidad entonada con la voz, la trompeta, el sax, el piano o los tambores. El sonido de lo cierto (y su contexto) en la intimidad de un solo, de una balada o en lo lúdico representado por las orquestas, los grupos o proyectos tan individuales como colectivos.
Como en el caso del destacado trabajo de la connotada baterista estadounidense Terri Lyne Carrington: The Mosaic Project, contenedor de una exposición tan libre como espontánea; producto de la colaboración de intérpretes apasionadas (de diversas procedencias geográficas, estilísticas y cronológicas), que buscaron la expresión conmovedora en la retórica de tal aspecto musical.
El concepto con el que fue creado el álbum resulta lo mismo melancólico e introspectivo que reflexivo y con preocupaciones comunitarias o juguetón y expansivo, pero siempre poderoso y atractivo.
El carácter de lo interpretado por este atípico conglomerado se ha inspirado no sólo en un ideal abstracto de feminidad global sino en el sonido mismo de la presencia humana. Con su realidad observada de manera doliente o relajada, con su ritmo y sensualidades propias. Todo un mosaico como indica el título de la obra.
Por otro lado, el jazz es la práctica que más modos ha absorbido a lo largo del tiempo y ahora, en la segunda década del siglo XXI, ha abrazado diversas corrientes que han hecho prosperar al mundo de la música como una revolución benévola. La influencia de las ideas no occidentales en ella le ha dado también un saludable giro a su vida, además de permitir algunos injertos variados: estilos, tradiciones, técnicas interpretativas y avances vanguardistas.
Reconocida mundialmente como baterista, compositora y productora, Terry Lyne Carrington ha mantenido su estatus de artista en la industria musical prácticamente desde la más tierna infancia. Nació en Medford, Massachusetts, en 1965, y desde los cinco años de edad desarrolló una buena reputación como niña prodigio, tocando la batería con veteranos como Dizzy Gillespie, Roland Kirk, Oscar Peterson y muchos más.
Su primera batería la recibió a los tres años como regalo de su abuelo, también músico. Su debut como solista en las grabaciones lo tituló TLC and Friends, junto a Kenny Barron, George Coleman y su padre, Sonny Carrington, a la edad de 17 años.
Terry Lyne Carrington al mismo tiempo que realizaba sus estudios de preparatoria también impartía clínicas de batería bajo la dirección de su mentor, el prestigiado Jack DeJohnette. Al finalizar sus estudios medios y universitarios se trasladó a Nueva York y tocó con Stan Getz, James Moody y Cassandra Wilson, entre otros.
A partir de ahí le ha dado varias vueltas al mundo en distintas giras. Ha sido nominada a los premios Grammy como la mejor de su instrumento. Su labor como productora también le ha acarreado mucho éxito y premios de la industria (por The Mosaic Project ha recibido varios de ellos).
Recientemente se ha concentrado en dichas labores para varios artistas de la más diversa procedencia (Peabo Bryson, Gino Vannelli, entre ellos). Su colaboración en discos de gente como Nguyén Lé, Herbie Hancock, Wayne Shorter o John Scofield, han contribuido a acrecentar su fama.
Hoy tiene ante ella el espectacular crisol del talento femenino. Ahora le corresponde sacar todo el provecho posible de esa reunión. El Mosaic Project se fundamenta en su música, sus composiciones, con alguna versión (“Michelle” de McCartney y Lennon) o piezas de otra autoría (“Transformation” de Nona Hendrix, “Simply Beautifil” de Al Green o “Crayola” de Esperanza Spalding).
Asimismo, ha hecho los arreglos de una decena de sus temas (“Magic and Music”, “Wistful”, “Soul Talk”, entre otras) utilizando una filigrana muy experimental y un estilo impresionista.
VIDEO SUGERIDO: Terri Lyne Carrington “Mosaic Project” – Live in Tokyo, YouTube (concordrecords)
Desde el principio pensó en llevar a cabo este proyecto con puras mujeres. Quería contar con sus sensibilidades, experiencias y sutilezas, además de su perspectiva social y conciencia creativa. Sus nombres y trabajos siempre estuvieron presentes a la hora de convocarlas (un listado enorme e impactante de instrumentistas y vocalistas que comienza con Geri Allen y finaliza con Cassandra Wilson). Ahora las tiene ahí, frente a ella esperando que las dirija en la aventura durante cada concierto.
Es un momento excitante y al mismo tiempo a cabo con puras mujeres. l y un estilo impresionista. nvisible del platillo de ritmo con una franela limpgrave. El trabajo hasta su grabación le ha llevado un año de su vida: transcribir la música, orquestarla para todos los instrumentos, incluyendo las voces y los coros, buscando la interpretación polifónica del sonido jazzístico contemporáneo emitido por féminas.
Pero no sólo eso: encontrando estéticamente los nexos necesarios en los fondos estilísticos; entablando comunicación con cada una de ellas, convenciéndolas del proyecto; ubicando el estudio preciso para llevarlo a efecto (Systems Two, en California) y con el handicap del límite de tiempo (debido a las apretadas agendas de las integrantes).
A ello debió agregar el lapso consecuente de la producción y posproducción (a través de su propia empresa Herbert-Carrington Media, de la que es socia junto a Herbie Hancock). Demasiado tiempo de vida para desperdiciarlo en un fiasco.
Todas muestran desenvoltura y brío, suenan conjuntadas, y en seguida de escucharlas se comienza a sentir cosas interesantes. Como todo buen baterista, Terry se sirve de su físico para definir su estilo: es garboso, etéreo y omnipresente. Muestra una gran independencia en los brazos y en las piernas. Ataca los platillos de tal forma que los golpes bailan con ligereza sobre el ritmo e introduce aquí y allá acentos extraños, misteriosos a un volumen improbable.
Cuando ejecuta los poliritmos, comienza las frases en un timbal o algún sitio avanzado del instrumento: ¡Pum!, luego hace un comentario en la caja y da un golpe a tiempo con el bombo, de modo que uno sólo se da cuenta de forma paulatina o retrospectiva de que está elaborando un razonamiento cada vez más complejo basándose en los principios establecidos por los arreglos. Es muy intenso lo que hace.
El grupo, en general, ha profundizado rápidamente en la música y está realizando todo tipo de hallazgos. Todas están atentas a su guía y a las rutas trazadas aunque ignotas cada vez.
Espléndido, eso les ha dejado toda la libertad para improvisar a las instrumentistas (Sheila E., en las percusiones; Hailey Niswanger, flauta; Patrice Rushen, piano y teclados; Esperanza Spalding, bajo, Linda Taylor, guitarras) y dialogar con esas voces legendarias: Nona Hendrix, Carmen Lundy, Gretchen Parlato, Dianne Reeves, Shea Rose, además de la ya mencionada Cassandra Wilson.
Ellas —las mujeres convocadas a este diseño—se han involucrado cada una por su lado con todas estas fusiones y mezclas para acrecentar al género. En sus filas esto no es nuevo, pero sí más extensivo y democrático. El mosaico propuesto por Carrington está ahí con intensidad, alcances y perspectivas, al dar a conocer el quehacer artístico de las representantes femeninas más significativas de la actualidad.
Piénsese, por ejemplo, en la relación recíproca mantenida por Mimi Jones con África Occidental o Anat Cohen con Medio Oriente; en las danzas por las dimensiones sonoras ejecutadas por la holandesa Tineke Postma a través del sax alto y soprano; la divulgación de la síncopa asiática por parte de Helen Sung y Chia-Yin Carol Ma, el diálogo constante entre el beat afroamericano y la palabra hablada con Angela Davis o el hipnotizante deconstructivismo de Carmen Lundy. Todas ellas inscritas en el proyecto.
Las mujeres dentro de la música sincopada, con todas sus formas contemporáneas y sus alquímicas combinaciones, comparten el lenguaje común de la improvisación y la flexibilidad armónica y rítmica al experimentar con las ideas sociales desde diversos puntos de vista estéticos.
Su conjunción representada en The Mosaic Project es una de las propuestas creativas más emocionantes en el mundo del jazz actual, un mundo que aguarda siempre mayores exploraciones y menos purismos anodinos o manidos clichés. Gracias a Terri Lyne Carrington, a su concepto y convocatoria, los escuchas serán testigos de una expresión tan afirmativa como inusual y enriquecedora.
VIDEO SUGERIDO: Unconditional Love by Terri Lyne Carrington with Mosaic Project at Red Sea Festival in Eilat, YouTube (cocordrecords)
Dinah Washington fue una cantante con un poder comunicativo extraordinario. Fue una intérprete característica de los años cuarenta, con el glamour y el aura propia de la época. Pero su nombre auténtico era más prosaico: Ruth Jones; su lugar de nacimiento, Alabama; y sus orígenes musicales, enraizados en el gospel de la Iglesia Bautista del Sur de Chicago, donde había emigrado su familia.
Al actuar como pianista acompañante y directora de coro, entró en contacto con Sally Martin, una de las pioneras del gospel, y formó parte de su grupo. También cantó junto a su madre en ceremonias religiosas de diversas comunidades de Chicago.
A los 14 años de edad ganó un concurso de cantantes aficionados en el Teatro Regal. Y contra la opinión ortodoxa de su madre, con quien mantuvo una tormentosa relación, decidió dedicarse a la música profana. En 1942 se empleó para atender los baños femeninos en un club nocturno, donde esporádicamente también cantaba, En una ocasión llegó a sustituir a Billie Holiday.
Habla Dinah:
“Solicité trabajo por toda la calle Fillmore de Chicago. Ni el instituto de belleza local ni la tienda de discos necesitaban una gerente. Un agente inmobiliario que conocía me dijo que su amigo, un hombre de negocios requería de una persona imperturbable para atender los baños femeninos de un club nocturno. Primero me enfurecí por el ofrecimiento, pero la oportunidad de alguna vez poder cantar ahí me resultó demasiado tentadora para ser ignorada por estos escalones menores.
“Ni me pasó por la cabeza que no pudiera hacer bien aquel trabajo. A fin de cuentas, a pesar de que mi experiencia no incluyera atender unos baños, había sobrevivido con éxito a angustiosos episodios de mi vida y me consideraba lo bastante madura (18 años) y adulta para aceptar tamañas responsabilidades.
“Tom Ramsey –el dueño del lugar– quedó impresionado con lo que el creyó mi vocabulario de universidad, y los diamantes de medio quilate que brillaban entre sus dos dientes delanteros me encantaron. No me pidió referencias y me ofreció 75 dólares a la semana y todas las comidas.
“Ramsey era un hombre grande y amable, que se reía de la vida y mantenía todos los detalles de sus numerosos negocios en la cabeza. Era propietario de una tintorería, de una tienda de reparación de calzado y, puerta con puerta con el club, de una casa de apuestas. Sus trajes estaban hechos a la medida y los llevaba con aire informal. Si hubiera cerrado los labios para ocultar los diamantes y hubiera vivido en otro mundo, habría pasado por un erudito corredor de bolsa que arrasaba habitualmente en Wall Street.
“Ramsey servía platillos sureños en el club, así como buenos y bien preparados tragos en gran cantidad, así que era popular entre los asiduos de la zona. Ramsey también había contratado a tres boxeadores desconocidos y los estaba preparando para el campeonato. Quería potenciar al club y extender invitaciones para cenar a los exitosos promotores de boxeadores blancos que conocía de un gimnasio.
“Cuando el número de comensales bajaba, yo tenía la oportunidad de examinar cuidadosamente a los jugadores que ahí se reunían. Estos entraban pausadamente en el club durante las gélidas mañanas de Chicago, con sus pantalones bien cortados que les hacían bolsas en las rodillas; corbatas de seda pintadas a mano con el nudo a medio hacer y colgando, agitándose, olvidadas, en la parte delantera de sus camisas. Cuando sus manos tiraban accidentalmente el café en los manteles, los camareros traían café recién hecho sin el más leve signo de reprobación.
“Ganadores y perdedores tenían el mismo aspecto descuidado, pero eran reconocibles por sus acompañantes. Mendigos, timadores y perdedores de todo tipo escuchaban atentamente sus palabras, les acomodaban las sillas para que se sentaran y gritaban a los camareros de movimientos lentos para que fueran más rápidos.
“Las mujeres de la calle que se reunían con sus hombres en las mesas (Ramsey no permitía la prostitución en su club y ninguna mujer podía entrar al salón de apuestas) me interesaban particularmente. Entraban cansadas, con el glamour de la noche borrado de sus rostros y el balanceo ausente de sus caderas.
“Los hombres que bebían whiskey, por costumbre o por diversión, tomaban el dinero de las mujeres sin esconderse, contando billete a billete, y ordenaban a un lacayo que fuera corriendo hasta la barra y trajera ‘un trago’. Las caras de las mujeres mostraban orgullo y derrota. Habían demostrado ser putas prósperas y honradas, pero también sabían que los hombres volverían a las mesas de juego para apostar las ganancias de la noche, y las mujeres, exhaustas, serían enviadas a casa y a una cama vacía.
“Un hombre que se drogaba con heroína nunca trataba a su mujer tan a la ligera. Esperaba impaciente, bebiendo café cargado de azúcar. En cuanto su mujer pasaba por la ventana, se levantaba y pagaba la insignificante cuenta. La mujer esperaba en la puerta y la pareja se alejaba de prisa. Yo sabía que ellos se apresuraban por la dosis.
“Yo sabía que la mujer ya había hecho el contacto antes de pasar a recoger a su hombre. Lo sabía y no veía nada de malo en ello. Por lo menos eran una pareja y dependían el uno del otro. Ramsey tenía poco tiempo para advertir estas cosas en su club, porque se pasaba los días dedicado a sus boxeadores. Los encargados de su tintorería y de su casa de juego estaban cortados por el mismo patrón tradicional, y sus negocios iban al alza.
“- ¿Sabes manejar? – Me preguntó un día.
– Sí. Y también sé cantar.- Contesté.
– Quiero que te lleves el coche y pases a buscar a mis boxeadores por las mañanas. Llévalos hasta el lago. Ellos bajarán y se pondrán a correr y tú los seguirás. Cuando hayan dado una vuelta al lago, recógelos y llévalos al gimnasio. Entonces vienes a recogerme a mí, te llevo a tu casa y vuelvo al gimnasio. Y si en alguna ocasión no viene la cantante contratada, podrás sustituirla. Ponte de acuerdo con los músicos para cuando llegue el momento — Eso, debo decirlo, pasó a veces”.
Luego de su experiencia en aquel club, Dinah Washington cantó con Fats Waller, y pronto llamó la atención de Lionel Hampton, que le ofreció su sonoro nombre artístico y un contrato que duraría tres años. Así la temperamental Dinah emprendió su carrera, y luego de ello se convirtió en solista en 1945. Los primeros frutos fueron una docena de blues para el sello Apollo Records con una banda de modernistas, liderados por Lucky Thompson, en la que figuraban también Milt Jackson y Charles Mingus.
Los años de plenitud de la Washington presentan a una cantante de voz abundante, aguda, vibrante, emitida con la nasalización y la intensidad propia de muchos intérpretes de blues, pero cuya dicción y afinación escrupulosas apuntan hacia una alta sofisticación apta para objetivos muy distintos.
A partir de 1946 grabó con los mejores músicos de jazz de la época, con los grandes arreglistas, pero también con los más incompetentes, en las compañías más exquisitas y en las más triviales, según el gusto de cada uno de sus siete maridos. Claro que el repertorio elegido a base de baladas y temas lentos, fue el más apropiado para sus cualidades.
El año de 1959 significó un punto de inflexión, cuando obtuvo éxitos de ventas y eso animó a la cantante a dar un salto definitivo desde sus coqueteos con el jazz al mercado del pop, maniobra conocida en la música con el término crossover. En él, de cualquier modo, el estilo de la vocalista siempre cortante como un cuchillo, más sensual y sutil que nunca, sobresalió y dejó huella en la historia del género. Un exceso de somníferos acabó finalmente con la ajetreada vida de Dinah Washington en Detroit, poco antes de la Navidad de 1963.
VIDEO SUGERIDO: Dinah Washington – What a Difference A Day Makes, YouTube (Jan Hammer)