“Desde hace siglos, la melancolía ha proyectado una sombra gigante sobre el arte. La poesía, escultura, pintura, novela, música han creado monumentos impresionantes a tal sentimiento, con toda una corriente subterránea dirigida a exaltar la tristeza de este mundo: el weltschmerz romántico, como lo atestigua el concepto estético que declaró al dolor espiritual como parte esencial de lo poético.
“Hoy en día, quizá ellos —los hacedores de los géneros musicales del dark wave, ethereal, illbient, gótico, bluepop, spiritual trance, ambient retro, simphonic metal o alguna variedad de la música atmosférica, entre otras— se asuman en el eco, en la súplica poética por la vida extraterrena, en el anhelo irrestricto y exigente de otra realidad sobrenatural.
“Quizá ellos lo perciban, y lo hacen por esa sombría avenida donde como músicos deambulan mascullando sus tristezas. Quizá de cualquier manera tengan que emprender la vagancia imaginaria alrededor de sus desiertos cotidianos, gritando su desesperanza. A veces juegan a la música distrayendo la pena. La certeza de que la vida no significa nada, de que todas las cosas hechas por ellos en el intento de parecer productivos no tienen ningún valor en la vida, los llevó, armados de un fuerte nihilismo, a una búsqueda interior, para explorar quiénes son y quiénes desean ser…”
*Fragmento del libro La Muerte y sus Criaturas, publicado en la Editorial Doble A. El CD que acompaña este texto se compone de la versión sonora que hizo Will Lagarto sobre el mismo, con su proyecto musical Las Brujas.
“La inclinación definitiva por el jazz se dio cuando llegué a Nueva York –explica Iraida–. Yo audicioné para quedarme en la escuela con ‘Round Midnight’, un tema que me enseñó una pianista amiga que se llama Gussy Celestin. Me dijo: ‘Tú cantas y yo practico cómo acompañar’. Así fue cómo nos conocimos. Luego entré a la clase de Sheila Jordan. Al escucharla, oír su planteamiento vocal y todo su rollo, me dije que eso era lo que yo había buscado en la vida. Ella tenía un alumno alemán de nombre Theo Blatmann que se incorporó a la clase. Lo hizo más como práctica que para aprender, porque ya cantaba increíblemente. Al escucharlo también me dije: ‘Eso es lo que yo quiero en la vida’”.
S.M.: ¿Crees que sea importante la vida académica para un músico de jazz en específico?
I.N.: “Definitivamente lo importante es que hagas buena conexión. El rollo de la música es más bien conectarte con algo más arriba. Siento que la vida académica me ha dado la posibilidad de tener un lenguaje común con otros músicos, y en lugar de llegarles a tararear lo que quiero hacer se los escribo en un lenguaje común. Con él puedo llegar a cualquier parte del mundo y aunque no sepa el idioma la música está ahí, en el papel, y tres, y cuatro, y nos arrancamos y se establece algo. En ese sentido lo académico sí te da un lenguaje, pero saber escribir o no nada tiene que ver con ser músico”.
S.M.: ¿Cómo fue tu relación con Sheila Jordan?
I.N.: «La verdad, bien cercana. Todavía no me la acabo de que se haya dado esa situación. Había una identificación de entrada muy ‘vibrática’. Ella de pronto me decía: ‘Me recuerdas a mí a tu edad’, y cosas así. Sheila me impulsó mucho. Ella lleva a los alumnos más destacados al Thelonious Jazz Festival que se lleva a cabo regularmente en Nueva York. Nos llevó a Theo y a mí a cantar. Yo canté ‘Ruby My Dear’ y Theo, ‘Straight no Chaser’. Siempre se dio esa relación muy cercana de constante impulso. Incluso ahora, a muchos años de haber estado en Nueva York, recibí un email de mi amiga Gussy en el que me decía que Sheila me mandaba saludar y todo eso. Tengo muchas ganas de verla y de mostrarle las cosas que he hecho. Agustín Bernal y yo hicimos un dúo de ‘Lover Man’, con una versión a lo Sheila Jordan. Ella canta mucho con bajo y voz, y le dedicamos esa versión a ella».
S.M.: ¿Conocías su historia cuando llegaste a estudiar a Nueva York?
I.N.: «Honestamente no. La conocí estando ahí. Me fui haciendo de sus discos. El primer día llegas a audicionar, leve pero a una audición al fin y al cabo. Luego Sheila nos dijo: ‘Ok, se quedan, pero ahora me tienen que improvisar un blues con letra y todo’. Y yo: ‘¡¿Qué?!’. Le dio entonces instrucciones al músico, y uno… dos… tres… y se arrancó con una rolota de blues que tenía que ver con lo que estaba sucediendo en aquel momento con la audición, con lo que íbamos a hacer, y yo me dije: ‘¡WOW!, le están hablando los ángeles al oído’. Fue un impacto muy considerable el que me causó».
*Fragmento de la entrevista que le hice a Iraida, y que salió publicada completa en la Editorial Doble A.
VIDEO SUGERIDO: Iraida Noriega – Los Pequeños Detalles, YouTube (Alberto Cosio)
La historia comenzó hace muchos, muchos años cuando Mili Bermejo, procedente del Cono Sur, de Buenos Aires —para ser más precisos y donde había nacido en 1951—, llegó a la ciudad de México junto con su familia. Tenía ocho años de edad. Desde ese momento, por la influencia paterna, abrevó de la música mexicana integrándola a su herencia argentina.
Luego, las décadas de los sesenta y setenta le otorgaron muchas experiencias enriquecedoras y fundamentales: el llamado “canto nuevo”, las peñas, los clubes, los amigos de diversas naciones latinoamericanas exiliados por causas políticas y feroces dictaduras, la poesía de Nicolás Guillén, Jaime Sabines, César Vallejo, José Ramón Enríquez, Odri Lorde, Ernesto Cardenal, Gabriel Zaid y Octavio Paz; además de la ideología del compromiso social del artista y el gusto por los conciertos al aire libre.
El talento musical de Mili Bermejo le permitió obtener en el curso de los años varias becas. La primera de ellas otorgada por lo que antes era conocido como el Fondo Nacional para las Actividades Sociales (Fonapas), y luego por parte de la escuela donde se encontraba. Entonces, la vida se le modificó sustancialmente. Casi al finalizar los años colegiales y lista para saltar al profesionalismo, su hermano (Miguel, guitarrista y bajista) la introdujo en los misterios y las sorpresas de la obra de Miles Davis. Es decir: descubrió el jazz.
Habla Mili:
«El jazz representó un gran cambio para mí: el de cantante a músico. Lo cual quiere decir que debía empezar a pensar en mi voz como instrumento, en la armonía. A tener un pensamiento inteligente en cuanto a cómo abordar una pieza, o sea un pensamiento analítico y además —por si fuera poco— aprender el arte de la improvisación. No puede ser de otra manera. Es muy difícil ser un buen intérprete del jazz debido a las exigencias que esto requiere satisfacer. Se debe saber leer todo tipo de partituras, con sus claves, invertir miles de horas de práctica para desarrollar el nivel competitivo necesario. Y asimismo, es preciso actuar constantemente para mantener en forma las habilidades musicales y desarrollar las cualidades individuales en la improvisación”.
Por aquel tiempo, Mili tuvo la oportunidad de conocer al pianista Ran Blake, pionero del avant-garde y del Third Stream, quien la llevó consigo como invitada para unas presentaciones que haría durante el programa jazzístico veraniego en la ciudad de Boston, en 1978. El viaje la motivó sobremanera para el aprendizaje del género. A la postre entró a tomar clases con el ya desaparecido pianista y destacado jazzista veracruzano Juan José Calatayud.
Con una voz siempre emotiva, Mili gusta de contar lo que la música sincopada le ha dado: «El jazz me proporcionó un método, me abrió las puertas tanto mentales como emocionales. La disciplina inherente en él siempre resulta difícil, hasta que la conviertes en tu forma de vida. Cuando das ese paso todo se vuelve fascinante porque te sientes por fin un pasajero legítimo en el tren del aprendizaje, en una dinámica de evolución estética. Es un desafío, cada minuto debes entender por qué unas notas funcionan y por qué otras no. Para mí fue descubrir un mundo vital«.
En México, Mili supo crearse una carrera como intérprete, pero en este punto y por recomendación del maestro Juan José Calatayud, decidió irse a estudiar a la Berklee School of Music de Boston, llevando como único equipaje su amor por el jazz: «El jazz me poseyó por completo, era como unfuego por dentro que no podía acallar«. Quería aprenderlo todo de él: tanto el lenguaje verbal como el musical. Esto es lo que la condujo a buscar las fuentes y a conocer a sus generadores. Debía aprender a cantar con aquellos jazzistas, en su propia tierra.
En México, Mili dejaba el reconocimiento logrado hasta entonces, sus amigos, su trabajo de muchos años en Radio Educación, a su padre —el compositor e instrumentista— Guillermo Bermejo, a su tío Miguel, ambos fundadores del famoso trío de música vernácula Los Calaveras, que en tantas giras y películas acompañara al legendario Jorge Negrete y, desde luego a su madre Luz, una cantante argentina de tangos. «Al irme a Estados Unidos dejé toda esa parte», ha comentado con añoranza.
Así que se trasladó a Boston a vivir de manera permanente en 1980. Tras cinco años de recoger conocimientos, de mostrar el talento personal a su vez, se graduó en aquella institución. Aunaba de esta manera a su vida académica la savia del jazz estadounidense, misma savia que sumó a sus acervos producto de los estudios en la Escuela Nacional de Música, con los compositores mexicanos Julio Estrada y Federico Ibarra, y de técnica vocal con la especialista Elisabeth Phinney y Jerry Bergonzi.
El ejemplo de su creatividad al darle forma a un jazz ecléctico, con la intención constante de buscar trascender las fronteras entre los géneros y culturas, hizo que las autoridades de Berklee le ofrecieran impartir clases de canto en dicha institución. Cosa que ha hecho desde entonces. Sin embargo, después de algún tiempo, Mili sintió también la necesidad de expresar a flor de piel sus raíces musicales y los conocimientos adquiridos con el jazz, así que se alió con su esposo, el contrabajista Dan Greenspan —al que conoció en esa escuela en 1981—, para realizar una obra donde se fusionaran el sentir cubano, argentino, mexicano y jazzístico, y otorgar al escucha una lluvia de ritmos en la que su estilo encontraba un cauce perfecto.
Hoy, esta mujer ha logrado el reconocimiento de músicos y crítica de la Unión Americana al aparecer en las páginas de revistas especializadas como Down Beat y Jazziz, donde se analizan constantemente los álbumes que genera. Desde Ay Amor (de 1992), hasta la noticia del nuevo disco que está a punto de salir, A Time for Love (del 2004), su discografía, que abarca ya ocho volúmenes, ha sido descrita como “el lugar donde se encuentra el jazz con la elegancia del alma latina”.
Sin concebir limitante alguna, Mili Bermejo ha laborado en distintos formatos, como el trío (en Ay Amor y A Time for Love), el cuarteto (en Casa Corazón, de 1994, o Identidad, de 1996)), el sexteto (en Pienso elSur, del 2001), el octeto (con la agrupación de Günter Schuller, en Orangethen Blue). No obstante, la quintaesemcia de su quehacer artístico se puede encontrar en Dúo, de 1997, al lado de su esposo y bajista Dan Greenspan, donde la compenetración con el concepto y el trabajo constante se presentan sin más ropaje que las cualidades íntimas y personales.
“Entre más vida yo siento / más pronto me voy muriendo / más cercano está el momento / de abandonar este arroyo / y más requiero el apoyo / de aquél que me está queriendo….” Así reza el track “Décimas de muerte”, una composición de esta cantante que a base de estudio, de esfuerzo, de talento, ha sobresalido en el terreno del jazz. En Dúo, Mili se presenta en el escenario del Music Room de Cambridge para dar a conocer a los entendidos su sensibilidad y bagaje. Ella le entrega al escucha su comprensión de la música y beneplácito con el canto.
Para hablar de este trabajo de Mili hay que mencionar, en primerísimo lugar, el grado de retención y elaboración de los elementos básicos que han alimentado a la cantante a lo largo de su carrera. Elementos afroamericanos, latinos, caribeños, que gracias a su ductilidad y aprovechamiento se establecen en ella, en su voz, en su acompañamiento, como una mancomunidad experimental de carácter multicultural sintetizada en el jazz. Eso es el jazz. Así se forjó y así continuará en el futuro.
Ella reelabora la música a partir de su particular concepción enriquecida de estos elementos en términos de esa estructura de raíces y sus variables. Esto es: conoce su música, no sólo como ente regional sino continental, y la relaciona, la mezcla, la recrea, con el gran fenómeno del jazz y lo que éste a su vez trae aparejado consigo: la composición europea, la métrica hispana, el lied alemán, el folklore anglosajón y la referencia sobreentendida de la expresividad vocal.
Todas las variables son aprovechadas por su voz, por su temática, empapada del romanticismo del “canto nuevo”, muy bien acompañada por Greenspan, músico que muestra sus capacidades multifacéticas al proporcionarle un soporte sincopado a la rítmica voz de Mili. Las composiciones de Abbey Lincoln, Bill Evans, Lee Morgan, Johnny Mercer, Duke Ellington y de la propia Bermejo, se suceden a lo largo del CD dando rienda suelta a su estilo que en todo momento evoca las referencias de su experiencia musical con interpretaciones muy sentidas, las cuales con los artilugios de la magia vocal ubican en atmósferas y ambientes hiperreales al escucha atento.
Las interpretaciones que hace Mili Bermejo de la balada van más allá de lo simplemente emotivo. Sus cualidades, técnica y referencias vitales que carga dentro de sí, le añaden a cada tema presentado el plus que debe contener cada pieza de su repertorio. Es una cantante de jazz llena de expresividad y recursos, color y textura. En este disco, producido por ella misma, ejecuta una catorcena de tracks en los que la existencia y el arte se amalgaman para regocijar al público. Greenspan, como buen bajista, le pone los acentos, los soportes, las plataformas. De esta manera, las composiciones de todos los mencionados brillan como si fueran nuevas.
Los informes sobre Mili Bermejo dicen que ella se fue a la Unión Americana en 1980, con el claro objetivo de estudiar jazz en la que hoy por hoy se considera la mejor escuela en este sentido: el Berklee College of Music de Boston. Actualmente es profesora en esa misma institución, además de miembro de varias asociaciones para el fomento de las artes en los Estados Unidos. Mili Bermejo es una cantante que a base de trabajar su talento, de disciplinarlo y conducirlo, ha llegado a ser escuchada en los mejores escenarios y a recibir premios y menciones, porque además de estudio y trabajo tiene propuesta y capacidad para manifestarse en el comprometido terreno del jazz. La suya es una magnífica historia, plasmada en concreto en varios álbumes a los que sigue sumando nombres.
* Este texto es fundamentalmente el guión literario del programa número 82 de la serie “Ellazz”, que se trasmitió por Radio Educación en los años cero (primera década del siglo XXI), del que fui creador del nombre, entrevistador, investigador, guionista y musicalizador. El programa se realizó con la entrevista que le hice tras la publicación del disco Dúo (Jimena Music) en 1997. Éste se uniría a la enriquecedora discografía de la cantante, compositora, pedagoga y divulgadora del jazz, con De tierra, Identidad y el postrer Arte del Dúo, además de los ya mencionados en el texto. Todos discos a los que la artista dotó con canciones propias, standards del jazz y composiciones de diversos creadores latinoamericanos, siempre incluyendo sus emociones y las cuestiones sociales de todo lo que la afectaba. Mili murió el 21 de febrero del 2017. Aún no sé si ya se publicó el libro que tenía listo sobre técnica vocal en el que tenía tiempo trabajando.
«¿Tienes cien varitos?», preguntas a diestra y siniestra. Nadie voltea, nadie responde. Te evaden como a charco de agua estancada. No saben que si contestaran a tu petición colaborarían para hacer llegar tu mentada de madre a la CIA. Sí, a la Agencia Central de Inteligencia, de la cual posees la dirección (Central Intelligence Agency, Washington, D.C., 20506, USA), anotada en esa mugrosísima tarjeta que traes metida en uno de tus guantes, dizque a la Michael Jackson.
«¡Ese lorenzo!» Te saluda un cábula con afecto desmesurado. «¿Tienes cien varitos?» «Nel, ay nos vidrios». Ni modo, a seguir tumbado ahí en medio de esa maraña de periódicos y cartones sucios, de trapos lustrosos, de restos de desperdicios de comida a las puertas del mercado, como siempre, causando el pánico de niños y señoras, y el horror de las muchachas a quienes tratas de tocarles las piernas.
«¡Vete de aquí, pinche loco, no agarres nada o te madreo!» Y así el frutero, el pescadero, el taquero, el tendero, el carnicero… No reconocen tu capacidad para acabar con las colas, con las aglomeraciones de sirvientas y amas de casa. Hasta los teporochos que se ponen fuera de la pulcata te cortan y corren entre groserías.
Ululante, arrastrando despacio, muy despacio los pies, prosigues tu camino con esa babosa sonrisa, con tu mugre para otro lado, a pararte frente al aparador de la vinatería por largos minutos y hasta horas, y charlar con las atentas botellas de tequila, ron o brandy, sin soltar el botecito de cemento y el pan que te robaste.
Nadie puede dar razón de ti. Ni un solo locatario sabe de dónde saliste, únicamente tú y ese rincón fuera del mercado donde la mugre, la locura y la aversión son las únicas que pacientes escuchan tus interminables peroratas.
* Texto extraído del libro colectivo Amor de la calle, sobre crónicas urbanas.
Una de las leyendas musicales mejor guardadas de México se llama Mario Ruiz Armengol (quien nació el 17 de marzo de 1914 en Veracruz, Ver.). Es un artista que ha transitado por todas las épocas del siglo XX sin perder prestancia en ninguno de sus instantes. Un músico para músicos e intérpretes vocales de la más alta jerarquía. La historia de la música mexicana le debe tanto que simplemente no sería lo que es sin él. En cambio, Ruiz Armengol sí sería el mismo sin ella. Así de importante ha sido su existencia.
Los investigadores de su obra pueden constatar que la suya rebasa con mucho la de Manuel M. Ponce y abarca desde tangos, boleros, estudios, fantasías, scherzos, canciones, danzas cubanas, temas para películas, preludios y arreglos jazzísticos hasta piezas infantiles y miniaturas. Pero no exclusivamente, porque en su haber también hay obras para arpa, dúos de piano y cello, piano y flauta y música de piano para cuatro manos, entre otras composiciones.
Pianistas de talla internacional, como el griego Katsaris o los mexicanos Gustavo Rivero, Alejandro Corona o Enrique Nery, han llevado su quehacer artístico por diversas geografías y fomentado su estudio en varios países del mundo. De hecho este músico es mucho más conocido fuera de la República que dentro de ella, y en eso las autoridades culturales han tenido mucho que ver por su falta de visión e ignorancia supina.
El de Mario Ruiz Armengol es un estilo de composición muy preciso que sin lugar a dudas ha fascinado a varias generaciones de músicos de la más diversa formación, lo mismo académica que no, desde el emérito Rodolfo Halffter hasta Clare Fischer, Billy May, Tito Puente o Arturo Sandoval, por mencionar a algunos. Pero también ha propiciado la distancia de muchos por su elevado nivel, todo un reto de comprensión y ejecución.
«Es una música muy difícil», admite el propio compositor, pero se trata del resultado de una vida de trabajo, del corazón y el intelecto de un personaje que ha dedicado todo su esfuerzo y talento no sólo a hacer lo mejor siempre, sino también lo más exquisito y bello. Esta situación lo ha rodeado de un fiel círculo de seguidores que han convertido su obra, tanto popular como clásica, en objeto de culto.
La semana de marzo del año 2000 en que cumplió 86 años de edad, Mayito —como se le conoce en el medio artístico—, me concedió una entrevista de la cual presento un fragmento a continuación.
¿Don Mario, cuáles cree que sean las características que lo hayan hecho distinguirse como compositor?
“Tengo las herencias jarocha y cubana por mi lugar de origen, el puerto de Veracruz. A ellas se agregaron después la música del jazz, a la que pude acceder desde muy temprana edad, y a la postre la música clásica, que me volvió loco desde que la conocí. Yo tenía la influencia de todas ellas en la época en que Agustín Lara era el rey y al cual admiré por su capacidad dentro de la música popular. En México todo mundo tocaba y componía como Agustín, mientras que yo lo hacía como los norteamericanos, por mi aprendizaje de la música de teatro, vaudeville, de comedia, de gran orquesta y de jazz de allá. De esa manera comencé a componer y hoy todavía hay músicos que se asombran de las armonías que tienen muchas de mis primeras canciones —comenta el creador de «Nueva Fe»—. En ese entonces la mayoría de los compositores mexicanos eran líricos, es decir empíricos, no sabían música, y yo ya había estudiado y tocado un gran número de instrumentos, entre ellos el piano y el saxofón, así que sabía algo y a la hora de componer se distinguía lo mío. Lo de ellos tenía los rasgos especiales mexicanos. Mi música nunca pareció mexicana. No lo digo con orgullo sino como un detalle, como una característica”.
¿Cuáles fueron los compositores o músicos que más influyeron en usted?
“De los mexicanos Manuel M. Ponce, sin pasar por alto la bella y exclusivísima melodía de Tatanacho. Por otro lado está mi maestro José Rolón, al que no le han hecho ningún reconocimiento, ni siquiera se acuerdan de él. Y entre los extranjeros están el arreglista y director de orquesta Fletcher Henderson, Woody Herman, que fue antecesor del estilo que después registró Stan Kenton; Duke Ellington, por supuesto, un genio con el cual pude platicar alguna vez. Está también el pianista Teddy Wilson, con el que pude tocar en Nueva York, y Art Tatum al que tuve el gusto de conocer y estrechar su mano”.
Usted tiene una gran obra en diversos géneros. ¿Sabe si sus composiciones son objeto de estudio en algún conservatorio?
“Sí. Me han hecho saber que en Alemania ya sucede esto. Una pareja de músicos de aquel país vino a entrevistarse conmigo al respecto —señala don Mario—. La difusión de mis composiciones por allá se la debo a varias personas, entre ellas al pianista Alejandro Corona que junto con su ex esposa Patricia Castillo y su hija Claudia se han encargado de realizar esa labor. Claudia a los seis años de edad ya tocaba música mía. Una intérprete que a los nueve años tocó el Concierto Número Uno de Beethoven con la Orquesta Sinfónica dirigida por Luis Herrera de la Fuente, y que hoy es considerada como una de las mejores pianistas del mundo”.
¿Por qué en determinado momento le interesó hacer piezas de música infantil?
“Por Claudia, precisamente. Cuando vino de Alemania por primera vez a México esta niña ya tocaba el piano. Tenía cuatro años y yo me dije que le iba a escribir una piececita. A mí me sucede una cosa y así ha sido durante toda mi vida —observa el compositor—. Cuando me da por algo me obsesiono con eso. Me dio por la música clásica y casi me dedico a ella de tiempo completo. Pero esa, como otras, son etapas por la que he ido caminando. Así le hice una pieza infantil a esta niña y luego me seguí de largo y me salieron treinta y tantas. Luego escribí también temas para el arpa, debido a una concertista que tocaba ese instrumento para la Ópera de Bellas Artes. Entonces compuse 22 piezas para arpa. No todos los compositores saben escribir para arpa, déjeme decirle, porque es un instrumento sui géneris, tanto para escribirle como para tocarlo, es complicado, y lo que yo escribí además era muy difícil, como lo he hecho siempre.
“Mi música tiene bases, estudio —indica—. Primero está lo que aprendí con mi maestro José Rolón, quien me enseñó la armonía clásica, que es el principio elemental de toda la música. Aunque uno termine escribiendo barbaridades tiene que comenzar por ahí, es el abecé del arte musical. Después ya no pude seguir estudiando con ese maestro por algunos problemas familiares que tuvo, pero después conocí a Rodolfo Halffter. Con él me llevó Federico Baena, por cierto, cosa por la que le estaré eternamente agradecido. El maestro Halffter me abrió el mundo de la composición. Me acuerdo que me dijo: ‘Mario, usted tiene mucho talento para la música, así que le voy a poner unos toritos, a ver qué tal’.
“Lamentablemente no fueron más que seis o siete meses que estuve con él —recuerda Ruiz Armengol—, pero al término de ese tiempo me llamó y platicó conmigo: ‘Vacié en usted todo lo que podía enseñar —me dijo—. Claro que hay mucho más: está la música dodecafónica, la serial, etcétera. Mire lo que acabo de componer: eso es lo dodecafónico’ —comentó enseñándome unas partituras—. Y comenzó a tocar una serie de cosas raras. Se detuvo de pronto y volteó hacia mí: ‘Esto no le va a gustar, porque usted es un músico melodista, todo lo suyo está basado en la melodía, pero con una armonía de trasfondo. Mario, usted está comprometido con su patria. Tiene que hacer buena música para su pueblo’. Con ello me prendió una banderilla, pero por fortuna y con la ayuda de Dios he escrito mucha música.
“Ahora estoy con las miniaturas —comenta el compositor—. Voy en la número 82. El asunto es que ya no hay tonalidad, que es lo que se pone como clave de entrada para cualquier trozo musical. Y no la hay porque uno va haciendo una cosa con la mano derecha y otra con la izquierda sin involucrar un centro tonal. Cada mano va por su lado y de todo eso vienen a resultar cosas muy extrañas, pero lo primero que busco es que haya belleza en ello. No se puede decir que es una música bonita, porque bonita es Guadalajara, ¿me explico? Esta música no es ‘bonita’. O es interesante o es bella, no hay más. Parezco pretencioso, ¿verdad?, pero digo lo anterior porque gente a la que se le puede dar crédito me lo ha dicho así. A Alejandro Corona, que sabe chino en cuanto a música, le gusta porque se sale de todo lo ya experimentado.
“Claro que ha habido músicos que anteriormente han hecho esto en obra grande —aclara Don Mario—, pero en obra grande y siendo tan estrafalaria la música llega un momento en que aturde o lo vuelve a uno loco, porque no sabe uno qué quiere decir el compositor, dónde está su encanto, porque en el afán de encontrar nuevas cosas se rompe con todos los cánones e inventan ruidos y más ruidos. El maestro Carlos Chávez creó un taller musical del que salieron varios compositores, y de esos varios he oído su música, y vaya, no pienso siquiera que sea música. Para mí son ruidos, sonidos, efectos, pero música no la hay por ningún lado. En lo mío sí hay música porque tiene bases musicales. Y sobre todo procuro que lo que componga siempre se oiga bello”.
* Este es un fragmento de una larga entrevista que le hice al maestro Ruíz Armengol, importante compositor y pianista, el 14 de marzo del año 2000, la misma semana en que cumplió 86 años de edad, y que luego publiqué en la Editorial Doble A. Dicho fragmento salió impreso en la revista Bembé, en mayo del año 2000. Don Mario moriría a la postre en diciembre del 2002.
VIDEO SUGERIDO: “SOÑE” de Mario Ruiz Armengol, YouTube (Amurdadmf)
Iraida Noriega es originaria del Distrito Federal, México, donde nació el 16 de agosto de 1971. Es hija del cantante y pianista Freddy Noriega, un personaje veterano de la escena musical mexicana (fallecido en el año 2001). De él fue que ella heredó el gusto por el género jazzístico. Gusto que cristalizó a la edad de 17 años, cuando hizo su debut como cantante en compañía de su padre. Lo hizo interpretando boleros y standards.
Al decidirse por la voz, por el jazz, como forma de vida, se fue a realizar estudios musicales en escuelas de la Unión Americana, a Nueva York de manera precisa, donde contó con la asesoría de maestros de la talla de Sheila Jordan. Por otro lado, Iraida tiene ya varios álbumes en su haber: Elementos (de 1997, con Emiliano Marentes); Reencuentros (de 1998); Sólo voces (de 1999, como integrante del grupo vocal Cuicanitl) y el más reciente, Efecto Mariposa (del 2001, con varios invitados).
Habla Iraida:
“El aprendizaje de la música dentro de mi familia se dio de manera muy inconsciente. En realidad no fue que mi papá me diera clases, sino que él oía discos todo el santo día y a mí se me pegó la afición. Absorbí toda la información sin que realmente mi papá dijera: “Siéntate y escucha lo que te voy a decir”. Por su parte, mi madre es una persona que canta todo el día, pero el que estaba con la rockola desde que despertaba hasta que se dormía era mi papá.
“¿Qué hizo que me inclinara hacia el jazz? Desde luego mi papá y sus discos. Él sembró la semillita. Cuando empecé a improvisar de cualquier forma tuve miedo, miedo a la libertad que significa. Todos soñamos con ser libres, pero cuando te dicen: ‘Órale, haz lo que quieras’, vienen las reticencias. Desde luego fue un acto de valor de mi parte el rollo de aventarme y a ver qué onda. Descubrí muchas cosas. El rollo programado siempre es bonito y tiene un gran mérito y todo, pero la relación que estableces con lo divino a la hora de improvisar es otra cosa. Abres tu canal para que te pasen corriente y la corriente que te van a pasar siempre es distinta, y eso tiene como consecuencia buscar qué onda contigo misma de manera constante, todo depende de tu capacidad para abrir ese canal.
“Experimentar eso me gustó y ya no quise soltarlo desde entonces. Es una cuestión de mucho descubrimiento personal, de muchas emociones y sentimientos. Siempre quieres que haya magia y despegarte aunque sea dos centímetros del piso, pero hasta en eso los de allá arriba dicen: ‘hoy sí’ u ‘hoy no’. Pero para lograrlo hay que hacer un trabajo constante. Ya no puedo concebir algo que haga que no contenga ese elemento: la sorpresa.
“Cuando nací, saliendito del hospital nos subimos en el coche de mi papá y éste puso en su estéreo de ocho tracks un disco de Bill Evans. Dijo: ‘Mi hija tiene que oír jazz’, y de ahí nos fuimos inmediatamente al bar Rigus. ¡Qué locura!, ¿no? El primer personaje que me cargó fue Chilo Morán. Creo que eso de alguna manera me marcó. La inclinación definitiva por el jazz se dio cuando llegué a Nueva York. Audicioné para quedarme en la escuela con ‘Round Midnight’, un tema que me enseñó una pianista amiga que se llama Gussy Celestin. Me dijo: ‘Tú cantas y yo practico cómo acompañar’. Así fue como nos conocimos.
“Luego entré a la clase de Sheila Jordan. Al escucharla, oír su planteamiento vocal y todo su rollo, me dije que eso era lo que yo había buscado en la vida. Ella tenía un alumno alemán de nombre Theo Blatmann que se incorporó a la clase. Lo hizo más como práctica que para aprender, porque ya cantaba increíblemente. Al escucharlo también me dije: ‘Es lo que yo quiero en la vida’. Esos fueron los tres personajes que me marcaron de entrada en mi vida independiente. De ahí para acá, otro de los que me han influenciado sobre todo a nivel de composición ha sido Emiliano Marentes. Él me impulsó mucho.
“Por otro lado, una vez regresando de Nueva York oí al trío de Agustín Bernal, Enrique Nery y Tony Cárdenas, y escuché específicamente una pieza de Agustín que se llama ‘D.F. 3:45 de la madrugada’. Y ese tema fue también algo que me marcó. Lo tengo bien presente dentro de mí. Esos momentos los tengo grabados en el corazón y me digo que son la reafirmación de que por ahí va la onda.
“A los 17 años comencé a incursionar en la cantada con mi papá. Con él me iba a cantar boleros y standards norteamericanos, sin mayor improvisación. Incluso él decía que yo era mejor baladista que swinguera. A esa edad empecé a cantar y fue un descubrimiento muy fuerte exponerme así ante un público, pero mi papá siempre supo qué hacer en todos los casos: estuve muy protegida, la verdad.
“No sé si escogí cantar. En todo caso fue algo que se dio, que estaba ahí, sin clases y sin nada. Fue algo que surgió así nada más. Un músico español me dijo que uno no escoge a la música sino que la música te escoge a ti. No sé si suene muy arrogante, pero la voz sí fue una cosa que estuvo ahí en mi caso.
“Mi relación con Sheila Jordan la verdad fue bien cercana. Todavía no me la acabo de que se haya dado esa situación. Hubo una identificación de entrada muy ‘vibrática’. Ella de pronto me decía: ‘Me recuerdas a mí a tu edad’, y cosas así. Sheila me impulsó mucho. Ella lleva a los alumnos más destacados al Thelonious Jazz Festival que se lleva a cabo regularmente en Nueva York. Nos llevó a Theo y a mí a cantar. Yo canté ‘Ruby My Dear’ y Theo, ‘Straight no Chaser’. Siempre se dio esa relación muy cercana de constante impulso. Incluso ahora, a muchos años de haber estado en Nueva York, recibí un e-mail de mi amiga Gussy en el que me decía que Sheila me mandaba saludar y todo eso. Tengo muchas ganas de verla y de mostrarle las cosas que he hecho. Agustín Bernal y yo hicimos un dúo de ‘Lover Man’, con una versión a lo Sheila Jordan. Ella canta mucho con bajo y voz, y le dedicamos esa versión a ella.
“No tenía clara la parte de dedicarme por completo al canto. Lo hice desde muy chiquita. Me encerraba en mi cuarto y daba unos conciertos bien acá, de terminar sudando y todo eso. Me fantaseaba grueso, pero aún no tenía claro que quería ser cantante, así como todo el asunto de la música, hasta que llegué a Nueva York. Antes de eso yo bailaba, hacía teatro y de repente cantaba. O sea, lo que sí tenía claro era la dirección hacia esa línea ‘performera’, fuera lo que fuera.
“Hice teatro y me di cuenta de que no era un lenguaje en el que yo fluyera bien, sentía la ausencia de algo. Luego experimenté la música, su lenguaje, y me dije: ‘Esto es la neta’. Yo llevaba años yendo a misa y buscando un camino espiritual, pero con un día de vivir el lenguaje de la música a fondo dije: ‘Esto es lo mío, no tengo que buscar más, me llegó la iluminación’. Todos nos pasamos la vida buscando la neta, pero la neta para mí fue la música. Tenía ese hueco y en un día de experimentarla ese hueco se llenó. Entendí ese lenguaje y supe que hay en él otro nivel donde te conectas más allá de lo físico.
“A mi papá, aún teniendo tanta calle y experiencia en el medio, le dio el pánico durísimo cuando le anuncié que quería ser cantante. Porque no nada más estaba el hecho de saber que los músicos son muy reventados y todo eso, sino que conocía bien el medio del que yo le estaba hablando. Como mujer dentro de la música es doblemente difícil generarte el respeto. Lo difícil es demostrar que hay seriedad, ganarse el reconocimiento en la cuestión musical. Mi papá sufrió mucho conmigo, porque en la prepa me tiró el choro de que yo hiciera una carrera, Comunicación o una payasada de esas. Entonces yo le dije: ‘Oye, eso que me estás diciendo es una incongruencia, porque tú no lo hiciste; porque has hecho una vida de cantar y porque yo también lo quiero hacer’. ‘Sí, pero no es fácil’, me contestó. ‘Bueno, dame chance —argumenté—. No voy a perder mi tiempo haciendo una carrera que ni me interesa ni quiero hacer, y punto’. Fue cuando decidí irme a Nueva York, era 1989.
“Fue muy duro para mi papá, porque finalmente se dio cuenta de que si se ponía difícil yo me iba a ir de todas maneras, así que dijo mejor por las buenas. Me consiguió una beca y me alivianó cuando llegué allá, a la casa de mi abuela. Pero yo no quería estar en el seno familiar porque te tienes que deslindar para saber realmente quién eres y cuáles van a ser tus límites y todo eso. Mi papá sufrió durísimo los tres años que estuve allá. Le sufrió fuerte con la ausencia, y me imagino también que por el rollo de que sueltas a los hijos y sabes que se van a dar dos o tres zapes, pero ni modo, es parte del folclor de crecer. Incluso creo que hasta la fecha mi papá lo sigue padeciendo.
“Mi obsesión de vida por el canto ha sido una discusión eterna. Es un punto donde familiarmente, incluyendo a mi mamá, tenemos una discrepancia fuerte. Me dicen: ‘Ármate un buen numerito que te deje dinero para que te asegures cuando seas más grande; júntate una lana, y ya cuando seas más grande haces lo que quieras’, pero para mí el rollo no es así: sufrir de aquí a que llegues, sino pasártela bien y llegar, todos los días. No es cosa de decirme: ‘Voy a sacrificar 20 años y cuando tenga 60 y ya sin fuerzas para hacer ni madres hago lo mío’. No. La inspiración es ahorita y en la efervescencia.
“Mi definición del jazz va más allá de la música. Es una actitud ante la vida: levantarte todas las mañanas y aunque tengas una idea de lo que tienes que hacer, estás dispuesto y abierto a donde la vida y las circunstancias te lleven. Ponerte en el canal de fluir con esas cosas, estar en esa libertad de movimiento, y que lo que pase desde que te levantaste y llegaste a tu primera cita sea diferente cada día. Hay que tener la disposición para recibir las cosas que la vida te da, tomarlas y encauzarlas hacia un fin. De igual manera sucede en el jazz.
“Mis influencias son todas las grandes cantantes. Aunque hay épocas en que me da por clavarme con la gente joven, porque las ‘monstruas’ ya todas se fueron. Queda Abbey Lincoln, pero Billie y Ella y Betty, pues ya… Ahorita el trabajo de gente como Cassandra Wilson me gusta mucho, pero también me he dado a la tarea de escuchar a vocalistas de todo tipo, jazzistas o no, porque ese elemento de la voz como algo ancestral, muy ritualístico y demás, se da en las manifestaciones de todos los géneros, aunque lo que me gusta de los vocalistas de jazz es esa libertad de extender las alas y viajar.
“Estoy consciente de que si la música es el camino para alivianarlo todo y conectarse, sin duda alguna la voz todavía lo es más. Mi relación con el canto es muy cercana, porque me he dado cuenta de que es el instrumento a través del cual todo se manifiesta y todo va a fluir. Así como unos meditan, otros rezan y otros hacen feng shui, a mí la onda de cantar me pone en un canal supercolocado, la verdad. Lo disfruto muchísimo, porque te juro que hay momentos en donde empiezan a salir sonidos en los que siento que ya no me reconozco y me digo: ‘Órale, ¿qué está pasando aquí?’. Eso resulta maravilloso. Es por ahí donde encuentro mi conecte místico. Trato de dedicarle al canto desde las mañanas hasta las noches, según la temporada. Es como una pequeña inversión y trato de disciplinarme y estar en constante reconocimiento de ello.”
Algunas ciudades producen flores extrañas y fascinantes. A la de México le brotó una hermosa, personal. Pero esta flor, también, ha dado muestras claras de una esencia mayor: un aroma de música, tan exclusivo como la más preciada fragancia. Ella es flor y es canto. Su nombre es Iraida Noriega. En su presencia y en su voz está el argumento para fundamentar la fe en una religión pagana, para sentir al mundo. Basta oírla cantar. Lo hace lenta y voluptuosamente, con los ojos cerrados, disfrutando la experiencia técnica y de vida, con la cadencia misma con que sus manos recorren el contorno de sus abismos. Así ubica su ser intenso, en el difícil punto entre la melancolía y la incontinencia.
Ella es naturaleza pura en plenitud. La suya es una antífona de actitud, gesto afirmativo de existencia y amor, placer, dolor y pérdida. ¿Qué es una mujer?, se pregunta uno, mientras ella canta para descubrirnos su ángel creador. A ése que es la combinación de lo mágico y lo terrible: síntesis de una mujer como otredad del pulso mundano.
* Este texto es fundamentalmente el guión literario del programa número 51 de la serie “Ellazz”, que se trasmitió por Radio Educación a principios de los años cero (primera década del siglo XXI), del que fui inventor del nombre, entrevistador, investigador, guionista y musicalizador (S.M.C.).
VIDEO SUGERIDO: Iraida Noriega & Zinco Big Band: Quizás, quizás, quizás, YouTube (MrMaymac)
La pianista y compositora Olivia Revueltas nació en la Ciudad de México el 17 de julio de 1951. Creció en la casa familiar que desde los años cuarenta se ubica en la tradicional Colonia Roma de la capital mexicana. Sus padres fueron el escritor y luchador social José Revueltas y Olivia Peralta. Como dato curioso, los testigos que dieron fe de su nacimiento en el acta correspondiente fueron el poeta Efraín Huerta y su primera esposa, Mireya Bravo de Huerta.
Olivia es miembro de esa familia que ha participado de manera muy activa en las cuestiones socioculturales de México, desde allá en las primeras décadas del siglo XX en su Durango ancestral, donde se cultivó la sensibilidad de los primeros integrantes. De ahí Silvestre, Fermín, Rosaura, José, etc., etc. Olivia es hija de José y tiene a la música como su espíritu rector, y dentro de ella ha canalizado vida, emociones, experiencias y conocimientos.
Olivia es intérprete musical de formación autodidacta. En su época de adolescente (la década de los sesenta), su incursión en la educación académica se limitó a una muy breve temporada, primero en la Escuela Nacional de Música e inmediatamente después en el Conservatorio Nacional, hasta que el jazz se cruzó en su camino.
Entonces, no encontró —desafortunadamente— quién entendiera y canalizara adecuadamente sus inquietudes y su búsqueda. La respuesta a sus naturales impulsos creativos fue un terrible dogmatismo. Sus maestros —a quienes no culpa del todo, ya que eran sólo un producto de la época— adoptaban una actitud visiblemente molesta cuando mencionaba su interés por el jazz.
Por lo tanto, Olivia tuvo la legítima sensación de que si se sometía, algo de ella se iba a truncar o a perder irremediablemente. Y aunado a esto, al enterarse su madre de tan manifiesta rebeldía, la sacó del Conservatorio instalándola por varios años en una escuela religiosa, un internado para niñas, con la esperanza de ver si así se le quitaba de una vez por todas esa descabellada aspiración de querer tocar el jazz. Por eso no le quedó otro camino que empezar más tarde (a la edad de 23 años, ya como madre de tres hijos) con una formación autodidacta, e iniciar su carrera profesional a la edad de 27.
Habla Olivia:
“Esa noche llegamos el contrabajista Roberto Miranda, mi esposo y yo a The World Stage, que es —para mi sorpresa— lo que yo llamaría un ‘templo de jazz’ a modo de pequeña galería-sala de conciertos. A la entrada estaba el baterista Billy Higgins quien, sin habernos visto nunca, me reconoció de inmediato, extendiendo los brazos al verme, recibiéndome con la más sincera calidez humana. No salía yo de mi asombro, no esperaba este recibimiento extraordinario y tan hermoso.
El solo hecho de ver la luz amorosa que emanaba de sus ojos al verme y la alegría que le producía nuestro encuentro me hizo sentir exactamente como si me saludara el padre o el hermano que hacía tiempo no veía. Nos dimos un gran abrazo, le dije cuánto lo admiraba, que él había sido mi héroe desde que empecé a escuchar jazz, y así conversamos envueltos en la magia de una gran camaradería.
Esa noche se presentó en el lugar un grupo extraordinario de tambores y cánticos. Billy me invitó a entrar y los escuché con atención y respeto. Al hacerlo absorbí el ambiente del lugar, ¡el sueño de todo jazzista! The World Stage está ubicado en el corazón mismo del barrio afroamericano de la ciudad de Los Ángeles.
De hecho, toda esta área comprende el centro cultural que ellos denominan “The Afro-American Art Center”. Ahí viven poetas, pintores, músicos. En la esquina está el famoso Lamar Park, donde todos los domingos se reúnen toda clase de percusionistas a tocar (uno escucha hasta 50 tambores o más al mismo tiempo), y la gente se congrega alrededor para bailar, cantar y recitar poesías durante todo el día.
Cuando llegamos noté que al público lo conformaban exclusivamente afroamericanos que iban vestidos bella y elegantemente para la ocasión. Estoy segura de que mi esposo y yo éramos los únicos “blancos” esa noche. Sus atuendos eran maravillosos: túnicas africanas de gran colorido y diseños fantásticos.
Algunas mujeres traían turbantes dorados, parecían princesas nubias. Ciertos hombres lucían una gran barba y una túnica blanca que semejaba el atuendo de algún sacerdote o profeta africano de una milenaria religión. Todo estaba envuelto en una magia sagrada producto del profundo respeto que este auditorio demostraba para con sus músicos. En verdad presencié la experiencia de la música como religión.
Cuando este dúo terminó de tocar la primera parte de su presentación y bajaron del estrado, Higgins, como el mejor anfitrión, me presentó con ellos diciendo:
—¡Hey! Ella es una pianista de la Ciudad de México.
— ¡Ahh! ¿De la Ciudad de México? ¡¡Wow!! —exclamaron.
Después de intercambiar saludos y de felicitarlos, se me acercó Billy Higgins y me dijo:
— ¿Quieres tocar?
Y antes de que yo respondiera agregó:
— ¡Hagámoslo, baby!¡Vamos a tocar!
— ¿Con ellos? —le dije sorprendida.
— No, sólo nosotros tres, ¡Roberto, tú y yo! —me contestó.
¡Dios mío!, recuerdo que Roberto sacó el contrabajo de su coche y lo acomodó en el estrado. En ese momento me volteé hacia la pared y, encajando la barbilla en el pecho, traté de agarrar mi alma, pues sentía que se me escapaba. Me dije: “Olivia, has esperado tanto tiempo este momento… y ahora es una realidad. Ha llegado tu momento. ¡Dios mío, aquí está!”. Y continué rezando: “¡Ayúdame, Espíritu Santo, para expresar sin pretensiones, con humildad y sin adornos fatuos, lo que verdaderamente quiero decir con mi música. Éste es el momento por el que tanto he luchado… éste es mi momento”.
Lo que yo sentía en ese instante era mi ser inflamado de una gran felicidad por la gracia de vivir esta experiencia. ¡Tocar con Billy Higgins! ¡Tocar con un músico que pertenece a la historia! (O lo que nosotros llamamos “los verdaderos santos del jazz”). Qué regalo más grande estaba recibiendo, y al mismo tiempo yo debía proceder con mucho control, pues no quería verme traicionada por la emoción y equivocarme en mi ejecución.
Entonces, cuando Billy y Roberto ya estaban acomodados en sus instrumentos y el público guardaba silencio, me senté al piano y experimenté algo que no esperaba: en el silencio reinante y por fracción de segundos me asaltó de golpe en la memoria todo lo que mis hijos y yo tuvimos que pasar para que yo tocara el piano y llegara precisamente a este momento. Estas imágenes me provocaron un sentimiento a cuyo espíritu me arrojé: mi amor por el jazz y yo empezamos a tocar.
No hubo necesidad de decir qué pieza ni qué compás. Cuando se toca con músicos de la talla de Billy Higgins y Roberto Miranda es como si ellos hubieran nacido sabiendo toda la música, y desde los primeros compases ellos te siguen inmediatamente, intuyendo el tiempo y la intención de la obra.
Empecé tocando “What Is This Thing Called Love?” de Cole Porter con mi propio arreglo, el cual lleva una introducción que le compuse en donde hago un homenaje a los primeros esclavos africanos que fueron traídos a este continente. Por lo tanto es como un lamento.
Al estar tocando esta introducción de pronto me sorprendieron unas exclamaciones del público presente con esas sus voces negras de bajo profundo emitidas fuertemente e intercaladas con mi música. ¡Claro que me asusté! Al principio no sabía lo que estaba pasando, además de que no había observado que esto sucediera con el grupo anterior.
Sin dejar de mantener mi control, seguí tocando, pero entendí lo que exclamaban: “Praise the Lord!”, y otras voces contestaban: “Amen!”. Y en otro lugar de la sala alguien volvía a gritar fuerte y sin timidez alguna: “Yeah! Praise the Lord!”, y el mismo público volvía a responder: “Amen! Oh! Amen!”. Y con la misma convicción y voz profunda cargada de un intenso feeling otro más de los asistentes exclamaba: “Amen! Praise the Lord!” Le respondían: “Oh yeah! Praise the Lord! Oh yeah!”
Al cabo de unos compases comprendí que estas exclamaciones eran la señal de que les estaba llegando mi música; de que estaban en comunión conmigo; de que estaban participando activa y emocionalmente con la música que les estábamos tocando a modo de una misa (así son las misas de los afroamericanos, me acordé). ¡Esto era realmente increíble! ¿Cómo yo, una mujer a la que se menospreció tanto en mi país, estaba tocándole jazz a los afroamericanos?
Alcé los ojos para ver a Billy Higgins y éste tenía una gran sonrisa. Entregado a sus tambores, miraba al techo como si estuviera disfrutando lo que tocábamos. Vi así a Roberto y él me devolvió una mirada fraternal de aprobación. En verdad que esto ha sido uno de los regalos más grandes que la vida me ha otorgado, después de mis hijos.
Luego de tocar tres piezas más, con el público de pie aplaudiéndonos, Billy dejó su batería, Roberto acomodó en el suelo su contrabajo y ambos vinieron hacia mí para encontrarnos los tres en un efusivo abrazo. El aplauso aún no terminaba cuando escuché de labios de los dos que, simultáneamente, sugerían:
—¡Hey! ¡Grabemos un disco!
—¡¡¡¿¿Qué??!!! —les dije—. ¡¡¿Hablan en serio?!!
Y me contestaron, sin deshacer el cálido abrazo en el que los tres estábamos envueltos:
—¡Yeah! ¡¡Grabemos un disco!!
Todavía separándome un poco de Billy, lo vi a los ojos y le insistí:
—¿Es verdad?
Y Billy me contestó poniendo sus manos sobre mis hombros:
—Olivia, estás por fin en casa… ¡¡¡estás en casa, babe!!! ¡¡¡Síííí, grabemos un disco!!!
Los tres estábamos convencidos de este encuentro. Billy, Roberto y yo no dejábamos de abrazarnos.
Ésta es la historia de cómo surgió mi primer disco, “Round Midnight in L.A.” Después nos pusimos de acuerdo y unas semanas más tarde regresé a Los Ángeles para entrar al estudio. En un pequeño descanso durante la grabación me senté a comer la fruta que Billy me compartía de su plato, y de pronto me dijo, mirando a la lejanía:
— ¿Sabes una cosa, Olivia? Esto ya estaba escrito.”
La música de Olivia Revueltas es de una sensibilidad exquisita y de una enorme calidad interpretativa. En México, la corriente jazzística ha tenido grandes intérpretes e impulsores. El caso de Olivia Revueltas es un digno ejemplo de ello. Ella se entrega siempre entera. La música y ella forman una entidad, y todo gira en torno a este ser que logra semejar una bella locura original, fuera de todo convencionalismo.
¿Qué busca Olivia Revueltas con la improvisación? Creo que hay una frase de Federico Hegel, la cual desde antes que ella iniciara su carrera profesional siempre ha procurado tomar en cuenta cuando improvisa, y sobre todo en las veces que incursiona en el free, y es la siguiente: “La música sólo llega a ser un verdadero arte cuando lo espiritualmente importante se expresa de forma adecuada en el elemento sensible de los sonidos”. Por eso, antes de arrojarse sobre el piano y empezar a improvisar, tiene en mente tres metas: intención, elocuencia y sensibilidad, y estas metas las debe fijar en su mente en cuestión de segundos.
*Este texto es fundamentalmente el guión literario del programa número 35 de la serie “Ellazz”, que se trasmitió por Radio Educación a principios de los años cero (primera década del siglo XXI), del que fui creador del nombre, entrevistador, investigador, guionista y musicalizador (S.M.C.).
OLIVIA REVUELTAS TRIO**
ANGEL OF SCISSORS
Por SERGIO MONSALVO C.
Olivia dio la pauta con las primeras notas de “The Peacock” y entonces Billy Higgins comenzó a producir crecientes olas de ritmo con las baquetas y los platillos, golpes que marcaban el tiempo sin desbordar los compases. Una serie de acordes discretos pero justos y dramáticos, con los que propuso al trío hilos de pensamiento. Y en efecto, el grupo reaccionó a la apuesta que Billy puso sobre el tapete. Roberto Miranda arrancó entonces explosivas pulsaciones del fondo de su instrumento y dejó que las cuerdas hablaran sobre el diapasón.
Olivia, sin dejar de tocar por un instante, respondió al embate de la música con poderosos bloques de acordes a dos manos, reforzados armónicamente. Con ello le contestó a Billy que pensaba en lo que él proponía: “Logremos la comunión con la música de los mejores”, y apareció Mingus. Con “Fables of Faubus” Billy hizo vibrar los platillos y dio pequeños golpes en sus proximidades. El contrabajo virtuoso de Miranda tocó fuerte, de forma precisa, e hizo sonar las notas naturales de aquellas profundidades.
Olivia articuló su solo a partir de líneas largas y sentidas cuyas curvas, en general ascendentes, se rizaron sobre sí mismas para soltar su carga de dramatismo. Se dedicó a retozar de forma imprevisible por el “Fleurette Africaine” de Ellington. Y lo hizo por todo el instrumento, como si el teclado fuera una tierra sin descubrir en la que cualquiera con sentido de la libertad y un poco de espíritu pudiera divertirse de manera eterna. Y por qué no, si el descubrimiento es la tierra prometida del jazz.
Olivia instalada en ese sitio puso a continuación el tema “The Man I Love” de Gershwin, y el contrabajista prestó a sus notas un grado de atención extremo. Las interrogó como si en un momento dado pudieran decir “fuera máscaras” y con el blues confesarlo todo de plano y contar el secreto de su vida. En aquella fase, las indagaciones de Roberto eran idénticas a las de Billy y la pianista, a las de todos. Y por qué no, si el blues es la tierra de todos cuando se trata de decir la verdad y enfrentarla.
Olivia preguntó luego “What Is this Thing Called Love?”, el viejo cuestionamiento de Cole Porter, y Billy le dio flexión al ritmo, a la divagación armónica sugerida; a la amenaza de una respuesta dura a tal pregunta; a la promesa de un trueno que baja del cielo con la revelación; a la futura lluvia tibia que a veces se confunde con las lágrimas. Y por qué no, si el amor puede ser todas esas cosas inconmensurables.
Olivia sabe qué tan inconmensurable es el “Blue in Green”, tanto como el Bill Evans idealizado. ¿En qué otro tipo se iba a hallar semejante simultaneidad de abandono y disciplina? El mundo es rico y variado tras los ojos de Evans. Y si te sales de sus parámetros visibles te puedes inspirar en lo que hay fuera, como lo hizo Roberto Miranda, que con el arco surcó las cuerdas de un contrabajo ansioso por llevar a ese mundo dentro. Un mundo que vislumbró la presencia de un ángel extraño en el fondo.
Olivia lo vio también y en “Nardis” le habló con el lenguaje de Miles Davis. Y Billy se sintió capaz de tocarlo porque, como escribiera el poeta Kamau Daaood: “En el país de los corazones/ la compasión es el lenguaje común/ En ese lugar/ hablamos con el sentimiento”. Por eso Billy fue capaz de tocarlo. Comenzó a darse cuenta del secreto, de ése que lo hizo moverse durante 64 años. Fue la vida de quien grabó como baterista más que cualquier otro en todos los contextos musicales, y que con los grandes nombres inscribió el suyo en el jazz. Por eso el ángel vino por él. Billy Higgins murió con la última nota de este trío. Por eso el disco se erigió en su memoria.
Olivia Revueltas Trio, Angel of Scissors, distribuido por Opción Sónica, México, 2002.
**Texto publicado en el número 108 de la revista Círculo Mixup, de marzo del 2002.
OLIVIA REVUELTAS TRIO***
ANGEL OF SCISSORS
Por SERGIO MONSALVO C.
Dentro del ambiente musical hay un elemento omnipresente, asumido, que habla de la finitud de las cosas. Se trata de la fugacidad. Hay amores, momentos y amistades fugaces. El alimento evanescente de los músicos se da justo ahí. En el jazz es aún mayor la constante por tratarse de la esencia misma de sus contenidos. Los amores quedan casi siempre inscritos en los nombres de las piezas; en la selección de los materiales a interpretar; los momentos se reflejan en el estilo, en las formas, mientras que las amistades producen discos, obras, interpretaciones memorables algunas veces. El caso de Angel of Scissors, del Olivia Revueltas Trio, es de estos últimos.
La historia de este trío tiene una parte trágica pero también la gloria de la fugacidad productiva. Representó el contacto de una leyenda del jazz como Billy Higgins con un virtuoso como Roberto Miranda y el espíritu sensible y luchón de Olivia Revueltas. Baterista estadounidense, bajista de origen puertorriqueño y pianista mexicana, una combinación sui géneris provocada por los vasos comunicantes de la música y la amistad. La reunión se dio en 1998 en el World Stage, un lugar en el que el mundo se aglutina para escuchar la música de los exponentes del barrio afroamericano de Los Ángeles, California. Ahí tuvieron el primer contacto y se entrelazaron en la eternidad. Las manos en los tambores, en las cuerdas, sobre las teclas, hablaron y se reconocieron en la música, en el jazz. “¡Hagamos un disco!”, fue la sugerencia emocionada de Higgins. Y los hicieron, porque fueron dos (ambos distribuidos por Opción Sónica).
El primero se grabó entre el 27 y 28 de agosto de 1998 en el Newzone Studio y llevó por título ‘Round Midnight in L.A. Fue un disco que reclamó la urgencia, el incontenible deseo de provocar algo juntos. Para Olivia fue su primera grabación, la consumación de una vida llena de esfuerzos y enfrentamientos estéticos y familiares a causa del jazz. Para Billy Higgins una muy especial, puesto que él ya tenía en su haber decenas de apariciones; era uno de los bateristas que más había grabado (con John Coltrane, Thelonious Monk y Sonny Rollins, entre muchos otros). Para el contrabajo acústico de Miranda, una cuestión de enlaces. Ya había tocado con Charles Lloyd, Shelly Manne y Cecil Taylor, por mencionar algunos.
Tras el primer disco averiguaron que tenían un pozo enorme de posibilidades, la emotividad permaneció. Brotó el segundo álbum, Angel of Scissors. En éste hay que hablar de símbolos y de reafirmaciones. El jazz es una cultura viva de la cual la música es sólo una de sus partes. Los integrantes de este trío lo sabían y crearon un triángulo interdisciplinario entre la música, las artes plásticas y la poesía. En la música hay amores añejos como tributo: temas de Mingus, Ellington, Gershwin, Porter, Evans y Miles Davis. La pintura se muestra en el cuadro de Rafael Cauduro, que le da nombre e imagen al disco. Y la poesía fue escrita ex profeso por Kamau Daaood para marcar los acentos y los hilos conductores.
Con Angel of Scissors se cierra el círculo de una amistad productiva. En el ínterin de su aparición el baterista de mil batallas, “Smiling Billy” como lo llamaban sus colegas o “Billito” como le decía Olivia, murió. Falleció en mayo del 2001, y con él se fueron grandes horas de música, instantes irrepetibles. Sin embargo, legaría entre su extensa obra estos dos álbumes, con la sapiencia y los sonidos de un hombre del jazz. Angel ofScissors es un monumento a la fugacidad como poesía de la música.
***Texto publicado en la revista La Mosca, de mayo del 2002)