CANON: ARETHA FRANKLIN

Por SERGIO MONSALVO C.

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Es uno de sus extremismos. Los estadounidenses, generalizando, divinizan y vociferan la democracia de una manera tan excesiva que tal obnubilación les impide ser conscientes de que constantemente la traicionan. Y cuando lo hacen con alguna maldad que alguien les señala, se exculpan de forma generosa y a otra cosa mariposa.

En el corazón de esa “democracia” está la palabra “pueblo” al que invocan a diestra y siniestra. Un concepto movedizo, ubicuo, elástico y utilizado tan a discreción política –en muchas otras partes también– que nunca se termina de saber qué es o quiénes lo conforman exactamente. Es obvio que las minorías están excluidas de él, eso cualquiera lo sabe, igual que lo estaría una colonia de extraterrestres.

Entre los pecadillos cometidos contra la deidad democrática y el concepto de “popolo” se encuentran nimiedades como el racismo, la mitomanía histórica, el clasismo y la violencia estatal, entre otras venalidades que siempre están en su presente, sin importar épocas ni nombres. Como en esta que nos ha tocado vivir, donde esas nimiedades provienen de la propia casta gobernante y hasta son legitimadas en las urnas.

El racismo, por ejemplo, de infamante historia ha pasado a tema importante de la agenda presidencial, pero como un asunto natural, como un rasgo bien definido e incuestionable con el que se asigna a la gente formas y comportamientos inmutables, para luego humillarla, reducirla o destruirla como consecuencia inevitable de esta condición inalterable.

Y el “pueblo”, el acreditado por dicha autoridad, por supuesto, debe avalar y luego olvidar las acciones punitivas como lo haría con las tomadas contra un fenómeno de la naturaleza, y tratarlo como un hecho completamente ajeno a su vida común y ordinaria. Asumir que tales ideas organizan una forma correcta de sociedad en la que lo blanco es preeminente.

Quienes se opongan a este sistema de valores deben ser castigados, reprimidos, negados sus derechos y marginados del acontecer nacional. Y el pueblo, el auténtico, debe aceptar la inocencia de “la verdadera América” en estas acciones tal como se les presentan, pues sólo así volverá el país a poseer el american dream, el estatus que lo ha forjado.

En los años sesenta del siglo pasado ocurría algo semejante. Ante la negación por parte de un país que prácticamente los había abandonado, rechazado y reprimido hasta lo inconcebible, las minorías, con la negra a la cabeza, comenzaron a luchar por todas partes por sus derechos civiles. El movimiento liderado por Martin Luther King estuvo a la cabeza de ello.

Tal movimiento obviamente no surgió de la noche a la mañana, se fue forjando con el tiempo y las vicisitudes. El círculo que conformaba al de Luther King incluía a la inteligencia negra del momento, la cual influyó en todo el acontecer afroamericano y en el desarrollo de una nueva cultura que denunciaba las injusticias, las desigualdades y exigía lo que le correspondía.

Por la casa del reverendo Clarence LaVaughn Franklin en Detroit, un predicador turbulento y gran orador, cuyos sermones eran trasmitidos por la radio y grabados en discos para la comunidad negra, y seguidor de Luther King, circuló tal intelectualidad (del arte y la política) para intercambiar ideas y puntos de vista y los hacían enriquecidos por la música góspel del coro de la iglesia de dicho reverendo, en la cual destacaba sobremanera la voz de una de sus hijas: Aretha, nacida en 1942, en Memphis.

La cual se erigiría durante los sesenta en luchadora social desde una disciplina musical de reciente cuño, el soul, de la que sería su máxima representante, ejemplo, figura paradigmática, icono, reina y según el canon de la cultura popular estadounidense: “La artista más grande de todos los tiempos”. Lo cierto es que Aretha Franklin estableció el fondo y la forma de la cantante expresiva y auténtica.

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VIDEO: Aretha Franklin Singing Never Loved A Man (Live 1967), YouTube (faznout)

Tuvo etapas anteriores, pero tras su lanzamiento con la Atlantic Records su revolución se alzó como protagonista en tiempos convulsos. Si el soul tuvo en Ray Charles, seguido por Sam Cooke, Otis Redding, Steve Wonder, James Brown y Wilson Pickett, entre otros, la voz autorizada del género en su parte masculina; en la otra, la femenina, Aretha brilló de manera única.

El mundo del soul, con todos ellos, se casó con la noción moderna del artista como genio y guía trascendental al que le importaba la música y lo que la rodeaba y producía en grado sumo. Hoy la particularidad histórica de cómo esos iconos del soul alcanzaron la grandeza se ha diluido debido, entre otras cosas, a que la escena musical está muy fragmentada y no existen ya movimientos sólo individualidades.

Tales narrativas de grandeza individual —que suponen que la fuente de la excelencia es sólo el talento— han pasado por alto los procesos de carácter fundamentalmente social que le permiten a una voz musical ser escuchada, evaluada, identificada y, a final de cuentas, adquirir fuerza simbólica.

Además de los atributos innegables del talento y la grandeza, Aretha Franklin puso su voz musical, actitud e imagen frente al agitado fondo del movimiento por los derechos civiles, la reivindicación femenina (la versión del tema  “Respect” es su himno), el trastoque de los lenguajes (del uso del góspel como herramienta de lo mundano en el rhythm & blues, a la  inserción del rock, en oposición al excluyente extremismo negro), el orgullo afroamericano y la legitimación personal como artista. Fuerzas políticas que la mayoría de los músicos se sintieron obligados a tomar en cuenta durante los años sesenta.

Uno de los efectos principales que el movimiento por los derechos civiles tuvo en el mundo del soul (lo mismo que en el del jazz, del rock o del folk) fue la demanda insistente de que la gente tomara posición y se comprometiera con sus convicciones. Ella lo hizo, tal como lo demostró desde el contenido confesional de su disco I Never Loved a Man the Way I Love You, un álbum clásico de 1967, y las decenas de grabaciones que le siguieron.

Se comprometió con sus convicciones cuando hubiera sido mucho más fácil entregarse a la complacencia del mercado. Cierta actitud de desafío —y el estar dispuesta a ir al fondo de los problemas, incluyendo los domésticos— también formaron parte del movimiento por aquellos derechos.

La política como un elemento más dentro del desarrollo de Aretha también tuvo una enorme importancia para moldear el recibimiento que su sonido y actitud tuvieron. Su voz creció hasta reventar sus propios límites, no simplemente porque siempre eligió las canciones, las notas y a los músicos correctos, sino porque un gran número de personas deseó acercarse a ella en sus momentos más penosos, o militantes.

Al fin y al cabo, su voz no existía sólo en estado desencarnado sino era producida por un ser humano complejo afectado por las mismas cosas personales y las fuerzas sociales que lo hacían con los demás. Esa era la diferencia, el contexto fue el sustento para apuntalar su enorme talento.

Finalmente, su poseedora decidió abandonar la escena a los 75 años de edad, durante los festejos por los cincuenta de aquel disco icónico, y con la promesa de participar simbólicamente en cada acción que se tomara para lograr el respeto humano y civil de los bárbaros en el poder, que han jurado frente a la bandera de las barras y las estrellas, ante los medios y ante el mundo acabar con ello. Lo hizo hasta su muerte el 16 de agosto del 2018.

VIDEO: Respect – Aretha Franklin, YouTube (numberonesongs4444)

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CANON: STING

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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ÍNTIMO Y UNIVERSAL

Varios años después de Nothing Like the Sun (1987), su tercer disco como solista (tras The Dream of the Blue Turtles, 1985, y Bring on the Night, 1986), Sting por fin dio una señal de vida sobre el acetato. The Soul Cages (1991) marcó el regreso de Sting el músico, el cual había figurado mucho menos en las noticias durante estos últimos años que el Sting activista a favor de los derechos humanos y el medio ambiente, el cantante pop que había asumido el papel de político.

Al contrario de lo que uno hubiera esperado, la política estuvo prácticamente relegada en The Soul Cages. En cambio, el músico, quien dedicó ese disco entre otros a su difunto padre, se remitió a sus más tempranos recuerdos de juventud.

Este artista del rock nació el 2 de octubre de 1951 en Wallsend, Inglaterra. Su verdadero nombre es Gordon Matthew Sumner y fue el primogénito de una familia de cuatro hijos. De padre lechero y madre peinadora, creció en la ciudad de Newcastle, al nordeste de la isla británica. Su infancia transcurrió dentro de un ambiente proletario que brindaba pocas posibilidades de un futuro promisorio.

De esta manera tuvo que buscar solo su camino y educación. A ambos los descubrió desde muy joven escuchando la radio: la música sería su destino. En busca de él se lanzó a Londres y se involucró en el medio antes de integrar el trío Police, en 1977, junto con Stewart Copeland y Andy Summer, grupo que obtuvo la fama mundial por su atinada mezcla de elementos de rock, reggae y jazz. En 1984, luego de la aparición del disco Synchronicity, el grupo se desbandó.

Sting, el músico y cantante quien también había desplegado talento como actor, obtuvo su primer éxito como solista con la versión de «Spread a Little Happiness», una balada de los años treinta que fue el tema de la película Brimstone and Treacle, en la cual desempeñó el papel estelar. Para 1985 se embarcó en el ambicioso proyecto del disco Dream of the Blue Turtles, álbum que tuvo una asombrosa recepción en todo el mundo, lo mismo que la gira emprendida por el artista a beneficio de Amnistía Internacional.

El álbum en vivo Bring on the Night (1986) marcó profundamente el desarrollo musical de Sting y precedió a la magnífica obra Nothing Like the Sun, que hablan de su conciencia humana y compromiso social.  En esta última grabación incluyó el tema «They Dance Alone», sobre la penuria de las madres y esposas de los desaparecidos en Chile bajo la dictadura pinochetista.

Después de todo ello Sting luchó con un bloqueo creativo. Su pluma no produjo una canción durante más de tres años. Su vida se llevaba a cabo entre la pantalla cinematográfica, el teatro y al frente de la batalla por la conservación del medio ambiente mundial y contra las violaciones de los derechos humanos, el autoritarismo y la segregación racial. La muerte de sus padres lo empujó a viajar a la selva tropical brasileña, con los indios de la comunidad kaiapó del jefe Raoni.  Ahí llegó a la conclusión de no poder negar la muerte.

El periodo de luto subsiguiente condujo finalmente al L.P. The Soul Cages (1991), en el cual el músico Sting vuelve a la juventud de Gordon Sumner. The Soul Cages trata del relato personal del enfrentamiento de Sting con la muerte y de las preguntas con respecto a su propio funcionamiento derivadas de aquél. Un disco íntimo, en el cual el mar y la religión desempeñan un papel importante.  También en sus presentaciones en vivo el cantante había retrocedido varios pasos. En lugar de los grandes conjuntos con los cuales trabajó en el pasado, subía al escenario sólo con tres músicos más.

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Entre éstos, el guitarrista Dominic Miller participó en las grabaciones de The Soul Cages. Un músico que no admite limitaciones de estilo y que con la misma facilidad toca jazz, rock o música clásica. El tecladista David Sancious es un veterano que, entre otros, todavía llegó a colaborar con Jack Bruce.  El grupo era completado por el baterista Vinnie Colaiuta, el cual se presentó solo con Sting y quien ha sido elogiado por éste debido a la llamativa combinación de solidez y creatividad. El propio Sting se encargaba del bajo. Éste inconfundiblemente era el líder de la formación, pero dentro de un marco definido los músicos se permitían una libertad evidente.

A The Soul Cages desde un comienzo es posible escucharlo con una pesarosa canción abridora, «Island of Souls», la cual trata acerca de un niño que quiere liberar a su padre de una existencia esclavizadora en los astilleros. De niño Gordon Sumner vivió con sus padres en Newcastle, cerca del muelle. El agua y el mar desempeñan un papel primordial a lo largo de todo el disco, como símbolo del inconsciente y de la muerte, así como también del pozo del que es posible extraer una gran creatividad.

El título del disco se refiere, en este sentido, a una vieja leyenda que cuenta acerca de las almas de los náufragos que son mantenidas prisioneras en el mar, encerradas en jaulas por el diablo. El que quiera salvarlas tiene que buscar bajo el agua al diablo para luego retarlo y vencerlo en una borrachera. Si no lo consigue, el salvador en potencia se verá condenado él mismo a permanecer para siempre en el fondo del mar en «The Soul Cages».

El mar, el padre, la religión: éstos son los símbolos utilizados por Sting en las  canciones de sus álbumes, desde entonces (una decena, desde Ten Summoner’s Tales, de 1993, al reciente The Bridge, del 2021) que precisamente por su variedad de estilos y estados de ánimo en conjunto causan una gran impresión. De igual forma, en lo que se refiere a las letras, son álbumes que requieren varias oídas para poner de manifiesto por completo su fuerza y su encanto.

De la misma manera como en diversas ocasiones, Sting reúne en torno a sí, a un grupo de excelentes músicos. Entre ellos han figurado el tecladista Kenny Kirkland, el saxofonista Branford Marsalis, el baterista Manu Katché y el guitarrista Dominic Miller.  Su discografía es interesante en gran medida por la enorme variedad en el material de las canciones. Una pieza de ambiente como «Island of Souls» se transforma como por fuerza propia en «All This Time», con sus excursiones exóticas a la manera de Paul Simon, por ejemplo

Asimismo, llama la atención el vuelo de la voz de Sting, que suena menos quejumbrosa y débil con el paso del tiempo. Líneas melódicas jazzísticas y a veces casi frívolas, las influencias del flamenco y del blues, así como arreglos sudamericanos y clásicos, todo ello empacado en producciones cristalinas (hechas a veces por el propio Sting), se ha encargado de poner al músico, como solista, en un gran nicho desde hace varias décadas.

VIDEO SUGERIDO: Sting – Shape Of My Heart (My Songs Version/Live From The Today Show/2019), YouTube (Sting)

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CANON: AMY WINEHOUSE

Por SERGIO MONSALVO C.

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LA CANTANTE EXPUESTA

Al comienzo de la segunda década del siglo XXI, en plena civilización del espectáculo, el nada misterioso y progresivo “asesinato colectivo” de Amy Winehouse parecía importar muy poco, al igual que la resolución o la trama (crónica de una muerte anunciada), porque el placer residía en la atmósfera. El hecho se sucedía poco a poco, con espacios regulares en la propia estancia de cada integrante del público en general. Las series de televisión tampoco transcurren en un lugar distinto a la sala de quien las está mirando, ¿verdad?

Esta forma de homicidio es la más tranquilizadora de todas, y ofrece la suficiente dosis de transgresión y resolución que el espectador necesita para dormirse convencido de que es inteligente, al saber de antemano el desenlace. Una vez fenecido el personaje en turno a otra cosa mariposa. Y que pase el siguiente. Sólo cambiará el nombre del mismo.

Así, los medios masivos proclives al amarillismo renuevan la apuesta por la intriga sin intriga, el crimen sin la lógica de ningún programador aleccionado, aunque algunos de los opuestos a ellos, los menos, se preocupen por la evidente sensación de libertinaje mediático.

En los reality shows, en los medios sociales, en la prensa rosa, en las revistas del corazón, al igual que en los pasquines de nota roja, aunque el papel en que se imprima sea diferente, el meollo siempre será semejante. Ahí les da gusto hablar de arte, cuando corresponde, porque el artista es lo de menos. Está para entretener y ya. Ahí, no es un genio, ni un tipo interesante, ni original, ni tiene ideas, ni teorías, o a lo mejor sí, pero a nadie le importa.

Lo que sí, es constatar y contar sus debilidades, las diabluras de sus demonios, su divertida autodestrucción y reiterar el dogma de la fama como un mantra: “Que hablen de uno, aunque sea mal, pero que hablen…”

Los tabloides, redes sociales y programas televisivos, dedicados al mundillo del espectáculo, se han consagrado a tan gloriosa forma del periodismo más abyecto con verdadera pasión. Y en aquella época, inicios de la década actual, aparecía la figura maltrecha de la reciente “estrella caída”, Amy Winehouse, en una decadencia corporal en la que los lectores y televidentes habían ido reparando conforme sus adicciones hacían estragos.

Era increíble darse cuenta de cómo dicha decadencia actuaba en relación con el público de masas, ese conglomerado tan curioso y habido como insensibilizado con la autodestrucción de quienes han sido mejores en alguna forma. A medida que Amy caía, tal público iba exigiendo más y los medios se sofisticaban para satisfacer esa demanda clientelar. A estas alturas una foto de ella bebiéndose un trago en el escenario no valía de mucho.

En cambio, una con ella botella en mano y drogada, dando tumbos por la calle, ensangrentada, a punto de desplomarse, o de los improperios por su errática presentación en algún concierto, eran oro molido para paparazzi y el distinguido auditorio. Amy estimuló los bajos instintos de los medios y de sus espectadores. Y su muerte, esperada y sin expectativas, “accidental” (según la investigación judicial), resultó ser el crimen colectivo perfecto y… que pase el siguiente.

A la británica Amy Winehouse le había tocado en suerte revisitar una música un tanto olvidada y darle la vuelta de tuerca justa para desarrollar una nueva corriente, fomentar un movimiento y hasta iniciar un subgénero. Así es, con el nuevo siglo eso sucedió. Llegó el neo-soul, para refrescar a un género tradicional. Y la Winehouse lo hizo en grande, ayudada por un productor que supo canalizar sus talentos y dotarla del acompañamiento idóneo.

Con esa reciente invasión británica hizo su aparición una adolescente de ascendencia judía, impetuosa y con un rico bagaje de influencias, pero sobre todo con la verosimilitud que requiere la escritura e interpretación de un género semejante. Así nació este estilo musical que recogía el soul clásico y lo ponía una vez más en la palestra con nuevos tonos y significados.

Había escuchado los discos de James Brown, de las Supremes, Sam Cooke, Donny Hathaway, Marvin Gaye, etcétera, y de todos ellos había aprendido algo, los vinculó de alguna manera con sus quehaceres como vocalista, con certificado de autenticidad legítima. Sus letras reflejaban la realidad del hoy y con tal música hizo su traducción al mundo.

Esa es la vibración que supo conseguir y distinguirse así del actual y diluido  rhythm and blues. Ése que sólo exige títeres clonados por los productores para públicos convencionales. Con Amy hubo una verdadera alma expuesta. Con la inestimable ayuda del productor Mark Ronson, ella hizo converger la elegancia del soul con la poesía callejera y la actitud punk. Su cuerpo parecido al de una niña de 12 años, bajita y flacucha, trasmitía fragilidad.

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Sin embargo, tal hecho no sólo era físico sino también mental. El fenómeno mediático la sorprendió sin preparación y sin defensas, lo mismo que el amor del cual fue víctima en varios sentidos; con un padre más interesado en el beneficio personal que en el de su hija, y bajo la férula de una industria que se afinca en la ganancia por sobre la materia prima; el artista.

Cualquiera que haya visto sus últimas actuaciones se preguntará por qué quienes la rodeaban podían permitir el atroz espectáculo de una mujer fuera de sí, incapaz siquiera de sostenerse, ya no de cantar. Semejante coctel produjo a una conflictiva joven cuyos particulares infiernos y desgracias fueron evocados por ella en sus canciones.

De esta forma los medios exploraron, no en la voz ni en la magia desplegada en sus discos, sino en la imagen de una mujer rota que podía estarlo más. Fue desde entonces, en su fugacidad, ese tipo de artista con un talento único al que persiguen todo tipo de problemas, que finalmente le provocan una muerte prematura y trágica a los 27 años.

La Winehouse fue una excepcional cantante y compositora, excéntrica, polémica, rebelde y autodestructiva, a la que musicalmente se le puede comparar con Sarah Vaughan por el timbre de voz. En ella se reunieron el sonido Motown, el de Nueva Orleans y el carisma que distinguió a las chicas malas del grupo vocal de las Ronettes. Ella recogió toda esa herencia y la hizo suya con unas letras que rebosaron autenticidad, estampas de abandono y melancolía, con guiños al sexo y a los extravíos sin tapujos.

Cuando uno escribe de estas cosas que pasan, no deja de sentir tristeza por una existencia quebrada; soportar que la vida mande siempre en la obra, incluso hasta acallarla. No obstante, esta tristeza ha quedado bien reflejada en el documental Amy (del director Asif Kapadia), que supo ver y repartir culpabilidades en la extinción de una vida fascinante, vivida al límite como artista, novia, hija e ídolo. Es la historia de una persona que tocó los extremos y la de una época que torna la muerte en banal espectáculo.

Por otra parte, nada banal ha resultado la exposición del hábitat natural donde se desenvolvió la Winehouse durante su infancia y adolescencia en Camdem. Lugar y barrio donde nacieron sus canciones y donde atesoraba aquello que la había formado hasta la fecha en que el éxito y la fama le hicieron probar las primeras mieles. El íntimo refugio donde las cosas queridas y coleccionadas se convierten en las voces animistas que cuentan la historia desde el lado luminoso.

Organizada por su hermano Alex, en colaboración con el Jewish Museum de Londres, la muestra A Portrait Family, recorrió el mundo para ofrecer la vista interior del habitáculo familiar donde Amy se desarrolló. Yo tuve la oportunidad de visitarla en Ámsterdam, en el museo de la colectividad judía neerlandesa. Ahí puede observar tanto los retratos familiares, sus revistas rosas y comics, su guitarra, así como los enseres del maquillaje y las prendas que formaron el vestuario que la distinguió durante su vida (en el que denotaba su predilección por el estilo vintage).

Mención especial merece su pequeña biblioteca en la que llama la atención su gusto por el thriller (cuentos de Alfred Hitchcock e historias de asesinos seriales), por el realismo bruto de Bukowski o el periodismo gonzo de Hunter S. Thompson (sus videos reflejan en mucho tales mundos).

Me detuve largo tiempo revisando los cofres metálicos donde acomodaba sus discos de vinil y CD’s, entre los que aparecían los nombres de Tony Bennett, Dinah Washington, Aretha Franklin, Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Frank Sinatra, Ray Charles, Steve Wonder, y tantos otros relacionados con el soul, el swing, el jazz, el reggae o el doo-woop, influencias musicales todas que se condensaron en su propia y distintiva voz.

Igualmente, leí con detenimiento la lista de canciones que realizó durante su estadía en la escuela de teatro Sylvia Young, en la que a los nombres mencionados se agregan los de Nina Simone, Julie Andrews, Carole King o los temas del Club de Mickey Mouse, pero también los más “nuevos” Offspring, Ben Folds Five y Pearl Jam, que evidenciaron desde siempre su gusto por el pasado.

A la postre, tras las sorpresas y los reconocimientos ahí descubiertos, a ese refugio acogedor lo cubre un halo de tristeza porque a quien le pertenecía y necesitaba se extravió y nadie, absolutamente nadie, se preocupó u ocupó de protegerla de la intemperie a la que estuvo expuesta, por la que se arrastró y que finalmente acabó con ella.

VIDEO: Amy Winehouse – Rehab, YouTube (AmyWinehouseVEVO)

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CANON: DAVID BOWIE

Por SERGIO MONSALVO C.

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EL SER MODERNO

 

Hay personajes, decía un filósofo antiguo, que sin esfuerzo, mediante su voz y su palabra, con su prestancia, sus obras y sus gestos se imponen como ejemplares ante los demás.

Y los demás los contemplamos y admiramos sin envidiarlos porque su condición es incuestionablemente superior. Y, además, benéfica.

Todos hemos conocido a gente, hombres y mujeres, con esta categoría seductora, Y también a hombres y mujeres a los que de antemano se les reconoce como «personajes» históricos y nos felicitamos de haber coincidido en una época con ellos.

David Bowie fue un alguien semejante, uno cuya figura tardará mucho la historia en poder repetir y disfrutar. Quien no lo haya conocido a través de sus conciertos, discos, videos o alguna de sus formas plásticas, no sabe cuánto se ha perdido. En unos casos más que en otros, pero disfrutando siempre de un nivel superlativo. Porque Bowie era un artista, un esteta.

La condición de ejemplo, de singularidad y excelencia se encuentra casi por todas partes, aunque en dosis muy ínfimas. Sin embargo, se puede disfrutar de ese don en las personas creativas de la disciplina que sea. Son seres que irradian una luz tan insólita que de inmediato deseamos ser incluidos en su resplandor, con Bowie se puede hacer eso en cualquiera de sus instancias, para siempre, aunque él se haya ausentado.

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Lugar de destino: la experiencia “David Bowie is”, el encuentro con el legado de un personaje singular recién partido. Fecha: Next Day (al día siguiente de la muerte de otro de mis héroes): Johan Cruijff. La Parca está abusando. Salida. Central Station de Ámsterdam. Hace frío, pero no llueve.

Con boleto ya comprado vía electrónica. Con día y hora establecidos. Única forma de poder entrar a la muestra, debido en mucho a la cantidad de gente que ha acudido desde que se inauguró (el 11 de diciembre del 2015, pero por la cantidad de solicitudes primero, y luego por la circunstancia del fallecimiento del músico, después -10 de enero-, los focos de la atención mundial hicieron que se alargara del 13 de marzo, en que estaba pactada su clausura, hasta el 10 de abril del 2016, un mes más).

Es un viaje de dos horas en tren (lo mismo se hace en auto, pero siempre es más placentero viajar en tren, sin duda). Voy a Groningen, una ciudad que queda a 187 km al norte de Ámsterdam. Ahí se erige el Groninger Museum, uno de los museos más prominentes de Los Países Bajos. Está ubicado frente a la estación central de trenes de aquella ciudad (una hermosa construcción fin de siècle, por cierto), cuya población normal es de alrededor de 200 mil habitantes, y que se ha visto incrementada por más de un millón de visitantes en estos meses debido al fenómeno Bowie.

No sólo es asombroso el museo por el diseño del arquitecto italiano Alessandro Mendini (que lo llevó a cabo entre 1990-1994), sino también debido a la variedad de presentaciones de arte contemporáneo nacional e internacional que ahí se realizan regularmente.

Camino unos doscientos pasos, atravesando el puente sobre un canal, y llego de inmediato al famoso inmueble. Pero como es temprano tengo aún una hora antes de la que marca mi boleto. Entro al restaurante (que lleva el nombre del arquitecto) por el que se tiene que atravesar a fuerza hacia al museo y corro con la suerte de que en ese momento unos comensales se levantan y puedo ocupar la mesa y sentarme a comer algo.

El menú del local anuncia con bombo y platillo una hamburguesa y un pastel especiales: la “Bowieburger” (con pepinillos, cebolla roja, queso Cheddar, ensalada verde como guarnición, lo mismo que papas fritas estilo Flandes, doce euros con cincuenta), que pido al igual que una cerveza local de barril (3,75), y el “Bowie Museumtaartje”, pastelillo que no se me antoja.

A la hora indicada me enfilo hacia el saturado vestíbulo del museo, donde deambulan y hacen fila decenas de personas de lo más heterogéneo (en edad, procedencia, vestimenta y expectativas). Dejo mis cosas en el guardarropa (me dan el boleto 317). Los guías avisan que está prohibido tomar fotos e indican hacia dónde hay que dirigirse. Subo la preciosa escalera de mármol azul lapizlásuli hasta llegar a la fila de entrada. Ahí, hay un corte cada cinco minutos y con cada grupo de 20 personas para evitar apelotonamientos en las primeras salas. Cosa que difícilmente se logra.

Una vez dentro de la primera comienza la narración (multimedial) de una era, de una época, que con sus variantes musicales y estilísticas va trazando tramos diversos de la historia de la cultura popular a nivel global y que de sí mismo hizo el icónico artista (“David Bowie is”) junto con los curadores del Victoria and Albert Museum (V&A) de Londres, de donde partió esta exposición (inaugurada en el 2013), para viajar desde entonces por el mundo (Toronto, São Paulo, Berlín, Chicago, París, Melbourne, Groningen…).

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Un encuentro pensado por Bowie como penúltimo acto artístico (el postrero sería su disco Blackstar y los videos que lo acompañan), antes de hacer mutis a principios del 2016 a los 69 años de edad y eternamente joven.

La retrospectiva despliega una narración (auto)biográfica de lo más contemporáneo por parte de su protagonista. En ello participaron de manera muy inteligente los curadores Victoria Broackes y Geoffrey Marsh (iluminando cada paso del artista), así como los de los sucesivos museos.

VIDEO: David Bowie – Heroes, YouTube (emimusic)

Sala por sala se va construyendo su personalidad, a partir de la transformación de un tal David Robert Jones en el extraordinario David Bowie, insigne referente cultural del siglo XX e inicios del XXI. Él fue un ente renacentista que utilizó todos los medios de la época como herramientas y como formas de trasmisión para sus ideas. De tal manera se suceden las etapas por las que pasó y dejó huella.

Dibujos, pinturas y bocetos para portadas de discos y sets, además de letras garabateadas de canciones, boletos de entrada, recuerdos personales, cuadernos de apuntes, fotos, recortes de revistas y periódicos, retratos (que hizo o le hicieron) lo mismo de Iggy Pop que el óleo del pintor expresionista Erich Hackel, que sirvió de inspiración para la portada del álbum Heroes.

Hay una sala completa dedicada a recordar la etapa berlinesa del cantante que fue, según Victoria Broackes, “una de las más felices de su vida y donde logro expulsar a sus demonios”, además de crear una trilogía musical considerada entre sus obras maestras, con los álbumes Low, Heroes y Lodger.

Cientos de objetos que recrean su desarrollo artístico, entre los que se incluyen algunos conciertos, sus videos fascinantes y memorables vestuarios, todos los trajes que utilizó en diferentes momentos de su vida, tales como el de su personaje Ziggy Stardust, las creaciones de Kansai Yamamoto para su gira Aladdin Sane en 1973 o el asombroso abrigo Union Jack, ideado por Bowie y Alexander McQueen en 1997.

El británico tuvo, además, una respetable carrera cinematográfica, de la que se exponen guiones, intercambios epistolares con los involucrados, avances, fragmentos, carteles, cortos y hasta cameos en los que participó; la gran pantalla literalmente amplificó su personalidad y su misterio. David fue una celebridad, auténtica y original, incluso se casó con una modelo, como manda el cliché. Y siempre se condujo como lo que era: una estrella del rock.

Este gran muestrario despliega todo eso, de manera semejante al desarrollo visual y al impacto de su música. Y no se olvida de citar a sus influencias al igual que él lo hizo, a su vez, en una amplia variedad de movimientos en dicha disciplina lo mismo que en el arte plástico, el diseño, el teatro y la cultura contemporánea en general. Para esto armó y colgó en la pared su propia tabla de elementos, como en la química, en la que indicó el peso de cada uno de ellos en su evolución y forma de ser como era.

Dicha exhibición la complementa el documental homónimo, que conduce a la audiencia por el viaje único que significa la carrera y vida de Bowie (una cosmogonía en expansión y la explicación de cómo encajó todo en su universo) con invitados especiales, incluyendo a los diseñadores de moda mencionados, el vocalista de Pulp, Jarvis Cocker, y muchos otros participantes, que hablan de las historias detrás de algunos objetos clave, eslabones de un continuo escurridizo.

Al ir pasando por las salas confirmo para mí, aquello de que los humanos somos criaturas que se cuentan historias a sí mismas para entender qué clase de entes somos. Relatos como el de este personaje se convierten en lo que conocemos, en lo que entendemos y en lo que somos y, como en su caso, también en lo que nos convertimos y en lo que tal vez podemos llegar a ser. Porque Bowie is nos enfrenta a un ser que siempre buscó ser moderno al estilo rimbaudiano, con toda la poesía que conllevó tal experiencia vital.

Rimbaud, aquel visionario maldito, escribió en Una temporada en el infierno: “He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He intentado inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas […] ¡Hermosa gloria de artista y narrador apasionado! […] Hay que ser absolutamente moderno”.

El rock es un lenguaje heredado de tal poeta. Su progresismo lo caracteriza la búsqueda por la diversidad formal y su constante preocupación existencial por continuar siendo “moderno”. Lo cual es un estado de la mente. ¿Puede haber entonces algo más rimbaudiano que el rock?

La obsesión de Rimbaud por el cambio, por agenciarse la modernidad, es reproducida a la perfección en la constancia del género por ocupar nuevos territorios. «Il faut être absolument moderne«, proclamó el poeta francés. La acción y la reforma en este sentido constituyen la esencia del arte rimbaudiano, lo mismo que la del quehacer rockero, de la que Bowie is.

VIDEO: David Bowie – Blackstar, YouTube (DavidBowieVEVO)

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CANON: SYD BARRETT

Por SERGIO MONSALVO C.

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LA VISIÓN Y LA LOCURA

 

El hecho de que se crea que Roger Waters haya sido la fuerza que impulsara el aparato experimental llamado Pink Floyd hasta comienzos de los años noventa, para que luego tomara el mando David Gilmore, quizá sea verdad. Sin embargo, el carácter musical del conjunto, así como su imagen ante el público fueron forjados por otro: el olvidado Roger Keith «Syd» Barrett.

En el Londres de 1966 el beat y el rhythm and blues británicos ya habían visto pasar su mejor ciclo y dado paso al movimiento del flower power y a la música «psicodélica». Lo underground era el nuevo concepto y lema. La escena estaba dominada por grupos noveles que se aventuraban en terrenos estilísticos vírgenes: The Nice, Family y, sobre todo, Pink Floyd.

En los legendarios clubes UFO y Roundhouse de Inglaterra éstos últimos eran la atracción y sus creaciones de luz y sonido trastornaban todo lo escuchado hasta ese momento.

El exestudiante de arte Syd Barrett (nacido el 6 de enero de 1946) era el autor de dichas composiciones: «Arnold Layne», «See Emily Play», «Apples and Oranges», además de ocho canciones en el álbum debut de Pink Floyd, The Piper at the Gates of Dawn (Columbia, 1967), serían en el futuro clásicos inmortales.

El título del álbum fue tomado de un texto del poeta visionario William Blake y la mayoría de las canciones retrataban las imágenes muchas veces amenazadoras que Barrett creaba sobre la infancia. No obstante, el track más largo, la pieza instrumental «Interstellar Overdrive», indicaba el rumbo que el grupo tomaría después.

El primer álbum de Pink Floyd (con los integrantes originales: Barrett, composición, voz y guitarras; Roger Waters, bajo y voz; Richard Wright, órganos, piano y voz, y Nick Mason en la batería y percusiones) se grabó en el mismo edificio de Abbey Road y prácticamente al mismo tiempo que el del Sargento Pimienta de los Beatles.

Con su aparición cautivó a los escuchas por su innovadora mezcla de fantasía lírica, ingenio melódico, improvisaciones alucinadas y efectos sonoros surrealistas.

Como compositor y catalizador artístico del grupo, además de ser el único miembro dotado del carisma puro de una estrella del medio rocanrolero, el guitarrista Syd Barrett le había dado a Pink Floyd una voz, una identidad e incluso su misterioso nombre (combinación de los nombres de unos blueseros originarios de Georgia: Pink Anderson [1900-1974] y Floyd «Dipper Boy» Council [1911-1976]).

Sus entusiasmos e influencias se volvieron típicas: oráculos chinos y cuentos de hadas infantiles; ciencia ficción de serie B y los textos de J.R.R. Tolkien; las baladas folk inglesas, el blues de Chicago, la música electrónica de vanguardia, Donovan, los Beatles y los Rolling Stones. Todo cuajaba en el molde del subconsciente de Syd para reemerger con una voz, un sonido y un estilo únicos.

SYD BARRETT (FOTO 2)

 

En el escenario, cuando los músicos no se perdían por completo tras las proyecciones visuales y el destello de las luces, Barrett dominaba la imagen del grupo con la intensidad de su presencia; de manera ominosa agitaba los brazos envueltos en una larga capa, entre ráfagas de feedback interestelar.

En las grabaciones, las letras y la música creadas por él evocaban un mundo mágico poblado por viajeros futuristas en el espacio, agresivos travestis y los gnomos y unicornios de los cuentos de hadas: el mundo distintivo de Barrett.

Pink Floyd sin él era impensable. No obstante, debido a sus problemas la perspectiva de continuar con él para los demás miembros del grupo parecía igualmente nula. En ocasiones, Barrett estaba tan distante que casi se tornaba invisible; en otras, simplemente era imposible de tan errática.

VIDEO SUGERIDO: Rare PF Interstellar overdrive, YouTube (Paulo A)

Los amigos y colaboradores atribuían la metamorfosis de Barrett ya sea a algún trastorno mental latente durante mucho tiempo; a las presiones de la celebridad mundana sobre un muy sensible artista visionario de 21 años; o a una dieta constante de LSD y otras sustancias que le freían el cerebro.

Cualquiera que haya sido la causa, todo mundo estaba de acuerdo en que la situación iba de mal en peor. Su irresponsabilidad se tornó cosa de todos los días, con cada vez más frecuencia fallaba en el escenario, se negaba a aparecer o se desplomaba intoxicado.  Entonces, el 6 de abril de 1968 se confirmó que Barrett ya no formaba parte del grupo.

Durante un par de años el silencio descendió sobre él, y sólo las columnas de chismes de las revistas musicales informaban con regularidad sobre supuestos excesos alcohólicos y de drogas. Syd Barrett de repente pasó a encarnar al músico-existencialista genial pero incomprendido, que gozaba de la reputación de contarse entre los tres o cuatro escritores de letras realmente grandes, al lado de Bob Dylan.

Así, a comienzos de 1970 apareció su álbum debut como solista, Madcap Laughs (Harvest), creado con un poco de ayuda de Gilmour y Roger Waters.  Tras él Syd volvió a desaparecer en el exilio, para reaparecer luego de un año con el disco Barrett (Harvest).  Este álbum fue grabado con Gilmour, Rich Wright (teclados) y el baterista Jerry Shirley (de Spooky Tooth).

Desde entonces las noticias acerca del músico, sin duda talentoso, solían hablar de misteriosas enfermedades y adicciones, además de vaticinar reiterada e infructuosamente su comeback (vaticinios fundados en el interés de Bowie por ayudarlo). Los rumores abarcaron desde el «manicomio» hasta «operaciones del cerebro» y una supuesta muerte.

Lo cierto es que en 1988 apareció con la compañía Harvest el álbum Opel, una compilación de sus obras (lo cual seguiría sucediendo a lo largo de los años con todo su material disponible). Tiempo después se descubrió que vivía en Cambridge, metido en un callejoncito en la pequeña casa paterna de los suburbios londinenses.

El hombre que había dado el nombre y la ruta a Pink Floyd llevaba una existencia tranquila y solitaria, propia de un enfermo mental. Entre sus pasatiempos, sólo las pinturas acumuladas por ahí y los lienzos sin terminar ─pintados en un estilo abstracto─ indicaban que se trataba de un individuo dotado de una gran sensibilidad.

El resto del tiempo de Barrett lo pasaba entre los cuidados de su madre, su colección de monedas, la televisión y la lectura. No volvió a tocar una guitarra y la única música que escuchaba era jazz y clásica. No recordaba absolutamente nada de sus compañeros de grupo, ni las andanzas con el mismo.

No obstante, los derechos de los discos hechos por él con Pink Floyd siguieron produciendo suficiente dinero para subsidiar sus modestas necesidades, hasta que le llegó la muerte el 7 de julio del 2006 a los 60 años de edad.

Pink Floyd continuó su marcha triunfal, pero aquella pérdida y sus causas (la desintegración mental de la persona) dejaron una profunda huella en las composiciones de quienes se erigirían en sus guías: Roger Waters, primero, y David Gilmore (quien sustituiría a Barrett), después. Hoy Syd Barrett, a pesar de sus muchas aportaciones estéticas, es un antiguo dios descatalogado.

VIDEO SUGERIDO: Pink Floyd Live With Syd Barrett – 1967 (Prt 1/3), YouTube (Canale di TheSpaceFloyd)

SYD BARRETT (FOTO 3)

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CANON: WILLIE DIXON

Por SERGIO MONSALVO C.

WILLIE DIXON FOTO 1

Como compositor, productor y arreglista, Willie Dixon (músico nacido en Vicksburg, Mississippi, en 1915) se presentó siempre como una figura dominante del blues de Chicago desde mediados de los años cuarenta del siglo XX.

Antes de convertirse en el principal productor de la etiqueta de Leonard Chess en 1952, formó parte, como bajista y cantante, de grupos como los Five Breezes y el Big Three Trio (precursores indiscutibles del doo-wop).

En la compañía Chess supervisó, acompañó y muchas veces proporcionó material a las grabaciones de artistas como Howlin’ Wolf y Muddy Waters.  Otis Rush y Magic Sam figuraron entre los músicos con quienes Dixon trabajó como productor freelance a fines de aquella década.

Durante dichos años, escribió docenas de canciones exitosas para los mencionados músicos y otros artistas de Chicago.  Entre los títulos estuvieron «(I’m Your) Hoochie Coochie Man» (1953), «Just Make Love to Me» (1953) y «I’m Ready» (1954) para Muddy Waters; «My Babe» (1955) para Little Walter; «I Can’t Quit You Baby» (1956) para Otis Rush; y «Spoonful» (1960), «Wang Dang Doodle» (1960) y «Little Red Rooster» (1961) para Howlin’Wolf.

Muchas de sus piezas fueron adoptadas por grupos blancos de rhythm and blues, como «Little Red Rooster», que fue un número uno en Inglaterra con los Rolling Stones en 1964; «Spoonful» con Cream, «Seventh Son» con Johnny Rivers y la Climax Chicago Blues Band, «Hoochie Coochie Man» con Johnny Winter, «I Can’t Quit You Baby» con Led Zeppelin y «Back Door Man» con los Doors, por sólo mencionar a unos cuantos.

El genio de Dixon como compositor estuvo en entrelazar elementos tradicionales, desde el folk y la forma de hablar de los negros hasta el patrimonio del blues mismo, con formas posteriores de blues y de rhythm and blues.

Además de ser populares entre el auditorio negro de los años cincuenta, las canciones de Dixon resultaron adaptables a otros contextos, incluyendo los periodos posteriores de un renovado interés en el blues.

En los sesenta, Dixon siguió trabajando para Chess, además de sacar provecho del nuevo entusiasmo surgido hacia el blues, sobre todo en Europa. Se presentó en clubes y en giras extranjeras con Memphis Slim, además de unirse a varias giras europeas como parte del American Folk Blues Festival.

Desde 1968 organizó a una serie de grupos de estrellas de Chicago para trabajar en clubes y conciertos. Esto condujo a la fundación de su propia agencia de talentos y grabación, dirigida por él sin descuidar sus frecuentes presentaciones en toda Norteamérica y Europa.

VIDEO SUGERIDO: Willie Dixon (w Stephen Stills) – Back Door man – Muddy Waters Trib…, YouTube (Rusted Television)

En aquellos años setenta tuvo a bien visitar la Ciudad de México, invitado por los organizadores de los conciertos de blues patrocinados por el CREA (una institución burocrática creada para “atender a la juventud”). El primero se efectuó en la Sala Nezahualcóyotl de la UNAM, allá en el novísimo y flamante Centro Cultural Universitario, que por cierto convocó a una afluencia impresionante de público, jóvenes en su gran mayoría.

Cuestión que espantó a las autoridades del gobierno priísta en turno y al año siguiente se trasladó la sede de los conciertos al antiguo Auditorio Nacional, aquel infame cascarón frío y sin acústica de la Avenida Reforma. Eran otros tiempos.

Tiempos de trasladarse desde el Metro Chapultepec a pie hasta el inmueble.  Llegar y encontrarse con el clima de violencia propiciado por la propia policía: patrullas y más patrullas por doquier, con las torretas encendidas y hasta alguna sirena nomás porque sí.

WILLIE DIXON FOTO 2

 

Tiempos de camiones repletos de granaderos rodeando el área y equipados con sus cascos, bastones antimotines y perros; la policía montada agrediendo sin ton ni son y amenazando con disparar gases lacrimógenos a los que arribaban al lugar o a los que se encontraban formados para entrar al recinto.

Tiempos en que por una sola puertita –para evitar que algunos se colaran sin pagar– querían hacer pasar a todos los asistentes cuando faltaban únicamente minutos para el inicio del concierto, ante la desesperación de los asistentes.

Tiempos de combates para adquirir un boleto; de combates para poder entrar, de luchas para encontrar tu lugar; de luchas para salir sano y salvo del concierto.

Tiempos también en que ponían a presentar el espectáculo a un locutor que se especializaba en jazz y que con terror se plantaba en el escenario para hablar de la labor del CREA, ante las mentadas y los chiflidos del respetable. Y que cuando aconteció el temido portazo –dadas las circunstancias– y vio correr por los pasillos a los colados y detrás de ellos a los granaderos sólo atinó a articular varios “¡No! ¡No! ¡No!” por el micrófono.

De no haber sido por Willie Dixon, que se presentaba en dicha ocasión, aquello se hubiera convertido en un auténtico campo de batalla. El veterano músico se precipitó al escenario con su grupo interpretando «The Seventh Son», para atraer los ánimos y que las cosas se calmaran.

Aquella noche Willie Dixon evitó una masacre con su voz, el contrabajo (de color blanco) y el blues.

Los álbumes como solista de Dixon aparecieron en varias compañías discográficas, incluyendo Columbia (I Am the Blues, 1970) y Ovation, y también grabó con Memphis Slim y con Pete Seeger para la Folkways y Verve, respectivamente.

No obstante, su principal contribución al blues se desarrolló entre bastidores, en el auspicio de las carreras de nuevos artistas o en la ayuda para mantener vigentes las de los veteranos.

En 1989 el legendario Willie Dixon publicó una autobiografía, I Am the Blues y murió tres años después en Burbank, California, en1992, a la edad de 76 años.

VIDEO SUGERIDO: Willie Dixon (3) – From The Album “I Am The Blues” (Chicago Blues), YouTube (DK19662810)

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CANON: LITTLE RICHARD

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL ARQUITECTO BIZARRO

Después de la Guerra Civil en los Estados Unidos algunos ideólogos blancos empezaron a ver la cultura negra bajo una luz turbia. Los negros fueron contemplados como seres satánicos, libertinos, paganos, lujuriosos, anárquicos, violentos, dotados de una «inteligencia astuta»,  descendientes de «salvajes oradores hipnotizadores» que en cuanto obtuvieron su libertad se convirtieron en una turba ebria que apestaba a sudor africano».

Desde el punto de vista de estos blancos, los males de la vida negra eran evidentes en su música. Dicha rama del racismo (en la que se fundamenta el Ku Klux Klan) llegó a su punto culminante con la novela The Clansman, de Thomas Dixon, que trata acerca del Sur norteamericano durante el tiempo de su reconstrucción. Dicha narración fue publicada en 1905 y luego filmada atentamente por D. W. Griffith en 1915 con el título de El nacimiento de una nación.

Los blancos que promueven la igualdad racial, según el autor y sus seguidores, se han «hundido en el negro abismo de la vida animal» en el que el mestizaje y la anarquía van de la mano. La igualdad para tales racistas significa que la «barbarie estrangulará a la civilización por medio de la fuerza bruta».  Para Dixon, todo el mal primitivo de la vida negra se condensaba en su música, que en la novela literalmente impulsa a los inocentes blancos hacia la muerte.

Los historiadores explican dichos estereotipos extremadamente negativos remitiéndose a las hostilidades sociales y económicas provocadas por la fallida reconstrucción republicana de los estados confederados derrotados. El siglo pasado comenzó con este horror itifálico. Los negros se les habían convertido, en sus fantasías racistas, en unos salvajes aullantes que se sacudían al ritmo de un tambor que borraba todo vestigio de racionalismo.

A lo largo de 100 años, tal ideología se desplazó desde una meditación acerca de la existencia o no de alma en los negros hacia una elucubración sobre su “maldad fundamental”. Los acontecimientos históricos ocurridos en los derrotados estados del Sur sólo vinieron a intensificar la tendencia general a transformar al viejo Tío Tom en un azufrado Lucifer, en  un sátiro neolítico.

En medio de estas ideas y temores ontológicos vivía el sureño blanco estadounidense promedio a mitad del siglo XX. Los conservadores negros, por su parte, trataban de contrarrestar el asunto portándose más cristianos que cualquiera otros y fundamentaban su vida en los dogmas bíblicos. Y ahí la música pagana estaba más que condenada. El blues, por extensión.

Así que pensemos en las reacciones de ambos mundos cuando apareció en escena un ser inimaginable y al mismo tiempo omnipresente en las peores pesadillas culturales de los blancos estadounidenses: un esbelto negro, hijo de un ministro de la iglesia anglicana, un tanto cabezón, amanerado en extremo, bisexual, peinado con un gran copete crepé y fijado con spray, maquillado y pintados los ojos y los labios —que lucían un recortado bigotito—, vestido con traje de gran escote, pegado y con estoperoles, lentejuelas y alguna otra bisutería, calzando zapatillas de cristal como Cenicienta, tocando el piano como si quisiera extraerle una confesión incendiaria y acompañado por una banda de cómplices interpretando un jump blues salvaje, el más salvaje que se había escuchado jamás y expeliendo onomatopeyas como awopbopaloobopalopbamboom a todo pulmón, con una voz rasposa, potente, fuerte, demoledora y perorando que con ello comenzaba la construcción del Rock & Roll.

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La visión presentada por Dixon, aquel espantado escritor decimonónico, del primitivismo negro fue pues el argumento con el cual se arremetió contra el naciente ritmo. Ganas no les faltaron de sacar las armas contra “el animal negro que quiere arrasar con los Estados Unidos blancos”. La música del malvado negro (según los aprensibles nacionalistas) empujaba a la víctima blanca —en este caso los fascinados adolescentes— al abismo del infierno.

Otro de esos racistas de larga trayectoria llamado «Ace» Carter y concatenado al ideólogo precedente (Dixon), se apegó a aquellos reputados conceptos tradicionales al denunciar en su cruzada moral al rock como la música de los negros que apelaba a lo «más vil en el hombre», al «animalismo y la vulgaridad».

El conservadurismo agregó los tambores a ese averno negro porque los ritmos salvajes ponían de relieve la libido primordial contra la que el hombre blanco había tratado de erigir la barrera de su cultura frágil y amenazada. El rock and roll nació con esta mitología sexual.

Y Little Richard fue el arquitecto y profeta más bizarro en su diseño. Sus cuatro argumentos fundamentales fueron: “Tutti Frutti”, “Long Tall Sally”, “Lucille” y “Good Golly Miss Molly”. Leyes sicalípticas talladas en piedra para la eternidad. Quedaron además inscritas en el mejor álbum del año 1957, que entraría en el canon del rock: Here’s Little Richard.

Lo que le sucedió después es materia para la Teoría de la Conspiración. Tras él fueron enviados los perros de reserva de los bandos afectados (avionazo y reconversión religiosa). El hecho patente es que Little Richard, el Arquitecto del Rock and Roll, nació como Richard Wayne Penniman, en Macon, Georgia (en el profundo Sur estadounidense), el 5 de diciembre de 1932. A los 87 años, con su muerte el 9 de mayo del 2020, y su leyenda se ha solidificado con materia pura de bizarría.

Discografía clásica y selecta: Here’s Little Richard (Specialty, 1957), The Fabulous Little Richard (Ace, 1959), 18 Greatest Hits (Rhino, 1985), The Formative Years 1951-1953 (Bear Family, 1989) The Georgia Peach (Specialty, 1991).

(VIDEO SUGERIDO: Little Richard – Lucille LIVE 1973, YouTube (gimmeaslice)

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CANON: JOHN CAGE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL ARCÁNGEL ANARQUISTA

 

Con cencerros y ollas de cocina anunció la nueva era de la música. Al lado de este arcángel anárquico los demás colegas del gremio musical siempre palidecieron como posmodernos. Mucho antes del concepto de los happenings, este vástago de un inventor técnico originario de California ya componía piezas para el tocadiscos y la ametralladora; preparaba pianos de cola con ligas y monedas de cobre y mandaba pasar el arco sobre las cuerdas de los violines en forma longitudinal.

Nada era lo bastante opuesto para este trasgresor. Anotó la parte solista de un concierto para piano en 63 hojas sueltas que podían tocarse a discreción en cualquier orden. Para su obra musical doble Európeras 1 & 2, este crítico mordaz de tal género dividió los pasajes conocidos de 64 óperas y 101 grabaciones operísticas y las tocó en forma sincrónica, creando una compota cacofónica llena de humor inteligente.

Compositor, maestro, teórico. John Cage nació en Los Ángeles, California, el 5 de septiembre de 1912. Fue uno de los personajes más vanguardistas, controvertidos y arriesgados en la música del siglo XX.

Sus comienzos fueron convencionales, al estudiar el piano con Richard Buhlig y Fannie Dillon en Los Ángeles. Durante un periodo en París, tomó clases con Lazare Lévy. Ahí Cage entró en contacto con experimentadores como Henry Cowell, Adolph Weiss y Arnold Schoenberg. De Cowell, Cage adoptó la idea de modificar el mecanismo interior del piano a fin de lograr ciertos sonidos curiosos.

Antes de embarcarse en la carrera de intérprete-compositor, Cage fue profesor en la Cornish School de Seattle, Washington, Mills College de Oakland, California, la School of Design de Chicago, Illinois, y la New School for Social Research, en la ciudad de Nueva York. En esta metrópoli se asoció con Merce Cunningham, para quien compuso varias obras de ballet.

Hacia fines de los años treinta, Cage se había establecido como líder del avant- garde; sus recitales de piano preparado fueron aclamados y condenados por igual. Los tornillos, trozos de metal, ligas y tiras de papel colocados por Cage dentro del piano normal producían sonidos exóticos. La fascinación ejercida sobre él por los ritmos y los instrumentos de percusión también influyó de manera enorme en su obra original.

Otro ascendiente importante en él fue la música del Oriente, sobre todo de la India. Lo que otros pudieran describir como ruido, al igual que el silencio, forman ingredientes de la música de Cage.

Debido a su determinación para romper completamente con el pasado de la música, la obra de este autor desafió todo intento de definición. Rara vez recurrió a formas musicales convencionales, como un cuarteto o un concerto, y cuando lo hizo, su uso de la forma fue muy poco ortodoxa. Sus primeras composiciones se basaron en el método dodecafónico de su maestro Schoenberg; luego descubrió el piano preparado.

En su caso fue excepcional dicho método, pues condujo sus preferencias hacia la exploración de nuevas regiones del sonido valiéndose de instrumentos eléctricos y de este piano preparado, al que aplicó diversas sordinas de variados materiales, las que colocó entre las cuerdas, obteniendo así un amplio, sugestivo y colorido teclado de orquesta de percusión; y organizó sus trabajos en torno a un fascinante germen formal, apto para ser utilizado en cualquier estilo o en cualquier oportunidad.

A través de su fecunda vida como compositor, se puede descubrir que otra característica dentro de sus frecuentes desplazamientos a comarcas desconocidas o escasamente cultivadas fue el empleo de conjuntos de percusión, ya sea solos, como en Imaginary Landscape, en sus Constructions (seriadas) o en la March, o agregados a varios instrumentos eléctricos.  Amores, The Perilous Night, A Book of Music, Three Dances, She Is Asleep, The Wonderful Window of 18 Spring, son sólo algunas de las numerosas piezas de su producción tanto estrictamente musical como para teatro y danza.

A todas ellas siguió la composición aleatoria, o hecha al azar. Hubo gigantescas obras multimediales para instrumentos convencionales, sonidos grabados, películas, transparencias y luces. Cada paso en una composición de Cage podía depender de una imperfección en el papel pautado, en un dado o un volado.

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Entre otras obras de Cage figura 4’33» para piano en tres movimientos (1954, donde el pianista se sienta al teclado por el tiempo indicado, pero no toca una sola nota, convirtiendo así el silencio en música).  Sin embargo, la «obra maestra» de Cage sin duda es un trabajo de 1962, 0’00», una pieza silenciosa en la que el intérprete puede presentar cualquier cosa, a voluntad (la llegó a presentar en una sala de conciertos licuando verduras y amplificando su absorción). Cage escribió también varios libros, entre ellos Silence (1961), A Year from Monday (1967) y Notations (1969).

De ellos se destaca la teoría de que es inherente al que trabaja un arte creativo, conocer y comprender los materiales que necesita, y crearlos si es que no existen.  En la música, lo sabe Cage, esta característica debe ir más allá de la simple competencia del análisis de la partitura.

Es más difícil para el compositor crear los colores de su interés que a un pintor obtener los colores de la luz que se busca plasmar, pero no es menos importante que el compositor pueda hacerlo igualmente. Las tradiciones musicales van contra su esfuerzo; en nuestra época, sólo se reconoce al que se sienta confortablemente en la seguridad académica.

Pero el acto de rebelión creativa es igualmente tradición, y si el arte de la música quiere ser algo más que una sombra del pasado, debe ponerse constantemente en tela de juicio dicha tradición de hábitos adquiridos, poniéndolos en una encrucijada concreta, sea cual sea.

Y eso hizo John Cage y en ello también se mantienen hasta la fecha sus muchos seguidores dentro de la música (desde la sinfónica hasta el rock en diversas corrientes, desde la progresiva, el Kraut rock,  hasta la del noise o la industrial de mayor experimentación como la de Frank Zappa, por ejemplo, sin contar todas sus influencias sobre la música electrónica actual) y los escuchas que siempre vieron en él a un visionario creativo. Un genio con pasado y con futuro.

«Tengo horror a la idea de que me consideren un idiota», afirmaba este extremista, no sin ironía. Paul Hindemith en algún momento lo rechazó como «criminal del arte» y el propio Arnold Schönberg lo acusó de «falta de sensibilidad para la armonía».

Sin embargo, el genio de Cage, enamorado del papel de compositor, quería ser comprendido como «persona seria». Era inteligente y agudo. Sin importar sus disquisiciones sobre James Joyce; que interpretara como budista zen el libro de oráculos chinos del I Ching o elogiara la alfalfa y las algas, como seguidor de la alimentación macrobiótica, siempre hablaba como el caudillo liberador del sonido que era y al cual lanzó al infinito.

Su propia muerte también le era motivo de bromas: “Supongamos que muera.  Aun así seguiré viviendo como espacio vital para animales más pequeños.  Existiré siempre”.

John Cage murió el miércoles 12 de agosto de 1992 en Nueva York a consecuencia de una embolia, a escasas tres semanas de su cumpleaños número 80 y los homenajes preparados para festejarlo.

VIDEO SUGERIDO: John Cage “Water walk”, YouTube (Nave for Eva)

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CANON: MY BLOODY VALENTINE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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EL EFECTO EMOCIONAL

 

 

En aquella coctelera musical llamada “los años ochenta” se dieron cita los amantes del noise pop (The Jesus and Mary Chain), del dream pop (Galaxie 500) y del estilo conocido como C86 (una antología publicada por una revista y luego devenida en subgénero, que incluía nombres como los de Primal Scream, The Soup Dragons y Mighty Lemon Drops, entre otros).

Sin embargo, fue la aparición del disco Ecstasy & Wine (1987) de My Bloody Valentine, la que decantó el asunto. Quedaron claros cuales eran los elementos distintivos entre unos y otros. Los más se subieron al vehículo del brit pop en ciernes y los menos se asentaron en lo que la revista New Musical Express comenzó a llamar “shoegazin”. El sedazo puso de relieve las características de dicho estilo y nombres como Ride, Chapterhouse, Lush, Curve y Moose, entre otros.

El shoegazin, resultó ser una cresta importante en y para el rock durante varios años. En ese tiempo sus representantes hablaron de la raíz musical en las que se encontraba el germen de su existencia (Velvet Underground), además de sus influencias más recientes (los ya mencionados The Jesus and Mary Chain, Cocteau Twins, Sonic Youth, Bauhaus y The Smiths, por mencionar algunos).

El suyo era un rock que empleaba elementos clásicos del género en direcciones originales y del mayor interés por las texturas y los timbres (melódicos y ruidosos a la vez), por la experimentación con la tecnología (feedback, flanger, reverb, chorus), por los recursos del estudio de grabación (dub, sampler), por la libertad de su sistema –jugaban o se alejaban de las estructuras lineales—y por el murmurado uso de la voz como un instrumento más, para matizar.

Todo ello en busca de resultados raros y emotivos, de atmósfera espacial nebulosa. Porque eso sí, el subgénero destaca por su apabullante emotividad, por la instigación de la temática melancólica –se convirtió en una elaborada gama de exploración de los traumas de la generación de la (sobre) información y del miedo al escrutinio.

Aquello demostró que las aspiraciones dramáticas del rock podían sintonizar con el riesgo— y por el uso de una instrumentación que no difería mucho de la que se presupone standard. Una forma evolutiva del rock alternativo al que pertenece.

Por fortuna, la pluralidad de grupos en la que se extendió la corriente evitó la simplificación industrial y por consiguiente su rápido desgaste. Y hubo entonces bandas que favorecieron el pinturerismo emocional lo mismo que la expresividad más teórica.

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Así que cuando se escuchaba su música, se descubría una búsqueda estética con el grado de abstracción que se quiera, pero siempre con la vitalidad del sentimiento por delante, envuelto en el ensimismamiento caracterizado por la eterna vista del músico y cantante en los pedales de la guitarra o voz instalados en el suelo y a lo que con cierta ironía se denominó “shoegazin” (vista fija en los zapatos)

En el ámbito instrumental este rock se dejó llevar, sobre todo, por la ciencia del sampleo y su capacidad transformatoria; por la fascinación por el aparato y su habilidad para reinventar la guitarra a partir de sus efectos, para convertir su sonido en algo etéreo, elevado y terriblemente romántico a través de telarañas de ambientaciones sonoras, de voces lejanas y fantasmales, como el estilo extraterrenal de quienes serían sus máximos representantes: My Bloddy Valentine.

Tal grupo irlandés (fundado en 1983 por Kevin Shields y Colm Ó Cíosóig, a quienes luego se unirían, después de un desfile de músicos, Debbie Googe y Bilinda Butcher), significó la perfecta unión de ruido, belleza e intensidad. La cual quedó impresa para siempre en el disco emblemático Loveless (de 1991). Una sofisticada obra de guitarras tratadas hasta el punto de parecer beats y con una atmósfera en gravedad cero.

Tal disco puso en la mesa la confirmación de su líder, Kevin Shields, como un talento visionario. El noise, el ambient y el free jazz fundidos sin prejuicios; epígonos bien avenidos en una disonancia de guitarras vaporosas, incorpóreas, volátiles, en cataratas de samplers y voces cargadas de vértigo. Uno de los momentos más grandes de la música.

Su magia elevó el puente entre el dream pop de los ochenta y la experimentación techno-ambient de la siguiente década. Los sonidos dieron entrada a letras inteligentes y dolidas: “La experimentación no tiene sentido sin el efecto emocional. Nuestra música alcanza tanto a la primera como a lo segundo”, dijo Shields en su momento.

Luego de un lustro en este trajín con agrupaciones como Bailter Space, The Nightblooms, The Boo Radleys, Catherine Wheel o Medicine, el shoegazing palideció –tanto como sus seguidores-, su presencia se redujo, pero no así su larga influencia que llega hasta la actualidad, celebrándose a sí misma y a sus generadores.

My Bloody Valentine es una agrupación que no se modifica ni trata de cambiar su estética básica (ya bastante sorpresa fue su intempestivo retorno luego de dos décadas con el tercer disco m b v). Las canciones que conforman su último álbum son reafirmaciones de su identidad. Contenidas en un trabajo calmo y sensual en el que, según el líder de la banda “Experimentamos llevando el volumen hasta un nivel cósmico. Empezó porque una vez estábamos ensayando y decidimos usar todos nuestros amplificadores y un pedal llamado Octavio que suena como un volcán en erupción. Lo hicimos una hora: la habitación vibraba, todo se caía y nuestro estado mental cambió, entramos en otro nivel de conciencia”.

VIDEO: My Bloody Valentine – Only Shallow (Official Music Video), YouTube (UPROXX Indie Mixtape)

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