Entre su primer libro, Un buen hombre en África, y Solo (el libro que festejó los 60 años de la serie literaria sobre el agente 007, el James Bond creado por Ian Fleming), pasaron 20 años en la carrera literaria de William Boyd (el último de un listado de escritores que, desde la muerte de Flemming, han perpetuado la serie de novelas del espía más famoso del mundo).
Luminarias aparte, Boyd es merecedor sin duda de la mirada atenta de los buenos lectores (sí, aún quedan algunos cientos diseminados por ahí, por fortuna). Y aquí es donde entraría el acercamiento a sus primeros trabajos literarios, donde se asientan las bases del gran escritor que ha llegado a ser.
Al publicar su novela satírica A Good Man in Africa (Un buen hombre en Africa, 1981), la primera, William Boyd (nacido en Ghana, en 1952) fue aclamado como uno de los talentos literarios jóvenes más brillantes de Inglaterra. Siendo comparado favorablemente con los textos de Evelyn Waugh y Tom Sharpe, y en particular con la novela Lucky Jim de Kingsley Amis, el libro ganó dos de los más importantes premios literarios de Inglaterra, el Whitbread y el Somerset Maugham.
En él retoma la tradición humorística del inglés torpe ubicado en un ambiente extraño a él, en este caso, un remoto consulado británico en África. Con todo, fue criticado por la falta de fuerza en el desarrollo del personaje principal.
Dicho “error” fue corregido con creces en su segunda novela, An Ice-Cream War (Como nieve al sol, 1982), ubicada en el frente africano de la Primera Guerra Mundial. Aquí el autor entrelazó las historias de seis personajes en un excelente equilibrio de sátira, humor negro y horror.
Además de los detalles históricos de la novela, son de alabar la seguridad y destreza con las que Boyd desarrolla su ambicioso tema, el carácter caótico y absurdo de toda guerra, y la narración compleja. Con técnica casi cinematográfica, alterna entre las historias de los seis personajes principales y sabe construir el suspenso narrativo.
Se observó asimismo que Boyd modera la exuberancia y tendencia a explayarse mostradas en su primera novela. El estilo ya pertenece a un escritor lo bastante seguro de los efectos que puede lograr como para evitar el extenderse sobre lo obvio. Ha descubierto su propia voz. Sólo el desarrollo de la psicología de los personajes despierta alguna polémica.
En tanto que se puede señalar una reprochable tendencia a limitarse a un perfil superficial de los mismos, confiando en la fuerza de la trama, igualmente se puede destacar su sutileza para el retrato psicológico a través de los acontecimientos y las corrientes históricas que constituyen los verdaderos protagonistas de sus historias.
La antología de cuentos On the Yankee Station (1981), aumentada para una nueva edición en 1984, dio la impresión de proceder de la pluma de un escritor novel. Esto no se refiere a la calidad de sus escritos, pues por muy trivial que llega a parecer algún tema siempre se apoya en una prosa divertida y fuerte, sino más bien a la impresionante variedad de enfoques, personajes y situaciones, que imponen la idea de ser obra de un joven autor experimentando con distintas soluciones a los problemas literarios que va enfrentando.
Su tercera novela, Stars and Bars (Barras y estrellas), vuelve a la fórmula del infortunado inglés en el extranjero, ubicándose ahora en Nueva York. La novela muestra un dominio asombroso de las costumbres, el lenguaje y el carácter peculiares del mundo estadounidense, sin perder nunca el firme control sobre su tema principal, la incapacidad del inglés para asimilar su nuevo ambiente. Todo expresado con gran sentido del humor.
El éxito comercial de esta novela se atribuyó al hecho de estar poblado con personajes tan reales que incluso al lindar la trama con lo fantástico el lector no pierde nunca el sentido de encontrarse en un mundo completamente humano.
Mediante estos primeros libros, Boyd se estableció firmemente como un escritor de capacidad impresionante y original. Su tema predilecto es el conflicto entre culturas extrañas, pero invariablemente lo trata en formas impredecibles y llenas de imaginación. Es heredero de la tradición establecida de la ficción humorística inglesa, pero dentro de ella definitivamente tiene una voz propia.
Escribe con sátira mordaz y hace agudos comentarios sociales, pero al mismo tiempo observa a sus personajes con un afecto raro en este tipo de ficción. Hay pocos escritores de cualquier nacionalidad cuya obra ofrezca desde entonces más placer y satisfacción. Su reciente novela Love is Blind, apareció el pasado mes de septiembre del 2018.
El autor noruego Knut Hamsun (nacido como Knud Pedersen en Lomnel Gudbrandsdal, 1859 y fallecido en Grimstad, en 1952) se presentó en la redacción del periódico Politiken en el otoño de 1888 con un manuscrito incompleto, y lo ofreció al editor de folletines Eduard Brandes.
Cuando éste comenzó a leer, comprendió que tenía una joya literaria entre sus manos, una obra que superaba a todo lo escrito hasta entonces y quizá única en su género en cuanto a su construcción total. Al día siguiente entregó las hojas a la revista Ny Jord, que las publicó en forma anónima en noviembre de 1888 bajo el título de Hunger (Hambre), produciendo una enorme sensación con cada entrega. La edición como libro apareció en 1889.
Fue un texto que surgió como una tromba para descubrirle al mundo insospechadas rutas para la literatura. ¿Cómo? El autor escandinavo le dio voz y grandes monólogos interiores a un hombre camino a la locura, debida al hambre omnipresente que lo atosiga, mitigada sólo en contadas situaciones, como cuando consigue que le publiquen algún artículo en un diario. En el ínterin deambula sin ton ni son por las calles de la ciudad.
Esa es la trama. Un individuo, que es escritor, abandona su miserable habitáculo y se echa a la calle sin saber si ese día tendrá algo que llevarse al estómago, bajo el prurito de la pura sobrevivencia y confesándose a sí mismo, con pasmosa futilidad, sus desaventuras y contratiempos.
La atmósfera que Hamsun consigue tiene una vibración única, donde las circunstancias terribles que impactan in crecendo al lector, son paliadas por la levedad de espíritu y sinceridad del protagonista.
Al narrador lo apreciamos por ser un justiciero de sus principios, que discute consigo por lo que siente que está bien hasta el cansancio, enfrascándose en una lucha dialéctica ante la desesperanza. Porque, desde su perspectiva, todo es trivialidad, tonterías, situaciones incómodas, dentro de una estructura narrativa circular (genialmente resuelta en obsesivos y magníficos monólogos) y sin ningún tapujo emocional.
Hambre es, asimismo, un testimonio de la psicofisiología de la conducta humana o, como lo expresaría más tarde el mismo Hamsun (protagonista de la misma), se trata del «misterio de los nervios en un cuerpo famélico».
Este último ya no es un sistema intacto, de acción, capaz de valorar situaciones y de responder a ellas en el sentido de las expectativas del ambiente; en efecto, ese “yo” parece que ya no se halla en el mismo mundo de los demás. Mientras tanto a su alrededor se han colocado barreras invisibles que lo mantienen cercado dentro de un aislamiento que ya no comprende y confunde aún más (la soledad en medio de la multitud).
VIDEO SUGERIDO: George Harrison – “Bangladesh”, YouTube (mac3079b)
Hamsun, cuando lo escribió, ya había pasado hambre como hijo de una familia campesina, y anteriormente sufrido el fracaso y la soledad. Antes de cumplir la treintena ya había rodado por el país y laborado como zapatero, vendedor ambulante y picapedrero, entre otros oficios para ganarse la vida.
Cuando se le presentó la oportunidad emigró hacia los Estados Unidos en 1882, pero la nostalgia, el apego al terruño y su provincianismo lo hicieron volver a Noruega en 1888. Definitivamente las grandes ciudades no eran para él. Por otro lado y sin lugar a dudas, la obra tiene otro mérito a contracorriente del romanticismo implícito: la recuperación.
Con la reflexión y contra toda experiencia desalentadora le concede a la vida en sí misma una supremacía esencial frente a la muerte. Lo que planteó un pensamiento nuevo en la naturaleza del arte: la novela psicológica.
Este autor noruego obtuvo en 1920 el Premio Nobel de Literatura. La herencia de verdad profunda que emite esta obra, influyó enormemente en escritores tan disímbolos como, Henry Miller, Ernest Hemingway, Franz Kafka, Charles Bukowski o Isaac Bashevis Singer, por mencionar a algunos que lo nombraron entre sus más ricas filias, así como la admiración de otros (Thomas Mann, Paul Auster), que a pesar de su desbarres políticos, que son otra e infame historia, se mantuvieron intactas.
El rock, por su parte, tiene con Hamsun la misma deuda que cualquier lector. Sin embargo, la cuestión del hambre casi no la ha tratado de manera individual, pero sí lo ha hecho en sus implicaciones colectivas. Y lo viene haciendo desde que Bob Dylan puso a Woody Guthrie como su referencia.
El folk retrató con las letras de este cantautor las miserias y penurias de los desposeídos, de los miserables, de los pobres expulsados de la maquinaria del desarrollo, de los marginados por el sueño americano y el capital.
El folk rock, primero, y las corrientes del heartland rock y de la dark americana e indie, a la postre, han puesto estas consideraciones en la lírica de su temática (el country y la canción de protesta lo han hecho por su parte). Infinidad de músicos han hablado de la cuestión.
Desde el ya mencionado Dylan, Bruce Springsteen, Los Lobos, JJ Cale, los Klezmatics, Wilco, Anti-Flag, Meat Puppets, Fleet Foxes, Iron & Wine, Bon Iver, Ani DiFranco, Elliott Smith, Billy Bragg, y un largo etcétera.
A través de este canto rockero se manifiesta el hombre sin mayor cosa que su propio trabajo, la voz de aquél al que ni el destino, ni su medio han podido sacar de la cuneta, pero cuya voluntad férrea lo lleva a sobrevivir.
De esta manera el género ha sabido llegarle a la gente hablándole de sus problemas, de sus esperanzas y de sus luchas. Es la música que primeramente ha elevado al mundo sus cantos por la paz, su compromiso con el otro y de ayuda para el necesitado.
Y lo ha hecho no sólo con su materia prima sino también de facto con los festivales benéficos que él mismo ha generado, comenzando con aquel Concierto para Bangla Desh, país que padecía el azote del hambre, las epidemias y la indiferencia del mundo, excepto la de los rockeros que se reunieron con ese propósito solidario, organizados por George Harrison.
Para continuar hasta el modelo que creó la épica de Bob Geldof: el Live Aid a beneficio de Etiopía. Un macro concierto simultáneo en el Reino Unido y en la Unión Americana, televisado en vivo a (prácticamente) todo el mundo, con diez horas de actuación y con figuras de primera línea.
Desde varios puntos de vista fue un éxito: en el musical con momentos inolvidables, en el mediático-planetario (por la trasmisión vía satélite) y marcó, además, una fórmula a futuro (el Farm Aid, el Live 8 o el Live Earth, de la actualidad, son un derivado de aquello). Y desde la perspectiva de la movilización, puso su grano de arena para concientizar sobre la lucha contra la pobreza, el hambre y la desigualdad dentro del capitalismo salvaje.
Lo que queda demostrado, con ambos ejemplos, es la capacidad del rock para unir esfuerzos por motivos sociales y humanitarios, el único género capaz de hacerlo. En la cauda quedan aquellos esfuerzos que enseñaron al mundo lo que los individuos y su voluntad son capaces de hacer; lo que un puñado de músicos en plan generoso pueden realizar y finalmente la pública toma de conciencia sobre una realidad lamentable e inadmisible: el hambre.
Al rock le duele el mundo. Y como sugiriera Hamsun en su libro canónico, busca el alivio con la reflexión y el acto.
VIDEO SUGERIDO: LIVE AID 1985 (El mejor Concierto de la historia del Rock), YouTube (mrJalmore)
La División de Ciencias Sociales y Humanidades de la UAM Azcapotzalco puso hace algunos años en circulación (Colección Temas y Variaciones de literatura, 1991) un relato (que se supone el último) publicado por Samuel Beckett (1906-1989).
Lleva el título de «Sobresaltos” (en la traducción no se anota de dónde fue tomado ni la fecha de su publicación original), y es un buen ejemplo del quehacer literario beckettiano en un texto muy escueto y depurado, siempre a la orilla entre la intensidad y el laconismo.
«Nada es más divertido que la desdicha», afirmó alguna vez uno de sus personajes, y en este brevísimo relato el autor manifestó –una vez más– la belleza estética que se refocila en la desolación.
«Sobresaltos” es un texto obsesivo, pero también muy lúcido. En él hay una voluntad por rastrear su sentido hasta el fin. Mantiene una misteriosa y profunda tensión que alimenta a una prosa enérgica, lo que da una vida interior propia y personal al protagonista, mostrándola como un instrumento perfectamente dominado, capaz de comunicar el fascinante drama de una inteligencia en acción «presa de la incertidumbre en la soledad absoluta».
Un relato sobre nuestro tiempo que en apariencia desborda su tema, pero de forma precisa porque sólo así puede entregarnos su significado.
El sonido puede ser prodigioso, también un regalo abstracto, una dádiva. Su música se hace espacial y sensible en la interpretación de la voz humana como instrumento con el canto, igual que la palabra en el teatro, en una lectura de narrativa o poética, lo mismo que en un buen discurso o plática.
Escuchándolo se empieza a entender de verdad toda la tremenda comprensión que hay en el arte sonoro, la tensión física requerida y expresada por él de modo que infinitas cosas puedan caber en los pocos minutos de un track, de una pieza teatral, de un cuento o fragmento verbalizado o de una idea expresada con voz sabia, intensa y llena de color.
Todo ello ayudado por los cortos segundos de silencio entre sus pluralidades, desde la percusión más bronca hasta la frágil melodía, desde la complicación suprema a la pura sensación etérea de una maestría que se escucha y se disfruta. Al hacerlo no queda más que aplaudir lo oído espontáneamente y tratar de guardar algo de su esencia en la aún más quebradiza memoria, plagada de esas ilusiones.
Ejemplos tengo muchos, como cualquier persona. Pero hoy me gustaría contar uno que me sucedió hace unos años cuando fui a una charla impartida por Paul Auster, aquí, en Ámsterdam. Debo confesar que es uno de mis más caros autores, casi un ídolo, así que me afané para asistir a tal evento.
Dejé mi bicicleta justo a las afueras del Museo de Ana Frank –donde encontré el lugar para estacionarla que quizá no tendría en la calle de la cita–. En el cruce donde se encuentran dos de los canales más vistosos de la ciudad: el Prinsen y el Bloemgracht.
Atravesé el puente cercano y me adentré en el antiguo barrio del Jordaan —famoso por ser quizá el más bohemio y artístico de la ciudad—. Era de noche pero el sol aún brillaba con permiso del verano. El recorrido hasta la Eerste Egelantiers Dwarsstraat, donde se ubicaba la librería a donde iba, lo hice por la Tweede, la segunda del mismo nombre, una calle anterior.
Hay numerosos bares y restaurantes concentrados en pocos metros. Heineken, Palm, Dam, Amstel, son las cervezas más anunciadas en el discreto neón de sus escaparates. En la esquina se encontraba Backbeat, la tienda de discos en vinil especializada en músicas blues, jazz, soul, rhythm & blues, ya desaparecida. Se escuchaban los sonidos del nuevo álbum de Lisa Bassenge: A Sigh A Song.
Doblé a la derecha y transcurrí por varios locales de ropa de ocasión. El clima estaba templado y había mucha gente en las mesas de las terrazas que daban a la calle. Llegué al número 52. Ahí se presentaba Auster esa noche. Encima del local se observa –todavía—una placa grabada con una mano sosteniendo una pluma. De hecho esta casa que data de 1630 es conocida como La Casa de la Mano Escribiente, que alude a la actividad literaria de su propietario original.
El sitio –que con el tiempo volvió al rubro de casa habitación haciendo desaparecer la librería– mostraba en sus vitrinas toda la bibliografía del autor neoyorkino. Destacaba por una iluminación especial su Trilogía: Ciudad deCristal, Fantasmas y La Habitación Cerrada. Textos de los años ochenta. “De cuando Nueva York era otra”, según el propio escritor. En mesas y paredes la obra de Auster totalmente traducida al holandés. De hecho, el evento aquél enfatizaba la presentación de Book of Illusions, la más reciente edición en ese sentido.
Haber llegado con anticipación me dio la oportunidad de hojear algún volumen y de encontrar asiento. Quince minutos después el sitio estaba a reventar. Circuló entonces el vino de honor. Aquí dicho vino se comparte al principio y no al final de las lecturas, como en otros lugares en el mundo.
VIDEO SUGERIDO: Paul Auster on Walking, YouTube (Alex George)
Por fortuna no estábamos en época de lluvias y esa noche, seguro, no le sucedería a Auster lo mismo que en 1991, cuando estuvo en la ciudad por primera vez y cuya efeméride rememoró en el libro autobiográfico, Diario de Invierno, del cual cito el siguiente fragmento:
“Y ahí estás, hace 21 años, recorriendo las calles de Ámsterdam camino de un acto que han cancelado sin tu conocimiento, procurando cumplir diligentemente con el compromiso que has contraído, a la intemperie, en lo que después se denominó la tormenta del siglo”, escribió el autor.
“Un huracán de tan virulenta intensidad que al cabo de una hora de tu desacertada y terca decisión de atreverte a poner el pie en la calle, en cada esquina de la ciudad habrá grandes árboles arrancados de raíz, chimeneas que caerán al suelo y coches que saldrán volando de su estacionamiento.
“Caminas de cara al viento, tratando de avanzar a lo largo de la acera, pero a pesar de tus esfuerzos no logras moverte. El viento arremete contra ti, y durante un minuto y medio te quedas inmovilizado”. No. En esa noche definitivamente eso no pasaría, me traté de tranquilizar.
El poder de convocatoria de Auster era patente. Ya tenía fans como novelista, como poeta, como editor, como ensayista, como guionista y director cinematográfico. Las mujeres más hermosas del mundo estaban ahí, aguardándolo. ¿Atraídas por el Libro de las Ilusiones; por esa historia del escritor y profesor de literatura que tras la muerte de su familia en un accidente se refugia en la investigación sobre un cómico del cine mudo que desaparece misteriosamente?
¿O quizá por el autobiografismo posmodernista que Auster le ha dedicado a su narrativa metaficcional? ¿O por sus juegos de intertextualidad y exploración de los límites y fronteras entre la realidad y el lenguaje? Ellas se guardaban la respuesta para sí. Mientras tanto, llevaban las copas de vino blanco a los labios, volteaban por enésima vez hacia las puertas que daban acceso al lugar, y esperaban.
Auster se presentó cinco minutos antes de la hora señalada: las 8 PM. Era (es) un tipo alto, fuerte, elegante. Con una mirada dura e inteligente. Cada movimiento o gesto suyo, resultaban sofisticados, reflexivos. Se me figuró una especie de Robert Mitchum de las letras. Duro también, con humor mordaz y espíritu crítico. Estrechó algunas manos. Se sentó en una silla tallada. Le dio un trago a la copa de tinto y atendió a la introducción que su editora hizo hacia el público heterogéneo.
Al terminar la corrigió, amable, y dijo que no hablaría sobre la literatura como arte (como subtitulaba el cartel publicitario del encuentro), de la cual señaló no saber casi nada. Se escucharon las risas del respetable, que sí sabía acerca de sus agudos ensayos y estudios monográficos sobre diversos autores (Beckett, Kafka, Céline, Proust).
Dijo, en cambio, que charlaría mejor sobre su reciente libro —“Una síntesis de mi quehacer narrativo”—, en el cual trataba los temas que más le han interesado en la vida: la soledad, el hambre, el azar, el abandono y la desintegración del individuo, teniendo como telón de fondo a la ciudad y la palabra como interconexión.
Habló pausada y claramente. Hubo humor seco, destilado, en lo que decía. El cine, la música (el jazz) y Nueva York eran (son) sus influencias directas, sostuvo. Tuvo frases favorables para el compromiso del escritor con sus lectores, “a los que siempre debe dignificar con el buen uso del lenguaje”, dijo; y duras críticas para “la estupidez del gobierno estadounidense y sus acciones”. Palabras cargadas de realismo, de rayos y centellas.
Palabras que ha obsequiado pródigamente desde hace 40 años mediante su trabajo. La hora y media en la que expuso todo eso se fue como agua, como la lectura de sus libros. Terminó la plática, hubo aplausos atronadores y largas filas para obtener una firma en el libro preferido.
A mí, la mitomanía me ganó y le solicité, absurdamente, además de una firma que me obsequiara una palabra, la que se le ocurriera en ese momento: «Sonido», dijo fríamente luego de un segundo. Así que el tal vocablo está en mi anaquel de trofeos desde entonces y al cual regreso una y otra vez.
Auster salió de aquel recinto. Se subió a un taxi Mercedes Benz negro, que ya lo estaba esperando, y se enfiló tranquilamente hacia la prometedora noche amsterdamesa.
VIDEO SUGERIDO: “El Libro de las Ilusiones” Paul Auster, YouTube (CineArte y Cultura)
Jean-Jacques Rousseau escribió en 1762 el libro Emilio o De la educación, un tratado filosófico sobre la naturaleza del hombre cuyos novedosos conceptos causaron fuertes polémicas en la Europa de aquellos tiempos, en que la instrucción era un asunto rígido y para unos pocos. Hasta la fecha las secuelas de tal escrito aún perviven dentro de la cultura de Occidente en general. Tanto que las celebraciones por los 300 años del onomástico de su autor, como los 250 de dicha publicación, fueron por todo lo alto en diversas partes del planeta.
Suele citarse a Rousseau (nacido el 28 de junio de 1712 en Ginebra, Suiza) como el más grande entre quienes celebraron la fuerza inocente de “lo natural”, de los instintos. Lo que hizo este ilustrado fue arropar lo primitivo con el vestuario sentimental que se ha usado desde entonces. A su época se remite la veneración por los niños, los (nobles) indígenas, los animales y otras formas de vida consideradas como más cercanas al origen mismo del ser humano.
El Noble Salvaje (indígena) rousseauniano sigue con vida en crudas popularizaciones por demás exitosas, como en las novelas sobre Don Juan de Carlos Castaneda, y en reputadas obras de ficción antropológica, como Coming of Age in Samoa de Margaret Mead y Tristes Trópicos de Claude Levi-Strauss.
La vulgarización del mito de lo primitivo (sabio, pacífico, digno), antes propiedad exclusiva de poetas e intelectuales, dio a luz cien años después también a encarnaciones del Noble Salvaje como el Uncas de James Fenimore Cooper (en El último de los mohicanos) hasta Tarzán de Edgar Rice Burroughs y el héroe de cómic Conan el Bárbaro.
Los animales, por su parte y también desde Rousseau, consiguieron mantener su status literario y en las fabulas didácticas. En lo popular, el comic y los dibujos animados más mediáticos siguen la pauta de sus directrices.
Su herencia de pensador radical está probablemente mejor expresada en sus dos más célebres frases, una contenida en el libro El contrato social: “El hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado”; la otra, expresada en el citado Emilio: “El hombre es bueno por naturaleza”. De ahí su idea de la posibilidad de una educación en libertad y lejana de atávicos formalismos.
Hoy, este último volumen se considera el primer tratado sobre filosofía educativa en el mundo occidental. La obra del enciclopedista fue revolucionaria, con la intención expresa de que sus propuestas fueran aplicables a todos a fin de formar “buenos ciudadanos”, lo que la convirtió en el primer texto que expresara abiertamente las concepciones liberales de la época (una monarquía absolutista) en materia educativa. Dado eso, no sorprende que la obra fuera quemada en público tras su aparición.
Emilio sirvió como inspiración para los siguientes sistemas educativos de diversas naciones. La sugerencia de que los padres en general, y las madres en particular, deben participar en la educación de sus hijos –en lugar de tutores o profesores privados, como era la costumbre– fue revolucionaria, al igual que hablar de la perfecta relación entre profesor y discípulo o de esa técnica que se puede ver hoy como antecedente del Método Montessori, de aprender a través de los juegos.
El rock, como cultura viva siempre en evolución, tomó en los años cincuenta del siglo XX algunos postulados de Rousseau para su propia concepción y los electrificó.
VIDEO SUGERIDO: Jerry Lee Lewis – High School Confidential (High School Confidential movie – 1959), YouTube (John1948SixC)
El anarquismo romántico de aquel pensador se imagina un universo en el que sabiduría es sinónimo de energía; y en el rock, lo mismo que en el suizo, la energía y la sabiduría no se fomentan por medio de la educación restringente sino a través de la abolición de la misma. En la mitología del género, las escuelas mutilan el instinto y matan por igual a la energía y a la razón. Ergo: El rock enseña mejor las realidades de la vida que la academia.
Se trató, pues de la segunda confrontación entre la autoridad condicionante y la naturaleza rebelde e instintiva de la juventud (la primera fue contra los padres).
Los supuestos en los que el rock and roll basó su etapa clásica estuvieron bien establecidos en aquella primera época: glorificación de la juventud, rechazo al tedio, celebración de la energía y odio hacia la educación formal e impositiva (a mediados de los años sesenta aquella perspectiva se transformaría).
En la película High School Confidential de 1958, la toma inicial pinta un ambiente de ordenada actividad adolescente ante el telón de fondo de una ordinaria preparatoria estadounidense, en la que las simetrías de su arquitectura construida en ladrillos rojos encarnan la razón sólida. De repente pasa un camión de plataforma con Jerry Lee Lewis cantando «¡Vamos a sacudir las cosas esta noche!». Jerry Lee no vuelve a aparecer en el resto de la cinta.
En lo que a la lógica de la trama se refiere, su aparición es completamente gratuita. No obstante, de acuerdo con los cálculos metafóricos de la cinematografía, su paso por ahí puso en movimiento, mejor que páginas enteras de diálogos, el conflicto entre la disciplina con la cual la sociedad somete a los instintos y el impulso juvenil el cual, a su vez, quisiera ver consumida aquella reserva entre “Grandes bolas de fuego”.
Señalada su entrega ontológica a lo instintivo, la hostilidad del rock hacia la educación en tales sentidos fue una consecuencia natural. En una película filmada en 1955, Blackboard Jungle (donde se escuchó por primera vez el sonido del rock en la pantalla), ya aparecían los desaguisados entre ambos y se mantendrían así hasta su punto culminante en la cinta The Wall (de Pink Floyd). El cine comprendió rápidamente la antipatía que existía entre el sistema educativo restringente y el rock.
Las canciones de Chuck Berry, Jerry Lee Lewis y The Coasters, entre otros, le pusieron letra a todo aquello. En el rock de los años cincuenta, al igual que en la prédica de Rousseau, el sentimiento debía prevalecer ante la razón, que era un freno del sentimiento mismo. El filósofo se lamentaba de que la sociedad occidental invirtiera los papeles naturales de los elementos mencionados, asignando a la imaginación un papel subordinado a lo restrictivo.
“Todo es bueno al salir de las manos de la Naturaleza; todo degenera en las manos del hombre”, escribiría tal autor. Vivir no significa respirar sino actuar, usar nuestros órganos, nuestros sentidos y facultades, todas las partes de nosotros mismos que nos dan el sentimiento de nuestra existencia, reflexionaría Rimbaud, su legatario (y lengua postrer del género musical), cien años después.
Por lo mismo, el rock and roll también respetaba la razón, pero en el lugar que le correspondía. El respeto que muestró hacia el pensamiento no contradijo su energía particular. La aversión primaria de tal música a la educación no constituía una sustitución bárbara de la razón por el caos. El rocanrolero supo desde el principio apreciar la razón, tal como lo hizo Rousseau, pero asignándola a «la circunferencia exterior de la energía», esa fuerza vital enarbolada por tal generación, para que no la constriñera.
Al igual que aquel ideólogo europeo, el rock odió en sus primeros años el sueño en el que querían alojar su energía las cortapisas paternas y académicas, y acusó a sus educadores y maestros de inducirlo con todas sus reservas. La energía, que lleva a la razón de sí misma, duerme cuando el sentimiento que le inspira vida es atado por las estrechas categorías de un orden educativo inconveniente.
De ahí el grito liberador en “High School Confidential” o “”Great Balls of Fire” de Jerry Lee Lewis; del hartazgo en “Too Much Monkey Business” o “Almost Grown” de Chuck Berry o las emociones contenidas en “Yakety Yak” o “That’s Rock & Roll” de los Coasters.
Expresiones que se extenderían en el tiempo hasta el “School’s Out” de Alice Cooper; el testimonio del «No Surrender» de Springsteen o la exclamación estentórea de: «Oye, maestro, ¡deja en paz a esos niños!» por Roger Waters (Pink Floyd), traducciones culturales más que elocuentes de aquel Emile canónico de Jean-Jacques Rousseau.
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A mediados del siglo pasado el autor francés Gustave Flaubert (1821-1880) le escribió a su colega George Sand lo siguiente: «Usted no sabe lo que significa estar sentado todo el día con la cabeza entre las manos, devanándose los sesos por encontrar una palabra». Desde entonces esta queja sobre el tormento de escribir aparecerá siempre en su correspondencia.
Efectivamente, durante días enteros Flaubert se paseaba entre los muebles de su casa para que le llegaran los pensamientos. En una semana producía apenas dos páginas. Jaquecas, dolores de estómago, serias perturbaciones y depresiones nerviosas lo castigaban, y siempre le quedaba la duda en sus textos de nunca escribir lo que realmente quería.
Como él mismo sabía, su vida era absurda, demencial y estaba sometida a una moral ascética impuesta por él mismo, que lo mantenía erguido y que lo derrumbaba al mismo tiempo. En medio de un mundo para él necio, embustero y vulgar, quería crear en el arte un campo de autenticidad. Prefería morir antes que abandonar el deseo de buscar siempre la única palabra correcta; prefería dejarse desollar vivo antes que escribir un lugar común, un cliché, una frase hecha.
A un fragmento de sus obras, el Diccionario de lugares comunes, Flaubert quiso hacerlo la segunda parte de una novela, también fragmentaria, sobre sus dos personajes Bouvard y Pécuchet, devotos de la ciencia y dedicados al estudio. Así pues, en 1850 explicó en una carta a su amigo Bouilhet el plan de un prólogo irónico sobre su «evangelio del desprecio», en donde escribiría con la intención de devolver al lector «a la tradición, al orden y a la convención».
Dos años después le escribió a Louise Colet que el dicho Diccionario de lugares comunes debería registrar, en orden alfabético, todo «lo que hay que decir en sociedad para ser un hombre decente y amable». Ante tal acumulación de trivialidades –pensaba Flaubert– uno debería sobrecogerse tanto que no se atreviera a hablar más, «por miedo a utilizar una de las frases que se encuentran contenidas en él».
Según el modelo del libro se obtendría así, mediante la técnica de la cita desenmascarada, a grandes rasgos, una enciclopedia de las habladurías, clichés, frases sobadas y lugares comunes, que manifestaran claramente la estupidez de la sociedad sin necesidad de comentario alguno.
El Diccionario de lugares comunes de Gustave Flaubert se volvió así históricamente moderno e indicador del futuro, porque en él nos encontramos con un escritor que no cuestiona a la sociedad en sus individuos, instituciones o formas de conducta, sino en el sustrato anónimo del lenguaje.
Hoy en día, gracias a la lingüística y a la crítica ideológica, se ha diferenciado y agudizado este punto de vista, y el lenguaje, en cuanto sistema de prejuicios y modelos de experiencia, en cuanto escondite de significados parasitarios, en cuanto potencia donante de la conciencia, se ha convertido en un tema principal de la literatura y representa, formalmente, el desprecio por las trivialidades inmensas de conversaciones que giran en torno a sí mismas.
Los estudiosos de la lingüística social han referido al respecto el siguiente argumento: «Es fácil reírse del múltiple y aparente saber de las mayorías o convertirlo en objeto de estudio y observación; sin embargo, no debe pasarse por alto en qué medida la supuesta cultura humana está basada, de hecho, en esos lugares comunes, prejuicios e ideas preconcebidas confirmados por ese mismo consenso general…»
De esta forma la risa se torna en mueca y esta argumentación devuelve la razón al horror de Flaubert ante los convencionalismos de la charlatanería común, pues nos presenta desnuda a la necedad como tal, socialmente hablando.
El arte y la literatura han tenido siempre el objetivo de liberar al lenguaje de las rutinas alienantes y proponer a la sociedad opciones acerca de sí misma; son la contraparte a tanta tontería que utiliza gustosamente toda perogrullada y también lo cursi y que convierten los formalismos en hábitos y en costumbres patéticas (sobre eso Flaubert estaba consciente de manera dolorosa). Si no, compruébese leyendo, viendo u oyendo actualmente cualquier medio masivo, sobre todo Internet, distribuidor indiscriminado y mayoritario de lugares comunes en todos los sentidos de la vida humana.
Ninguna acción resume mejor el delicado equilibrio de la adolescencia que el hecho de fugarse. Quienes han practicado este desafío saben, como cualquier náufrago, que la huida es un salvavidas que permite desafiar la gravedad y la ley y significa el primer mandamiento de la autodefinición: lo peor que te puede pasar cuando huyes es encontrarte con tus fantasmas y finalmente contigo mismo.
La huida es la búsqueda de la propia identidad. Y esa es precisamente la aventura de Holden Caulfield en la novela The Catcher in the Rye (El guardián entre el centeno) de J. D. Salinger, quien pasa por esa edad tan crítica llena de confusión y desfogues.
Holden es un joven iracundo cuya confusión es más que nada clarividencia. Con ella se rebela contra los valores de la sociedad que le ha tocado vivir, contra la educación que le ha tocado recibir y contra los adultos y sus reglamentaciones. Ante todo ello siente un asco existencial y rechazo ante el vacío y el conformismo que lo rodea.
En los tres días que dura la fuga hacia ninguna parte reflexiona sobre su total desilusión, su incapacidad para saber qué hacer con su vida, su insatisfacción perenne y su aburrimiento apocalíptico. Dicha experiencia conformará uno de los libros más entrañables de la literatura.
En eso radica gran parte de su status como libro de culto, en el lenguaje de un narrador que supo inscribir con lucidez magistral los angustiosos avatares de un muchacho con sentido del humor irónico y mordaz.
Es un gran plano-secuencia que sigue al protagonista hombro con hombro para mostrar de primera mano ese mundo de la temprana juventud, con desparpajo y sin intención de dar ejemplo. Todo es cotidiano, con miedos y sin heroicidades. Verosímil. El arte del equilibrismo adolescente como una forma de educación sentimental.
Por eso se le pone en la línea de los mejores textos de formación, porque cuando se elige la autoconfesión con la fuerza de la sangre en el fondo se está hablando de la propia fragilidad. Al usar el bisturí del cinismo y exponerse uno mismo, como lo hace Holden, al mismo tiempo se expone al otro. Porque quien actúa así es “un loco que dice la verdad, cargado de miedo y de furia”, en palabras shakespeareanas.
El guardían entre el centeno es un libro que abrió ojos y oídos. Eso es algo que pasa pocas veces. Ilumina con sus pasajes, con su personaje y con la obra entera. Es una obra que ensancha el corazón. Por eso se le ha traducido a infinidad de idiomas. Por eso se ha escrito tanto sobre el libro y su autor y se han publicado cientos de cartas enviadas a Salinger por admiradores, críticos y escritores.
Por eso el rock ha hecho de este texto parte de su canon. En él se encuentran los mismos dragones contra los que ha luchado quijotescamente el género desde sus fundamentos: las categorías opresivas de la moral, la historia, la educación, la clase, la tábula rasa, la religión y el orden. La rebeldía de ese interior contra dicho exterior castrante y abismal necesita un guardián.
Si la canción “Helter Skelter” de los Beatles fue exorcizada por U2 del maleficio mediático que de facto había lanzado sobre ella el psicópata Charles Manson (desde 1968, la fecha de sus salvajes asesinatos, hasta 1988, cuando el grupo irlandés la interpretó), muchas agrupaciones en diferentes épocas han intentado hacer lo propio con The Catcher in the Rye en la Unión Americana.
Este libro fue azotado primero por la censura (que lo prohibió por considerarlo inmoral, grosero y hasta pornográfico), luego por el sistema educativo (que lo borró de sus acervos bibliotecarios y como motivo de estudio literario en preparatorias y universidades, agregando el de “mala influencia” y “denigrante uso del lenguaje” a los anteriores epítetos)
Y, finalmente, por la policía que después de sonados casos puso el texto dentro de los perfiles que acompañan a ciertos criminales, ya que una sarta de perturbados han esgrimido el libro para argumentar sus fechorías.
Empezando por Mark David Chapman, enfermo mental y frustrado suicida quien en 1980, al ser arrestado tras asesinar a John Lennon, llevaba entre sus pertenencias un ejemplar del libro. Por el estilo se puede mencionar a John Hinckley Jr, otro obseso de dicha lectura, quien intentó acción semejante contra el entonces presidente Ronald Reagan. O Robert John Bardo o Asmodi Acevedo, tipos semejantes.
Como se ha visto, la obra de Salinger ha propiciado lecturas diversas e incluso perversas; de estas últimas los archivos policiacos tienen las fichas que hablan de pobreza y retorcimiento en el análisis de las palabras, de las emociones, de los comportamientos.
De las primeras y más edificantes están las de esos grupos que han vivido la lectura de la obra con intensidad, como una aventura total, en la que se han metido bajo la piel del personaje y en su propia interpretación van de la intimidad, de aquello que le sucede y pertenece a un individuo, a la profundidad que se extiende hasta lo colectivo y universal.
Los años ochenta tuvieron entre sus representantes a Indochine, una banda del país galo que inició sus andares con la década y con el estilo que preponderaba en aquel entonces: la new wave. Para festejar sus diez años de existencia y a sus influencias literarias lanzaron al mercado el álbum Le Baiser, el cual contiene la pieza “Des Fleurs Pour Salinger”, en la cual hablan con respeto de la tendencia ermitaña del escritor y critican la estupidez mundana por tratar de conocer sus entresijos.
En 1989, Billy Joel presentó al público su L.P. Storm Front, un energético trabajo en el que destaca la canción «We Didn’t Start the Fire», una lista de acontecimientos y personajes desde el año de su nacimiento (1949) en la cual subraya cómo el mundo ha cambiado con ellos, incluyendo en dicha lista la novela de Salinger. Se trata de un collage sobre el lado mezquino y estrecho de miras del American way of life, con muchos juegos de palabras y un rock de fuertes raíces urbanas.
De la misma época es el disco Paul’s Boutique de los Beastie Boys, cabeza del emergente hip hop. Dejan atrás al punk para ensamblar un todo heterogéneo: melodías sesenteras, drum‘n’bass, triphop, el funk, el rap al estilo de la vieja escuela y la psicodelia.
En esta mezcla, de las más complejas obras de la era del sampling, está inscrito el tema “Shadrach”, cuya lírica refleja su simbólica visión sobre la vida urbana. Ahí aparece una frase (“Got more stories than J. D. got Salinger, I hold the title and you are the challenger”) dedicada al escritor. Un capricho musical que le habla a la imaginación y al futuro.
La década de los noventa la festejó con el indie, que se consolidó como un movimiento de opinión en voz de jóvenes músicos que conformarían grupos representativos como: Too Much Joy, The Offspring y Green Day.
Ello significó la fusión del punk con el pop en diversos niveles y sus letras hablaban de temas ligados a la adolescencia (identidad, amor, sexo, desmadre, escuela, relaciones familiares, autoridad, actitudes rebeldes e irreverentes, la ciudad), con el ambiente sociopolítico como telón de fondo.
Es decir, su música hablaba no sólo de sacudir las cosas sino también de liberalizar costumbres, combatir prejuicios, derribar tabúes, desacralizar instituciones, censurar guerras y enarbolar alguna causa mundial.
Los tres grupos mencionados tuvieron a Salinger como una de sus principales influencias y a él o a The Catcher in the Rye le dedicaron alguna de sus piezas. Too Much Joy lo hizo en el disco Cereal Killers; The Offspring en su álbum Ignition. Mientras que Green Day lo hizo en su segunda obra llamada Kerplunk!.
Con el nuevo siglo surgió la heterogeneidad y una vocación “natural” por el exceso como destino del arte. La imagen del futuro musical en el horizonte de la misma, con todo lo que representa como metáfora, irá acompañada de literatura en la imaginación, de la música que a cada uno le provoque esa fantasía amalgamada. En el caso del rock, tres de sus representantes escogieron a Salinger y a The Catcher in the Rye para introducir nuevas referencias en él.
Se trata en primer lugar de The Divine Comedy, un grupo irlandés en cuyo concepto estético primigenio (el pop de cámara por demás barroco, en el que caben todos los instrumentos sinfónicos) la literatura fue fundamental; con él le dedicó al personaje de Holden Caulfield el tema “Gin Soaked Boy”, con influjo romántico y decadente.
En segunda instancia se encuentra Bloodhound Gang, antítesis del anterior al utilizar el humor y la comedia, que lanza agudezas sobre la sociedad actual y sus desatinos sobre el individuo. “Magna Cum Nada” parafrasea al autor neoyorquino.
Y en tercer término, más la obra (Chinese Democracy) que el conjunto (Guns’n’Roses) ejemplifica aquello del monumento al exceso, sí, pero también a la voluntad creativa. Y por ahí aparece “Catcher in the Rye”, pieza que, como los tiempos lo piden, es una anabolización, una reinterpretación en clave de hipérbole donde todo parece supurar demasiada intensidad y demasiada trascendencia, pero contra todo pronóstico la operación de Axel Rose funciona.
Lo cual representa una paradoja, justo cuando J. D. Salinger combatía a favor del anonimato que lejos de representar una exclusión social, se había convertido en una estrategia que se oponía a la lógica del control por parte de una sociedad del consumo que sólo favorece hoy por hoy la exhibición absoluta.
Jerome David (J. D.) Salinger fue el guardián incólume de la intimidad hasta su muerte el 28 de enero del 2010, a los 91 años de edad y a uno de celebrarse los 60 de la publicación del libro: su legado para todas las generaciones.
[VIDEO SUGERIDO: Green Day – Who Wrote Holden Caufield? Live 11/23/2009 Los Angeles, YouTube (nozaintintla)]
Cierto día, un hombre se le acercó para preguntar: «Y usted, ¿a qué se dedica, señor Barthelme?» A lo que éste replicó inmediatamente: «Reparo máquinas de escribir». Una broma no espontánea pero sí exacta. Al igual que los hermanos Wright, que componían bicicletas, este escritor estadounidense nacido en 1931–reparador de máquinas de escribir– tuvo una invención maravillosa, el Detector de Clichés de Aviso Oportuno y Distante con Agregado Exclusivo de Reciclaje, que extendía a discreción sobre la vida contemporánea.
Dicho artilugio recogía las palabras cansadas, las frases pobres, los párrafos abigarrados que deseaban respirar en libertad. Este reparador trabajaba bajo la consigna de que «el aburrimiento es la ausencia de juegos y eso en un mundo tenso y sin alegría es su punto más vulnerable para deshacerse a un ritmo acelerado».
De tal forma, las historias de Donald Barthelme (fallecido en 1989) fueron manieristas y elusivas y también breves, porque él sólo confiaba en los fragmentos. Las fuentes para su obra se ubicaban en el gran Borges, en las películas francesas y en la pintura surrealista. En la yuxtaposición de diálogos banales con holocaustos nucleares a la manera de Alain Resnais; en los retiros de siluetas a la Magritte para revelar un cielo lleno de nubes más allá.
Esa fue la línea de trabajo de Barthelme, y en ella la ironía fue su principal herramienta: la apoteosis de la banalidad fragmentada. Era retozón pero también consciente de la viscosidad de la vida. Barthelme fue un cronista de la vida a la que denominaba «el fenómeno de la basura», la metamorfosis de todo en desechos: las adquisiciones, el habla, la existencia.
Las voces narrativas de sus historias nunca eran precisadas, lo que daba paso a un humor lleno de aforismos sombríos («Lo que un artista hace es fracasar») que buscaban metas específicas ‑‑personajes populares, cosmopolitismo, el lenguaje preferido por los noticieros, la paternidad, las perfecciones, el amor, etcétera–.
El tema recurrente en su literatura fue la tentación del hombre hacia la vida convencional a la que espeta en voz de sus personajes frases como: «Se debe luchar contra el capullo del hábito», «Siempre hay aperturas, si se las sabe encontrar», «No me gusta su mundo, así que estoy tratando de imaginar uno mejor», «Soñaré la vida que ustedes más temen» o «La plenitud de la vida, que interfiere continuamente, nos proporciona una excusa para detenernos». Contra la entropía Barthelme observaba también cierto optimismo.
La narrativa de este autor tendía de igual forma a la oblicuidad, tanto como sus diálogos. Los fragmentos de su discurso estaban relacionados tangencialmente, pero se alejaban de manera continua de cualquier curso previsible. Las frases se repiten como motivos conductores, pero sin centro alguno. El resultado, enfoque de tema y variaciones en sus libros, es siempre ingenioso y en ocasiones bello.
Asunto de Barthelme fue derivar belleza de la banalidad: «Si uno está tratando de hacer arte –explicó alguna vez– tiene que ir a donde está la dificultad. Cualquier escritor puede escribir una bella oración, pero es más interesante escribir una oración fea que también sea hermosa».
Esta escritura difícil presenta sus problemas. Sin embargo, Barthelme estuvo siempre dispuesto a crearse dificultades desechando los tradicionales recursos del narrador para inventar novedosas formas con las cuales continuar sorprendiendo a sus antiguos lectores o capturando nuevos, aunque en ocasiones –en especial en sus piezas más breves– pareciera complaciente, contento con no ser más que encantador.
Tal vez debido a que era tan ambicioso su concepto de literatura no todos sus ejemplos resultaron logrados. Contiene tantas clases de referencias que sugiere una especie de desenfreno y recorriendo sus frases y giros a veces parece demasiado complacido consigo mismo.
No obstante, Barthelme rara vez dejó sus clichés solos y los alteraba sutilmente para tornarlos frescos y placenteros, de las banalidades entonces derivaba algo rico y extraño. De la cosecha de prosistas estadounidenses contemporáneos él fue uno de los que más se interesaron por el sonido.
Nunca se ocupó particularmente de los argumentos, o de las descripciones y los análisis de los personajes, sino que presentaba su narrativa, tanto de cuento como de novela, elaborando variaciones sobre un tema y con el sonido de las voces que juegan entre sí, para con esto reunir fragmentos de estructuras –convertidas así en místicas– y, como dijo uno de sus personajes, «ayudarnos a esquivar el aburrimiento y tolerar la ansiedad, sin desertar del mundo que nos ha tocado vivir».
Bibliografía selecta en español: Vuelve, Dr. Caligari, Prácticas indecibles, actos antinaturales, Paraíso, El rey, 40 relatos, El Padre Muerto, Las enseñanzas de Don B.
Una vez designado el general Álvaro Obregón como presidente constitucional, después de diez años de esa guerra sin cuartel llamada Revolución Mexicana, se hizo el primer ensayo de una reconstrucción nacional para encauzar los destinos del país por otros senderos que no fueran los bélicos.
Preocupado por el fomento de la cultura, Obregón mantuvo al hasta entonces Rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos, a su lado. Éste fue transformado en Ministro de Instrucción Pública y le daría a la obra educativa un impulso sin paralelo hasta entonces. La suya fue una actividad inspirada por una experiencia pedagógica, con un gran poso filosófico. Creó escuelas por doquier y con variados objetivos.
Capítulo aparte fue el desarrollo de las Bellas Artes. En aquel tiempo México vivió un renacimiento de “lo nacional”. Abundaron los bailables tradicionales y todo tipo de festivales folklóricos y conciertos con música de los compositores que la ordenanza convirtió en patrios.
En 1921, Ramón López Velarde había escrito La suave Patria. Y también, en ese año, a iniciativa de Vasconcelos, los pintores Diego Rivera, José Clemente Orozco, Fermín Revueltas, David Alfaro Siqueiros y Roberto Montenegro, entre otros, tuvieron para sí los muros de varios venerables edificios coloniales para expresar la evangelización social de la Revolución.
Afortunadamente, a la par de ese nacionalismo desbocado (que sólo veía el presente por el espejo retrovisor, plagado de tierra, magueyes y simbolismo indigenista), hubieron otras corrientes que aprovechando la coyuntura emergieron sin alimentarse de mazorcas ni de sus derivados (“¡Viva el mole de guajolote!”).
Surgieron de la urbe para dar a conocer que en México también se tenía la mira puesta en el quehacer cultural de otras latitudes, en sus vanguardias, hacia el futuro, con sus novedosos conceptos y, sobre todo, sin solemnidades.
De esta manera, una noche de los últimos días de diciembre de 1921, cierta figura se encargó de fijar en las paredes de la capital una hoja volante llamada Actual número 1, redactada y firmada por Manuel Maples Arce, con la cual el Estridentismo irrumpía en la escena cultural mexicana.
Uno de los aspectos sobresalientes de ese manifiesto estético lo constituyó la imperiosa urgencia de cosmopolitismo en la vida humana. Afirmaba que «ya no es posible tenerse en capítulos convencionales de arte nacional», puesto que al desarrollo tecnológico no se le podía excluir de las temáticas.
“El telégrafo”, “el ascensor eléctrico” (elevador), «las locomotoras», que «se atragantan de kilómetros», «los vapores que humean hacia la ausencia», transforman y modifican el medio histórico a la vez que influyen en la vida cultural de los pueblos, creándose «la unidad psicológica del siglo».
Maples Arce desdeñaba el pasado. Para él sólo existía «el vértice estupendo del minuto presente; atalayado en el prodigio de su emoción inconfundible y único instante meridiano, siempre el mismo y renovado siempre».
Y agregaba: «el estridentismo es la síntesis de una fuerza radical opuesta al conservatismo solidario de una colectividad anquilosada».
En el último apartado de ese Actual número 1 expresaba su deseo de éxito a «todos los poetas, pintores y escultores jóvenes de México, a los que aún no han sido maleados por el oro prebendario de los sinecurismos gobiernistas, a los que aún no se han corrompido con los mezquinos elogios de la crítica oficial y con los aplausos de un público soez y concupiscente».
En resumidas cuentas, el primer estridentista lanzaba un llamado «en nombre de la vanguardia actualista de México» a todos los artistas para que fueran a batirse a su lado en las lucíferas filas de la vanguardia.
De esta manera al obregonismo, vasconcelismo, muralismo y nacionalismo, se agregaron otros ismos, que corrieron paralelos a la época y con otras propuestas de alcances estéticos –y menos políticos‑‑ que sufrieron en muchas ocasiones la ceguera oficial y de otros artistas.
Así, en ese 1921 nació el estridentismo, con un manifiesto fijado una noche, junto a los carteles de toros y teatros en los primeros cuadros de la ciudad. Como movimiento duró hasta 1927 y en el ínterin el grupo que se formó en torno a él hizo muchas cosas: revistas, exposiciones, ediciones de libros de poesía y narrativa y provocó mucha discusión en el ambiente intelectual y literario contemporáneo.
Manuel Maples Arce había nacido en 1898 en Papantla, Veracruz. Viajó a la Ciudad de México para estudiar leyes. Al llegar a la capital, a principios de 1920, se matriculó en la Escuela Libre de Derecho. Ahí su labor literaria y de promoción cultural lo dieron pronto a conocer.
Asimismo, asumió la costumbre de frecuentar los cafés por las tardes, con la intención de discutir allí de literatura, política y música. Una vez en la capital, Maples Arce se impresionó con aquellos aspectos de un creciente centro urbano tan diferente de su existencia provinciana de la costa.
En la capital descubrió como deleites insospechados el cine, el fonógrafo y el jazz, la sonoridad contemporánea (interpretada por King Oliver, Louis Armstrong, Johnny Dodds y Sidney Bechet, principalmente) sobre la que había leído tanto en los escritores europeos. Estos elementos de la modernidad iban a adquirir una importancia singular en su poesía estridentista.
El cine y el jazz se desarrollaron como géneros artísticos entre el final de la Primera Guerra Mundial y el inicio de la era sonora en la cinematografía, el jazz desempeñó un papel persuasivo e influyente en el trastorno social que sacudió la cultura estadounidense, primero, extendiéndose luego de manera muy importante en Europa, donde las vanguardias de toda índole lo adoptaron.
Al jazz entonces se le consideraba una música vulgar y agresiva, llena de implicaciones eróticas, y, por contraparte, como nueva, liberadora y desinhibida. Asimismo se le vio como un aspecto fundamental del nuevo espíritu de los tiempos y se convirtió en el perfecto acompañamiento musical de los años veinte, que al poco tiempo se conocieron como la «era del jazz».
Así, tal fenómeno no sólo dio fe de la popularidad de dicha música, sino que además comprobaba que la impresión producida por ésta bastaba para infundir emoción a todo tipo de temas.
En los años veinte, cuando el apetito nacional estadounidense se vio dominado por la velocidad, el dinero y las diversiones, se promovió la historia fílmica de una nueva generación «cuyo himno era el jazz, y su lema, la velocidad».
Germán List Arzubide, compañero de andanzas estridentistas, describió el encuentro con Maples Arce de la siguiente manera: «Me tendió la mano y me invitó al Café [de Nadie]. A ese café mecánico donde las meseras piden las cosas por radio, y la pianola toca música interpretada de conciertos marcianos en sus discursos de papel apolillado”.
El periódico El Universal, contaba en1923 como director a Carlos Noriega Hope, quien tomó como suya la causa estridentista y brindó una tribuna abierta a sus expresiones.
El 5 de abril de ese año, se publicó en él, además de una nota sobre Arqueles Vela, «uno de los apóstoles del estridentismo», el poema «T.S.H.» (Telegrafía sin Hilos, el poema de la radiofonía) de Manuel Maples Arce, texto que tres días después sería recitado en la inauguración de la redioemisora la Voz de la América Latina.
«T.S.H.» tiene en sí el valor histórico de haber sido el primer poema trasmitido radiofónicamente en México; más tarde fue recopilado en Poemas interdictos, segundo libro de poesía de Maples Arce, publicado en 1927. De esta manera estridentismo y radio estarían ligados para siempre en la memoria cultural del país y a la época obregonista le correspondió dicho momento.
Sobre el despeñadero nocturno del silencio
las estrellas arrojan sus
programas,
y en el audión inverso del
ensueño,
se pierden las palabras
olvidadas.
T.S.H.
de los pasos
hundidos
en la sombra
vacía de los jardines.
El reloj
de la luna mercurial
ha ladrado la hora a los cuatro horizontes.
La soledad
es un balcón
abierto hacia la noche.
¿En dónde estará el nido
De esta canción mecánica?
Las antenas insomnes del
recuerdo
recogen los mensajes
inalámbricos
de algún adiós deshilachado.
Mujeres naufragadas
que equivocaron las direcciones
trasatlánticas;
y las voces
de auxilio
como flores
estallan en los hilos
de los pentagramas
internacionales.
El corazón
me ahoga en la distancia.
Ahora es el «Jazz-Band»
de Nueva York;
son los puertos sincrónicos
florecidos de vicio
y la propulsión de los motores.
Manicomio de Hertz, de Marconi, de Edison!
El cerebro fonético baraja
la perspectiva accidental
de los idiomas.
Hallo!
Una estrella de oro
ha caído en el mar.
La obra de este poeta encauzó también un nuevo aprendizaje de las palabras que despertó la sensibilidad por concepciones distintas del arte escrito. El sonido de las palabras (que la música motivó) le fue construyendo una personalidad ansiosa de lo nuevo y con vistas a un futuro incierto y atractivo.
Prosélito de las vanguardias mundiales, Maples Arce hizo patente en sus escritos la influencia de distintos ismos del vanguardismo provenientes de Europa: unanismo, futurismo, dadaísmo, cubismo, creacionismo y ultraísmo.
Pero también lo hizo con la fuerza poética de Walt Whitman. Y todo ello empapado de la sonoridad jazzística que ya se desbordaba por el mundo. Sus Andamios interiores (1922), «poemas radiográficos», inauguraron una visión original de la realidad, con un sentido único de equilibrio entre la intuición y la valoración mecánica de la lírica. Un lenguaje moderno, musical y vanguardista.
La publicación de Urbe confirmó el poder de dicha poesía estridentista (como ejemplo de política cultural). Tanto así que el importante escritor estadounidense John Dos Passos (autor de Manhattan Transfer) hizo la traducción de este texto al inglés, titulándolo Metropolis (para la T.S. Book Company de Nueva York, en 1929), el cual se convertiría en el primer libro de poemas de un mexicano, y de toda la vanguardia en lengua hispana, traducido a ese idioma.
[VIDEO SUGERIDO: Estridentismo parte 2, YouTube (Graduación Francés)]