El mundo del espectáculo ha repartido a lo largo de este siglo ecos de su liturgia cultural y filosófica. El sentimiento primordial de este mundo es producto de una doctrina del pensamiento romántico liderada por el escritor Waldo Emerson, quien expresó en su momento que propiamente dicho no hay historia, sólo biografía. La biografía, o sea, la quintaesencia del estudio del yo, se convierte así en la realidad del universo en la era del espectáculo.
De esta manera lo entendió el periodista Arturo García Hernández al realizar el libro No han matado a Tongolele (La Jornada Ediciones, 1998), un reportaje biográfico sobre uno de los hitos femeninos que permearon una época en Latinoamérica (entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta) e hicieron de esta misma un punto de referencia obligado para la descripción y explicación de un México y de su capital que daban sus primeros pasos y tumbos en la modernidad.
García Hernández, al hablar sobre las intenciones del libro, dice ser un nostálgico de lo no vivido. “Añoro aquella ciudad, su disposición para la fiesta, el placer y la diversión, y aunque era una urbe de grandes contrastes, se daba la oportunidad también para ver nacer a personajes como Tongolele [Yolanda Montes Farrington, bailarina, vedette y actriz, nacida en Washington 3 de enero de 1932]”.
¿El enamoramiento por este personaje surgió durante la elaboración del libro o fue anterior a él?
“Fue anterior, aunque se fue modificando. Antes había una idealización, era aquella leyenda, aquel mito del espectáculo en México. Al conocerla en su dimensión carnal, humana, resultó menos fascinante, pero sí hubo seducción y encantamiento. Hoy adivino en ella a una mujer muy valiente que no hace alarde de ello; a una mujer lúcida que supo sortear y afrontar los obstáculos y disyuntivas que le salieron al paso de su vida. En ese sentido se incrementó mi admiración por ella. Nunca fue mi intención, por otro lado, develar el mito, tratar de explicarlo, pero sí ubicarlo en un contexto social, económico, político y cultural, y que eso permitiera al lector hacer su propia interpretación de por qué había surgido un personaje como Tongolele justo en esos momentos, y qué había hecho que trascendiera su tiempo en la memoria de mucha gente.”
¿Crees que la censura sobre personajes públicos como Tongolele se sigue ejerciendo, continúa la hipocresía moral?
“Siento que sí, creo que es recurrente en cualquier época de una sociedad, y justamente hay personajes populares como Tongolele que contribuyen a suscitar discusiones sobre moral pública y esas historias. Una aportación social de Tongolele sería ésa. Ella con su baile y su presencia fomentó dicha discusión, en la que por cierto los sectores conservadores siempre salieron perdiendo. Fue la misma condena a la que estos sectores sometieron a Madonna cuando actuó en México. Sin embargo, creo que cada vez es más difícil que los criterios que los rigen —conservadores, retrógradas— se impongan, sobre todo por la dinámica de comunicación que hoy existe y que no hubo en aquel otro tiempo.”
¿Qué opina Tongolele del libro?
“Le gusta. Y por razones diferentes que a mí. Le gusta porque ve armado el rompecabezas de su vida. No creo que deje de vanagloriarle saber hoy con plena conciencia el impacto que causó y del cual en su momento no tuvo una idea firme. Fue como ofrecerle el espejo de su vida y hoy lo disfruta aunque haya cosas que no le gusten de ella, como la asociación eterna que se le atribuye con las exóticas, o las mismas discusiones sobre moral pública que temía tergiversaran su imagen.”
Antes del libro, ¿cómo hubieras definido a Tongolele?
“Como un icono erótico surgido del espectáculo.”
Y después de escribirlo, ¿cómo la conceptualizas?
“Hoy la definiría como un personaje de gran impacto social que no se quedó tan sólo en la dimensión erótica, lo cual de ninguna manera sería negativo si hubiera ocurrido así, pero la trascendió sin saberlo siquiera. Es un personaje social, impactante a varios niveles que la convierten —y dada también la coyuntura histórica— en un emblema de su época.”
¿Existe actualmente una figura como Tongolele en el medio de la farándula, con todas las implicaciones que a ella la revistieron?
“Creo que no. Casi categóricamente diría que no. Una tesis es que el gusto se ha pulverizado, se ha atomizado. Las figuras del espectáculo en ese tiempo convocaban a una variedad más diversa de personas y generaciones. Hoy no ocurre eso. Difícilmente el público de un artista destacado es el de otro de las mismas condiciones o género. Alguien que pudo aportar algo en este sentido fue Gloria Trevi, que en determinado momento convocó atenciones variadas, pero… Por otro lado, antes los ídolos surgían del pueblo, eran detectados por los medios (prensa y cine) y éstos se hacían eco a través de los distintos nichos. La ecuación se ha invertido, sobre todo con la aparición de la televisión y su consolidación en el mercado que propone e impone, y la sociedad y sus comunidades se hacen eco. Por lo mismo, dichas figuras carecen de la autenticidad, más allá de cualquier valoración.”
*Texto publicado originalmente en la revista La Mosca.
La pianista y compositora Olivia Revueltas nació en la Ciudad de México el 17 de julio de 1951. Creció en la casa familiar que desde los años cuarenta se ubica en la tradicional Colonia Roma de la capital mexicana. Sus padres fueron el escritor y luchador social José Revueltas y Olivia Peralta. Como dato curioso, los testigos que dieron fe de su nacimiento en el acta correspondiente fueron el poeta Efraín Huerta y su primera esposa, Mireya Bravo de Huerta.
Olivia es miembro de esa familia que ha participado de manera muy activa en las cuestiones socioculturales de México, desde allá en las primeras décadas del siglo XX en su Durango ancestral, donde se cultivó la sensibilidad de los primeros integrantes. De ahí Silvestre, Fermín, Rosaura, José, etc., etc. Olivia es hija de José y tiene a la música como su espíritu rector, y dentro de ella ha canalizado vida, emociones, experiencias y conocimientos.
Olivia es intérprete musical de formación autodidacta. En su época de adolescente (la década de los sesenta), su incursión en la educación académica se limitó a una muy breve temporada, primero en la Escuela Nacional de Música e inmediatamente después en el Conservatorio Nacional, hasta que el jazz se cruzó en su camino.
Entonces, no encontró —desafortunadamente— quién entendiera y canalizara adecuadamente sus inquietudes y su búsqueda. La respuesta a sus naturales impulsos creativos fue un terrible dogmatismo. Sus maestros —a quienes no culpa del todo, ya que eran sólo un producto de la época— adoptaban una actitud visiblemente molesta cuando mencionaba su interés por el jazz.
Por lo tanto, Olivia tuvo la legítima sensación de que si se sometía, algo de ella se iba a truncar o a perder irremediablemente. Y aunado a esto, al enterarse su madre de tan manifiesta rebeldía, la sacó del Conservatorio instalándola por varios años en una escuela religiosa, un internado para niñas, con la esperanza de ver si así se le quitaba de una vez por todas esa descabellada aspiración de querer tocar el jazz. Por eso no le quedó otro camino que empezar más tarde (a la edad de 23 años, ya como madre de tres hijos) con una formación autodidacta, e iniciar su carrera profesional a la edad de 27.
Habla Olivia:
“Esa noche llegamos el contrabajista Roberto Miranda, mi esposo y yo a The World Stage, que es —para mi sorpresa— lo que yo llamaría un ‘templo de jazz’ a modo de pequeña galería-sala de conciertos. A la entrada estaba el baterista Billy Higgins quien, sin habernos visto nunca, me reconoció de inmediato, extendiendo los brazos al verme, recibiéndome con la más sincera calidez humana. No salía yo de mi asombro, no esperaba este recibimiento extraordinario y tan hermoso.
El solo hecho de ver la luz amorosa que emanaba de sus ojos al verme y la alegría que le producía nuestro encuentro me hizo sentir exactamente como si me saludara el padre o el hermano que hacía tiempo no veía. Nos dimos un gran abrazo, le dije cuánto lo admiraba, que él había sido mi héroe desde que empecé a escuchar jazz, y así conversamos envueltos en la magia de una gran camaradería.
Esa noche se presentó en el lugar un grupo extraordinario de tambores y cánticos. Billy me invitó a entrar y los escuché con atención y respeto. Al hacerlo absorbí el ambiente del lugar, ¡el sueño de todo jazzista! The World Stage está ubicado en el corazón mismo del barrio afroamericano de la ciudad de Los Ángeles.
De hecho, toda esta área comprende el centro cultural que ellos denominan “The Afro-American Art Center”. Ahí viven poetas, pintores, músicos. En la esquina está el famoso Lamar Park, donde todos los domingos se reúnen toda clase de percusionistas a tocar (uno escucha hasta 50 tambores o más al mismo tiempo), y la gente se congrega alrededor para bailar, cantar y recitar poesías durante todo el día.
Cuando llegamos noté que al público lo conformaban exclusivamente afroamericanos que iban vestidos bella y elegantemente para la ocasión. Estoy segura de que mi esposo y yo éramos los únicos “blancos” esa noche. Sus atuendos eran maravillosos: túnicas africanas de gran colorido y diseños fantásticos.
Algunas mujeres traían turbantes dorados, parecían princesas nubias. Ciertos hombres lucían una gran barba y una túnica blanca que semejaba el atuendo de algún sacerdote o profeta africano de una milenaria religión. Todo estaba envuelto en una magia sagrada producto del profundo respeto que este auditorio demostraba para con sus músicos. En verdad presencié la experiencia de la música como religión.
Cuando este dúo terminó de tocar la primera parte de su presentación y bajaron del estrado, Higgins, como el mejor anfitrión, me presentó con ellos diciendo:
—¡Hey! Ella es una pianista de la Ciudad de México.
— ¡Ahh! ¿De la Ciudad de México? ¡¡Wow!! —exclamaron.
Después de intercambiar saludos y de felicitarlos, se me acercó Billy Higgins y me dijo:
— ¿Quieres tocar?
Y antes de que yo respondiera agregó:
— ¡Hagámoslo, baby!¡Vamos a tocar!
— ¿Con ellos? —le dije sorprendida.
— No, sólo nosotros tres, ¡Roberto, tú y yo! —me contestó.
¡Dios mío!, recuerdo que Roberto sacó el contrabajo de su coche y lo acomodó en el estrado. En ese momento me volteé hacia la pared y, encajando la barbilla en el pecho, traté de agarrar mi alma, pues sentía que se me escapaba. Me dije: “Olivia, has esperado tanto tiempo este momento… y ahora es una realidad. Ha llegado tu momento. ¡Dios mío, aquí está!”. Y continué rezando: “¡Ayúdame, Espíritu Santo, para expresar sin pretensiones, con humildad y sin adornos fatuos, lo que verdaderamente quiero decir con mi música. Éste es el momento por el que tanto he luchado… éste es mi momento”.
Lo que yo sentía en ese instante era mi ser inflamado de una gran felicidad por la gracia de vivir esta experiencia. ¡Tocar con Billy Higgins! ¡Tocar con un músico que pertenece a la historia! (O lo que nosotros llamamos “los verdaderos santos del jazz”). Qué regalo más grande estaba recibiendo, y al mismo tiempo yo debía proceder con mucho control, pues no quería verme traicionada por la emoción y equivocarme en mi ejecución.
Entonces, cuando Billy y Roberto ya estaban acomodados en sus instrumentos y el público guardaba silencio, me senté al piano y experimenté algo que no esperaba: en el silencio reinante y por fracción de segundos me asaltó de golpe en la memoria todo lo que mis hijos y yo tuvimos que pasar para que yo tocara el piano y llegara precisamente a este momento. Estas imágenes me provocaron un sentimiento a cuyo espíritu me arrojé: mi amor por el jazz y yo empezamos a tocar.
No hubo necesidad de decir qué pieza ni qué compás. Cuando se toca con músicos de la talla de Billy Higgins y Roberto Miranda es como si ellos hubieran nacido sabiendo toda la música, y desde los primeros compases ellos te siguen inmediatamente, intuyendo el tiempo y la intención de la obra.
Empecé tocando “What Is This Thing Called Love?” de Cole Porter con mi propio arreglo, el cual lleva una introducción que le compuse en donde hago un homenaje a los primeros esclavos africanos que fueron traídos a este continente. Por lo tanto es como un lamento.
Al estar tocando esta introducción de pronto me sorprendieron unas exclamaciones del público presente con esas sus voces negras de bajo profundo emitidas fuertemente e intercaladas con mi música. ¡Claro que me asusté! Al principio no sabía lo que estaba pasando, además de que no había observado que esto sucediera con el grupo anterior.
Sin dejar de mantener mi control, seguí tocando, pero entendí lo que exclamaban: “Praise the Lord!”, y otras voces contestaban: “Amen!”. Y en otro lugar de la sala alguien volvía a gritar fuerte y sin timidez alguna: “Yeah! Praise the Lord!”, y el mismo público volvía a responder: “Amen! Oh! Amen!”. Y con la misma convicción y voz profunda cargada de un intenso feeling otro más de los asistentes exclamaba: “Amen! Praise the Lord!” Le respondían: “Oh yeah! Praise the Lord! Oh yeah!”
Al cabo de unos compases comprendí que estas exclamaciones eran la señal de que les estaba llegando mi música; de que estaban en comunión conmigo; de que estaban participando activa y emocionalmente con la música que les estábamos tocando a modo de una misa (así son las misas de los afroamericanos, me acordé). ¡Esto era realmente increíble! ¿Cómo yo, una mujer a la que se menospreció tanto en mi país, estaba tocándole jazz a los afroamericanos?
Alcé los ojos para ver a Billy Higgins y éste tenía una gran sonrisa. Entregado a sus tambores, miraba al techo como si estuviera disfrutando lo que tocábamos. Vi así a Roberto y él me devolvió una mirada fraternal de aprobación. En verdad que esto ha sido uno de los regalos más grandes que la vida me ha otorgado, después de mis hijos.
Luego de tocar tres piezas más, con el público de pie aplaudiéndonos, Billy dejó su batería, Roberto acomodó en el suelo su contrabajo y ambos vinieron hacia mí para encontrarnos los tres en un efusivo abrazo. El aplauso aún no terminaba cuando escuché de labios de los dos que, simultáneamente, sugerían:
—¡Hey! ¡Grabemos un disco!
—¡¡¡¿¿Qué??!!! —les dije—. ¡¡¿Hablan en serio?!!
Y me contestaron, sin deshacer el cálido abrazo en el que los tres estábamos envueltos:
—¡Yeah! ¡¡Grabemos un disco!!
Todavía separándome un poco de Billy, lo vi a los ojos y le insistí:
—¿Es verdad?
Y Billy me contestó poniendo sus manos sobre mis hombros:
—Olivia, estás por fin en casa… ¡¡¡estás en casa, babe!!! ¡¡¡Síííí, grabemos un disco!!!
Los tres estábamos convencidos de este encuentro. Billy, Roberto y yo no dejábamos de abrazarnos.
Ésta es la historia de cómo surgió mi primer disco, “Round Midnight in L.A.” Después nos pusimos de acuerdo y unas semanas más tarde regresé a Los Ángeles para entrar al estudio. En un pequeño descanso durante la grabación me senté a comer la fruta que Billy me compartía de su plato, y de pronto me dijo, mirando a la lejanía:
— ¿Sabes una cosa, Olivia? Esto ya estaba escrito.”
La música de Olivia Revueltas es de una sensibilidad exquisita y de una enorme calidad interpretativa. En México, la corriente jazzística ha tenido grandes intérpretes e impulsores. El caso de Olivia Revueltas es un digno ejemplo de ello. Ella se entrega siempre entera. La música y ella forman una entidad, y todo gira en torno a este ser que logra semejar una bella locura original, fuera de todo convencionalismo.
¿Qué busca Olivia Revueltas con la improvisación? Creo que hay una frase de Federico Hegel, la cual desde antes que ella iniciara su carrera profesional siempre ha procurado tomar en cuenta cuando improvisa, y sobre todo en las veces que incursiona en el free, y es la siguiente: “La música sólo llega a ser un verdadero arte cuando lo espiritualmente importante se expresa de forma adecuada en el elemento sensible de los sonidos”. Por eso, antes de arrojarse sobre el piano y empezar a improvisar, tiene en mente tres metas: intención, elocuencia y sensibilidad, y estas metas las debe fijar en su mente en cuestión de segundos.
*Este texto es fundamentalmente el guión literario del programa número 35 de la serie “Ellazz”, que se trasmitió por Radio Educación a principios de los años cero (primera década del siglo XXI), del que fui creador del nombre, entrevistador, investigador, guionista y musicalizador (S.M.C.).
OLIVIA REVUELTAS TRIO**
ANGEL OF SCISSORS
Por SERGIO MONSALVO C.
Olivia dio la pauta con las primeras notas de “The Peacock” y entonces Billy Higgins comenzó a producir crecientes olas de ritmo con las baquetas y los platillos, golpes que marcaban el tiempo sin desbordar los compases. Una serie de acordes discretos pero justos y dramáticos, con los que propuso al trío hilos de pensamiento. Y en efecto, el grupo reaccionó a la apuesta que Billy puso sobre el tapete. Roberto Miranda arrancó entonces explosivas pulsaciones del fondo de su instrumento y dejó que las cuerdas hablaran sobre el diapasón.
Olivia, sin dejar de tocar por un instante, respondió al embate de la música con poderosos bloques de acordes a dos manos, reforzados armónicamente. Con ello le contestó a Billy que pensaba en lo que él proponía: “Logremos la comunión con la música de los mejores”, y apareció Mingus. Con “Fables of Faubus” Billy hizo vibrar los platillos y dio pequeños golpes en sus proximidades. El contrabajo virtuoso de Miranda tocó fuerte, de forma precisa, e hizo sonar las notas naturales de aquellas profundidades.
Olivia articuló su solo a partir de líneas largas y sentidas cuyas curvas, en general ascendentes, se rizaron sobre sí mismas para soltar su carga de dramatismo. Se dedicó a retozar de forma imprevisible por el “Fleurette Africaine” de Ellington. Y lo hizo por todo el instrumento, como si el teclado fuera una tierra sin descubrir en la que cualquiera con sentido de la libertad y un poco de espíritu pudiera divertirse de manera eterna. Y por qué no, si el descubrimiento es la tierra prometida del jazz.
Olivia instalada en ese sitio puso a continuación el tema “The Man I Love” de Gershwin, y el contrabajista prestó a sus notas un grado de atención extremo. Las interrogó como si en un momento dado pudieran decir “fuera máscaras” y con el blues confesarlo todo de plano y contar el secreto de su vida. En aquella fase, las indagaciones de Roberto eran idénticas a las de Billy y la pianista, a las de todos. Y por qué no, si el blues es la tierra de todos cuando se trata de decir la verdad y enfrentarla.
Olivia preguntó luego “What Is this Thing Called Love?”, el viejo cuestionamiento de Cole Porter, y Billy le dio flexión al ritmo, a la divagación armónica sugerida; a la amenaza de una respuesta dura a tal pregunta; a la promesa de un trueno que baja del cielo con la revelación; a la futura lluvia tibia que a veces se confunde con las lágrimas. Y por qué no, si el amor puede ser todas esas cosas inconmensurables.
Olivia sabe qué tan inconmensurable es el “Blue in Green”, tanto como el Bill Evans idealizado. ¿En qué otro tipo se iba a hallar semejante simultaneidad de abandono y disciplina? El mundo es rico y variado tras los ojos de Evans. Y si te sales de sus parámetros visibles te puedes inspirar en lo que hay fuera, como lo hizo Roberto Miranda, que con el arco surcó las cuerdas de un contrabajo ansioso por llevar a ese mundo dentro. Un mundo que vislumbró la presencia de un ángel extraño en el fondo.
Olivia lo vio también y en “Nardis” le habló con el lenguaje de Miles Davis. Y Billy se sintió capaz de tocarlo porque, como escribiera el poeta Kamau Daaood: “En el país de los corazones/ la compasión es el lenguaje común/ En ese lugar/ hablamos con el sentimiento”. Por eso Billy fue capaz de tocarlo. Comenzó a darse cuenta del secreto, de ése que lo hizo moverse durante 64 años. Fue la vida de quien grabó como baterista más que cualquier otro en todos los contextos musicales, y que con los grandes nombres inscribió el suyo en el jazz. Por eso el ángel vino por él. Billy Higgins murió con la última nota de este trío. Por eso el disco se erigió en su memoria.
Olivia Revueltas Trio, Angel of Scissors, distribuido por Opción Sónica, México, 2002.
**Texto publicado en el número 108 de la revista Círculo Mixup, de marzo del 2002.
OLIVIA REVUELTAS TRIO***
ANGEL OF SCISSORS
Por SERGIO MONSALVO C.
Dentro del ambiente musical hay un elemento omnipresente, asumido, que habla de la finitud de las cosas. Se trata de la fugacidad. Hay amores, momentos y amistades fugaces. El alimento evanescente de los músicos se da justo ahí. En el jazz es aún mayor la constante por tratarse de la esencia misma de sus contenidos. Los amores quedan casi siempre inscritos en los nombres de las piezas; en la selección de los materiales a interpretar; los momentos se reflejan en el estilo, en las formas, mientras que las amistades producen discos, obras, interpretaciones memorables algunas veces. El caso de Angel of Scissors, del Olivia Revueltas Trio, es de estos últimos.
La historia de este trío tiene una parte trágica pero también la gloria de la fugacidad productiva. Representó el contacto de una leyenda del jazz como Billy Higgins con un virtuoso como Roberto Miranda y el espíritu sensible y luchón de Olivia Revueltas. Baterista estadounidense, bajista de origen puertorriqueño y pianista mexicana, una combinación sui géneris provocada por los vasos comunicantes de la música y la amistad. La reunión se dio en 1998 en el World Stage, un lugar en el que el mundo se aglutina para escuchar la música de los exponentes del barrio afroamericano de Los Ángeles, California. Ahí tuvieron el primer contacto y se entrelazaron en la eternidad. Las manos en los tambores, en las cuerdas, sobre las teclas, hablaron y se reconocieron en la música, en el jazz. “¡Hagamos un disco!”, fue la sugerencia emocionada de Higgins. Y los hicieron, porque fueron dos (ambos distribuidos por Opción Sónica).
El primero se grabó entre el 27 y 28 de agosto de 1998 en el Newzone Studio y llevó por título ‘Round Midnight in L.A. Fue un disco que reclamó la urgencia, el incontenible deseo de provocar algo juntos. Para Olivia fue su primera grabación, la consumación de una vida llena de esfuerzos y enfrentamientos estéticos y familiares a causa del jazz. Para Billy Higgins una muy especial, puesto que él ya tenía en su haber decenas de apariciones; era uno de los bateristas que más había grabado (con John Coltrane, Thelonious Monk y Sonny Rollins, entre muchos otros). Para el contrabajo acústico de Miranda, una cuestión de enlaces. Ya había tocado con Charles Lloyd, Shelly Manne y Cecil Taylor, por mencionar algunos.
Tras el primer disco averiguaron que tenían un pozo enorme de posibilidades, la emotividad permaneció. Brotó el segundo álbum, Angel of Scissors. En éste hay que hablar de símbolos y de reafirmaciones. El jazz es una cultura viva de la cual la música es sólo una de sus partes. Los integrantes de este trío lo sabían y crearon un triángulo interdisciplinario entre la música, las artes plásticas y la poesía. En la música hay amores añejos como tributo: temas de Mingus, Ellington, Gershwin, Porter, Evans y Miles Davis. La pintura se muestra en el cuadro de Rafael Cauduro, que le da nombre e imagen al disco. Y la poesía fue escrita ex profeso por Kamau Daaood para marcar los acentos y los hilos conductores.
Con Angel of Scissors se cierra el círculo de una amistad productiva. En el ínterin de su aparición el baterista de mil batallas, “Smiling Billy” como lo llamaban sus colegas o “Billito” como le decía Olivia, murió. Falleció en mayo del 2001, y con él se fueron grandes horas de música, instantes irrepetibles. Sin embargo, legaría entre su extensa obra estos dos álbumes, con la sapiencia y los sonidos de un hombre del jazz. Angel ofScissors es un monumento a la fugacidad como poesía de la música.
***Texto publicado en la revista La Mosca, de mayo del 2002)
Michael Brecker es considerado en la actualidad como el intérprete más influyente en el sax tenor desde John Coltrane. Todo mundo se sabe de memoria los solos de todos sus álbumes, muchos legendarios. En sus discos revela las cualidades que lo han hecho tan popular e influyente, acompañado por un grupo de músicos de antología que no le van a la zaga: Pat Metheny (guitarra), Larry Goldings (órgano), Elvin Jones (batería), Jeff “Tain” Watts (batería, y quien lo ha respaldado desde hace varios años en diversos discos), Bill Stewart (batería), James Genus (bajo), Joey Calderazzo (piano) y Chris Minhdoki (bajo).
Brecker en particular representa una parte vital de un dinámico grupo de bebop contemporáneo con fuertes raíces en el jazz tradicional. Sus acentos marcados e impredecibles e incansable sentido del swing sirven como un verdadero catalizador que impulsa al grupo de élite en diferentes formas, y es inspirado a su vez por los músicos para lograr expresiones más profundas.
El saxofonista desacelera o acelera el tiempo sin menoscabo alguno de la intensidad. Los solos que efectúa con el tenor son sustanciosos, llenos de poder y provocan al escucha con su generosidad. Sus composiciones ponen a Brecker en el justo sitio que merece dentro de una carrera siempre en ascenso. En el de un músico para quien el ritmo y la improvisación fresca, ocurrente y plena de sus referencias más queridas, son los elementos esenciales y no mero adorno. Este músico extiende el alcance de sus horizontes con un sax tenor esplendoroso. Para hablar de todo ello y de los planes para el nuevo álbum de aquel entonces, realicé una entrevista con él, a cominenzos del año 2001.
S.M.: Mike, ¿cuál es tu definición de jazz?
M.B.: “No tengo una definición. Es algo muy difícil de describir con palabras, pero es una música que implica la improvisación y la capacidad de los músicos de comunicarse entre sí en el momento presente en el escenario, de una manera muy íntima, aprovechándose de la improvisación y el swing”.
S.M.: ¿Por qué escogiste el sax para expresarte?
M.B.: “Siempre me atrajo el sonido. El sonido, la belleza y la flexibilidad del sax. Es un instrumento milagroso, por la capacidad que tiene para que la personalidad del músico se exprese de una manera muy vibrante y diferente. De hecho no tiene límites. Es un instrumento muy expresivo, y cuando se utiliza de manera creativa es posible encontrar a través suyo un sonido propio”.
S.M.: ¿Cómo te definirías como músico: tradicional, de vanguardia o qué?
M.B.: “Creo que una especie de mezcla de diferentes cosas. Es muy difícil hacer una definición sencilla, pero siempre he creído que mi música es más un reflejo de los tiempos que de vanguardia o incluso salida de la tradición. Ha evolucionado en ese sentido”.
S.M.: ¿Qué significan para ti Coltrane, Ornette y Parker?
M.B.: “Todos fueron músicos que dejaron una huella tremenda en la música y debo decir que en todas las artes. Charlie Parker fue un músico que salió de la tradición y que en muy pocos años cambió el rumbo del jazz por completo. Ornette Coleman fue un músico que creó una variación totalmente distinta muy pronto, en el jazz y la improvisación, y se mantuvo firme, fiel a su visión, lo cual es extraordinario, porque lo atacaban mucho. Y Coltrane fue un músico cuya grandeza y… cómo lo diré… Coltrane fue un músico que fue capaz de expresarse en muchos niveles al mismo tiempo: intelectual, técnica, emocional y espiritualmente. Fue un músico que debido a todo el tiempo que dedicó a practicar fue capaz de cambiar de forma constante. Su música fue probablemente la más poderosa, porque se comunicaba en tantos niveles y tocaba a la gente de tantas maneras diferentes y también afectó todas las artes. Los tres fueron, esencialmente, genios a su manera. Y los tres han influido en mí”.
S.M.: ¿Qué papel desempeñó el rock para ti en tu desarrollo musical?
M.B.: “Siempre figuró. Crecí en Filadelfia y me gustaban los grupos de R&B y del Top Forty además del jazz. Cuando los Beatles sacaron Sergeant Pepper fue lo máximo para mí. Ese disco tuvo un impacto tremendo en mí. Me fui a vivir a Nueva York en una época en que los límites entre el pop y el jazz se estaban volviendo muy borrosos. Empezamos a experimentar y a mezclar el rock, el R&B y el jazz. Cuando yo tenía 19 años experimentábamos mucho con eso”.
S.M.: ¿Qué músico ha influido más en ti?
M.B.: “Probablemente John Coltrane y mi hermano Randy”.
S.M.: ¿Los estudios académicos son importantes para un músico de jazz?
M.B.: “No te perjudican. Creo que realmente te pueden ayudar. En los E.U., y creo que en todo el mundo, el jazz se ha desarrollado mucho dentro la academia. Hay muchísimos programas de estudio de jazz excelentes a nivel universitario y yo doy clases todo el tiempo en universidades. Es algo bueno. Entre más se aprende, mejor”.
S.M.: Además del jazz, ¿qué otros géneros musicales te han interesado?
M.B.: “La música clásica, la música africana y la música latina, por falta de un mejor término, y desde luego el pop también”.
S.M.: ¿Te gustaría grabar un disco con músicos africanos?
M.B.: “Me encantaría. Ya lo hecho en varias ocasiones. En el álbum The Return of the Brecker Brothers toqué bastante en ese disco con músicos africanos. Exploramos un poco esa música en ese disco. Tengo unos amigos muy cercanos en Nueva York que son músicos africanos. Anduve de gira con Paul Simon en 1991, con un grupo africano muy grande”.
S.M.: ¿Tu enfoque de los solos ha cambiado con el tiempo?
M.B.: “Sí, me parece que sí. De muchas formas. Es difícil de expresar, pero cambia constantemente de maneras sutiles”.
S.M.: ¿Te interesa experimentar con sampleos?
M.B.: “Claro que sí. Toqué un instrumento llamado el EWI durante 10 años (Electronic Wind Instrument) y dependí casi enteramente de sonidos sampleados. Muchos de ellos yo mismo lo sampleé. Me fascina la tecnología digital en muchas de sus manifestaciones y me parece una herramienta muy interesante y eficaz en la música, en muchos niveles, y seguiré trabajando con eso”.
S.M.: ¿Cuándo saldrá tu nuevo álbum?
M.B.: “El nuevo álbum, que terminaré de masterizar en marzo, saldrá en junio. Es un álbum de baladas con Herbie Hancock, Pat Metheny, Charlie Haden y Jack DeJohnette. Y James Taylor canta unas canciones en él. El énfasis está en las baladas, en las piezas lentas. Es muy romántico, hermoso y tiene muchos momentos musicales muy profundos. Los músicos que tocan en él hicieron un trabajo excelente. Me hicieron sonar bien”.
S.M.: ¿Cómo se titulará?
M.B.: “Se va a llamar Nearness of You”.
S.M.: ¿Seguirás usando el Hammond B-3 en tus grabaciones?
M.B.: “Espero que sí, de vez en cuando. Me encanta tocar con Larry Goldings. Es uno de mis músicos preferidos en todo el mundo. Hace magia con el Hammond B-3.”
S.M.: ¿Te interesaría hacer un álbum conceptual?
M.B.: “No me llaman mucho la atención los álbumes conceptuales. La mayoría de las veces resulta forzado, más un truco para animar las ventas que una visión musical original. Prefiero concentrarme en componer piezas que sean lo mejor posibles. Lo cual no impide que participe con gusto si alguien tiene una idea interesante. Como The New Standard de Herbie Hancock, en el que abordó los clásicos del pop”.
S.M.: ¿Piensas volver a grabar con tu hermano Randy?
M.B.: “Espero que sí. Vamos a salir de gira juntos este verano. Acabamos de tocar juntos hace unos días. Siempre disfrutamos tocar juntos”.
S.M.: ¿Con la Brecker Brothers Band?
M.B.: “Sí. Va a ser un grupo acústico de los hermanos Brecker”.
S.M.: ¿Has pensado en sacar un disco en vivo?
M.B.: “Sí, de vez en cuando. Creo hacerlo pronto. Espero tener la oportunidad pronto”.
*(Entrevista publicada en la revista Scat número 9, de mayo del 2001)
MICHAEL BRECKER
NEARNESS OF YOU
VERVE, 2002
(en vías de canonización)
Para las once baladas del disco Nearness of You, el saxofonista Michael Brecker recurrió a cuatro antiguos compañeros: Herbie Hancock (teclados), Charlie Haden (bajo), Pat Metheny (guitarra) y Jack DeJohnette (batería). En dos de las piezas (“Don’t Let Me Be Lonely Tonight” y “The Nearness of You”) también participa un invitado insólito tratándose de una grabación de jazz: el cantante James Taylor. El grupo presenta arreglos muy logrados, casi clásicos, de composiciones propias o versiones de diversos compositores. No se trata de las baladas típicas del jazz sino de piezas que rara vez se escuchan dentro de este contexto. Brecker parece gustar cada vez más de las notas calmadas (SMC).
(Reseña publicada en la revista La Mosca en el 2002)
Michael Brecker falleció el 13 de enero de 2007, en Nueva York.
VIDEO SUGERIDO: MICHAEL BRECKER – Nearness of You, YouTube (Duke’s Café)
El jazz (en su forma más free) es aquello que permanece de un sueño en la vigilia. Es una reverberación mental completamente afectiva que se anida en la memoria. Si no, ¿cómo explicar que podamos captar, de manera precisa, el eco de una música de la cual no se escribe ni una sola nota, ni se pinte su color?
Es un desdoblamiento poético que se fija en el espíritu como un goce fugaz de recuerdo imperecedero. Algunos mortales son capaces de recrearse en ello. Uno de éstos lleva por nombre Ana Ruiz. Es una pianista, pionera del género en un país reacio, que nació en la Ciudad de México el 2 de agosto de 1952.
Ella sabe que sólo equivale a la intimidad de un pianista la voluntad de comunicación. Una paradoja. Una sublime paradoja. Más aún cuando los aplausos estallan a causa del silencio tras su música. Los polvos mágicos que se disuelven en el fondo de un licor divino.
Ella sabe que su sueño jazzístico es forma pura y virgen, al que va levantándole sus arquitecturas sobre tinieblas frescas y significativas de las que surgirá flora y a veces lienzos alegóricos. Como el personaje de la Cantante Calva de Ionesco, que siempre se apresura a recomenzar.
Ana alguna vez fue calva. Por lo tanto comprende que el más hermoso de los ejercicios físicos y espirituales es la peregrinación por esas formas territoriales de circulación personal, secreta, de virginidad en los signos.
El viaje con todos los sentidos despiertos, con el cuerpo aligerado por la marcha: estado en el que todos los dispositivos de la intuición funcionan. La tarea es dejarlos despertar, flotar, emerger de sí misma, como un desprendimiento astral.
Ella sabe que tales formas se convierten en manos sobre las teclas, con intenciones conmovedoras, ardientes, frágiles o fuertes. En libertad plena. Y lo sabe por sus ojos obsesivos, brillantes órganos de la adivinación.
La posibilidad de vidas múltiples y simultáneas, en notas diversas, como mundos en metamorfosis. Modalidades rítmicas, armónicas, melódicas. Cada una como objeto único que busca cabalgar en la imaginación. Pasa de uno a otro paisaje. El éxtasis está en la forma que los reúne: el free.
Todo cede ante su facultad de verse, de ver esas manos, de pasar de una vida a otra, de no consumirse en una sola. Ella lo sabe.
S.M.: Ana, ¿cómo se dio en tu caso el aprendizaje de la música?
A.R.: “En mi familia hay muchos músicos. Mi abuela era pianista, ella estudió el instrumento con [Alba Herrera] Ogazón y le encantaba tocar. Yo de muy chiquita le daba vuelta a las hojas mientras ella tocaba, iba leyendo la partitura y la disfrutaba con ella. Tocaba cosas maravillosas y las gozábamos. Un tío por parte de mi abuela era Carlos Chávez. Yo estudié música con Otilia, su esposa, y ésta nos dio clase a todos mis primos y hermanos. Yo aprendí a tocar con un teclado mudo. En él recibí toda la técnica. Una vez con estos elementos nos pasaba al piano, al piano acústico, nos daba solfeo y enseñaba a mover los dedos. Después me metí al Conservatorio Nacional junto con mi hermana Citlali, ella estudiaba viola. Mis otros hermanos estudiaron guitarra y oboe respectivamente. En la familia siempre oímos música clásica. La popular estaba vetada, aunque yo la escuchaba a escondidas”.
S.M.: ¿Cómo fuiste de niña, cómo fue la relación con tus padres?
A.R.: “Muy buena, muy amable. Siempre fui rebelde, siempre quise hacer cosas y todas mis emociones y demás iban a parar al piano, las volcaba en él. Mis padres gozaron mucho esta situación, siempre les gustó que tocara”.
S.M.: ¿Tu padre a qué se dedicaba, a qué se dedica?
A.R.: “Mi papá ya murió. Era campesino y fue compositor de boleros, de guarachas, etcétera. Le encantaba hablar sobre su pueblo, sobre el campo, las mujeres, el amor por Jalisco”.
S.M.: ¿Cuáles fueron tus discos favoritos primero como niña y luego como adolescente?
A.R.: “Beethoven me gustaba muchísimo, Dave Brubeck, lo mismo que los Rolling Stones. Los Beatles nunca fueron de mi agrado, no eran algo que me emocionara, como los Doors, por ejemplo. En la casa teníamos que oír otro tipo de cosas, pero en una recámara nos escondíamos todos los hermanos y poníamos el radio para oír a los Doors y cosas así, que eran raras o muy nuevas”.
S.M.: ¿Tienes algún disco entrañable para ti que haya causado cambios en tu vida?
A.R.: “Sí, claro. Los de Ornette Coleman y de Cecil Taylor. A este último lo entendí desde muy joven. La gente me decía: ‘Es un loco que nada más aporrea el piano’. Pero yo realmente siempre lo entendí. Tenía una estructura y un desarrollo. Había un juego y se reía del mundo, gozaba al hacerlo. A mí Cecil Taylor me cambió muchísimo. Sus primeros discos me hicieron decir: ‘¡Guau!, ¿qué es esto?’. Desde entonces he oído mucha música, pero ya no hay un disco que me llame la atención, en el que me haya clavado, ya no”.
S.M.: ¿Cuál es tu definición particular de la palabra jazz?
A.R.: “Es la forma que tienes para platicar sobre ti. Desde cómo te despertaste ese día hasta cuál es tu dolor más grande en el mundo. Es la manera de expresarlo y de decir ‘aquí estoy’”.
S.M.: ¿Es una forma de comunicación?
A.R.: “Sí, claro. Es mi forma de comunicarme, pero también es como un poder aparte para decir cosas que nunca digo y que desarrollo de manera musical. Ahí puedo expresarme más que con las palabras”.
S.M.: ¿Cómo lo definirías en una sola palabra, con una sola frase?
A.R.: “El jazz son tantas cosas como palabras puedas decir: energía, caca, todo”.
S.M.: ¿Tuviste novios, amigos, compañeros que te hayan jalado hacia el jazz?
A.R.: “Henry West. Cuando lo conocí, yo empezaba a tocar rock and roll con Micky Salas. Yo vivía en la casa de Micky en Coyoacán. Un día tocaron a la puerta y salí a abrir. Era Henry. Un hombre grandote, flaco, pelón, vestido de indio americano con un saxofón en la mano. Me dije: ‘¡Guau, ¿quién es éste?!’. Nos presentamos y luego Micky ofreció: ‘Saben, tengo que dar una serie de conciertos. ¿Por qué no hacemos un grupo los tres?’ Nos pusimos a tocar rock and roll. Se dio muy bonita la unión de batería, sax y piano. Tiempo después, Henry dijo: ‘Oigan, vamos a hacer un grupo de jazz’. Entonces empecé a oír mucha música a partir de cero. Fue como borrar lo que yo ya tenía establecido, mi educación musical, mi oído y mi cultura. De repente tuve que decir: ‘Ok, esto ya lo aprendí, pero ahora hay que dejarlo para poder entender todo lo nuevo’. Fue Henry el que me cambió”.
S.M.: ¿Alguna vez en la adolescencia o en algún otro momento pensaste en ser otra cosa que no fuera músico?
A.R.: “Sí, quise ser antropóloga, me gustaba mucho. Mi mamá es historiadora, entonces viajábamos mucho por la República. Creo que de tantas cosas que aprendí con ella vino mi necesidad de querer entender más al respecto”.
S.M.: ¿Te metiste a estudiar esa carrera?
A.R.: “No. Ya no tuve tiempo. Estudié la secundaria, luego empecé la prepa —que nunca acabé— y de ahí al Conservatorio. Eso me exigió muchas horas de estarle dando al instrumento. Después me metí a tocar percusiones y a estudiar canto. Nunca canté, pero tenía que tomarlo como parte de mi carrera. ¿Así que a qué horas iba a estudiar antropología? No había tiempo”.
S.M.: ¿En aquellos años hubo alguna reticencia de parte de tu familia, por ser mujer, para que te dedicaras a la música?
A.R.: “No pa’que me metiera a la música. Eso era muy bueno porque formaba parte de la cultura familiar. Pero sí la hubo para este tipo de música: el jazz. Ahí era sólo tocar música clásica o aprenderla. Al principio le costó trabajo a mi familia aceptarlo: ‘¿Por qué jazz? ¿Por qué con ese pelón?’, pero el día que vieron la primera cartelera en el periódico con mi nombre fueron felices”.
S.M.: ¿Qué opinaba tu mamá de la música que habías escogido, del jazz?
A.R.: “Mi mamá aprendió a conocer, a degustarlo, a querer al jazz. Le gusta la música en general y se convirtió con el tiempo en mi primera fan. Hoy, toque donde toque, ella está ahí, está conmigo y me apoya en todo”.
S.M.: ¿Cómo es tu relación con el piano? ¿Qué te ofrece ese instrumento?
A.R.: “Mira, he llegado a momentos en donde estoy tocando y me veo a mí por encima del piano. Veo unos dedos que se mueven, que son dirigidos, y caigo en momentos donde dejo que la energía fluya. Cuando descubrí que esto sucedía (el primer día se dio en el Teatro Galeón, hace mucho tiempo: estábamos en plena improvisación y de repente ‘¡zas!’, yo por acá flotando y viendo esos dedos), dije: ‘No debo interrumpir a esas manos, debo dejar que esto siga sucediendo’. Desde entonces me di la oportunidad de aprender a propiciarlo, de hacer que eso siguiera fluyendo. Mi relación con el piano desde aquello es ésa: la de poder decir que alguien está comunicando algo más que no viene de mí. No es el ego de Ana Ruiz, la pianista, sino de algo o alguien más. En ese momento lo que hago es poner record y empiezo a grabar, y así paso un buen rato. Pueden ser dos o tres horas y sigo tocando hasta que de repente digo: ‘Ok, un poquito de silencio’. Oigo lo que hice, corrijo algunas cosas o si no, me sigo. Mi relación con el piano es ésa donde puedo decir, expresar y sacar todo lo que traigo”.
S.M.: Te conecta a lo místico…
A.R.: “Sí, creo que ya llegó a ser eso”.
S.M.: ¿Haces algún tipo de ejercicio: yoga o cosas semejantes, de manera cotidiana antes de empezar con la música?
A.R.: “Sí, un poco de meditación. Trato de estar en el silencio, de estar conmigo misma y de llegar al silencio para poder salir a escena. Busco no tener ningún recuerdo musical de nada, no tener ningún pensamiento de nada. Cuando entro al escenario quiero estar totalmente vacía”.
S.M.: ¿A qué edad decidiste ser pianista de jazz?
A.R.: “A los 19 años”.
S.M.: ¿Por qué?
A.R.: “Porque por primera vez pude dejar de ver una partitura y expresarme sin ella; porque entendí que la música es tribal, que tienes que hacerla con más gente. El jazz es una manera de hacer música con gente y de poder platicar con todos; de entenderte, de amar y de gritar. Fue a los 19 años que rompí con todo lo anterior”.
S.M.: ¿En el ambiente del jazz, entre los músicos, alguna vez sentiste menosprecio por ser mujer?
A.R.: “Claro que sí”.
S.M.: ¿Cuándo fue y cómo?
A.R.: “Cuando vino Don Cherry. Para ellos era terrible pensar que una mujer fuera a acompañarlo si todo el grupo era de hombres”.
S.M.: ¿En qué año fue esto?
A.R.: “En 1977. Alguno se presentó con Don Cherry y le dijo: ‘Yo soy tu pianista, soy quien va a tocar contigo’. Yo me dije: ‘Está bien, no importa. Me falta mucho por aprender’. Pero Don Cherry les dijo que no era importante la técnica, que lo era el corazón y que la técnica se iba adquiriendo poco a poco; que él tenía que sentir a alguien y realmente estar muy bien con él, o sea, tener un punto de amor, de empatía, para poder tocar, y que con ellos no lo sentía. Entonces, cuando dijo que yo lo haría, sentí aquello como un reto mayor. Desde ese momento tocamos 12 o 13 horas diarias durante ocho meses. Llegó el momento en que pude hacer un ritmo con la mano izquierda, otro con la derecha y estar jugando con ambos. Hicimos cosas muy bonitas. Entendí la armonía mejor que en el conservatorio. Entendí muchas cosas con él. Pero sí hubo ese menosprecio en el medio hacia mí y lo sigue habiendo. Muchas veces no entro a un grupo porque soy mujer, porque ellos ensayan a las dos de la mañana y ¿qué van a hacer conmigo? Todavía es duro”.
S.M.: ¿Actualmente sigue igual la situación?
A.R.: “Sigue siendo igual. El macho no se ha acabado”.
S.M.: ¿Cómo te relacionaste con Don Cherry, cómo lo conociste?
A.R.: Henry lo conoció en Nueva York cuando estaban haciendo la música de la Montaña Sagrada. Don Cherry quería que Henry se fuera a tocar a Laponia. Pero éste le dijo que tenía que regresar a México para hacer un grupo y que después iría para allá. Cuando empezamos a tocar lo hicimos con Robert Mann en la batería. La grabación que hicimos estuvo muy bonita: con piano preparado, sax y percusión. A Juan José Bremer, que era el director del INBA, le gustó tanto que dijo: ‘¿Qué quieren?’. Henry pidió traer a Don Cherry: ‘Para que nos dé clases, para que nos enseñe y nos dé clínicas y para que toquemos con él y le aprendamos algo’. Nos dieron el Auditorio Nacional, el Teatro del Granero, el Galeón también, y ahí estuvimos dando clínicas y conciertos. Pensamos que Don se iba a sentir muy mal por estar en un hotel, así que le ofrecimos nuestra casa. Nuestra casa era de dos pisos. Él vivía en la parte de arriba con su mujer. Desde las siete, ocho de la mañana el señor ya meditaba, empezaba a tocar, y nosotros, que éramos bien flojos, tuvimos que disciplinarnos a ensayar desde las ocho de la mañana. Luego bajábamos a comer. Cocinaba Don o cocinábamos nosotros, pero siempre eran unas comidotas. Llegaban todos los amigos y la gente se quedaba y seguíamos toque y toque. Quetzal, mi hija, que en ese entonces tenía siete años, se aprendió todas las piezas. Las cantaba y las tocaba en la batería. Imagínate cuánto lo oía que sabía el golpe de taca, taca. Era porque lo veía y lo oía diario. Tanto así estudiábamos. Y Don Cherry fue maravilloso con nosotros, un señor maravilloso”.
S.M.: ¿Con el público cómo ha sido tu relación cuando subes al escenario?
A.R.: “Ha sido buena siempre. He tenido muy buena aceptación, sin problemas. Hay gente que me admira porque yo fui de las primeras mujeres que empezó a tocar jazz en México, y sobre todo free jazz. Hubo un tiempo en que me rapé. Una vez salí tocando a dos pianos toda rapada. A los hombres les encantaba así, pelona. Esto fue antes de que viniera Don, como en 1975 más o menos. Nunca he tenido problemas con el público por ser mujer”.
S.M.: Al público en general le cuesta trabajo el free jazz, ¿no crees?
A.R.: “Sí. Pero está bien, porque hay gente que se sale furiosa, que te grita que eso no es música. Pero también hay gente que se queda, baila y alucina. Eso es bueno porque estás causándole algo, ¿no? Por otro lado, siento que la mayoría de los freejazzeros mexicanos no entienden qué es el free jazz. He tocado con varios y no encuentro a la gente especial con la que debo hacerlo. Son pocos los que realmente entienden que no es simplemente tocar cualquier cosa en ese momento, sino que hay una estructura, hay una…”.
S.M.: ¿Comunión?
A.R.: “Una comunión, exactamente. No es tan simple. Por ejemplo, el otro día estuve tocando con un saxofonista. Después de diez minutos de tocar y tocar supe que no me estaba oyendo. Yo lo seguía armónicamente y el hombre cambiaba de una cosa a otra sin entender, sin querer platicar. Él por allá y yo por acá. ¿Qué caso tiene platicar con una gente así? Lo que hice en ese momento es que apagué mi sinte —estaba tocando con un sintetizador— y me bajé del escenario. El hombre no se dio cuenta que lo había hecho. Tocó como diez minutos más, te lo juro. Yo me fui a echar una cerveza atrás. Lo seguí oyendo y dije: ‘Qué hueva, esto no es jazz, esto no es free jazz. Este señor lo único que viene es a decir aquí estoy, óiganme y nada más’. El ego te puede confundir mucho. Te puede envolver y puedes pensar que porque tocas el sax eres jazzero y hacer mamadas y todo mundo te va a aplaudir. Claro que no”.
S.M.: ¿Cuáles son los músicos con los que te acomodas a tocar el free?
A.R.: “Germán Herrera se me fue. Ahorita vive en San Francisco. Con él siempre ha habido esa comunión. Con Ariel Gusik. ¿Quién más? Hay un saxofonista ruso, Roke —no me acuerdo de su apellido—, y con él no sabes, es un cuate que toca muy bien. Lo conocí en la Escuela Superior de Música, toca excelente. Agustín Bernal es otro maravilloso. Él siempre ha diferido mucho en ideas conmigo, pero no importa. Con él tocaba yo muy bien. Lo he hecho con mucha gente, pero con los que realmente he podido sentirme a gusto y desarrollar algo ha sido con ellos, porque normalmente el piano es el que soporta toda la estructura. Estás haciendo armonía, ritmo y melodía al mismo tiempo. En infinidad de ocasiones he hecho las veces de bajo o de percusión, hasta con las cuerdas o con la misma caja del piano. Cuando yo tenía esa responsabilidad de soportar todo el desarrollo de un tema, no podía volar, tenía que poner mi mente en ello y me sentía…”.
S.M.: ¿Preocupada?
A.R.: “Sí, preocupada. Pero con los músicos que te dije no tenía ese problema. Todo era ok y empezaba a suceder y a suceder, como ahorita que estamos platicando. Y se daba sin mayor problema, sin mayor complicación, con el corazón”.
S.M.: ¿Qué elementos tanto externos como internos necesitas para componer?
A.R.: “No son muchas cosas. Necesito estar en paz conmigo misma, nada más. Ni siquiera comer, salir a tomar un tequila ni poner un incienso. Simplemente estar bien conmigo misma, y la necesidad me llama. Como la necesidad de ir al baño o de comer. A veces a las 11 o 12 de la noche siento ganas de tocar y lo tengo que hacer, porque si no me voy a sentir a disgusto. Empiezo a sentir así como un picor y me pongo a trabajar, me pongo a componer, o saco un libro de Bach y me pongo a tocarlo”.
S.M.: ¿Tienes alguna disciplina en cuanto al trabajo, un horario?
A.R.: “No. Trabajo de free lance para ganarme la vida, entonces por suerte tengo todo el día para decidir a qué hora trabajo en lo que me va a dar para mantener a mi familia; y a qué hora, en lo que me va a dar pa’ mantenerme a mí. Me desvelo mucho. Estudio en la noche, que es cuando ya mis hijos están dormidos. Desconecto el teléfono y me pongo a tocar”.
S.M.: ¿Cuántos hijos tienes?
A.R.: “Tengo cuatro. Dos viven conmigo. Ya soy abuela, tengo un nieto lindísimo al que también le gusta la música. Los dos que viven conmigo tienen 14 y 11 años respectivamente”.
S.M.: ¿Significaron ellos algún problema para tu desarrollo musical, en tu formación?
A.R.: “Nunca, al contrario. Además les encanta que toque, me echan porras, me acompañan, lo sienten y lo vibran”.
S.M.: ¿En México particularmente qué dificultades encuentra una mujer para dedicarse al jazz?
A.R.: “Las que se encuentran todos los hombres también. No hay lugares para tocar. No hay lugares para que toquemos en donde realmente nos paguen para vivir de eso. A mí me ofrecieron tocar hace como tres años en un bar con una chava que interpretaba el saxofón. No la conocía y nos pagaban 100, 150 pesos por hacer dos sets. Yo tenía que llevar mi sintetizador, bocinas y mi amplificador. No tenía yo auto en ese entonces. Me gastaba más de los 150 pesos y además tenía el problema de con quién dejar a mis hijos. Entonces ya no lo acepté. Platicando con mis amigos me dijeron: ‘Pero si eso es lo que están pagando, Ana’, y yo les contesté: ‘¿Cómo pueden vivir con 150 pesos al día? ¿Cómo mantienes a tu familia, dónde vives, qué haces?’. Es una situación como la de los maestros: ¿cómo les podemos exigir que les enseñen más a nuestros hijos si su sueldo es miserable y comen pobremente? ¿Cómo pueden mantener a su familia y comprar un libro? ¿Cómo pueden trabajar más en su profesión? Por eso, volviendo a tu pregunta, siento que el problema no es porque sea mujer, sino porque México está muy mal. No tenemos apoyo y no creo que lo vayamos a tener. Por lo que yo opté hace varios años es por ya no pedir más ayuda al gobierno, ni más ayuda a los teatros, ni nada. Me ofrecían un concierto. Tenía yo un mes para prepararlo y me pagaban sólo 1,500 pesos. Tenía que contratar a otros músicos para que tocaran conmigo. Así que terminaba poniendo de mi bolsa: para las fotografías, para barrer el teatro, para afinar el piano, para sacar la cartelera, para hacer el programa de mano, y me pagaban cinco o seis meses después. Yo me sentía muy mal por tener que pagarles a mis músicos cinco o seis meses después. Me daba pena. Entonces creo que la problemática es igual para todos, hombres o mujeres”.
S.M.: “Aparte de tocar el piano, ¿estás interesada en alguna otra área de la música?”
A.R.: “Sí, porque tocar el piano no es nada más que uno se clave en él. Ahorita estoy trabajando con Ariel Gusik en un área diferente. Con una máquina que produce sonidos armónicos. Él me pidió que estuviera en la parte de la investigación de esos sonidos armónicos. No me meto en la parte físico-matemática del asunto sino en la musical netamente. Tengo varios años en este proyecto. Estuvimos en Phoenix, Arizona, montando una exposición con esculturas sonoras. Una que era activada por la luz, otra por el viento que producía sonidos de acuerdo al movimiento del mismo. Los armónicos variaban de acuerdo a qué tanta luz o viento hubiera. Estoy trabajando con Ariel en esos proyectos”.
S.M.: Hay muy pocos nombres de mujeres inscritas en el jazz hecho en México, en un país de 100 millones de habitantes. ¿A qué crees que se deba eso?
A.R.: “Es una cuestión cultural totalmente.”
S.M.: ¿Han valido la pena los sacrificios, la falta de apoyos, etcétera, para cultivar un género que quizá sea el más marginal del país?
A.R.: “Claro que sí. He sido muy feliz y muy privilegiada en esta vida porque he conocido a mucha gente talentosa. He hecho tantas cosas; he descubierto tanto que no cambiaría mi vida por nada. Te puedo decir que hubo conciertos donde llegué a decir que me podía morir mañana y terminar feliz. Llegué a ese punto de comunicación en donde ya no hay barreras; en donde ya no hay miedo a expresar las cosas y ser maltratada; en donde te envuelve una atmósfera de amor y sales del concierto y sigues envuelta en ella. Eso quién te lo quita. ¿Qué más le puedes pedir a la vida sino ese saber, haber sentido eso?”
S.M.: ¿Crees que sea importante la vida académica para un músico de jazz en específico?
A.R.: “Claro. Siempre es importante el estudio, siempre hay cosas que aprender. Ahorita estoy estudiando salsa y ritmos afroantillanos. Hay que prepararse constantemente, ir descubriendo más cosas. Si no buscas el conocimiento no podrás saborear los descubrimientos, no lograrás dar el siguiente paso. Tienes que prepararte, no solamente al principio sino toda la vida”.
S.M: Dentro de tu instrumento, ¿a quiénes consideras tus mayores influencias?
A.R.: “A Cecil Taylor, McCoy Tyner, Miles Davis, Shostakóvich.
S.M.: ¿Cuál es el estilo que más te interesa tocar en el jazz, el free?
A.R.: “Pues sí, si lo catalogamos así”.
S.M: ¿Hay algún otro que te haya interesado?
A.R.: “No. No me gusta imitar a nadie sino hacer música sin etiquetas. Por lo tanto, no sé si el término ‘free’ sea el correcto”.
S.M.: ¿Tienes alguna definición mejor para llamarlo de otra manera?
A.R.: “No. Lo he pensado pero sería igual. Volver a meterlo en una etiqueta. Eso no tiene caso. Soy simplemente Ana Ruiz tocando”.
S.M.: ¿Cuál es tu visión del jazz en México?
A.R.: “Me da mucho gusto que la escuela de jazz de la Superior de Música esté funcionando, porque he visto salir a mucha gente que ha tenido la oportunidad de estudiar, se vayan a dedicar al jazz o no. Han pasado por ella y eso les permitirá abrirse más musicalmente. Y siento que va a salir más, que va a empezar a suceder algo realmente. Ahorita no está pasando nada. No hay un grupo de jazz al que tenga el deseo de oír cada semana. A veces voy porque están mis amigos. Los escucho, les aplaudo, me gusta, pero no me causa mayor cosa. Prefiero quedarme en mi casa y poner un buen disco”.
S.M.: ¿Con cuántos grupos has participado, cuántos has fundado?
A.R.: “Un chorro. Después de Atrás del Cosmos hice uno que se llamaba Ananecia”.
S.M.: ¿El de Atrás del Cosmos en qué año se formó?
A.R.: “Lo fundamos en 1972 y estuvimos tocando hasta 1982, 1983, por ahí. Participó mucha gente. Estuvo Valery, Antonio Zepeda. Ellos fueron los primeros. Luego Robert Mann, Nando Estevané tocó con nosotros, gente de Chihuahua. Un cuate que se llama Luis, de Tepoztlán, etcétera. Llegamos a tener una banda de 18 integrantes. Realmente circularon muchos en esos diez años: José Luis Chagoyán, Fernando Barranco, Rafael Figueroa, Carlos Enríquez, Alejandro Folgarolas… Muchos”.
S.M.: ¿Y Ananecia?
A.R.: “En ese grupo toqué con dos trompetistas de los que ya no recuerdo sus nombres, y un baterista. Di como tres o cuatro conciertos. No hubo química, entonces el grupo no pudo seguir. Era montar nota por nota para que ellos tocaran. Fue mucho desgaste. Luego dejé de tocar tres años. A la postre me encontré con Alain Derbez y me invitó a tocar en un festival de jazz con La Cocina. Primero me invitó a que tocara yo sola, pero le dije: ‘Oye, tengo tres años sin tocar, el concierto es dentro de un mes y medio, me voy a poner a estudiar’. Empecé a estudiar y le comenté: ‘No me siento preparada en este momento, no puedo dar el concierto’. Entonces me dijo: ‘Ven a oír a La Cocina, a ver qué te parece. A lo mejor no te gusta, pero bueno, ven a ver qué onda’. Me acerqué a La Cocina, empezaron a tocar y me senté a tocar con ellos y ahí volvió a suceder de nuevo. Toqué con ellos un buen rato. Luego me salí de ahí e hicimos Rednéctar con Ariel Gusik y Germán Herrera. Después de un tiempo toqué con la Sociedad Anónima de Capital Variable de Marcos Miranda. Después de ahí dije: ‘¡Ya!’. Sentí que era el momento de trabajar yo sola. Me guardé en mi casa a componer, a trabajar y a hacer otras cosas”.
S.M.: ¿Crees que el “hueso” sea una práctica aceptable para un músico de jazz?
A.R.: “El ‘hueso’ es hacer un trabajo musical y no verlo más que como dinero. Perder la parte donde se aloja el corazón: ése es el ‘hueso’. Me da terror. Yo nunca he ‘hueseado’. He hecho muchas cosas para sobrevivir (en una época en que andaba muy mal hasta vendí productos alimenticios), pero nunca he sido capaz de entrarle al ‘hueso’. Sería, como ya dije, perder el corazón y dedicarme a hacer eso que tanto me gusta como una carga”.
S.M.: ¿Crees que haya la infraestructura para el desarrollo del jazz en México?
A.R.: “No. No hay nada. Alguna vez me comentaron que un amigo mío que estaba en el Conaculta o en el Fonca, con un muy buen puesto, dijo que no iba a programar al jazz porque el jazz no era música. ¿No es maravilloso que nuestras autoridades culturales piensen así? Yo les dije que cuando lo viera le iba a preguntar qué era el jazz entonces, porque quería entender qué era y seguramente él, siendo tan culto, me lo explicaría. Así que ¿cuál estructura? No hay ninguna. No hay nada. Hay gente con ganas de hacerlo y oírlo porque es amante de la música, conoce la chispa de la improvisación. Pero aparte de eso no tenemos nada. Ni lugares. Los que dicen que existen son esos donde te vas a echar la copa y todo mundo platica, pero nadie oye. Es muzak”.
S.M.: Háblame por favor de tu discografía, si la hay.
A.R.: “Con Atrás del Cosmos nunca hicimos discos. Atrás del Cosmos fue un grupo que quizá pudo haber hecho más cosas, pero estábamos tan felices con lo que sucedía que nunca nos fijamos en esa parte promocional en donde había que grabar un disco, tomarnos las fotos, salir de gira. Nunca, nunca. Estábamos en otro rollo. Siento que eso fue lo que nos pasó. Sólo hicimos un cassette, que se llama Hot Dreams Call Dreams, el cual me gusta mucho todavía cuando lo oigo, y me digo: ‘¡Qué bárbaros! ¡Bien desafinadotes y chuecotes o lo que tú quieras, pero qué energía había ahí!’.
“Después, con Ariel, sacamos el cassette de un concierto en vivo y nada más. Con el tiempo me di cuenta de que tenía cosas guardadas de Atrás del Cosmos. Grabábamos todo lo que hacíamos. A David Basht, quien siempre estuvo con nosotros, le pedíamos que nos grabara. Así que un día me encontré en mi casa con 50 o 60 cintas de media pulgada, con toda esa música, y Henry me dijo: ‘Oye, vamos a hacer un disco’. Yo le pregunté: ‘¿Para qué?’. ‘Aunque sea para que nosotros sepamos qué hicimos’, me contestó. Yo me dije: ‘Bueno, aunque sea pa’que mi nieto lo oiga’. Pero a la larga reflexioné más y dije: ‘¿Por qué no? Si ahí tengo material con Don Cherry, con Antonio Zepeda, conciertos en vivo con muchas otras personas. ¿Por qué no sacarlo?’.
“Entonces ahorita estoy en ese trabajo de revisar el material para hacer un CD. Hay cosas que son muy buenas y hasta estoy pensando en hacer dos discos, uno con lo de Don Cherry y otro con lo que hicimos nosotros como grupo con diferentes músicos. Estoy en esa búsqueda, trabajando otra vez con David para revisar las cintas. Resulta que éstas tienen 20 años guardadas. Pero actualmente hay una técnica maravillosa en la que se hornean las cintas y resulta un rescate muy eficaz. Las metemos al horno y tienen que estar no sé cuánto tiempo. Checamos que no se vayan a quemar, las secamos, las ponemos en el carrete y ¡zas!, las vaciamos a DAT. Del DAT escogemos algunos tracks y los pasamos a un CD para después hacer un master. Estamos en ese proceso. ¿No es maravilloso? Literalmente estamos horneando la música”.
S.M.: ¿En qué trabajas ahora y cuáles son tus planes a futuro?
A.R.: “Para ganarme la vida hago particcelas, coordino grabaciones, compongo para audiovisuales de la Secretaría de Educación Pública o para el ILCE. Por años trabajé para la SEP haciéndoles toda la música original para unos programotas que sacaron con EDUSAT. Logré introducir el jazz para acompañar la imagen que estaba muy bien resuelta. Entraba la música aquella y decías ‘¡guau!, qué bonito programa’. Fue una buena labor y sigo haciendo ese tipo de cosas. Con el proyecto que realizo con Ariel Gusik me gustaría tener algún patrocinio, porque es un proyecto muy caro. Somos muchas personas las que estamos trabajando ahí. Yo quisiera tener más tiempo para investigar, medir y hacer mis composiciones, y no lo tengo. Me gustaría tener una beca o un patrocinio y sentirnos más holgados. Por otro lado, me gustaría hacer dos discos. Uno con piano solo y otro como pianista-compositora, con mis composiciones orquestales. Tengo varias composiciones en ese sentido y en el momento en que junte un buen ahorro voy a citar a mis cuates músicos y pedirles que me las graben”.
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*Esta entrevista, hasta hoy inédita, la realicé con Ana Ruiz el día 20 de febrero del 2001. Tras la publicación del libro Tiempo de solos (que realicé junto al fotógrafo Fernando Aceves) quería continuar el proyecto de hacer más perfiles de los jazzistas mexicanos, Ana era parte de esa continuación. Sin embargo, los planes cambiaron. Me fui a vivir al extranjero y aquello quedó trunco. Desde entonces no había tenido noticia de ella hasta que me encontré con una muy breve referencia on line en la revista número 17 del Instituto de Estudios Críticos y de la cual hago referencia a continuación:
“Pianista y compositora mexicana dedicada a la improvisación y el free jazz desde 1973. Ha formado parte de los grupos Jácara, Baile y Mojiganga, Atrás del Cosmos, La cocina, Radnectary La Sociedad Acústica de Capital Variable. Ha compuesto música para películas, coreografías, y documentales. Desde febrero de 2015 comienza, con el auspicio de la Fonoteca Nacional, la recuperación de la música del grupo Atrás del Cosmos para editar varios discos compactos con el interés de dejar una constancia histórica y dar a conocer este grupo al mundo”.
El track que remata el texto (“Rumor 1”) es parte del disco Free Jazz Women and Some Men (Jazzorca Records, 2015), en el que participa la pianista (S.M.C.).
Hay una real belleza en el mito alquímico. Gracias a él, los elementos, uno tras otro, dan origen a la luz, las estrellas, el cielo, la tierra, los hombres y todos sus sonidos. El dúo Acoustic Alchemy explica la génesis y evolución de su propio mito.
El nombre. «Acoustic Alchemy describe lo que queremos hacer: encontrar una especie de magia entre las guitarras con cuerdas de nylon y de acero, construir un pequeño mundo en el que podamos integrar diversas influencias.» (Nick Webb)
Su música. «Nuestra música se podría definir como canciones instrumentales, con la guitarra como voz. Todo lo que escribimos es directo y estructurado, muy melódico.» (Gregg Carmichael)
El jazz. «Para mí, el jazz es la música de la improvisación. En ese sentido, formamos parte del género. En cierta forma, nuestra música tiende un puente para la gente a la que el jazz le da miedo, un puente entre el jazz y el lado popular de la música, el reggae, el flamenco y el country. Partiendo de nosotros tal vez encuentren a guitarristas más audaces en cuestiones de improvisación y que utilicen armonías más complejas. Un grupo como el nuestro es bueno para el jazz.» (Webb)
Las cuerdas. «Originalmente toqué con cuerdas de acero, pero cuando decidí estudiar la guitarra clásica, la única opción disponible en las escuelas eran las cuerdas de nylon. Cambié mi estilo, descubrí que estas cuerdas me cuadraban bastante bien y me quedé con ellas.» (Gregg)
«Llegué a tocar la guitarra eléctrica y la flamenca en la escuela de música, pero siempre me sentí más a gusto con las cuerdas de acero. Descubrí a la postre, con el dúo, que ambas voces son complementarias.» (Nick)
El disco Arcanum. «Arcanum es una antigua palabra latina que significa algo oculto o secreto. Pertenece a la alquimia y resume el concepto del álbum. Siempre estamos tratando de encontrar la expresión perfecta de algo y arcanum parecía la forma indicada de lograrlo. Algunas de las canciones del disco se expresan mejor al contar con una sección rítmica –que le hemos agregado–, aunque casi todas pueden ser interpretadas por dos guitarras acústicas. Andrés Segovia dijo en alguna ocasión que la guitarra es una orquesta y tiene razón, es posible decir todo lo que uno quiere con una guitarra. Nosotros jugamos con las posibilidades.» (Gregg)
Efectivamente, hay una real belleza en el mito alquímico.
*Entrevista publicada en el número 6 de la revista mensual Sólo Jazz (septiembre de 1996)
[VIDEO SUGERIDO: Acoustic Alchemy – Same Road Same Reason, YouTube (RETRO YO BAILE EN LOS 80 & 90)]
Para Eugenio Toussaint, el jazz era el único lenguaje musical que tenía la posibilidad de expresión espontánea. No estaba supeditado a un cartabón o a una cosa en particular, más que a una estructura armónica, o a veces ni a eso. Para él era una música que permitía la mayor cantidad de expresión al músico, sobre todo al intérprete. «Y por lo que muchos de nosotros nos acercamos a ella es precisamente por la posibilidad de libertad de expresión instantánea que nos da la improvisación —comentó—. El jazz es eso, una música que permite el mayor grado de libertad dentro de todas las áreas de la música».
Al respecto de su carrera dentro del jazz, de sus orígenes y sus planes, fue que charlé con él, uno de los nombres más sobresalientes en el medio jazzístico mexicano, una mañana de fines del año 2000.
S.M.: ¿Cómo se dio tu gusto por el jazz?
E.T.: «Mucho tuvo que ver con el ambiente familiar en el que crecí. Mi abuelo era un fanático del jazz, tenía muchos discos y una pequeña casa en Cuernavaca donde nos invitaba los fines de semana o en vacaciones. Era muy agradable porque tenía su alberca y demás, e invariablemente en el fondo oías música de jazz. A él le gustaba mucho Ellington, Brubeck, Oscar Peterson, las big bands de Harry James y más viejitas.
Ese sonido para mí automáticamente era Cuernavaca, el sol, sentirse a gusto, buena comida, relajamiento y música detrás. Y como que se me fue pegando. Mis padres también eran muy fanáticos del jazz. Iban mucho al Riguz y a otros lugares semejantes.
Inclusive a mí, de repente, me empezaron a llevar cuando todavía era menor de edad, me escondían detrás de la puerta. A los 13 o 14 años iba a escuchar a Chilo Morán y a toda la bola de músicos. Igualmente, concierto de jazz que había en México, concierto de jazz al que nos llevaban en los sesenta o setenta. Desde entonces íbamos al Auditorio Nacional, al Teatro Ferrocarrilero, al Teatro de los Insurgentes.
Así que, a propósito o no, a mí se me pegó mucho y siempre me gustó como sonaba esa música. Me llamó muchísimo la atención, la sentía mucho más complicada que el rock, que era donde yo estaba metido. Tocaba la guitarra y sacaba canciones de los Beatles, de los Monkees o de los Rolling Stones o lo que fuera, pero siempre el jazz me llamó la atención porque lo sentía como una forma más complicada de lo que yo estaba haciendo. Lo veía muy lejos de mí como posibilidad para hacerlo, pero el interés por el sonido fue finalmente lo que me orilló a mí y a mis hermanos hacia él».
S.M.: ¿De qué forma llegaste al piano?
E.T.: «Fue toda una odisea en mi vida. Originalmente empecé por el piano porque de chavo mi ideal era ser pianista de concierto, tocar a Mozart y a Debussy y lo que fuera, pero tuve una pésima maestra que no supo aprovechar que yo sí tenía oreja para la música. Me trató de enseñar a leer las notas a la fuerza y eso me sacó de onda e inmediatamente me fui a la guitarra. Fui guitarrista y baterista muchos años y toqué rock con ambos. Me gustaba porque yo tocaba el requinto y en él se podían hacer solos improvisados, probablemente ya me venía el gusano desde ahí.
En 1972 volví a regresar al piano porque ahí estaba en la casa y ese era el instrumento que más se prestaba para lo que yo quería hacer dentro del jazz. Cuando empecé con mis pininos confirmé que era el instrumento para mí, más que la guitarra. Como guitarrista yo no veía posibilidad de pasarme al jazz. Tomé el piano porque me ofrecía más posibilidades de expresión.
Nunca me imaginé la complicación técnica que iba a ser escoger el piano, pero pensé que ése era mi instrumento y por ahí me fui. Y también era para bajarle un poco al decibelaje. Empezar a tocar jazz fue para mí una reacción al rock. El rock de repente me empezó a aburrir un poco, no tanto la música como el ambiente.
Al principio de los 70 surgió la música disco y ya no había el rock que a mí me gustaba: el rock pesado de Hendrix y Black Sabbath, de Grand Funk. Así que cuando el rock se diluyó me juré que no iba a tocar música disco. Afortunadamente empezaron también a aparecer grupos como Emerson, Lake and Palmer o Yes, etc., lo progresivo, que era un poco rock, un poco jazz y un poco de música clásica, y los efectivos ahí eran los tecladistas y ésa fue otra razón: tratar de ser el efectivo en el teclado. Cuestión de ego probablemente. El piano estaba en la casa y se me facilitó».
S.M.: ¿Le entraste a la cuestión académica?
E.T.: «En mi caso no me hubiera venido mal haber tenido un poquito más de formación académica, sobre todo por el asunto técnico, muscular y de lectura también. Sé que hay mucha gente en el jazz que no ha tenido esa formación, yo soy uno de ellos, pero he encontrado otros caminos para aprender: libros, sacar solos de oído, transcribirlos en papel. Fue así como los fui aprendiendo.
El jazz no se enseñaba en México en aquel entonces, y los que ya tenían conocimientos te decían de plano que no te pasaban tips, porque ellos llevaban 25 años en eso y con muchos trabajos. Así que la única manera era por uno mismo. Yo leía en el Down Beat que muchos músicos transcribían los solos de otro. Poco a poco empecé a hacerlo, a conseguir libros y así, a como Dios me dio a entender. En un nivel de preparación física sí me hubiera gustado tener un poco más de preparación».
S.M.: ¿Quiénes han sido tus mayores influencias en el piano jazzístico?
E.T.: «Definitivamente Oscar Peterson, Bill Evans, Herbie Hancock, Chick Corea, Joe Zawinul, McCoy Tyner. Como gusto personal, Herbie Hancock sería mi influencia más fuerte, en cuanto a piano acústico se refiere, por su tipo de armonías, por sus formas de improvisar. El tipo de escalas que me gusta o los sonidos que me gusta oír están en el lenguaje de Herbie Hancock».
S.M.: ¿Cuál es el estilo que más te ha interesado interpretar dentro del jazz?
E.T.: «Para mí lo máximo que había era Weather Report. Lo que quería era conseguir un jazz que tuviera detrás un concepto, no simplemente estar tocando standards o un jazz tradicional, me gustaba lo conceptual y Weather Report era el bastión en ese sentido, lo mismo que Miles Davis. Creo que ese estilo fue el que más me interesó interpretar antaño.
Ahora cuando toco en conciertos es el hardbop, es a lo que me inclino más: muy poquita estructura, armónica y melódica, y mucha improvisación, cuasi libre pero con mucho ritmo. La cuestión brasileña, latina, también me gusta. Por otro lado, soy extremista en cuanto a formatos se refiere: trío o big band«.
S.M.: ¿Hay futuro para ti en el jazz?
E.T.: «Muy poco, definitivamente. Ya no es mi proyecto de vida para nada. El jazzista completito está dentro de mí, pero lo he canalizado por otro lado. Si se me da por ahí la oportunidad de hacer un concierto lo hago, disfruto mucho estar en contacto con el público, la gozo de veras. En el futuro me gustaría hacer una big band, pero es cosa de ir contra viento y marea. Simplemente tratar de juntar a los 15 músicos que integran la big band es una locura. Tengo las composiciones para ello, y de hecho quisiera hacer más.
Acabo de estar en Cincinnati y la big band de la universidad de allá quiere entablar una relación conmigo a ese nivel. A la mejor les escribo algunas otras piezas. Pero definitivamente el jazz ya no es mi camino. La cuestión de la composición clásica me está llevando por otros caminos y está tomando todo mi tiempo. Lo más que podría hacer de repente en el jazz sería un concierto por ahí, pero sólo en caso de que me lo ofrecieran. Ya no los busco, francamente.
Ya no estoy componiendo para grupo de jazz, y no quiero tocar siempre lo mismo, no sería justo para la gente que me fuera a ver. Al público hay que ofrecerle algo nuevo. Quien quite y un día me brinque la chispa y haga algo. Me quedé con la cosquilla de hacer un disco como pianista solo y con muchos invitados. Eso probablemente sí lo haga, incluyendo tracks sólo con orquesta. Me cuesta mucho trabajo tocar completamente solo, ése es uno de mis grandes traumas como pianista: no me siento bien tocando solo.
De Sacbé —el grupo que fundé con mis hermanos hace 25 años— es muy feo decir que ya murió, pero yo creo que así es. Cumplió lo que tenía que cumplir. Fue para todos un proyecto muy padre con el que se lograron muchas cosas. A cierta gente le cae gordo porque las hicimos, y ya sabes que hacer cosas en este país es pecado. Pero no se puede negar que lo que se hizo se hizo, bueno o malo, pero se hizo. Ahora honestamente veo muy difícil que se pueda volver a juntar Sacbé, muy difícil.
El disco Pintores es uno de los testamentos del grupo. El otro yo creo que va a ser una antología que estoy haciendo con todas mis composiciones jazzísticas escritas, para dárselas a grupos interesados en ellas. Las que hice durante todo el recorrido con el grupo. Las composiciones son para que se toquen, y con ello quiero romper un poquito con ese estigma de que las piezas de Sacbé sólo las puede tocar Sacbé. Me gustaría ver cómo las toca otra gente. Hay un grupo en Guadalajara al que le gusta mucho nuestra música y al que me gustaría darle todo el libro y ver qué hace, se llama Vía Libre. A ver qué pasa. Ahora estoy dedicado a la música de concierto exclusivamente».
Discografía selecta de Eugenio Toussaint: Blue Note, Antología I y II, Sacbé, Selva tucanera, Street Corner, Aztlán, Dos mundos, Sleeping Lady, Como siempre y Pintores.
*(Entrevista realizada para la columna Jazzteca del sitio esmas.com. Apareció publicada el 9 de noviembre del 2000)
EUGENIO TOUSSAINT
EL PEZ DORADO
Por SERGIO MONSALVO C.
En el clímax de su época, el poeta Samuel Coleridge escribió unas líneas que pueden adecuarse para hablar del disco más reciente del pianista Eugenio Toussaint: “¡Oh, autor! Si en tu mente tuvieras / Playas como las del pensamiento musical / ¡Oh gentil autor! Hallarías / Un cuento en cada cosa”. El pez dorado es la aplicación de tal pensamiento en los once temas que lo componen. En esta obra se da la triangulación del sueño, la imagen y el recuerdo. Una triangulación buscada en el ideal romántico.
Producto del ejercicio onírico es el track “Meryl”. Si en efecto uno pudiera llamar a algo “un sueño” bajo tal contexto, sería con esta pieza. Es un sueño en el que todas las imágenes surgen ante la vista del autor y al mismo tiempo se colocan las notas correspondientes con la sensación o la conciencia de la creación.
Al despertar, como seguramente lo hizo Eugenio en esta ocasión, le pareció como si aún tuviera la nitidez exacta de los hechos: tomó el lápiz o la pluma y escribió de inmediato las líneas que se manifestaron a través de las imágenes como la expresión de un deseo. Ejercicio inverso es “Sin historia”, un tema robado al sueño. Un trabajo asiduo hasta su resolución en la vigilia. Sólo quien posee en modo directo la impresión de un sentimiento —como la nostalgia, por ejemplo— puede mostrar lo casual y consecuente de su efecto.
En ambos casos la música como complemento de la realidad. En ambos, la intimidad del piano solo para dialogar consigo mismo, con las realidades personales. Así lo hizo este artista mexicano en un proceso de grabación que se llevó a cabo en el legendario Estudio B de la compañía Capitol en Los Ángeles, bajo la producción de Juan Carlos Paz y Puente, un personaje que ha abierto un camino importante para los pianistas nacionales y que merece un gran crédito por ello. Un camino que sólo puede ser nocturno para su mejor ambientación.
Para Toussaint el campo quedó a su disposición las noches del 14 y 15 de septiembre del 2002, fecha en que se realizó el proyecto. “El chiste de este disco fue captar el momento, es muy íntimo porque surge de la idea de presentarme encuerado”, ha señalado el pianista y compositor.
En dicho striptease, el otro elemento protagónico —aparte del sueño y la imagen— es el recuerdo, ese punto en el que se piensa y habla del tiempo ido. Recuperar momentos de vida mediante la creación, ¿pero recuperar qué? Impresiones, recuerdos, memorias, sensaciones, olores, sabores, personas y sonidos, entre otras cosas. Tratar de atrapar lo fugitivo, lo fortuito. En El pez dorado Toussaint recupera piezas escritas hace 25 años y que nunca grabó con el grupo Sacbé del que formó parte junto con sus hermanos (excepto el tema “Iztaccihuatl”) debido a que no se prestaba para el tipo de repertorio que manejaban en él.
Es decir, El pez dorado es la personal búsqueda del tiempo ido del pianista. No como la de instantes perdidos a lo Proust, sino como una forma de redescubrir y de iluminar sobre la vida para convertirla en objeto estético, en cosa musical. Una búsqueda, no del fluir intermitente del tiempo sino de su deslizamiento inteligente: captar la duración, no la sucesión.
Muestra clara de esto es el tema que da nombre al disco, “El pez dorado”, una abstracción impactante que determina a un temprano ser sensible, con un amor por la imagen y su proyección que con el paso de la vida le renueva los sentimientos. Por eso Toussaint habla de encuerarse en este disco, porque hay la exposición tanto del instrumentista y compositor como del hombre que practica el arte y que hace de él lo vivido.
Eugenio Toussaint, El pez dorado, M & L Music, 2003. (Reseña publicada en la revista Mixup el mismo año)
Este músico murió el 8 de febrero del 2011en la Ciudad de México.
Trabajar en el periodismo tiene cuotas insospechadas. Esto lo comprobamos después de entrevistar a uno de los personajes que semanalmente había irrumpido en nuestra vida durante la infancia y cuya presencia nos acompañó durante muchos años: primero como parte importante de nuestros fines de semana; después como blanco de nuestras bromas adolescentes; luego como sujeto de interés por su legado conceptual y contextual en la cultura popular de varias generaciones, hoy como recuerdo conmemorativo.
Este personaje es nada menos que Cachirulo, alias Enrique Alonso. Él formó parte del imaginario infantil mexicano del siglo XX, de esos fines de semana que tenían cono colofón al “Cuento”, aquel Teatro Fantástico del Canal 2 de Telesistema Mexicano (hoy Televisa), que daba por terminada la diversión dominguera para dar paso a la angustia del lunes inmediato: por no haber hecho la “tarea” que malévolos maestros dejaban a granel sin consideración alguna.
¿Cómo no recordar las aventuras en blanco y negro de ese personaje surrealista con pelo color zanahoria y su estrafalario vestuario arlequinesco multicolor (esto sólo se imaginaba, no había TV a color), que se alimentaba el cuerpo y el valor con espumosas tazas de un espeso chocolate Express, para continuar la perenne batalla contra Fanfarrón y Escaldulfa, quienes gozaban de antemano con sus fechorías para terminar llorando su derrota a manos del buen Cachirulo; mientras éste reía después de haber rescatado a la princesa y rechazado estoicamente la recompensa del agradecido rey, o disponiéndose a descansar en su casa acompañado de sus tías Altagracia y Altamira?
El recuerdo de aquellos cuentos permanece como parte del bagaje de varias generaciones. Lo que sigue es la entrevista que Emiliano Pérez Cruz y yo –Sergio Monsalvo– le hicimos allá por 1980 para la revista Su Otro Yo. Es el propio perfil de un artista de larga trayectoria, preocupado siempre por la situación del teatro infantil de México y por (aquel entonces) su labor dentro del SAI (Sindicato de Actores Independientes. Gremio que se escindió de la ANDA en 1977 con el objeto de mejorar las condiciones laborales de sus miembros y que tuvo una vida fugaz).
“PARA LOS PAPÁS DE LOS PAPÁS DE LOS NIÑOS”
Enrique Alonso (cuyo verdadero nombre era Enrique Fernández Tellaeche) nació en Mazatlán, Sinaloa, el 9 de septiembre de 1924, de donde casi inmediatamente se trasladó con su familia a la Ciudad de México. Su padre era dueño en el Distrito Federal (D.F.) de una casa de artículos fotográficos cerca del jardín de San Fernando, junto al (ya desaparecido) cine Monumental. Ahí pasó sus primeros años. “Yo era rubio, rubio, muy dinámico y con un perfecto hablar desde los dos años y una continuidad que hasta la fecha conservo”. En su casa hubo solamente dos hermanos: él y Carlos, a quien posteriormente se conocería como el terrible Fanfarrón.
Un hecho acontecido durante la infancia fue decisivo para su vida posterior: “Nunca estudié teatro, pero sí lo vi desde los cuatro años y todos los escenarios me fueron familiares gracias a María Conesa –“La Gatita Blanca”–, a quien considero como mi segunda madre (de la cual escribió su biografía en 1987). La conocí un día que me perdí en el teatro y de repente estaba ya en su camerino. Le caí bien a la señora y desde entonces estuve con ella en los foros, en los camerinos y así tuve la oportunidad de conocer a muchos artistas. Ahí se forjó mi aprendizaje. Entrando y saliendo del teatro con María Conesa me acostumbré a todo lo que envuelve este arte: creatividad, miseria, problemas económicos, las angustias de una mala entrada, los éxitos, aplausos, etcétera. Conocí todo eso desde que tuve uso de razón”.
No hubo antecedentes artísticos en su familia: “El único artista (y muy bueno por cierto) era un tío político llamado Manuel Bernal, el ‘Tío Polito’, quien también se dedicó a los niños (es la voz que narra las historias de Cri-Cri en las grabaciones respectivas). Mi primer año en la televisión coincidió con el último suyo; los dos estuvimos en una terna para un premio de la AMPRyT en aquel entonces… me abrazó y dijo: ‘Qué bueno que quedó entre familia; estás continuando lo que yo empecé’. Fue un detalle muy bonito de su parte y aunque únicamente fue tío político lo quise muchísimo”.
Enrique recuerda que el gusto por el teatro infantil le surgió en la infancia: “Yo también fui niño, aunque no lo crean. Lo era cuando vino a México una compañía española, la de Pepita Díaz y Manuel Collado, a hacer drama y comedia. Sin embargo, posteriormente montaron unos ‘Pinochos’ escritos por Alejandro Casona, que venía en la compañía, basados en los famosos ‘Pinochos’ de Salvador Bartolozzi y Magda Donato, a los cuales asistí una y otra vez, quedando profundamente impresionado”.
– ¿Y cuándo te planteaste como meta hacer teatro infantil?
– “Empecé a hacer teatro desde la escuela, con títeres, que eran mis juguetes preferidos. Escribía obras para los festivales que yo mismo organizaba; en fin, estaba metidísimo con la cosa del teatro. Recuerdo que hasta en el garage de la casa organizaba funciones y llevaba a mis vecinos, entre los cuales, por cierto, se encontraban los Romano: Sergio Guillermo (muy amigo mío desde entonces), Carmen y Margarita (ambas hoy de infausta memoria por su acontecer durante el gobierno de José López Portillo). Ellos fueron mis ‘víctimas’, mis espectadores. Deben de haber sufrido mucho con eso.
“Con el tiempo cobré cierto nombre como actor de teatro experimental. En agosto de 1948 María Conesa y Lupe Rivas Cacho iniciaron una temporada, y un periodista que me conocía le preguntó a María: ‘¿Por qué no meten a éste?, está loco por hacer teatro, contrátenlo’. Así lo hicieron y comencé desde abajo para poco a poco volver a subir. Sin embargo, al mismo tiempo que hacía zarzuela y opereta me dedicaba al teatro infantil, porque traía la espinita clavada por la carencia de este tipo de teatro en México.
“Escribir obras para niños, de alguna manera, me sirvió para convertirme en el escritor de la serie de Manolo Fábregas en la televisión, cuando el primer estudio estaba en el edificio de la Lotería Nacional. Hice comedias para Manolo durante todo el tiempo que duró su famoso programa. Entonces, cuando me llamaron para hacer Teatro Fantástico ya ni chiste tuvo; por un lado escribía cuentos y por otro continuaba con mis comedias para Manolo. Fue algo muy fácil”.
¡CHOCOLATE, MOLINILLO!
– ¿Cómo surgió la idea de hacer Teatro Fantástico?
– “De manera un poco cómica. Como les decía, yo escribía las obras para Manolo Fábregas y tenía un sueldo que cobraba en la agencia de Augusto Elías, quien era el productor, pero al mismo tiempo que cobraba les dejaba el siguiente guión en donde estaba anotado mi nombre. También hacía teatro infantil por mi cuenta. Resulta, pues, que un día el señor Elías fue con sus hijos a ver la obra en la que yo actuaba, no me reconoció porque salía vestido de gato. El caso es que le gustó mi trabajo y me buscó para contratarme y hacer un programa en TV para niños. Pero como ese día me despedía de la temporada, él no pudo encontrarme y así pasaron tres meses antes de que descubriera que yo era su empleado desde hacía mucho tiempo. Cuando lo supo me propuso realizar ese programa y me contrató por tres meses para la promoción especial de un refresco. Los tres meses luego se prolongaron a 17 años, a partir de 1955”.
– ¿Y Cachirulo cuándo nació?
– “Eso también fue producto de la casualidad. Cuando decidí hacer teatro infantil fui a ver a Magda Donato, que decía ser amiga mía, para pedirle una de sus obras, pero me dijo que como yo era un principiante no me la podía dar. Lo mismo sucedió con otros autores. Decidí entonces escribir una yo mismo a la que titulé “La Princesa Encantada”, en la cual aparecía un personaje llamado Cachirulo. A los televidentes les cayó bien y empezaron a llamarme así en la calle. Me di cuenta del filón que eso representaba y continué con él, agregándole poco a poco cosas y los personajes que conformaron después el programa: Fanfarrón, Escaldufa, las tías Altagracia y Altamira, Pocholo…”.
– ¿Qué autores te motivaron para iniciarte en el teatro infantil?
– “Puedo decir que definitivamente Bartolozzi, el creador de Pinocho. Creo que Cachirulo tiene mucho de él. Un héroe invencible y amistoso. Nada más que yo le di un poco de la socarronería mexicana. Para mí los otros clásicos estaban un poco anquilosados, por eso en mis representaciones trato de darles algunas variantes para ponerlos un poco más al día”.
– ¿Cuál era básicamente la filosofía del programa?
– “Era muy sencilla: vender chocolate. En cuanto me salía de ella se me arrancaba con el patrocinador. Hice varios programas donde salía de malo, llegaron cartas reprochándomelo y el patrocinador me dijo que ya no podía hacerlo, lo mismo nada que fuera a romper el encanto de aquello que vendía tanto y tanto chocolate al mes. Por eso no pude desarrollar mucho de lo que hubiera querido en esa serie”.
– ¿En qué consistía tu participación en el Teatro Fantástico?
– “Escribía los guiones, dirigía, actuaba, hacía el diseño del vestuario y algunos comerciales”.
– ¿Qué actores aparecieron durante el tiempo que duró el “Cuento”?
– “Entre las princesas estuvieron: Marcelina Cervantes, Mary Castel, Aurora Alvarado, Jacqueline Andere y Elsa Cárdenas. De niñas buenas y malas: María Rojo y María Antonieta de las Nieves. Como Pocholo estuvo Carlos Méndez. Fanfarrón, el sempiterno, fue representado por mi hermano Carlos. Como rey, Roberto Antúnez. Príncipes fueron Rafael del Río, Guillermo Aguilar, Enrique Aguilar, Sergio Zuani. La bruja Escaldufa estuvo personificada por Alicia Montoya, Mónica Miguel, Rosa Fourman y Ángela Villanueva, que también la hizo de Cuquí la Ratita (¿la recuerdan?). Las Tías siempre fueron las mismas: dos comadres mías, Arcelia Zamora y Zoila García (de veras), como Altagracia y Altamira, respectivamente”.
“¡ADIÓS AMIGOS!”
– ¿Por qué causa desapareció el Teatro Fantástico después de 17 años?
– “Me corrieron. Emilio Azcárraga (el dueño de la televisora) pensó que el programa ya había llegado a su término y me traía ganas desde tiempo atrás, sólo que no me podía correr porque estaba contratado directamente por La Azteca, la fábrica orgullosamente mexicana. Un día la fábrica fue orgullosamente americana y entonces los gringos pensaron que era mejor Tarzán que Cachirulo y fue el momento que Emilio aprovechó para decirme que me fuera. Recuerdo que fue acompañado de Luis de Llano, César Barrientos y otros de los ejecutivos de Televisa. Me dijo que yo era una de las partes más importante de la televisión, pero que el programa llegaba a su fin y que no me preocupara porque él estaría en contacto conmigo. Dijo que me llamaría a principios de año… pero no de qué década”.
– ¿Cuál crees que sea la influencia de la TV en los niños mexicanos?
– “Negativa absolutamente. Trata de imponerles cosas que les son totalmente ajenas. Publicidad absurda que hace desear al niño cosas que muchas veces no puede tener, y aunque lo pudiera hacer no le haría ningún bien. Aparte de eso lo satura de violencia, por lo que el niño viven en una angustia constante provocada por la televisión”.
– Y en cuanto a tu trabajo ¿cómo la consideras?
– “Siempre la he tomado como algo secundario. Te da publicidad, mucho nombre, pero eso es todo. Yo prefiero definitivamente el teatro, porque se hace con cuidado, se corrige y perfecciona en cada actuación. Considero que la cuestión artística está en lo vivo, es la única que vale la pena intentarse seria y formalmente”.
– ¿Qué opinas de los programas infantiles de TV actuales?
– “Aunque veo muy poco la televisión, creo que se ha llegado al acabose con las barbaridades en el idioma. Tantas palabras absurdas y dicharajos nos dan la apariencia de un país salvaje, de retardados mentales y eso sí es horrible. Sin embargo, de alguna manera lo entiendo porque yo también me vi presionado por el dizque ‘éxito’ (entre comillas), que te ponen como un cartabón cuyo único objetivo son las ventas. Por lo menos deberían darle una ayudadita al idioma y enseñar cómo se habla el español”.
– ¿Cómo ves el teatro infantil en México?
– “Cuando empecé se hacía muy esporádicamente y por temporadas muy breves, casi siempre hecho por compañías extranjeras. Cuando me decidí a hacerlo todo mundo decía que estaba loco y nadie me quiso ayudar. Empeñé todas mis pertenencias para producir la obra que yo mismo escribí. Ahora, en cambio, te puedes encontrar en la cartelera con ocho o diez. Existe gente que tiene deseos de hacer teatro infantil porque le gusta, como Magdalena del Rivero, Manuel Lozano, Arturo Espinoza y recientemente el Grupo Dragón.
“Sin embargo, también hay otra gente que ha pensado que si yo, siendo tan mal actor, he montado obras y ganado dinero, ellos, siendo mejores, pues ganarían muchísimo más y se han aventado a hacer teatro infantil con el único fin del lucro, pero producen cosas espantosas, horribles, porque están hechas sin cariño, sin amor y sin el menor conocimiento. Pero con todo y todo hay teatro infantil en México”.
UN MUNDO FELIZ
– ¿Cuál ha sido la respuesta del público infantil a través de los años?
– “Sorprendentemente es la misma de ahora que la de antes. Creo que me convertí en algo así como una leyenda, porque los papás les cuentan a sus hijos de un ser muy raro que salía en la televisión. De repente el niño se tropieza con él en el teatro o nuevamente en la tele y ya lo quiere por los testimonios orales que recibió.
“Cuando salí de la televisión creí que mi buena estrella se había acabado, se los juro. Hice una gira con la idea de despedirme del mundo, en eso surgió un lugar en el sur de la ciudad llamado Mundo Feliz y me contrataron. Estuve ahí muchos meses y luego me seguí a los teatros de toda la república. Puedo decirles que gano en el teatro lo mismo o más de lo que ganaba en la televisión. Eso quiere decir que el público me ha seguido y apoyado, lo cual me ha dado una gran satisfacción porque lo más bonito para el artista es prolongar lo más posible su vida dentro del arte.
“Yo siempre hablo con optimismo de cuando me corrieron de la televisión, porque cuando lo hicieron me salvaron. Si hubiera seguido ahí unos años más, probablemente hubiera reventado como ser humano y como artista. La patada me la dieron en el momento más oportuno y tengo todavía que agradecerla”.
– ¿Nunca has tenido la inquietud de escribir un libro de cuentos?
– “Fíjense que no. Todos mis cuentos los he tenido que escribir muy rápidamente, así que ninguno de ellos me gustaría que se quedará a perpetuidad. Me gustan para lo que sirven, para lo que están creados, para divertir una temporada. Cuando tengo la inquietud de montar uno de mis viejos cuentos, casi los vuelvo a escribir, lo reconstruyó. Si escribiera un libro seguramente cada tercer día tendría que ir a la librería a cambiar alguna frase que ya no me gustó”.
– ¿Alrededor de cuántas obras has escrito?
– “Para televisión como 800; para teatro tengo 32, de las cuales conservo en repertorio veintitantas, porque las otras fueron sonoros fracasos. También escribí algunas comedias y, recientemente, una obra sobre La Llorona, a la que considero un trabajo importante. Tomé la leyenda y la convertí en algo contemporáneo sobre la problemática actual de México: el agachismo, el conformismo, antes éramos Caballeros Águila y ahora no somos nada.
“Como ven, he escrito de todo y estreno bastante. No hago más porque realmente no tengo tiempo. Las obras de teatro las produzco, dirijo, superviso el vestuario, etcétera”.
– Sinceramente, ¿qué piensas ahora cuando ves en repetición alguno de tus antiguos programas de TV?
– “Les va a parecer algo así como horrible, pero lo que hago es juzgar exclusivamente el trabajo profesional. En ningún momento me dejo llevar por la nostalgia, trato de ver si eran tan malos para los niños como decía alguna gente. Creo que hice buenos programas bastante bien hechos y otros verdaderamente detestables. Los juzgo, veo y analizo fríamente para ver si hay mejoría o salvación de algo de lo que se hizo, no me han inspirado otra cosa realmente”.
TOMA CHOCOLATE, PAGA LO QUE DEBES
– ¿Crees que en la actualidad choque la fantasía con la realidad?
– “Sí, pero no podemos olvidar que los libros de más venta siguen siendo los mismos: la fantasía. El adulto tiene derecho a la fantasía lo mismo que el niño. La necesita para salir un poco de la cotidianeidad, al igual que el niño. La fantasía es una fuga que empieza en la niñez y termina en el momento que uno quiera, es uno de los factores importantes dentro de cualquier espectáculo”.
– ¿Y la realidad social?
– “Actualmente hago obras de ese tipo, desgraciadamente son poco taquilleras todavía. Pero sí he podido darme el gusto de escribir cosas de más importancia, de más impacto, donde señalo los problemas actuales de nuestro México”.
– Políticamente, ¿cómo se define Enrique Alonso?
– “Mexicanista, cien por ciento. Ni comunista, ni derechista, ni racista. Creo mucho en este país, en sus jóvenes que están preocupados por la problemática de México, de la ciudad en que viven y eso para mí es algo excepcional. Por eso la única definición política tiene que ser el mexicanismo. Creer que todos juntos sí podemos hacerla, solidarizándonos sin izquierdismos, ni derechismos, sin tonterías de esas, únicamente con amor a nuestro país y con un política justa, nada más”.
– ¿Cuál es tu idea de un mundo feliz?
– “Creo que mientras no se haga justicia y se actúe con comprensión, la felicidad no podrá existir más que en los idiotas. Mientras se siga actuando con injusticias, transas (como clavarse el vuelto de una persona, las cotizaciones de los socios, como se hizo tanto tiempo en la ANDA), nunca podremos lograrla”.
– ¿Eso motivó tu salida de ese organismo y posterior ingreso al SAI?
– “Sí. Pude darme cuenta del sindicalismo caduco que se aplicaba, el cual no debe existir en ningún país del mundo. Me salí –al igual que un gran número de mis compañeros- porque me convencí de que éramos comparsas en un movimiento que no nos gustaba y que nos explotaba terriblemente en lo económico, para beneficio personal de alguna gente. Ahora todos los que nos salimos cooperamos activamente con nuestro movimiento independiente”.
– ¿Qué representa para ti el SAI?
– “Un camino hacia lo que debe ser el movimiento obrero del país. Un lugar donde se tiene el derecho a decir no o sí ante tal o cual circunstancia, sin padecer el régimen policíaco para ver cuánto ganaste, cuánto no, etcétera. Nosotros, sin ningún tipo de presión damos lo que podemos al sindicato para irnos haciendo de un fondo de reserva. Ahí hay respeto y solidaridad. Y es debido a todo esto que mucha gente, de todas las ideologías y clases sociales, nos ha ayudado en nuestra lucha”.
– ¿Cuál sería entonces la moraleja para los chavos, para los que fuimos chavos?
– “Lo único que creo es que todos debemos seguir un camino, pero que éste sea con una meta superior para lograr la superación de nuestro país, no demagógicamente sino en forma real. Si cada uno de nosotros piensa que puede hacer algo para la mejoría de los demás nuestro país llegará a ser lo que tiene derecho a ser”.
Enrique Alonso murió el 27 agosto del 2004 en la Ciudad de México. Se le sigue recordando como personaje destacado de la cultura popular.
(VIDEO SUGERIDO: Teatro Fantástico: Opening e Instante con Cachirulo!, YouTube (2lapyap1)