Por SERGIO MONSALVO C.
CAUSA Y TEMPERAMENTO
Dinah Washington fue una cantante con un poder comunicativo extraordinario. Fue una intérprete característica de los años cuarenta, con el glamour y el aura propia de la época. Pero su nombre auténtico era más prosaico: Ruth Jones; su lugar de nacimiento, Alabama; y sus orígenes musicales, enraizados en el gospel de la Iglesia Bautista del Sur de Chicago, donde había emigrado su familia.
Al actuar como pianista acompañante y directora de coro, entró en contacto con Sally Martin, una de las pioneras del gospel, y formó parte de su grupo. También cantó junto a su madre en ceremonias religiosas de diversas comunidades de Chicago.
A los 14 años de edad ganó un concurso de cantantes aficionados en el Teatro Regal. Y contra la opinión ortodoxa de su madre, con quien mantuvo una tormentosa relación, decidió dedicarse a la música profana. En 1942 se empleó para atender los baños femeninos en un club nocturno, donde esporádicamente también cantaba, En una ocasión llegó a sustituir a Billie Holiday.
Habla Dinah:
“Solicité trabajo por toda la calle Fillmore de Chicago. Ni el instituto de belleza local ni la tienda de discos necesitaban una gerente. Un agente inmobiliario que conocía me dijo que su amigo, un hombre de negocios requería de una persona imperturbable para atender los baños femeninos de un club nocturno. Primero me enfurecí por el ofrecimiento, pero la oportunidad de alguna vez poder cantar ahí me resultó demasiado tentadora para ser ignorada por estos escalones menores.
“Ni me pasó por la cabeza que no pudiera hacer bien aquel trabajo. A fin de cuentas, a pesar de que mi experiencia no incluyera atender unos baños, había sobrevivido con éxito a angustiosos episodios de mi vida y me consideraba lo bastante madura (18 años) y adulta para aceptar tamañas responsabilidades.
“Tom Ramsey –el dueño del lugar– quedó impresionado con lo que el creyó mi vocabulario de universidad, y los diamantes de medio quilate que brillaban entre sus dos dientes delanteros me encantaron. No me pidió referencias y me ofreció 75 dólares a la semana y todas las comidas.
Ramsey era un hombre grande y amable, que se reía de la vida y mantenía todos los detalles de sus numerosos negocios en la cabeza. Era propietario de una tintorería, de una tienda de reparación de calzado y, puerta con puerta con el club, de una casa de apuestas. Sus trajes estaban hechos a la medida y los llevaba con aire informal. Si hubiera cerrado los labios para ocultar los diamantes y hubiera vivido en otro mundo, habría pasado por un erudito corredor de bolsa que arrasaba habitualmente en Wall Street.
“Ramsey servía platillos sureños en el club, así como buenos y bien preparados tragos en gran cantidad, así que era popular entre los asiduos de la zona. Ramsey también había contratado a tres boxeadores desconocidos y los estaba preparando para el campeonato. Quería potenciar al club y extender invitaciones para cenar a los exitosos promotores de boxeadores blancos que conocía de un gimnasio.
“Cuando el número de comensales bajaba, yo tenía la oportunidad de examinar cuidadosamente a los jugadores que ahí se reunían. Estos entraban pausadamente en el club durante las gélidas mañanas de Chicago, con sus pantalones bien cortados que les hacían bolsas en las rodillas; corbatas de seda pintadas a mano con el nudo a medio hacer y colgando, agitándose, olvidadas, en la parte delantera de sus camisas. Cuando sus manos tiraban accidentalmente el café en los manteles, los camareros traían café recién hecho sin el más leve signo de reprobación.
“Ganadores y perdedores tenían el mismo aspecto descuidado, pero eran reconocibles por sus acompañantes. Mendigos, timadores y perdedores de todo tipo escuchaban atentamente sus palabras, les acomodaban las sillas para que se sentaran y gritaban a los camareros de movimientos lentos para que fueran más rápidos.
“Las mujeres de la calle que se reunían con sus hombres en las mesas (Ramsey no permitía la prostitución en su club y ninguna mujer podía entrar al salón de apuestas) me interesaban particularmente. Entraban cansadas, con el glamour de la noche borrado de sus rostros y el balanceo ausente de sus caderas.
“Los hombres que bebían whiskey, por costumbre o por diversión, tomaban el dinero de las mujeres sin esconderse, contando billete a billete, y ordenaban a un lacayo que fuera corriendo hasta la barra y trajera ‘un trago’. Las caras de las mujeres mostraban orgullo y derrota. Habían demostrado ser putas prósperas y honradas, pero también sabían que los hombres volverían a las mesas de juego para apostar las ganancias de la noche, y las mujeres, exhaustas, serían enviadas a casa y a una cama vacía.
“Un hombre que se drogaba con heroína nunca trataba a su mujer tan a la ligera. Esperaba impaciente, bebiendo café cargado de azúcar. En cuanto su mujer pasaba por la ventana, se levantaba y pagaba la insignificante cuenta. La mujer esperaba en la puerta y la pareja se alejaba de prisa. Yo sabía que ellos se apresuraban por la dosis.
“Yo sabía que la mujer ya había hecho el contacto antes de pasar a recoger a su hombre. Lo sabía y no veía nada de malo en ello. Por lo menos eran una pareja y dependían el uno del otro. Ramsey tenía poco tiempo para advertir estas cosas en su club, porque se pasaba los días dedicado a sus boxeadores. Los encargados de su tintorería y de su casa de juego estaban cortados por el mismo patrón tradicional, y sus negocios iban a la alza.
“- ¿Sabes manejar? – Me preguntó un día.
– Sí. Y también cantar.- Contesté.
– Quiero que te lleves el coche y pases a buscar a mis boxeadores por las mañanas. Llévalos hasta el lago. Ellos bajarán y se pondrán a correr y tú los seguirás. Cuando hayan dado una vuelta al lago, recógelos y llévalos al gimnasio. Entonces vienes a recogerme a mí, te llevo a tu casa y vuelvo al gimnasio. Y si en alguna ocasión no viene la cantante contratada, podrás sustituirla. Ponte de acuerdo con los músicos para cuando llegue el momento.- Eso, debo decirlo, pasó a veces”.
Luego de su experiencia en aquel club, Dinah Washington cantó con Fats Waller, y pronto llamó la atención de Lionel Hampton, que le ofreció su sonoro nombre artístico y un contrato que duraría tres años. Así la temperamental Dinah emprendió su carrera, y luego de ello se convirtió en solista en 1945. Los primeros frutos fueron una docena de blues para el sello Apollo Records con una banda de modernistas, liderados por Lucky Thompson, en la que figuraban también Milt Jackson y Charles Mingus.
Los años de plenitud de la Washington presentan a una cantante de voz abundante, aguda, vibrante, emitida con la nasalización y la intensidad propia de muchos intérpretes de blues, pero cuya dicción y afinación escrupulosas apuntan hacia una alta sofisticación apta para objetivos muy distintos.
A partir de 1946 grabó con los mejores músicos de jazz de la época, con los grandes arreglistas, pero también con los más incompetentes, en las compañías más exquisitas y en las más triviales, según el gusto de cada uno de sus siete maridos. Claro que el repertorio elegido a base de baladas y temas lentos, fue el más apropiado para sus cualidades.
El año de 1959 significó un punto de inflexión, cuando obtuvo éxitos de ventas y eso animó a la cantante a dar un salto definitivo desde sus coqueteos con el jazz al mercado del pop, maniobra conocida en la música con el término crossover. En él, de cualquier modo, el estilo de la vocalista siempre cortante como un cuchillo, más sensual y sutil que nunca, sobresalió y dejó huella en la historia del género. Un exceso de somníferos acabó finalmente con la ajetreada vida de Dinah Washington en Detroit, poco antes de la Navidad de 1963.
VIDEO SUGERIDO: Dinah Washington – What a Difference A Day Makes, YouTube (Jan Hammer)