ROCK Y LITERATURA: AN AMERICAN PRAYER, ETC. (JIM MORRISON)

Por SERGIO MONSALVO C.

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LA INOCENCIA PERDIDA

En cierta crónica anónima de 1966 (en un periódico underground angelino), de una presentación de los Doors en el club Whisky A Go-Go, el autor esbozó en unas cuantas líneas la esencia de su puesta en escena musical y estética: “La iluminación del escenario es fría. El fondo musical funerario, sutil: la guitarra afinada como una sítara hindú; el órgano espasmódico y suave, la batería lanzando su advertencia de complicidad, y delante de todo ello un pálido, esbelto y ebrio vocalista se contonea, colgado del micrófono esperando su momento”.

Y el momento era para definir intuitivamente caminos inexplorados por el rock, para rebatir los supuestos y las convenciones en las que había basado su etapa clásica: glorificación de la juventud, celebración de la energía, rechazo al tedio y a la educación formal.

Sí, Jim Morrison y los Doors le dieron un giro de ciento ochenta grados a esa forma de pensamiento, y todo ello quedó plasmado en su primer álbum, The Doors.

Éste fue el summum conceptual practicado hasta el cansancio en ensayos íntimos, de integración y conocimiento, así como en presentaciones en vivo forjadas a pulso en el fuego del ritual con el público; en experimentaciones con diferentes drogas y efluvios filosóficos provenientes lo mismo de Oriente que de Occidente.

La lírica de Morrison no hizo la glorificación acostumbrada de la juventud, no. Era demasiado simplista e inocente para un tipo instruido en la parte oscura del pensamiento humano: Blake, Baudelaire, Rimbaud, Jack Kerouac, Nietzsche, Brecht, Artaud… Por lo tanto, no definía a la juventud, sino que redefinía su YO constantemente, según lo dictaran sus razonamientos.

JIM MORRISON (FOTO 2)

Por eso la poesía de este rockero no era la tierra de los adolescentes que aún tenían una visión naive del mundo. En sus dos libros publicados en vida (The Lords and the New Creatures, de 1969 y An American Prayer, de1970), así como en los póstumos (Arden lointain, edition bilingüe, de 1988), Wilderness: The Lost Writings Of Jim Morrison, de1988, y The American Night: The Writings of Jim Morrison, de 1990) está bien plasmada la suya. Para él —un darky adelantado a su época— vivir no significaba respirar sino dejar de hacerlo, usando los sentidos y las facultades.

La aspiración por la muerte era su credo: clímax de la experiencia humana, concreción de la creatividad en la apoteosis de la pureza instintiva. Por eso al cabo de su vida murió como Marat, y de esta manera se garantizó para sí mismo el Pantheon eterno.

Pero mientras eso le llegaba, Jim Morrison utilizó su intuición como criterio personal y subjetivo. El centro y límite de este universo basado en la intuición debía ser el YO y sólo el YO. Y tal universo era disímbolo: temible, antagónico, pero también gozoso. Un universo del pensamiento.

“Mi realidad es cierta porque pienso”, dijo Jim en alguna ocasión. Y sólo por esa frase se alejaba de las cimientes de la época: diversión, paz y amor. Eso lo volvió igualmente “raro” ante el mundo hippie y ante el mundo convencional.

VIDEO SUGERIDO: The Doors – The End (1967), YouTube (bezo1981)

El rock con él y los Doors ya no fue sólo diversión como antaño. Perdió su inocencia. Ya no había un rechazo al tedio producto de la falta de diversión constante, sino una argumentación al hartazgo de la existencia misma; una explicación a la pelea entre el pensamiento y el propio reflejo mundano. Intuición pura esgrimida con palabras justas, precisas, y lo más notable de todo, adecuadas a la lírica del rock.

Y para llegar a ese diestro manejo del lenguaje revirtió ese otro supuesto adjudicado al género: el odio hacia la educación formal. Tanto Morrison como cada uno de los integrantes del grupo contaba con una educación universitaria, con una cultura vasta, con conocimientos de la literatura, el cine, el teatro, la música (ragas hindús, jazz, de cabaret, clásica y del blues, por sobre todas ellas).

Los integrantes de los Doors nunca rechazaron lo que su condición social clasemediera les había otorgado, al contrario. Con esas herramientas retaron seriamente al ambiente de aquellos días. Resaltaron la desesperanza y le dieron legitimidad al rock y a su poesía, con una imaginería terrible y desoladora.

Dimensionaron al género con el yang de temas como “Break On Through”, “Light My Fire”, “End of the Night”, y de manera inconmensurable con “The End”, antes de que apareciera el yin del Sergeant Pepper´s Lonely Hearts Club Band de los Beatles.

El YO de los Doors –que fue el de Jim– se tornó en un gran concepto. “Conozco al mundo como a mí mismo, como sentimiento e instinto, como pensamiento y raciocinio”. Dicho más precisamente, conozco al mundo porque me conozco a mí mismo, y bajo la tutela de este sentimiento Morrison tenía visiones cósmicas, pero por medio de estas visiones alcoholizadas, drogadas, no sólo expandió al rock, sino que le dio trascendencia.

Jim mostró al mundo su formación académica (en poesía, cinematográfica, en sus teorías filosóficas y en sus catarsis; en su teatralidad; en el conocimiento chamánico y en la indiferencia; en el rito de la comunicación y en sus ideales inalcanzados) lo mismo que sus genitales. Y por ambas expresiones fue condenado.

Las imágenes de sexo y muerte contenidas en sus manifestaciones musicales nunca fueron bien vistas por las fuerzas vivas: “I Tell You We Must Die…” (parafraseando a Weill); “Mother… I Want to Fuck You” (cantándole al Edipo errabundo y al freudiano). Todo contenido desde su primer álbum, The Doors, y hasta el último: L.A. Woman.

Así que de Jim Morrison se pueden decir muchas cosas, pero con la postrera convicción de jamás poder definir a un ser tan contradictorio como congruente como él. Un poeta, a final de cuentas.

VIDEO SUGERIDO: Jim Morrison Last Performance 1971, YouTube (MRMOJORISIN)

JIM MORRISON (FOTO 3)

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ROCK Y LITERATURA: HIGH FIDELITY (NICK HORNBY)

Por SERGIO MONSALVO C.

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¿POR QUÉ ME GUSTA?

1.- Hay escritores con los que te identificas de manera perdurable; que con su visión del mundo te vuelves cercano y empático con ellos, porque expresan de forma inmejorable emociones que has sentido. Con Nick Hornby me sucede eso, y desde que lo descubrí –tiempo ha—suelo seguir su pista literaria tanto como la adaptación cinematográfica de la misma. Este escriba británico me ha producido grandes y pequeños placeres con su obra. Y de entre ella, High Fidelity (1995) destaca sobremanera por las afinidades que siento.

2.- Es un retrato plagado de gracia y ternura hacia algo tan triste como la ruptura sentimental y lo que sigue: el desconcierto, la pérdida, el temor a la intemperie y la desolación que pueden sobrevenir tras el quiebre amoroso. De ella, además de lo mencionado, lo que me enganchó fue que tenía a la música como principal protagonista, al rock en específico, y al individuo que la porta como un quijote contemporáneo. Hornby es rockero en cuerpo y alma y aquí proporciona una de sus grandes muestras.

3.- La cultura del autor inglés en este libro tiene raíces claras con diversos mentores como Umberto Eco, el primero, quien anotó que mucha gente da por hecho que de proponérselo el mundo entero cabría en una sola lista por imposible que esto pudiera parecer (Borges sería uno de ellos, y por eso es otra de las raíces de Hornby). Desde los comienzos de la escritura, la obsesión humana por registrar las cosas, de la que surge toda clasificación u ordenamiento, ha sido algo perseverante en ella. Los primeros ejemplos de esto fueron las tablas de arcilla de los sumerios. High Fidelity es una lista vital. Hacer una lista obliga a reflexionar.

4.- Marcel Proust es otra conexión escritural y estética. Tal autor señaló que la única forma de saborear las impresiones vividas, en cualquier sentido (en este caso el amoroso), es la de intentar conocerlas más completamente. Ir ahí donde se encuentran, es decir, dentro de uno mismo, y volverlas claras hasta en sus profundidades. Con el fin de darnos cuenta de que las resurrecciones de esas impresiones en la memoria evocan las sensaciones de otro tiempo y, de forma semejante, provocan el surgimiento de una verdad nueva.

Las verdades nuevas, las ideas sobre nuestras emociones actuales, son pues sucedáneos de las penas pasadas. Porque recordar el dolor por el que hemos pasado nos obliga a entrar profundamente en nosotros mismos. Y esa es una imagen del pasado que se intenta descubrir con los mismos esfuerzos que los necesarios para recordar tales momentos, y así saber o descubrir que nuestros conceptos sobre lo que somos, porque sentimos, están contenidos en aires de música (que las ha envuelto y acompañado) que nos vienen a la mente y que nos esforzamos por escuchar para identificarnos una vez más.

5.- La filmografía de Woody Allen es una filia más —Play it Again, Sam. Annie Hall, Hanna y sus hermanas, Manhattan– que le ha hablado a Hornby, como a nosotros, de las relaciones de pareja, de sus complejidades y misterios, de sus búsquedas y cuestionamientos, de las respuestas jugando al escondite. La imaginación es una máquina que el sufrimiento pone en marcha, y con ello a las personas (en este caso mujeres) que posan para nosotros como representación de aquello que nos ha sucedido y nos conceden sesiones tan frecuentes (y algunas veces humorísticas) como si fueran un taller de compostura, que está en nuestro interior, y al que recurrimos en un nuevo periodo amoroso.

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6.- Me gusta el libro (y la película) porque también recurre a un gurú, como lo hace Allen en Play it Again, Sam. La figura de Humprey Bogart aparece como modelo para darle indicaciones al personaje, Alby, sobre cómo lidiar con las mujeres. Hornby utiliza tal recurso, pero desde una evocación musical: Bruce Springsteen. Porque The Boss representa la autenticidad rockera, la quintaesencia del ser y estar como tal. Porque sus canciones (literalmente) le han salvado la vida a infinidad de personas. Por eso tal aparición en la película es medular. Es la enunciación del espíritu rockero.

7.- Me gusta la película basada en el libro (dirigida por Stephen Frears en el 2000, con John Cuzak en el papel principal) porque Hornby no le puso traba alguna e incluso vertió buenos comentarios sobre ella. Cosa nada usual entre escritores y adaptadores. También le gustó porque mantiene el prurito de hablar de la música todo el tiempo, de manera significativa y puntual. Porque no es un musical, sino que la presencia del género es natural y no impostada. Por el bagaje que se percibe, que se siente en cada frase, en cada escena, en cada monólogo o diálogo.

8.- Eso nos conduce directamente al soundtrack escogido. Es un muestrario ecléctico en cuanto a épocas, subgéneros e intérpretes. Escuchar a los 13th Floor Elevators, con “You Gonna Miss Me” abre la brecha entre todo ello, y de esta manera transitan por ahí los Kinks y John Wesley Harding, Velvet Underground y Love, Bob Dylan y The Beta Band, Elvis Costello & The Attractions y Stereolab, al igual que Sheila Nichols, Smog o Royal Trux. Lo mismo que la versión que hace Jack Black (Barry en la cinta) del clásico del soul “Let’s Get it On” de Marvin Gaye.

9.- Por lo mismo, estoy igualmente de acuerdo cuando este último personaje, Barry (tumultuoso dependiente de la tienda de discos de Rob –Cuzak),  encarnando al rockero nato, al ejemplo de actitud, al que no va a tomar prisioneros ni pactar, que manda al diablo, sin chistar, al cliente que entra en el establecimiento para pedir el disco que contiene la canción “I Just Call to Say I Love You”, pieza suprema de lo edulcorado, de lo melifluo, en que se puede convertir un tema, un cliché de la cursilería, como si fuera tarjeta de Hallmark.

10.- Me gusta el libro (y la película), pues, porque los personajes (Rob, Barry y Dick –Todd Louiso) hacen antologías personales de música (en esa época en cassettes, hoy mixtapes) para mostrarse, para definirse, para expresarse, como obsequio máximo para personas seleccionadas por cada uno de ellos (por amistad, por seducción, por amor). Lo cual es, quizá, uno de los mejores regalos que se le pueden hacer a alguien, debido a que en ello va implícita la sinceridad, la emoción, el sentimiento y el mensaje, que se quiere dejar claro. Es, valga el símil, una carta afectuosa escrita a mano. La música habla por uno.

11.- High Fidelity es una cinta (y libro) con el que me he identificado desde que apareció. Por afinidades electivas. Porque soy rockero de corazón, porque tal música ha estado presente en mi vida desde que la escuché por primera vez, porque es parte importante de mi oficio, porque hago listas constantemente con ella, porque es parte fundamental de mi memoria profesional, porque la he recibido y obsequiado como algo especial, porque me ha acompañado y con ella puedo definir a las personas, porque no hay momento alguno de mi existencia que no evoque alguna pieza.

12.- Me gusta High Fidelity porque soy coleccionista de discos, en varios formatos, y sé lo que significa adquirirlos, transportarlos, abrirlos y escucharlos (con toda su ceremonia), apreciarlos y mantenerlos en buen estado. Pero también porque sé lo que significa lidiar con ellos, con su carga histórica, emocional y física, acomodarlos en taxonomías particulares, secretas e íntimas, en nichos personales y cuidada selección. Por todo ello me identifico en varios aspectos con el filme y sus diversos niveles de lectura, porque los tiene. Es un gran libro y una gran película.

VIDEO SUGERIDO: “High Fidelity (2000” Theatrical Trailer, YouTube (Forever Cinematic Trailers)

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ROCK Y LITERATURA: EL GRAN GATSBY (F. S. FITZGERALD)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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Hay pocos autores –de antaño u hogaño– en los que uno sea capaz de detectar con claridad un proyecto personal de escritura. Cada paso que dan, cada libro que escriben o traducen parecen dictados tan sólo por la necesidad de mantener un lenguaje y un universo propios. Y es quizá esa autenticidad con una determinada forma de entender la literatura, a la vez personalísima y única, la causa que ha hecho de Francis Scott Fitzgerald, como ejemplo, uno de los escritores (estadounidenses) más respetados por los lectores a través de los años.

Fitzgerald se acomoda a una taxonomía justa. En su caso, esto quiere decir que es un escritor (de la Generación Perdida) leído con admiración, tanto por editores y críticos, como por novelistas y poetas que han vivido y viven en primera persona el campo literario (hacen de su vida su propia mitología existencial).

En su libro más emblemático, The Great Gatsby (El gran Gatsby), no aparece la mayor parte de la sociedad estadounidense, la que tuvo que emplearse en combatir durante la Primera Guerra Mundial: es como si no existiera. En el texto, en cambio, el autor describe los excesos de los locos años veinte, cuya burbuja, una vez explotada, dio lugar a la Gran Depresión de varios años después.

Jay Gatsby, el protagonista y caballero que reina sobre West Egg, es el arquetipo de una época dominada por los excesos sociales, las grandes diferencias, el gansterismo y la corrupción política generalizada, que acabó en la mayor crisis del capitalismo hasta ese tiempo.

Fitzgerald optó por el recurso literario de fijarse en uno de los dos extremos de la sociedad, el de la gente bonita, riquísima, las mansiones, los criados fieles, la rutilancia de las noches sin mesura, en definitiva, el mundo de los ricos y su decadencia. Es la imagen del esplendor y la vacuidad de las élites.

Los personajes que en el pasado sabían cuál era su lugar se niegan a cumplir los roles que les asignaron y tratar de hacerse cargo de la historia. Los temas que en otro momento parecían obvios pueden quedar sellados. Las ideas, diálogos y cambios de ritmo que en otra ocasión sirvieron para hacer avanzar la trama se transforman en presagios de la tragedia y ajustan sus cuentas con ella.

Eso sucede con El gran Gatsby, un libro que durante generaciones ha sido una fuerza de gravedad tan insistente que ha colonizado la imaginación de su propio país y la de quienes imaginan a ese país desde otros lugares, originando una lingua franca iconográfica que no solo ha marcado las vidas de las personas nacidas generaciones después de la muerte de su autor, Francis Scott Fitzgerald, sino que incluso ocupa una parte fundamental en ellas, al igual que algo profundo en el imaginario colectivo.

De eso habla este libro. Habla sobre cómo una novela determinada existe en sus propios términos, como producto pensado para ganar dinero y elevar una reputación (el primer objetivo de Fitzgerald), y también como relato, disertación e iluminación de la vida moral de sus personajes, del país en el que viven y de la herencia que sus descubridores y fundadores les legaron, siendo libres de tomarla en cuenta o de ignorarla.

Actualmente, en la era hipermoderna, el presente discute con el pasado y viceversa, pero siempre es el presente el que tiene los derechos de adaptación, según los medios de que disponga. A veces, el presente puede ver o sentir elementos de deseo, desorden, belleza latente, no realizados, en los artefactos del pasado, y resucitarlos y liberarlos en la imaginación de una manera que el autor de la obra nunca se imaginó.

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Scott Fitzgerald

Una obra como la comentada, también existe como un espejo cultural, donde otros artistas se apoderan de él, lo reescriben, lo reformulan y completan el original siguiendo sus propios dictados y los del libro, pero en el presente. Por ejemplo, en el cine, donde Gatsby ha aparecido como negro o en novelas donde es judío o mujer; en relatos que dan cuenta del destino de la hija de Daisy Buchanan, o del hijo que Fitzgerald nunca tuvo; hay las historias de detectives donde los Gatsby que viajan usando nombres falsos, son desenmascarados y asesinados, o fingen sus propias muertes y regresan para escribir un nuevo final. En fin, todo está abierto.

Y así lo han entendido los incontables ensayos de estudiantes que dan cuenta de los cientos de miles de copias del libro que han sido leídos en las clases de literatura cada año; o las películas de 1926, 1949 y 1974 y las obras de teatro de 1926 y 2006, las miniseries de televisión y los seriales radiofónicos. El cómic Great Gatsbys de Kate Beaton, del 2010; la obra El gran Gatsby (en cinco minutos), de Michael Almereyda; las parodias mudas de aficionados en YouTube (la película de 17 minutos y medio de 2014 acreditada a la Cornerstone Academy Pictures Inc., donde la escena de la gran fiesta está presidida por jóvenes con gorras de béisbol bailando lánguidamente en la sala de estar de lo que parece ser una casa abandonada).

En cuanto a la música, el texto normalmente es asociado a los ritmos sincopados del jazz de los años 20. “Un tiempo para los milagros, para el arte, para los excesos, una edad para la sátira”, como escribió Scott Fitzgerald en su libro Cuentos de la era del jazz.

El fondo musical de El gran Gatsby, la novela, pertenece a los grupos que pusieron banda sonora a la locura de una década que alojaba en su interior el desencanto que aguardaba al doblar el decenio, cuando el sueño se convirtió en la pesadilla de la Gran Depresión. En el texto se citan algunas piezas concretas, como ‘Three O’Clock in the Morning’, de Paul Whiteman, aquel blanco que se proclamaría infamemente el inventor del jazz, ‘The Sheik of Araby’, del pianista y humorista Fats Waller o el clásico ‘Beale Street Blues’, de Chris Barber.

Más allá de las referencias, no cuesta imaginar aquella música, nueva y excitante, retumbar en toda su sofisticación en la mansión de Jay Gatsby durante las fiestas del verano de 1922, cuando Fitzgerald situó la novela. Casualmente, el año de uno de esos momentos estelares de la historia del género, en que Louis Armstrong cambiaría Nueva Orleans por Chicago y el jazz nunca volvería a ser el mismo.

Esa imaginería musical ha acompañado la lectura de los textos de Fitzgerald, desde entonces, pero en esta época de fragmentación y recomposición entre pasado y presente, dicha sonoridad se ha transformado con nuevas maneras de escucharla.

En esa conversación interminable que desatan las obras clásicas, como El gran Gratsby, ha habido una propuesta sonora contemporánea que se conjura de la manera más ambiciosa y delirante en la adaptación musical de aquella era, que ahora encuentra en el Remix, una novedosa forma de expresión y actualización, con la serie discográfica francesa Electro Swing, que aglomera a diversos Dj’s.

Esta obra distorsiona la sonoridad original sin menospreciarla, la traduce a otras variantes de la música, dando lugar a un trabajo rico y abierto a nuevos lectores, escuchas y a nuevos tiempos. Esa es una historia en sí misma: la historia de un proyecto artístico y común, en el que la cultura debe convertirse en una cuestión de borrar la diferencia entre lo que debería importar (la adaptación a los nuevos tiempos) y lo que realmente importa (la obra artística como referencia).

En el fondo, ir hacia atrás y hacia adelante en el tiempo para capturar historias tan distantes como las de Gatsby, que reaparecen y resuenan a través de otras producciones culturales (literarias, teatrales, radiofónicas, cinematográficas, musicales), es parte de la evolución cultural en general y de la reafirmación de sus hitos y cánones.

VIDEO: The Great Gatsby trailer, YouTube (Warner Bros NL)

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ROCK Y LITERATURA: FRANZ KAFKA (II)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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El escalón subsecuente en el devenir kafkiano se da desde 1914, cuando el aspecto jurídico constituye la estructura del mundo modelo de Kafka. Los momentos culminantes de este periodo creativo se dan en la novela En la colonia penitenciaria (escrita en 1914 y publicada hasta 1925), dramatizada en varias ocasiones lo mismo que llevada al cine.

En la primera, el autor dibuja, con base en la jurisdicción y una última ejecución según el «viejo» sistema, el deslizamiento de un concepto sumamente cruel y medieval de la vida y de Dios, en el cual el sufrimiento y la muerte tienen sentido, no obstante, y donde la vida termina, por lo tanto, con la salvación, hacia una nueva actitud «humana», la cual no reconoce un sentido superior y por lo tanto se expresa en el monótono proceso laboral de las masas y en el placer desalmado de los privilegiados y ya no sabe asimilar la muerte.

En El Proceso, Kafka endurece la frase esencial del viejo comandante de la colonia penitenciaria: «La culpa siempre está más allá de la duda». Josef K. (en el manuscrito original figuraba inicialmente, en lugar de este nombre, «yo» a secas), un funcionario bancario, es arrestado sin conocer al tribunal ni la acusación, pero también sin ser detenido; es decir, es arrestado debido a los errores cometidos en forma consciente o inconsciente por el simple hecho de existir, errores en su propia existencia, frente a los otros hombres y frente a un sentido más elevado (desconocido para él).

Puesto que no quiere aceptarlo, se rebela contra las declaraciones de culpabilidad y procura defenderse por todos los medios, lo cual lo introduce

más profundamente en la culpa existencial. Precisamente por ello no encuentra el verdadero sentido de la vida humana; ya no satisface las exigencias de su trabajo, pierde la posibilidad (quizá á salvadora) del amor, es ejecutado al final y muere «como un perro».

En la siguiente etapa productiva su imaginación se vuelve más libre, sin perder la validez de los modelos o la consecuencia en la realización literaria.  En 1916-1917 produce los cuentos publicados dos años después dentro de la colección Un médico de provincia, entre ellos el cuento que da el título.

En éste se retrata el fracaso del médico que no logra reconocer la verdadera «herida» del hombre. Asimismo, el cuento «Informe para una academia», en el que la teoría de la evolución de Darwin se resume en forma sumamente irónica mediante la transición de un solo simio a «hombre».  Éste pierde cada vez más su libertad y se ve atado en creciente medida a los aspectos superficiales, proceso en el cual lo castigan duramente los supuestos avances de la civilización. En los cuentos el humor encuentra su sitio, sin menguar por ello la falta de solución a la situación humana.

La impresión del encuentro con Milena da nuevo impulso a su productividad tras un periodo perdido por deficiencias físicas. Trabaja en una forma concisa hasta entonces no lograda y realiza el modelo de la parábola. No obstante, el intento de Kafka por alcanzar la gran forma conduce al intento de escribir una novela más significativa y enigmática: El Castillo (de 1921-1922 y publicada hasta 1926), aunque fracasa en el sentido de que no pasa del fragmento.

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En éste el protagonista K. ha abandonado a su mujer e hijo, a su medio acostumbrado y profesión, para atravesar el desierto invernal y convertirse en empleado del conde Westwest. Puesto que llega al pueblo muy tarde, ya no puede desplazarse hasta el castillo. No llegará nunca a él. Todo en la narración reviste un simbolismo: la situación más elevada del castillo; el humilde sometimiento de los habitantes del pueblo frente a los funcionarios más insignificantes del castillo; el hermetismo sin salidas del aparato burocrático del conde, cuya jerarquía y función nadie conoce, ni siquiera los propios empleados.

  1. da principio a una lucha sin posibilidades: por el reconocimiento de su empleo; por una conversación con un superior; por la admisión al castillo y el acceso a sus instituciones, lo cual le permitiría reconocer su situación y, de esta manera, a sí mismo.

Cuando no obtiene éxito alguno en esta lucha directa con los poderes absolutos y universales, sino que sólo parece alejarlo cada vez más de su meta, trata de avanzar hasta los poderosos a través de los distintos integrantes de la comunidad pueblerina. Sin embargo, tampoco halla un verdadero acceso a ésta. Los diversos encuentros con los funcionarios, por otro lado, también resultan negativos, porque K. busca lo importante en el lugar no indicado y no se da cuenta de lo esencial.

Nada en el texto y en la obra total de Kafka permite pensar que el escritor haya concebido un final feliz para su protagonista. El mundo nunca puede ser comprendido por el individuo; éste, finito y limitado, no podrá integrarse al mundo felizmente.

Este fragmento muestra la conducta humana dentro del total de los poderes sobreindividuales. La integración en un todo comprensivo no es permitida al hombre en esta vida. Dichas cuestiones se plantean dentro de la cotidianeidad de un pueblito y serían exactamente iguales en otras capas sociales. Por lo tanto, este gran fragmento narrativo contiene un cosmos que eleva los acontecimientos y situaciones comunes a figuras de suma trascendencia, en el sentido parabólico, simbólico y metafísico, mediante la ligera enajenación.

La última fase creativa de Kafka produce el librito Un artista del hambre (publicado en 1924) y las piezas en prosa escritas en forma paralela y no publicadas. La tentativa de dar expresión a un cosmos total se abandona frente a temas más concisos.

Por otra parte, Kafka logra realizar su intención. La expresión artística alcanza un equilibrio perfecto entre lo significativo y lo conceptual. Existe el dominio de los recursos lingüísticos y estilísticos y una nueva libertad narrativa se pone de manifiesto en el humor reservado que ayuda a superar la tensión y el solipsismo de las obras anteriores.

Autor de una sensibilidad inconmensurable, que se detiene ante la eterna interpretación de circunstancias nimias, Franz Kafka representa la encarnada expresión del destino interno de nuestro tiempo. Es un retrato jubiloso, pues en sus obras nuestro mundo se extingue para alumbrar un oculto significado.

En Kafka, cuyo nombre ya figura entre los mejores narradores de la literatura, se muestra la persistencia en el inverosímil ambiente pequeño burgués de la moderna vida ciudadana, junto con un profundo cambio interior y formal de la angustia misma.

Lo dicho: el rock recurrió a Kafka para comprender la transformación personal de sus individuos en el ejercicio genérico, para matizar la experiencia de la metamorfosis expresiva en las obras; lo hizo para mostrar al sistema, sus burocracias y sus (pre)juicios, que lo señalaron culpable de barbaridad, de divulgar la maldad, de imperialista, de satanismo, de anarquía, de antinacionalista, de perversidades infinitas, y todo lo que se le ocurriera a los torquemadas del momento, de un signo u otro (diestro o siniestro). Kafka lo mostró, el rock lo leyó, llevó y lleva a cabo sus batallas, y en medio de ellas descubrió en el autor la lucidez de su pensamiento ante las arbitrariedades sistemáticas de un mundo absurdo.

VIDEO: Kafka Band: Grab/Hrob/The Grave (Official Video), YouTube (Kafka Band)

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ROCK Y LITERATURA: UN AUTOR DE LO COTIDIANO (FRANZ KAFKA-I)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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Los músicos de rock en diferentes etapas y estilos han recurrido a Franz Kafka como uno de sus autores canónicos, por su multiplicidad de situaciones humanas, por su planteamiento de preguntas inteligentes y por su estado de confusión con respecto al mundo que los rodea.

Y lo ha hecho en diverso tiempos y subgéneros, que van del heavy metal al más avezado vanguardismo, pasando por el art rock, el dark, el rock experimental, el post rock o el rock de cámara, entre ellos. Por las cuatro esquinas del planeta se han emitido tributos en canciones y discos completos, en nombre de grupos y evocaciones literarias que se transforman luego en sonoridades.

De América (Kachete, Kafka) a Europa (Samsa -España–, Nigel Kennedy, Joy Division –Reino Unido–, Kafka Band –República Checa–, Franz Kafka Ensemble –Croacia— o Locomotora –Finlandia–) lo recuerdan y se apoyan en él para brindar su expresión artística fundamentada en él.

El mundo del rock se ha acercado al de Franz Kafka porque su temática –frustrante y dolorosa, inquietante y rara–, le resulta a la vez perfectamente próxima y familiar.

 

«Eres culpable hasta no probar tu inocencia/

Lo siento, pero tú mismo decidiste tu destino/

Eres culpable por haber apartado la vista…»

(«Guilty», The Kinks)

El cuentista y novelista Franz Kafka, uno de los más importantes narradores del siglo XX, nació el 3 de julio de 1883 en Praga (en ese entonces parte del Imperio Austro-Húngaro) como hijo de un acomodado comerciante judío.  Desde su temprana juventud y durante toda su vida, con excepción de los últimos años, el sensible e introvertido Franz padeció bajo la férula de su padre, cuyas miras estaban puestas exclusivamente en el éxito económico y social. Una muestra de lo que experimentó en estas circunstancias se halla contenida en su «Carta al padre”, donde resaltan sus intentos por enfrentarlo y las justificaciones.

Los estudios hasta la preparatoria los realizó en la parte vieja de la ciudad de Praga. Pese a sus propias declaraciones al respecto, se sabe que obtuvo buenos resultados en la escuela. Se interesó entonces por Ibsen y el drama naturalista, Spinoza y Nietzsche, por la teoría de la evolución de Darwin y también se adhirió al socialismo.

Durante los primeros dos semestres de estudios universitarios, vaciló entre distintas carreras. Luego, por la voluntad de su padre, estudió derecho. Al mismo tiempo tomó parte constante pero pasiva en la vida literaria de Praga.  En ese tiempo inició la amistad que duraría todo el resto de su vida, y un poco más, con Max Brod.

A finales de 1905 presentó los exámenes finales para el doctorado en derecho. Tras recibirse realizó sus prácticas en los tribunales y posteriormente encontró empleo en una compañía de seguros de accidentes para obreros. Pronto se hizo de buen renombre como conocedor de esta rama del derecho. Sin embargo, el trabajo no lo satisfacía. Por otro lado, fue retirándose cada vez más de la vida literaria y social y frecuentaba sólo pequeños círculos.

El diálogo cede al monólogo en el diario llevado por él desde 1910, en el cual plasma sin misericordia algun análisis de sí mismo, sueños, esbozos literarios, epigramas y enfrentamientos con la lectura, sin incluir material histórico ni sobre sus vivencias diarias.

Sólo los viajes interrumpían la monotonía y soledad elegidas por él mismo.  Con Max Brod viajó a Italia, París, Suiza, Leipzig y, siguiendo los pasos de Goethe, a Weimar. De todos estos viajes deja constancia escrita.

Treintañero ya, Kafka sostiene una relación amorosa llena de vicisitudes con Felice Bauer, originaria de Berlín, con la cual dos veces se compromete a casarse sin concretar. La manifestación plena de la tuberculosis en 1917 es considerada por él como sentencia del destino contra todos los planes hechos para su vida. Por lo tanto, se separa definitivamente de Felice.

Pasa entonces largas temporadas en el campo con su hermana Ottla.  Intercala tentativas de reanudar su trabajo, pero fracasa. Por lo tanto, se retira prematuramente. Desde 1919 pasa diversas temporadas en distintos sanatorios. En uno de ellos conoce a Milena Jesenska-Pollak, pero sus padecimientos físicos y ya psíquicos le impiden desarrollar la relación y se separan. En 1921 conoce a Robert Klopstock, quien se hará cargo, como amigo y médico, del último y más trágico fragmento de la vida de Kafka.

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Un giro decisivo en la biografía del escritor significa el enamoramiento por Dora Dymant. Esta mujer descendiente de una familia polaca tiene 20 años cuando conoce a Kafka en el verano de 1923 en el mar Báltico. A fines de ese mismo año deja Praga y la casa paterna y se muda a Berlín. Pese a las dificultades materiales y físicas, Kafka vive unos meses relativamente felices al lado de su compañera, caracterizados por una productividad tranquila.

Sin embargo, la enfermedad lo acosa y en marzo de 1924 Max Brod lleva al moribundo de regreso a Praga, lo cual el escritor experimenta como derrota decisiva frente a su padre y la vida.

Pasa el ocaso de su existencia en el sanatorio de Kierling cerca de Viena.  Debido a la tuberculosis de la laringe casi no puede ingerir alimento y se comunica sólo por escrito con Klopstock y con Dora. El último día de su vida se ocupa todavía con la corrección de la obra Un artista del hambre.  Franz Kafka muere finalmente el 3 de junio de 1924. El día 11 del mismo mes es sepultado en el cementerio Prag-Straschnitz.

En vida el propio Kafka sólo editó o preparó seis publicaciones poco voluminosas en forma de libros, además de aislados trabajos en revistas. La mayor parte de su obra fue editada por Max Brod contra el deseo expreso del autor de que se destruyera todo lo inédito.

Por otro lado, la obra de Kafka es fascinante y difícil de interpretar. Su carácter es en gran medida un modelo, es decir, situaciones, episodios o acciones aisladas, consideradas con ojos visionarios o construidos en forma surrealista, ficción o como sueños, representan las leyes internas del mundo, de naturaleza tan total que parecen admitir las interpretaciones más distintas.

El hombre desarrollado en todos sus aspectos como individuo ya no ocupa el centro de la atención, sino el tipo promedio que funge sólo como eslabón en un todo no comprendido, imposible de dominar e impulsado por leyes automáticas, por decirlo de alguna manera, en el cual ya no hay manifestaciones teológicas. Dentro de una ficción paradójica, grotesca, a veces humorística, pero con frecuencia aterradora, se plantean los modelos de la existencia humana según estos enfoques y mostrando en ellos la culpabilidad existencial.

Los símbolos arquetípicos, la precisión en las descripciones y la fantasía se unen a una lógica en la realización y el lenguaje, hasta formar un todo convincente que retrata la falta de soluciones a la existencia moderna con una intensidad inigualable. No se dan en sus escritos respuestas a las preguntas últimas. Por todo ello, la obra completa de Kafka ha tenido enormes repercusiones en la narrativa mundial.

Si la obra de Kafka se pudiera ordenar sería en los siguientes términos: En primer lugar, los pequeños dramas presentados en ocasiones familiares, poemas y un fragmento de novela, «El niño y la ciudad” (1903), todos los cuales se perdieron en algún momento, probablemente destruidos por el propio Kafka, pero de los cuales se tiene conocimiento.

Los poemas contenidos en las tempranas cartas y éstas mismas muestran la influencia de los círculos literarios de Praga y el estilo de la revista Der Kunstwart (El guardián del arte), sin gran resonancia, a los cuales perteneció el escritor en su juventud.

En segunda instancia, apartado ya del Kunstwart e influenciado por Hofmannsthal, poeta austriaco contemporáneo, desde 1904 produce pequeñas descripciones de escenas cotidianas desde un punto de vista

alterado y con lenguaje sencillo.

La primera publicación de Kafka, ocho esbozos intitulados «Contemplación” y aparecidos en la revista Hyperion en 1908, formarán el núcleo del breve tomo publicado en 1912 con el mismo título.

El siguiente paso es de finales de 1912 hasta 1914, en el cual Kafka trabaja en la novela Der Verschollene (El desaparecido), la cual no pasa del fragmento publicado en forma póstuma por Brod, bajo el título de Amerika (1927). El primer capítulo salió a la luz en 1913 bajo el nombre de El fogonero en forma de libro.

Kafka recibió por él el Premio Fontane en 1915. En el texto, el joven emigrante Karl Rossmann que bajo el signo de la Estatua de la Libertad llega

a los Estados Unidos, entra una y otra vez en conflicto, debido a su ingenuidad, con las condiciones sociales e individuales del medio, hasta que en la naturaleza de Oklahoma –una institución utópica, en la que el hombre es asignado a tareas de acuerdo con sus verdaderas condiciones interiores– encuentra su modesto lugar en la sociedad.

El esbozo utópico, de suyo un fragmento, parece querer combinar el interior y el exterior, el mundo contemporáneo y el más allá, porque el hombre se encuentra consigo mismo. En opinión del propio Kafka su creación significativa tuvo principio con «El juicio” (escrito en 1912 y publicado en 1916), seguido por La Metamorfosis (1916).

La invención fantástica le sirve exclusivamente para elaborar un modelo puro; en esta última obra, por ejemplo, de las fuerzas que separan al ser de la familia y el mundo de los deberes laborales, pero que a la vez lo destruyen, puesto que no puede sobrevivir dentro de la existencia completamente aislada.

VIDEO: Kafka rocks: Kafka Band Live, ARTtube

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ROCK Y LITERATURA: SING BACKWARDS AND WEEP

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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A Mark Lanegan, se le pueden registrar más de una docena de entregas discográficas en su colección solista de formas musicales, aunque en las postrimerías de su vida él mismo se concibiera como figura a la que explorar vía la narrativa, para explicarse literariamente y que se entendieran sus desbarres frenéticos, airear los sucesos, y de paso, ajustar cuentas con otros contemporáneos.

Vayamos por partes. Lanegan nació en Ellensburg (Washington) en noviembre de 1964. Una ciudad cercana al centro donde surgió el grunge, Seattle. Ahí se embarcó en tal estilo con la banda Screaming Trees, a la que lideraba con su voz grave y dramática. Y le dio otra perspectiva al grunge de los años ochenta, desde la segunda fila, tras Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden y Alice in Chains.

Luego de ello, en algún momento de su carrera, formó parte de los grupos Mad Season, The Gutter Twins, Soulsavers, The Twilight Singers y Queens of the Stone Age. Incluso colaboró con Manic Street Preachers en el disco The Ultra Vivid Lament. Posteriormente, Lanegan dejó en los noventa sobresalientes y agudas obras como Whiskey for the Holy Ghost y I’ll Take Care of You, y otras tantas, hasta completar las cinco en el 2004 con Bubblegum.

A ello siguieron años de colaborar con músicos como Greg Dulli, Isobel Campbell o James Lavelle, entre otros. A partir de entonces, no hizo más que hundirse en sus propias y turbulentas tinieblas de drogadicción y depresión hasta convertirse en un músico de difícil molde que, incluso, contra todo pronóstico, experimentó con la electrónica.

Tal época de solista abarcó sus facetas de crooner disolvente, de ríspido rockero y de bluesman acerado. Poliédrico él, llegó a editar 11 discos en esas maneras. “Lo más importante en esto de la música es no perder la curiosidad”, dijo. Y ya entrada la segunda década del XXI, en sus siguientes álbumes siguió la estela de Tom Waits y sobre todo de Nick Cave.

Así lo contó en una entrevista: “En el 2012 por primera vez en mucho tiempo, me encontré sin nada que hacer y, en vez de esperar que alguien me llamara, actué yo. Tenía 48 años y, bueno, muchos de mis amigos ya estaban muertos. Cada vez era menos la gente que me podía llamar para hacer algo. Yo seguía vivo. Todo un éxito, si le echas un vistazo a mi biografía”.

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En el 2020, efectivamente, la escribió. Lleva por título Sing Backguards and Weep, donde buscó reconciliarse con su pasado en un libro de memorias. Su lectura produce sensaciones contradictorias, primero por la imagen que siempre proyectó y la explicación que da de sí mismo. No hay literatura, es una narrativa con demasiado balbuceo y mucha condescendencia con sus dependencias, a las que dedica y se regodea en decenas y decenas de páginas. Lo sustancial es breve e iluminador sobre la escena grunge, sobre todo.

Es un testimonio directo, pero menor, sobre la gente con la que convivió en ese tiempo en que nació, desarrolló y feneció tal estilo (del que renegó cada vez que pudo). Es más que nada un ajuste de cuentas con algunas de sus personalidades, y un autorretrato construido a la medida, antes de fallecer el 22 de marzo del 2022, a los 57 años.

Por otro lado, lo mejor de Mark Lanegan siempre será su música como solista. Y de ese legado, su álbum Straight Songs of Sorrow (2020), es su verdadero testamento, el sonido de su repaso existencial o, de manera más poética, el soundtrack de sí mismo.

El disco es, por lo mismo, una obra hecha con material ávido y profuso (quizá ya intuía la llegada del fin) en su más de una docena de composiciones, y el crisol de una revisión profunda y visceral sobre la vida y música que lo poseyeron mientras duró su existencia.

Y, como no podía ser de otra manera, el tema inicial ‘I Wouldn’t Want to Say’ es la evocación de un momento crucial para muchos creadores del género: el dickensiano encuentro con el espectro de la trinidad berlinesa David Bowie-Lou Reed-Iggy Pop. El instante de los hechos y desechos en la vida. De la opción entre el borrón y la cuenta nueva o el desaire al futuro.

Tal circunstancia es el mejor comienzo para un álbum semejante, ya que a la postre, durante su escucha, Straight Songs of Sorrow mostrará a todos los Lanegan conocidos de una manera atingente y estruendosa. Es un trabajo de lucidez en donde el músico se descubre, se disecciona sin piedad y pone en la balanza las consecuencias de quien ha sido.

Es un trabajo con hondura que requirió de los acompañantes adecuados para semejante tarea, y cuya colaboración resulta garantía de efectividad: Adrian Utley de Portishead, Greg Dulli de The Afghan Whigs, Warren Ellis de Bad Seeds, John Paul Jones de Led Zeppelin y el reconocido cantautor británico Ed Harcourt.

Con ellos, Lanegan ofrece su muestrario de franquesas y sinceridades, de ardientes y nebulosas imágenes de rock, como ‘Ketamine’, ‘Churchbells, Ghosts’, ‘Ballad of a Dying Rover’ y ‘Bleed All Over’, así como las frágiles sensaciones de soft rock como ‘Apples from a Tree’ y ‘This Game of Love’, acompañado de su esposa, Shelley Brien, en donde rememora sus apreciados duelos con Isobel Campbell.

Con todo este conjunto de letanías y compañeros, Lanegan se eleva sobre su propia figura (a la que intentó mixtificar en el libro autobiográfico), suena épico y contundente, circunstancia ilustrada en los más de siete minutos de ‘Skeleton Key’, una composición con voz hiriente y aprehensiva, tras cuya escucha se debe hacer el gran esfuerzo de separar al hombre de la obra y apreciar en lo todo lo que vale un álbum difícil de olvidar.

VIDEO: Mark Lanegan – Skeleton Key, YouTube (Mark Lanegan)

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ROCK Y LITERATURA: BLUES PEOPLE

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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A mediados del siglo pasado la lucha por los derechos civiles, por parte de las minorías sociales, y la movilidad provocada por ella en la sociedad estadounidense, establecieron la necesidad de propiciar, más que buscar, nuevas maneras de legitimar las identidades culturales.

Para la generalidad de los estudiosos del fenómeno, muchas comunidades se contrajeron sobre sí mismas en nacionalismos autóctonos y por lo tanto excluyentes, como la de los negros (afroamericanos). En éstos, la identidad individual se expresó por medio del arte y el activismo de diverso calado, y para eso requirió de un elemento fundamental: la palabra.

Dicho elemento, a través de la voz, se asentó como el único medio capaz de contener y reproducir el paso del tiempo, al retratar historias, vivencias, desarrollos, leyendas, pensamientos, así como los odios y rencores de tal comunidad. Una de las manifestaciones más destacadas e influyentes en este sentido, y desde el principio, fue la del escritor estadounidense LeRoi Jones, (1934-2014).

 

Bardo, intérprete, agitador. Ello es parte de lo que fue LeRoi Jones (posteriormente Amiri Baraka), un hombre multidimensional, ideal para conceptualizar como vehículo expresivo de tal lucha.

El libro Blues People, de su autoría, es un texto fundamental de esa Unión Americana tan marginal como repudiada que tanto ha contribuido al arte y la cultura de aquel país. El volumen lleva un subtítulo significativo: “Música Negra en la América Blanca”. De ello es de lo que trata su largo ensayo. Y eso que lo sustenta es, en sus propios términos: “La senda que recorrió el esclavo para llegar a la ciudadanía”.

En uno de sus párrafos continúa explicando: “Creo, que si el negro representa o simboliza algo propio de la naturaleza de la cultura estadounidense, o conectado con ella, ese algo se hace patente a través de su música característica”.

La gente negra no llegó en un crucero de placer al continente americano, fue extirpada con violencia de su lugar de origen y ofrecida, luego, como mercancía. Los negros fueron, además, como lo afirma el autor, tratados como unos animales con características especiales.

No tuvieron, como los esclavos de la Antigüedad (griega, romana, etcétera), la oportunidad de cambiar su condición (grandes artistas de dicha Antigüedad fueron esclavizados tras hazañas guerreras, pero luego con el tiempo recobraron aquélla). Los negros que llegaron a los Estados Unidos tuvieron exclusivamente valor económico. Su status no correspondía a la raza humana.

En las plantaciones donde fueron adquiridos, los esclavos primigenios cantaban o vociferaban sus penurias en sus dialectos africanos. Sin embargo, afirma el autor, “en estos idiomas no había antecedentes de canciones del tipo AAB estructuradas en secciones de doce compases”. Pero sí hubo “la presencia de un solista y un coro”. Además de los gritos (shouts) como forma de expresión.

Con el paso del tiempo llegaría la apropiación del idioma inglés (no había de otra) por estos emigrantes forzados que quedaron atrapados en el extraño ambiente que les fue impuesto. Asimismo, tuvieron, a su pesar, que resignarse al imposible retorno al origen y aceptar su nuevo y no deseado entorno y circunstancia (así nació el blues).

De tal suerte comienza a surgir, pues, el ser negro estadounidense. Ahí está el planteamiento mismo de su ensayo: “El inicio del blues representa el inicio de la existencia de los negros americanos… Cuando la Unión Americana adquirió para los africanos la suficiente importancia para que fuera transmitida a sus descendientes, mediante expresiones investidas de una forma perdurable, tales expresiones se plasmaron en lengua afro-estadounidense”.

(El investigador y autor Ron David ha escrito lo siguiente, en la misma tesitura: “Los lingüistas modernos –estructuralistas— tienen una teoría que es interesante a pesar de su infame origen. Es así: Los cautivos de diferentes culturas africanas son arrojados juntos a América; no tienen un lenguaje en común, así que inventan palabras –inglés pidgin— el comienzo de un nuevo lenguaje; al principio las palabras no tienen gramática –no hay una forma lógica de engancharlas–; la gramática no se desarrolla gradualmente, tal como se esperaría; la gramática es inventada por completo por la primera generación de los recién llegados –porque el lenguaje, finalmente, está incorporado en la maravillosa estructura de la mente humana. Retorcidos racistas genéticos, tomen nota)

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De esta forma el idioma inglés de la gente negra fue aceptado para confirmarse en su nuevo país, nunca más África. En el transcurso de la adopción quedaron una tristeza, una melancolía y una angustia inexpresables en las viejas lenguas, emociones que se encarnaron musicalmente en aquello que se nombra como blues. No obstante, para Jones, “los cambios de tono en la voz para variar el significado de las palabras, rasgo también propio de las lenguas africanas, fueron transportados al inglés por los negros esclavizados”.

Entre las tantas aberraciones cometidas contra ellos, la prohibición a los esclavos del uso de tambores, paradójicamente fomentó también la creatividad e impulsó con ello dos factores que también han estado presentes en la música africana desde siempre, aunque tal vez menos desarrollados que el ritmo: la melodía “bluizada” o bemolizada, y la improvisación.

“Tampoco los instrumentos africanos (a excepción del banjo y el xilófono) perduraron, perdidas las artesanías por el trabajo monótono de las plantaciones. Pero el uso original, inédito, de los instrumentos occidentales creó una nueva forma de música.

“Así, el blues recorre un largo, fructífero y variado camino, enriqueciendo la música religiosa afroamericana (el gospel y el spiritual) y enriqueciéndose con ella, desarrollando luego formas particulares como el boogie-woogie, el rhythm & blues y el rock & roll, hasta llegar al rock clásico y sus corrientes de los 80 y 90 como el grunge, el hard rock, el rock progresivo, ciertas corrientes del metal y tantas otras; y también, por cierto, nace el jazz, con sus principales variantes que se basaron en el blues, como los estilos New Orleans y Chicago, el swing, el bebop, el hard bop, el cool jazz, el funk y el free jazz, también por mencionar algunos.

“El ensayo de Jones –escriben los reseñistas– se ocupa de diversos temas que tienen que ver con las relaciones entre la música y la sociedad. El esclavo y el pos-esclavo, con sus diferentes visiones de la vida, constituyen un leit-motiv en todo el desarrollo del libro. Un capítulo está dedicado a analizar el blues primitivo y el jazz primitivo. La Guerra de Secesión, que significó el inicio de la emancipación de los negros, hizo que el blues se alejara de los cánticos colectivos para hacerse expresión personal.

Generando así una gran masa de hombres que pierden su ligazón con la tierra, deambulan por los campos y se acercan a las ciudades. “La música de los negros”, afirma Jones, “comenzó a reflejar estos cambios y complejidades sociales y culturales. El blues se consolida y aparece el blues clásico en su expresión urbana. Diversas escuelas producen una pléyade de artistas que pronto acceden a la reproducción discográfica y los grandes espectáculos….”. Sí Blues People es un libro enriquecedor.

VIDEO SUGERIDO: Amiri Baraka – AM/TRAK, YouTube (Sean Bonney)

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ROCK Y LITERATURA: EL NOMBRE DE LA ROSA (UMBERTO ECO)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

 

Durante décadas, desde que su nombre se hizo conocido, Umberto Eco (ese hombre nacido en Alessadria en 1932, y fallecido en Milán en el 2016) fue una personalidad asidua e infaltable de la cultura contemporánea, a nivel mundial. Al morir, la frase que resaltó en sus obituarios fue: “Recorrer su vida y su carrera significó reconstruir materias importantes de nuestra historia y civilización hasta el momento”.

En 1954, Eco se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad de Turín. Desde entonces, logró infinidad de reconocimientos académicos, premios culturales y nombramientos honoríficos en varios países. En su trayectoria, casi 40 universidades de todo el orbe le concedieron el doctorado Honoris causa. Varias de ellas tuvieron la distinción de inscribirlo en su plantilla docente. A la postre, tal labor fue la que más disfrutó: la de ser profesor.

Sí, porque para él, el saber adquiría sentido si se compartía críticamente. La filosofía, desde su punto de vista, era abrirse al mundo (a su estupidez, incluso), con rigor y humor. Supo penetrar con su sabia y curiosa mirada, los libros, las teorías y las ideologías que permeaban todo el conocimiento humano. En él crecían las ideas y con él crecimos todos nosotros al leerlo disfrutarlo. Fue un verdadero Maestro.

Eco, considerado uno de los grandes filólogos, filósofos y semiólogos, a nivel global, ganó notoriedad desde joven en tales disciplinas, sin embargo, su fama mundial se la debió al extraordinario éxito de su novela En nombre de la rosa, de la que se han vendido millones de copias en el mundo.

Este texto (1980), fue uno de los debuts literarios más impactantes de la historia de la literatura porque puso en juego todos los saberes del escritor. Un empeño personal logrado y reconocido plenamente por todos aquellos que han leído el libro.

Tras su aparente tinglado de novela negra, está también su incuestionable condición de tratado filosófico y la de libro clásico que admite un sinnúmero de lecturas posibles: la histórica medieval (plena de contexto y perspectiva), la narrativa (fascinante, dentro del género del thriller), la ética (crítica moral contra los purismos y las verdades únicas), la semiológica (que aborda el conocimiento de la humanidad, a fin de cuentas), así como la de libelo revolucionario (con todas sus contradicciones ideológicas), entre otras.

“Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”, argumenta Guillermo de Baskerville, uno de los personajes principales, sino el más.

El libro de Eco, El nombre de la rosa, es, pues, un thriller medieval (ubicado en 1327) en torno a las muertes que suceden en una abadía de los Apeninos, famosa por su biblioteca única, a causa de un incunable volumen prohibido que diserta sobre la “diabólica” risa. Con ello, el autor italiano trató una de sus luchas y temas fundamentales: el peso de las palabras.

En uno de los pasajes a destacar de la novela, el joven protagonista cuestiona a su maestro, que no quiere interceder por una muchacha inocente condenada a la hoguera por brujería, a pesar de que éste ha entablado fuertes discusiones filosóficas con sus superiores e incluso con los inquisidores, con respecto a las situaciones que derivan en denuncias y las condenas por culpabilidad, y en la defensa de los libros, de todos los libros.

El joven aprendiz y novicio, a quien mueve el amor por la muchacha, reprocha a su maestro lo siguiente: “¿Son entonces más importantes los libros que las personas?”. La importancia de las personas, parece responder el interpelado, en su afán por preservar y fomentar la transmisión del tesoro que guarda la formidable biblioteca de esa abadía, radica en las palabras, y cuando las palabras son prohibidas o banalizadas, las personas desaparecen.

En la última página de El nombre de la rosa hay una frase en latín (Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus) que puede significar algo así como: “es el nombre desnudo de la prístina rosa todo lo que al final nos queda de ella”. O traducida de manera más simple: «De la rosa sólo nos queda el nombre». Evocando así el verso del poeta Walter de la Mare: “There is a wind where the rose was”. Es decir, sólo queda el viento, donde estuvo la rosa. De las cosas y las personas al final sólo nos queda el nombre, su halo.

Un recordatorio tanto al joven, como a los lectores, de que en todo amor pasado a la larga se va evaporando el recuerdo de un rostro, pero en la memoria siempre permanecerá el aroma de un nombre inolvidable.

La del amor, entonces, es otra de las lecturas que se dan este libro apasionante. Y uno de los primeros autores vernáculos que cita el joven protagonista al respecto En el nombre de la rosa, está Máximo de Bolonia, a quien se adjudica en el libro Speculum Amoris, el señalamiento del amor como una enfermedad: “La lectura de aquellas páginas me convenció de que sufría esa enfermedad…Si bien por un lado me preocupaba el hecho de estar enfermo, al mismo tiempo me iba convenciendo de que a pesar de encontrarme así, la enfermedad que padecía era normal, puesto que tantos otros la había sufrido de la misma manera”.

A su vez, Ibn Hazm, añadía al respecto: “El amor es una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curarse, de la que el enfermo no desea recuperarse”.

Por su parte, Basilio de Ancira decía que: “El amor entra por los ojos. Quien padece dicho mal demuestra –síntoma inconfundible—un júbilo excesivo, y al mismo tiempo desea apartarse y prefiere la soledad, a lo que se suma un intenso desasosiego y una confusión que impide articular palabra. Cuando se le impide contemplar al objeto amado, el amante sincero cae en un estado de abatimiento que a menudo lo obliga a guardar cama, y a veces el mal ataca el cerebro, y entonces el amante enloquece y delira. Y si el mal se agrava puede resultar fatal”.

En una frase de santa Hildegarda se puede leer lo siguiente: “El humor melancólico es el sentimiento que experimenta quien se aparte del estado armónico y perfecto que distingue la vida del hombre en el paraíso, y de que esa melancolía se debe al soplo de la serpiente y a la influencia del diablo. La idea es compartida por ciertos autores sabios como el autor de Liber continens, que identifica la melancolía amorosa con la licantropía, en la que el enfermo se comporta como un lobo”.

Por otro lado, el gran Avicena “define al amor como un pensamiento fijo de carácter melancólico, que nace del hábito de pensar una y otra vez en las facciones, los gestos o las costumbres de una persona del sexo opuesto: no empieza siendo una enfermedad, pero se vuelve enfermedad cuando, al no ser satisfecho, se convierte en un pensamiento obsesivo, que provoca un movimiento incesante de los párpados, una respiración irregular, risas y llantos intempestivos y la aceleración del pulso”.

“Finalmente, encontré un pasaje de Arnaldo de Villanova, que atribuía el mal de amor a una abundancia de humores y de pneuma, o sea el exceso de humedad y calor en el organismo humano…Cuando el deseo del objeto que perciben los sentidos se vuelve demasiado intenso, la facultad estimativa se perturba sobremanera y ya sólo se nutre con el fantasma de la persona amada. Entonces se produce una inflamación del alma entera y del cuerpo, y la tristeza alterna con la alegría. Como cura, Arnaldo aconseja tratar de perder la confianza y la esperanza de unirse al objeto amado, para que el pensamiento vaya alejándose de él”.

Muchas curas y soluciones a la enfermedad del amor proveyeron aquellos sabios antiguos, pero sabemos, como escribiera Umberto Eco, en uno de los enormes libros de la literatura (que las contienen), que de la rosa siempre quedará su halo en la memoria.

VIDEO: Love Sick – Bob Dylan, YouTube (Luis Cruz)

ROCK Y LITERATURA: ENTONCES LLEGÓ 1922…

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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En los albores del siglo XX, algunos filósofos neopositivistas del círculo de Viena, herederos de aquella consigna de Newton de abandonar lo que el vulgo entendía por las cosas a través del arte, sustituyéndolo por la expresión matemática de todas las instancias (a la que ya Galileo consideraba como la lengua en la que está originariamente cifrado el libro de la naturaleza), acuñaron la despectiva fórmula “lenguaje ordinario” para designar esa peligrosa herramienta del arte, nada científica y siempre sospechosa de todo.

Con la idea de superar las “turbulencias” causadas por tal lenguaje y las “ilusiones” creadas por la elasticidad gramática, muchos científicos, naturalistas y matemáticos, investigaron las pautas de comunicación animal, con la mira secretamente puesta en la posibilidad de hallar el acceso a una verdad que soslayara la ambigüedad de las palabras en el arte y en la que no tuviera cabida la posibilidad de torcer el sentido con quién sabe qué perversas intenciones “artísticas”, pregonaban.

Entonces llegó 1922 y Ludwig Wittgenstein, en su Tractatus lógico-philosophicus, dio en el clavo al protestar contra la arrogancia de sus colegas, filósofos y científicos, cuando repudiaban el “lenguaje ordinario”, denunciando en ese rechazo igualmente la ilusión de un “lenguaje extraordinario”, porque no tenemos más lenguaje que el ordinario, no hay una alternativa al lenguaje más allá de él, y sería sólo en sus márgenes en donde brillarían las demostraciones, los ritmos y las armonías.

Fuera del terreno científico, lo que luego se llamaron las “bellas artes”, por su parte, abrigaban la esperanza de descubrir nuevas formas de la percepción sensible, interior y espiritual, la estructura oculta de los cuerpos, de los sentimientos, de sus figuras, de las dimensiones y de las proporciones de los mismos, más allá de los engañosos nombres que las recubrían y disfrazaban.

La primera herramienta para hacerlo se llamó “abstracción”, en las artes visuales, que despertó la promesa de un “sistema de representación” más verdadero y auténtico que el de la tradición naturalista.

Lo mismo sucedió con el atonalismo y el posterior dodecafonismo en el terreno de la música: su llegada fue saludada como la emergencia de un nuevo lenguaje que, si al principio sonaba extraño o ininteligible, acabaría mostrándose como más adecuado que el del clasicismo vienés. Y cosas parecidas sucedieron en el ámbito de la política, de la economía o de la moral sexual. Era un tiempo en el que cada otoño se anunciaba la aparición del esperado “nuevo lenguaje”.

Entonces llegó 1922. Y lo hizo con el desfile de las letras, para crear distintas formas del lenguaje “ordinario”. Aparecieron en el horizonte un puñado de  magníficos autores con sus obras y la intención de modificar las cosas. Lo lograron.

Hoy les hablaré de tres de ellos.

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TRILCE (CÉSAR VALLEJO)

No sólo los músicos peruanos (país donde nació este poeta en 1892) saben que César Vallejo fue un bluesmen. Tuvo en la tristeza (elemento fundamental del género) uno de sus principales recursos, así como la ardua tarea de suspender vínculos lógicos entre palabras como estética primordial (como lo haría todo bardo del Mississippi).

Ese oficio de poeta bluesero lo condujo hacia una poesía de vanguardia que tuvo su magna obra en el poemario Trilce (1922), libro que ha dado lugar a estudiosos de la lengua y la literatura para hablar, incluso, de una epistemología propia contenida en él (vaya, sus propios instrumentos inventados): “Es seguramente el más radical de los libros en lengua española; su lenguaje dice más que lo que dice, rompiendo mucho la sintaxis; su función era pensar el mundo desde el lenguaje”, han dicho.

En efecto, la de Vallejo no fue una lengua cualquiera. Su vanguardismo lo llevó hacia el mismo nacimiento de una tristeza ancestral, como la que cantaron los trasplantados a fuerza en spirituals, por ejemplo: “Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo, / grave”. O: “Hay golpes en la vida, tan fuertes […] como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”. El sollozo de los que se han perdido. En el blues de Vallejo está esa orfandad, esa angustia, esa soledad, escrita y contada con un emotivo y singular abecedario.

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La Tierra Baldía (T.S. Eliot)

 

Existen instantes en la formación de la cultura personal que significan una especie de conversión, cuando la materia que se está estudiando, leyendo, escuchando, investigando, deja de ser una cuestión ajena y se convierte por un tris cósmico en una revelación, en una nueva forma de estar en el mundo.

Eso pasa cuando se escuchan algunos discos o canciones que son parte de tu soundtrack (el joven y formativo que te construyó), y descubres que a través de ellos (de la intelligentsia rockera) has leído de alguna manera la obra de un escritor como T.S. Eliot, por ejemplo, que a esos músicos ha influenciado.

Que las ideas de aquél –sobre el espíritu de los tiempos, el uso de la palabra y la civilización– han sido pasadas por otro molino, el contemporáneo, pero cuya fibra y savia, se mantienen incólumes para alimentar a otra generación, que a su vez provocará con su relectura (de conocimiento o evocativa) que otra haga lo mismo en instantes como los mencionados, y así sucesivamente.

¿Y cuál es la importancia de Eliot, en este caso, para todo ello? De manera muy sintética, en extremo, la respuesta estaría en tres palabras: The Waste Land (La tierra baldía). Para llegar a esta topografía, el autor tuvo que recorrer un largo camino de siembra (del entorno) y deforestación (de sí mismo) y concluir en tal paraje frente a la penuria humana.

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ULISES (JAMES JOYCE)

 

Imagina que estás en un bar y alguno de los ingeniosos comensales te hace, ante todos los reunidos, la pregunta retórica de cómo estuvo tu día. Y tú, calmo y paciente –como si hubieras esperado la pregunta toda la eternidad y hubieras acumulado energía y fuerza para dicho momento— te decides a contestarla no con un cliché o un “bien” al vuelo y sanseacabó. No. Capturas la atención del atrevido, y de los demás, y la contestas como si te fuera la vida en ello, literalmente.

Entonces, echas a andar el arte-facto que has armado por años y años, con un sinfín de cosas de la más variada índole. Y de tu boca salen absolutamente todos los momentos de las últimas 24 horas, todos. Con pelos y señales. Cada movimiento, cada conversación, casual o no, cada pensamiento, cada deseo carnal o no, cada conocimiento, cada recuerdo, cada acción.

Y las conexiones de cada una de esas cosas han llegado a tu mente, propiciando que tus neuronas conecten tus experiencias, de primera o segunda mano, con tus más íntimos alegatos, tus múltiples conocimientos evocados, la explicación de tus sentimientos, de tus chistes privados, de tu nombrar las cosas desde tu individualidad, y en la misma secuencia en que aparecen, sin orden aparente, pero que definen un ser y estar en el tiempo, tu tiempo, con su interior y exterior.

Y ese monólogo (coral) lo dices con una novedosa forma de expresión (digamos modernista), con técnica realista, con audacia rítmica y musical, como si estuvieras creando al mundo por primera vez. Un viaje por un solo día. Inténtalo la siguiente vez que te hagan la pregunta. Te enfundas en la piel de Ulises y te embarcas para la posteridad. La historia de lo que pase con tu relato, como le sucedió a James Joyce, será otra, igual de intrincada, porque entonces llegó 1922…Y las leyendas comenzaron.

VIDEO: The Beatles – A Day In The Life (New Video), YouTube (Devin B.)

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