Como compositor, productor y arreglista, Willie Dixon (músico nacido en Vicksburg, Mississippi, en 1915) se presentó siempre como una figura dominante del blues de Chicago desde mediados de los años cuarenta del siglo XX.
Antes de convertirse en el principal productor de la etiqueta de Leonard Chess en 1952, formó parte, como bajista y cantante, de grupos como los Five Breezes y el Big Three Trio (precursores indiscutibles del doo-wop).
En la compañía Chess supervisó, acompañó y muchas veces proporcionó material a las grabaciones de artistas como Howlin’ Wolf y Muddy Waters. Otis Rush y Magic Sam figuraron entre los músicos con quienes Dixon trabajó como productor freelance a fines de aquella década.
Durante dichos años, escribió docenas de canciones exitosas para los mencionados músicos y otros artistas de Chicago. Entre los títulos estuvieron «(I’m Your) Hoochie Coochie Man» (1953), «Just Make Love to Me» (1953) y «I’m Ready» (1954) para Muddy Waters; «My Babe» (1955) para Little Walter; «I Can’t Quit You Baby» (1956) para Otis Rush; y «Spoonful» (1960), «Wang Dang Doodle» (1960) y «Little Red Rooster» (1961) para Howlin’Wolf.
Muchas de sus piezas fueron adoptadas por grupos blancos de rhythm and blues, como «Little Red Rooster», que fue un número uno en Inglaterra con los Rolling Stones en 1964; «Spoonful» con Cream, «Seventh Son» con Johnny Rivers y la Climax Chicago Blues Band, «Hoochie Coochie Man» con Johnny Winter, «I Can’t Quit You Baby» con Led Zeppelin y «Back Door Man» con los Doors, por sólo mencionar a unos cuantos.
El genio de Dixon como compositor estuvo en entrelazar elementos tradicionales, desde el folk y la forma de hablar de los negros hasta el patrimonio del blues mismo, con formas posteriores de blues y de rhythm and blues.
Además de ser populares entre el auditorio negro de los años cincuenta, las canciones de Dixon resultaron adaptables a otros contextos, incluyendo los periodos posteriores de un renovado interés en el blues.
En los sesenta, Dixon siguió trabajando para Chess, además de sacar provecho del nuevo entusiasmo surgido hacia el blues, sobre todo en Europa. Se presentó en clubes y en giras extranjeras con Memphis Slim, además de unirse a varias giras europeas como parte del American Folk Blues Festival.
Desde 1968 organizó a una serie de grupos de estrellas de Chicago para trabajar en clubes y conciertos. Esto condujo a la fundación de su propia agencia de talentos y grabación, dirigida por él sin descuidar sus frecuentes presentaciones en toda Norteamérica y Europa.
Los álbumes como solista de Dixon aparecieron en varias compañías discográficas, incluyendo Columbia (I Am the Blues, 1970) y Ovation, y también grabó con Memphis Slim y con Pete Seeger para la Folkways y Verve, respectivamente.
No obstante, su principal contribución al blues se desarrolló entre bastidores, en el auspicio de las carreras de nuevos artistas o en la ayuda para mantener vigentes las de los veteranos.
En 1989 el legendario Willie Dixon publicó una autobiografía, I Am the Blues y murió tres años después en Burbank, California, en1992, a la edad de 76 años.
VIDEO SUGERIDO: Willie Dixon (3) – From The Album “I Am The Blues” (Chicago Blues), YouTube (DK19662810)
Entre el repertorio del difunto Muddy Waters (1915-1983) había una pieza titulada «The Blues Had a Baby and They Called It Rock and Roll» (El blues tuvo un bebé y lo llamaron rock and roll). Cuando los Rolling Stones llegaron a Chicago en los años sesenta para grabar en los Chess Studios, la cuna del blues, tenían la esperanza de ver a algunos de sus ídolos, por ejemplo, a Muddy Waters, de cuya canción «Rolling Stone» extrajeron su nombre. Y lo conocieron. Estaba subido en una escalera pintando el techo del estudio para ganarse algún dinero.
El interés despertado por los conjuntos ingleses blancos (Stones, Savoy Brown, Fleetwood Mac, Ten Years After, etcétera) y sus contemporáneos estadounidenses (Paul Butterfield, Mike Bloomfield, Canned Heat, etcétera) hacia el blues durante la década de los sesenta le permitió a Muddy Waters bajarse de la escalera, pero –tal como cabía imaginárselo– sus ventas no se acercaron siquiera a las de ellos. Ni siquiera recibió regalías por muchas de sus grabaciones. Murió en 1983.
Aquel primer reconocimiento generacional a los blueseros, padres del rock, no les redituó financieramente nada, excepto la dudosa posibilidad de darse a conocer masivamente. De aquella camada de músicos y cantantes blancos surgieron los nombres de Eric Clapton, Jimmy Page, Jeff Beck, Joe Cocker, Eric Burdon y hasta Rod Stewart, entre muchos otros.
Luego, a la vuelta de los años, un segundo homenaje se comenzó a dar con músicos más jóvenes y quizá a los viejos blueseros –los que quedaban– sí les haya tocado una buena rebanada del pastel y el crédito justo que merecían.
De alguna manera ese segundo revival inició en varios frentes durante los años noventa: uno de ellos fue con el álbum Still Got The Blues de Gary Moore.
(Entre los muchos revivals a que de manera regular convida la industria disquera, el del blues es quizá el que tiene mayor sentido. La historia del rock y del jazz comenzó con el blues, al fin y al cabo. Sanear el ambiente desde la composición hasta las listas de éxitos, a fin de investigar en las raíces fundamentales de esta música, no es de ninguna forma una mala idea y sirve para informar y formar a las noveles oleadas de escuchas que tanto lo necesitan.)
El guitarrista irlandés Gary Moore (nacido el 4 de abril de 1952, en Belfast) se dio a conocer como virtuoso dentro del campo del rock duro cuando estuvo con Thin Lizzy, así como en su carrera como solista en el heavy metal. Sin embargo, no es sorprendente que el blues también le haya fluido sin problemas.
«Todo mundo tiene su propia versión del blues –dijo en su momento–. Todo mundo conoce esa sensación. No creo que haya que ser negro para entenderlo de manera exclusiva. Uno tiene o no el feeling necesario. La música irlandesa le ha dado un sello particular a mi sonido. No obstante, he encontrado semejanzas entre el blues y la música irlandesa. Muchas melodías irlandesas tienen un ambiente muy melancólico y bluesero. Puedo sentir esa música. Crecí con ella. A los 13 años yo tocaba en un grupo de blues. Esta música significa más para mí que todo lo que vino después», argumentó Moore.
El blues es como un espíritu que se manifiesta de repente, incluso después de largos periodos de descanso. Y entonces sale a la luz un álbum bluesero, como en el caso de Still Got the Blues (1990). La concepción presentada por Moore en este disco no fue dogmática. Se movió con agilidad por sus diversas tendencias estilísticas.
No fueron tanto los bluesmen negros originales como el auge inglés del blues en los años sesenta lo que inspiró a Moore en sus conceptos para el disco. En la portada aparecen sus gustos de la primera adolescencia por los Blues Breakers de John Mayall y el Fleetwood Mac primigenio, el de Peter Green, aunque Robert Johnson y Albert, Freddy y B. B. King también figuran en ella.
En la mayoría de las piezas que conforman el disco, Moore ofrece un blues pulido y elegante que evita toda aspereza. Cinco de esas piezas son de su pluma: «Movin On», «Still Got the Blues», «Texas Strut», «King of the Blues» (homenaje a Albert King) y «Midnight Blues», y las restantes son covers de los grandes maestros: «Pretty Woman» (en la que participa el propio compositor Albert King), «Walking by Myself» (original de Jimmy Rogers; en la página de información y en la etiqueta del disco aparece el nombre del músico con la errata «Rodgers»), «Too Tired» (de Johnny «Guitar» Watson, en la que acompaña en la guitarra Albert Collins) y la preciosísima «As the Years Go Passing By» (de Deadric «Dan» Malone, seudónimo de Don Robey, fundador de Duke-Peacock Records, y cuya mejor versión blanca, por cierto, es de la cantante escocesa Maggie Bell).
Para ese equilibrado programa grabado por el músico irlandés, contó con la ayuda de metales, órgano y piano en las personas de Frank Mead, Nick Payn y Nick Pentelow en los saxes; Raul D’Oliviera y Martin Drover, en las trompetas; Nicky Hopkins en el piano, junto con Mick Weaver; así como George Harrison (en la voz y guitarra en “That Kind of Woman”).
Uno de los objetivos de Moore con Still Got the Blues era alcanzar ‑‑como él mismo lo comentó– al público muy joven que escucha el heavy metal, para despertar en ellos el interés por el blues y sus músicos originales. «Esa sería una buena justificación para mi álbum». De cualquier manera, este blues de trasmano interpretado por Moore requiere de escucharse con mucha atención por su voluntad y filigrana.
Luego de esa primera experiencia en el campo del blues, Moore grabó una buena cantidad de álbumes en tal género, entre los cuales podemos destacar Dark Days in Paradise (1997), Back to the Blues (2001), Power of the Blues (2004) y Old New Ballads Blues (2006).
Lamentablemente, tras una gira por Rusia y el Lejano Oriente y con un futuro aún promisorio, Gary Moore murió de un ataque al corazón, a los 58 años de edad, la madrugada del domingo 6 de febrero del 2011, mientras se encontraba en Málaga, España. Ahí quedan esos discos que recuerdan su amor por el blues.
VIDEO: Gary Moore – Still Got The Blues (Live), YouTube (UndeadKuntiz)
Son pocos los guitarristas de blues que con un riff aparentemente simple (como el de “Dust My Broom”) impusieran parámetros tan influyentes. Uno de ellos fue el bluesman Elmore James, quien además fue un estupendo cantante.
(Un riff es una frase musical distinguible y pegajosa que se repite a menudo a lo largo de la pieza, y es normalmente ejecutada por la sección de acompañamiento. En el rock representa la introducción del tema a partir de la guitarra. Una herencia directa del blues)
James produjo uno de los riffs más reconocibles en ambos géneros, con una técnica distintiva, hacía deslizarse por las cuerdas a la bottleneck y hacer gemir y aullar a la guitarra eléctrica como ningún otro hasta entonces. Fue su sello distintivo y su marca registrada.
Instrumentistas blancos que también han impuesto sus personalidades dentro de ambos géneros en las cuerdas, desde Duane Allman hasta Johnny Winter, pasando por Ry Cooder, Rory Gallagher, George Thorogood, Jeremy Spencer de Fleetwood Mac, Brian Jones de los Rolling Stones, Alan Wilson del Canned Heat, Stevie Ray Vaughan o John Mayall, entre otros, incluyeron el sonido del legendario bluesero dentro de sus repertorios. Una forma explícita de reconocimiento hacia el que fuera llamado “El Rey de la Guitarra Slide”.
En tiempos más recientes, en el 2018, un puñado de intérpretes le rindió otro tributo en el disco Strange Angels In Flight with Elmore James, realizando completamente con técnica monoaural como la que utilizó James en sus propias grabaciones. Entre ellos estuvieron Elayna Boynton, Betty LaVette, Rodney Crowell, Warren Haynes, Deborah Bonham, Keb Mo’ y Tom Jones, por mencionar a algunos de ellos.
En la lista de canciones aparecen títulos como “Person to Person”, “Shake Your Money Maker”, “It’s Hurt Me Too”, “My Bleeding Heart” y, por supuesto la más clásica de todas: “Dust My Broom”.
En el origen de esta canción, un hombre pretendía volver a casa para confesar a su mujer que le había sido infiel; si ella no hubiera estado ahí, la buscaría donde hiciera falta. A partir de aquí se forjó el tópico que recorrería varias versiones. La de Robert Johnson cambiaría el signo: ella sería la infiel, él se debatiría entre irse de la casa, dejándola libre para que maltratara a cualquier otro, o buscarla donde quiera que estuviera y continuar a sus pies.
Con este giro nació I believe I’ll dust my broom («Creo que voy pasar la escoba«). Johnson puso la silla en un rincón del cuarto del hotel que servía de estudio de grabación y tocó frente a la pared en búsqueda de un sonido más eléctrico.
De esta manera el tema entró a formar parte del menú bluesero como uno de los cóvers más recurrentes, eso debido a la adaptación que hizo de él tiempo después Elmore James, pero, sobre todo, debido a su riff inicial en la guitarra slide, uno de los más reconocibles de toda la historia del género.
El título primigenio se redujo a Dust my broom («Pasar la escoba«) y fue grabado por James el 5 de agosto de 1951 para el sello Trumpet, acompañado por Sonny Boy Williamson II en la armónica, Odie Johnson en el bajo y Frock O’Dell en la batería.
Pero Elmore James no sólo creó tal riff, igualmente lo hizo con una última estrofa que introdujo para retratar al pobre engañado como un tipo obsesivo, atrapado por sus sentimientos, enganchado por ellos a una mujer infiel, que se debate entre marcharse ya («dust my broom«, metafóricamente se refiere a huir y abandonar a alguien), reconocer su derrota ante la mejor mujer que ha podido y podrá encontrar, dejar el camino libre para otros o buscarla por doquier; y tras gritar a plena voz que no es buena y pedir que no la dejen pisar la calle, opta por seguir como estaba para no romper su dulce hogar.
I’m gettin’ up soon in the mornin’ I believe I’ll dust my broom
I quit the best girl I’m lovin’, now, my friends, can get my room.
I’m gonna write a letter, telephone every town I know
If I don’t find her in Mississippi, she be in East Monroe, I know.
And I don’t want no woman, wants every downtown man she meets
Man, she’s not a good doney, they shouldn’t allow her on the street, yeah.
I believe, I believe my time ain’t long
I ain’t gonna leave my baby,
and break up my happy home.
James también quedó atenazado por esta canción, la cual grabó en diversas ocasiones (tal cual o con diversos títulos) y a la que buscó remedos burdos como Dust my blues (Trumpet, 1955). Quedó plasmada como marca de la casa e incluso nombró a su grupo como The Broomdusters.
A éste lo adoptó cuando el éxito con sus canciones le infundió el ánimo necesario para viajar a Chicago con su guitarra eléctrica (se sigue especulando sobre si fue él quien la introdujo en el Delta allá por 1945), y tocarla de manera ansiosa, furiosa, más que amplificada hasta su distorsión. Se convirtió en el pionero impulsor del poder que emanaría el instrumento en el blues de los años cincuenta.
Su estilo sin trabas (concreción de aquel muchacho que siendo campesino y animador en las juke joints locales, quedaría fascinado al escuchar a unos guitarristas hawaiianos) se convirtió en un flujo apasionado que se distinguía por el sonido característico del slide blues, que puede apreciarse en canciones como las ya mencionadas; así como por su energética y buena voz de falsete. De tal suerte, se autoproclamó El rey de la guitarra slide y padre de la bottleneck.
Elmore James había nacido en el Condado de Holmes, en Mississippi, el 27 de enero de 1928. Comenzó su carrera por aquellas localidades al lado del intérprete de la armónica Rice Miller (más conocido como Sonny Boy Williamson), con el que se mantuvo durante varios años hasta que consiguió su primer contrato de grabación en 1951. Fue cuando se trasladó a Chicago.
Durante la Segunda Guerra Mundial y años posteriores, aumentó la migración de la población negra de los estados del sur de la Unión Americana hacia las grandes ciudades septentrionales. El blues también viajó, adaptándose a su nuevo ambiente. Esta adaptación se manifestó sobre todo en la transición del blues acústico al eléctrico y, en forma análoga, en el ascenso de los grupos a expensas de los solistas.
Se trata de una música muy espontánea con guitarras sobreamplificadas, en muchos casos, mucho swing, sentidos solos en la armónica y mucha diversión (en este sentido se recuerda la versión de treinta minutos del propio James del tema “Shake Your Moneymaker” donde según los testigos de aquella ejecución “no había pista de baile sino sólo baile”).
Elmore James, pues, se acomodó en su estilo y ahí permaneció y se mantuvo (también como un apasionado bebedor de whisky). Con solo poner el track y escuchar los primeros acordes de “Dust My Broom” se sabe que la guitarra slide había llegado para quedarse, al igual que el rock and roll. Ambos aparecieron en el mismo año.
Sin embargo, no fue así con Elmore. La naturaleza, que le había dado el genio, también lo dotó de un físico frágil, que finalmente lo llevó a la muerte de un infarto el 24 de mayo de 1963, en aquella “Ciudad del Viento”.
VIDEO SUGERIDO: Elmore James – Dust my broom, YouTube (Verons)
Salvo muy contadas excepciones, el blues de principios del siglo XX había sido un terreno mayoritariamente masculino. En la región del Delta del Mississippi, las mujeres que practicaban este género musical lo hacían en privado o cantando en las iglesias composiciones que posteriormente pasarían a formar parte del repertorio gospel.
Sin embargo, a las mujeres negras les atraía el blues sin remedio, ya que sus intérpretes eran hombres con un fuerte atractivo «diabólico» fomentado por las leyendas populares, los sermones dominicales, por el sonido de sus guitarras y armónicas y por el hecho de que siempre llevaban en los bolsillos algún dinero con el que podían invitarles un antojo o hacerles un regalo. En resumen, era un grupo de hombres que destacaba sobre lo que ellas acostumbraban ver en las plantaciones, su único entorno.
En comparación con los blueseros las desventajas para la mujer que cantaba en público eran abundantes. Ellos no sufrían las agresiones sexuales por parte de sus admiradores, podían cantar en las esquinas de las calles o al fondo de las barras en una cantina, y por supuesto podían tener una disipada vida sexual sin problemas, ya que sus continuos desplazamientos les permitían pasar desapercibidos.
En otro aspecto, pocas mujeres del Delta cantaban y componían el blues, ya que obviamente no tenían la facultad de vivir las experiencias de los hombres, y por lo tanto de «vivir» el blues.
Además, el hecho de que una mujer tocara el violín o la guitarra —instrumentos que inspiraban semejanza con el cuerpo de una mujer, complementado con un mástil como símbolo fálico— no era en absoluto bien visto… hasta que llegó la década de los veinte con Mamie Smith, Ma Rainey y desde luego con Bessie Smith, el arquetipo del bluesero encarnado en una mujer.
La existencia de Bessie Smith fue un conjunto de desastres. Ganó mucho dinero, pero lo gastó todo en los hombres a los que amó, en darlo a la gente que lo necesitaba o la engañaba con ese argumento, y en la bebida, que fue la encargada de proporcionarle innumerables problemas, los cuales reflejó en sus canciones.
Bessie nació en 1894, en un pueblo de Chattanooga, Tennessee. Nadie se hizo cargo de ella ni de sus hermanos tras quedar huérfanos, así que todo lo tuvo que aprender sola y muy rápidamente. En el poquísimo tiempo que le quedaba libre luego de trabajar en los campos, junto con sus hermanos se ponía a cantar para entretenerse. Clarence, el mayor de ellos, gracias a esta práctica se pudo enganchar en un show itinerante y nunca más lo volvieron a ver.
Sin la aportación económica de Clarence la familia zozobró, así que Bessie a la edad de ocho años, junto con Andrew, otro de sus hermanos, se lanzó a las calles con el objeto de ganar algún dinero para comer. Él tocaba la guitarra mientras ella bailaba y cantaba. El sentimiento que imprimía a sus interpretaciones era inusual para su edad, y tras dos años de andar en estos menesteres fue contratada por Ma Rainey, quien la escuchó y adoptó para su espectáculo. Rainey descubrió el soplo artístico que con el andar del tiempo cobraría fuerza y plenitud.
Fue Ma Rainey quien introdujo al blues a Bessie, a sus técnicas, le perfeccionó el estilo y la llevó con ella en largas giras por todo el sur de los Estados Unidos. Así que cuando cumplió los doce años ya era una cantante experimentada que buscó un lugar para sí misma fuera de la protección de Rainey.
Al abandonar la compañía de Ma Rainey, Bessie se incorporó a diversos conjuntos de variedades y cantó durante mucho tiempo en circos y espectáculos ambulantes por pueblos y ciudades también del sur de la Unión Americana. Corría el año de 1923 cuando fue «descubierta» por Frank Walker, director de grabaciones de la compañía Columbia Records, en un insignificante cabaret de Sela, en el estado de Alabama, y la hizo firmar un contrato de grabación.
El 17 de febrero de dicho año registró su primer disco, que incluyó dos temas que se han convertido en clásicos de clásicos (“Yellow Dog Blues”, “Down Hearted Blues”), los cuales se volvieron un éxito sensacional apoyado por las ventas de 800 mil discos. A partir de ahí Bessie llegaría a realizar 160 grabaciones y a conseguir de esta forma salvar de la bancarrota a la Columbia con las ventas de sus discos (durante su estancia con dicha compañía vendió más de 10 millones de copias). Por esa razón recibió el merecido título de «Emperatriz del Blues».
Apoyada por su éxito profesional y financiada por su creciente economía, Bessie se casó el 7 de junio de 1923 con Jack Gee, un patrullero de Philadelphia, donde había fijado su residencia. Poco después se trasladó a Nueva York para hacer su presentación en el Park Place y en el Kit Kat Club, dos lugares de prosapia en la vida nocturna de la Urbe de Hierro.
Transcurridos un par de años, tomó parte en la comedia musical titulada Pansy, representada en el teatro Belmont. En 1929 intervino en varios shows de Broadway, inclusive en el que subió a escena al amparo de su propia compañía denominada Midnight Steppers.
Durante esta década, el cinematógrafo reflejó su recia estampa en el cortometraje St. Louis Blues de 1927, dirigida por Duddley Murphy, y cuyo registro sonoro se trasladó luego al disco fonográfico. En 1928 grabó «Empty Bed Blues», acompañada del trombonista Charlie Green, canción que fue vetada en la ciudad de Boston por considerarla obscena.
Bessie Smith tenía una voz algo ronca que enfatizaba con una profunda tristeza incluso en las canciones más frívolas y humorísticas, y disfrutaba de una increíble facilidad para los compases vocales cortos. Cantaba como una figura representante de lo que su pueblo había vivido a través de siglos de esclavitud —de hecho mantenía una fuerte tradición afroamericana— y de las situaciones de marginalidad que experimentaron incluso después de la Guerra de Seseción. Es ahí donde su voz se hacía más desagarrada, con un toque de sentimentalismo en los momentos de mayor expresión.
A pesar de su disipada vida era una mujer con profundas creencias religiosas, creencias que solía trasmitir a su audiencia. En una época en la cual la gente no discernía claramente entre el spiritual y un blues, Bessie finalizaba cada una de sus interpretaciones con la palabra «Amén».
Porque algunos maderos se asomaron en alguna parte
bajo ajadas litografías burdeleras
con rostros de muñecas en el paraíso
Y porque hubo aquellos miedosos
que temían al escuadrón de la policía.
Porque hubo en alguna parte un hombre con camisa de seda,
grácil y peligroso como un jaguar,
y porque una mujer gemía para él bajo una penumbra de 60 watts
Y después lloraba
por su Amor Infiel Amor Traicionero Amor Indiferente e Irritante,
Porque ella salía al escenario con sus collares de perlas,
surgida como un gustoso panorama
Y su sonrisa dorada era un destello
Y cantaba
Porque ella salía al escenario con sus plumas de avestruz
y raso bordado de cuentas,
Y dirigía sobre nosotros el brillo de su sonrisa
Y cantaba
El ocaso de esta artista se inició al comienzo de los años treinta, lo cual coincidió con la ruptura de su matrimonio y su nueva vida al lado de Richard Morgan, un conocido gángster y contrabandista de alcohol.
En 1933 dejó de grabar debido a la escasa repercusión que habían tenido sus últimos discos. Luego se fue a cantar a algunos de los grandes teatros del norte del país. En 1936, junto con el pianista Fats Waller y la cantante Edith Wilson, figuró en el reparto de la comedia musical Connie’s Hot Chocolate. Entre sus últimas actuaciones dignas de mención se contó con su trabajo en los minstrels que realizó en Carolina del Norte durante 1937. Siempre volvió con sus giras a donde había comenzado, al profundo sur rural de los Estados Unidos.
Durante una de aquellas giras surcaba su automóvil la oscura noche de Mississippi cuando fue embestido por otro vehículo. Uno de sus brazos quedó casi desprendido del tronco. Durante largo tiempo, su cuerpo desangrante yació sobre la fría tierra del camino, hasta que por fin alguien la llevó a un hospital cercano. Pero era un hospital para blancos así que no la quisieron atender. Hubo que llevarla hasta Memphis en busca de un nosocomio donde se cumpliera con la obligación de salvar la vida de un ser humano que agonizaba. Era un hospital para negros, pero ya era tarde. En el camino, una de las mayores artistas populares que haya nacido en los Estados Unidos fallecía. Fue el 26 de septiembre de 1937, a los 42 años de edad.
Bessie Smith fue un símbolo. Una mujer negra que no sólo se hizo millonaria con su propio trabajo, sin que nadie le regalara nada en una sociedad dominada por hombres blancos. Fue una mujer que se dio el lujo, además, de ser explosiva, independiente, arrogante, bebedora, violenta, sexualmente promiscua, y sobre todo que se dio a sí misma la posibilidad de convertirse en cantante de blues: la más importante de la era clásica.
VIDEO SUGERIDO: Bessie Smith – St. Louis Blues (1929), YouTube (vintage video clips)
Como compositor, productor y arreglista, Willie Dixon (músico nacido en Vicksburg, Mississippi, en 1915) se presentó siempre como una figura dominante del blues de Chicago desde mediados de los años cuarenta del siglo XX.
Antes de convertirse en el principal productor de la etiqueta de Leonard Chess en 1952, formó parte, como bajista y cantante, de grupos como los Five Breezes y el Big Three Trio (precursores indiscutibles del doo-wop).
En la compañía Chess supervisó, acompañó y muchas veces proporcionó material a las grabaciones de artistas como Howlin’ Wolf y Muddy Waters. Otis Rush y Magic Sam figuraron entre los músicos con quienes Dixon trabajó como productor freelance a fines de aquella década.
Durante dichos años, escribió docenas de canciones exitosas para los mencionados músicos y otros artistas de Chicago. Entre los títulos estuvieron «(I’m Your) Hoochie Coochie Man» (1953), «Just Make Love to Me» (1953) y «I’m Ready» (1954) para Muddy Waters; «My Babe» (1955) para Little Walter; «I Can’t Quit You Baby» (1956) para Otis Rush; y «Spoonful» (1960), «Wang Dang Doodle» (1960) y «Little Red Rooster» (1961) para Howlin’Wolf.
Muchas de sus piezas fueron adoptadas por grupos blancos de rhythm and blues, como «Little Red Rooster», que fue un número uno en Inglaterra con los Rolling Stones en 1964; «Spoonful» con Cream, «Seventh Son» con Johnny Rivers y la Climax Chicago Blues Band, «Hoochie Coochie Man» con Johnny Winter, «I Can’t Quit You Baby» con Led Zeppelin y «Back Door Man» con los Doors, por sólo mencionar a unos cuantos.
El genio de Dixon como compositor estuvo en entrelazar elementos tradicionales, desde el folk y la forma de hablar de los negros hasta el patrimonio del blues mismo, con formas posteriores de blues y de rhythm and blues.
Además de ser populares entre el auditorio negro de los años cincuenta, las canciones de Dixon resultaron adaptables a otros contextos, incluyendo los periodos posteriores de un renovado interés en el blues.
En los sesenta, Dixon siguió trabajando para Chess, además de sacar provecho del nuevo entusiasmo surgido hacia el blues, sobre todo en Europa. Se presentó en clubes y en giras extranjeras con Memphis Slim, además de unirse a varias giras europeas como parte del American Folk Blues Festival.
Desde 1968 organizó a una serie de grupos de estrellas de Chicago para trabajar en clubes y conciertos. Esto condujo a la fundación de su propia agencia de talentos y grabación, dirigida por él sin descuidar sus frecuentes presentaciones en toda Norteamérica y Europa.
VIDEO SUGERIDO: Willie Dixon (w Stephen Stills) – Back Door man – Muddy Waters Trib…, YouTube (Rusted Television)
En aquellos años setenta tuvo a bien visitar la Ciudad de México, invitado por los organizadores de los conciertos de blues patrocinados por el CREA (una institución burocrática creada para “atender a la juventud”). El primero se efectuó en la Sala Nezahualcóyotl de la UNAM, allá en el novísimo y flamante Centro Cultural Universitario, que por cierto convocó a una afluencia impresionante de público, jóvenes en su gran mayoría.
Cuestión que espantó a las autoridades del gobierno priísta en turno y al año siguiente se trasladó la sede de los conciertos al antiguo Auditorio Nacional, aquel infame cascarón frío y sin acústica de la Avenida Reforma. Eran otros tiempos.
Tiempos de trasladarse desde el Metro Chapultepec a pie hasta el inmueble. Llegar y encontrarse con el clima de violencia propiciado por la propia policía: patrullas y más patrullas por doquier, con las torretas encendidas y hasta alguna sirena nomás porque sí.
Tiempos de camiones repletos de granaderos rodeando el área y equipados con sus cascos, bastones antimotines y perros; la policía montada agrediendo sin ton ni son y amenazando con disparar gases lacrimógenos a los que arribaban al lugar o a los que se encontraban formados para entrar al recinto.
Tiempos en que por una sola puertita –para evitar que algunos se colaran sin pagar– querían hacer pasar a todos los asistentes cuando faltaban únicamente minutos para el inicio del concierto, ante la desesperación de los asistentes.
Tiempos de combates para adquirir un boleto; de combates para poder entrar, de luchas para encontrar tu lugar; de luchas para salir sano y salvo del concierto.
Tiempos también en que ponían a presentar el espectáculo a un locutor que se especializaba en jazz y que con terror se plantaba en el escenario para hablar de la labor del CREA, ante las mentadas y los chiflidos del respetable. Y que cuando aconteció el temido portazo –dadas las circunstancias– y vio correr por los pasillos a los colados y detrás de ellos a los granaderos sólo atinó a articular varios “¡No! ¡No! ¡No!” por el micrófono.
De no haber sido por Willie Dixon, que se presentaba en dicha ocasión, aquello se hubiera convertido en un auténtico campo de batalla. El veterano músico se precipitó al escenario con su grupo interpretando «The Seventh Son», para atraer los ánimos y que las cosas se calmaran.
Aquella noche Willie Dixon evitó una masacre con su voz, el contrabajo (de color blanco) y el blues.
Los álbumes como solista de Dixon aparecieron en varias compañías discográficas, incluyendo Columbia (I Am the Blues, 1970) y Ovation, y también grabó con Memphis Slim y con Pete Seeger para la Folkways y Verve, respectivamente.
No obstante, su principal contribución al blues se desarrolló entre bastidores, en el auspicio de las carreras de nuevos artistas o en la ayuda para mantener vigentes las de los veteranos.
En 1989 el legendario Willie Dixon publicó una autobiografía, I Am the Blues y murió tres años después en Burbank, California, en1992, a la edad de 76 años.
VIDEO SUGERIDO: Willie Dixon (3) – From The Album “I Am The Blues” (Chicago Blues), YouTube (DK19662810)
En la región del Delta del río Mississippi, durante la primera mitad del siglo XX, eran muy comunes las historias acerca de bluesmen que en cruces de caminos hacían un pacto con el diablo a la medianoche, con tal de trascender.
Quizá sea posible tachar a esas historias de supersticiones o desecharlas como supercherías. No obstante, a la luz de la cultura vudú dominante en la zona –con todo y sus brujos, hechiceras y curanderos–, también sería posible, incluso, tomarlas al pie de la letra y otorgarles la legitimidad que suscriben.
Al igual que con Robert Johnson, de quien partió la leyenda respectiva, de súbito apareció otra al finalizar los años cuarenta. En el mismo punto determinado por la historia, nació un bluesman que con el tiempo se volvería otro guitarrista impresionante y heterodoxo: John Lee Hooker (Clarksdale, 22 de agosto de 1917).
Él mismo se encargaría de esparcir el rumor de que no había trabajado mucho para destacar, sino que hubo algo en el aire que lo poseyó en aquel misterioso lugar del profundo sur estadounidense. “Fue algo mágico», solía decir tan en serio como socarronamente a quien se lo preguntara.
De ese modo se crean los mitos. Johnson eternizó al cruce de caminos donde cerró su trato con el diablo en el tema «Crossroad Blues». Hooker cantó acerca de su transformación sobrenatural en curandero del blues con «Crawlin’ King Snake». A él debemos una de las mejores definiciones sobre el género: “El blues es un hombre, una mujer, un corazón roto”.
Clarksdale, la misma tierra donde surgieron, se criaron o han sido enterrados blueseros famosos como Bessie Smith, Sun House, Sonny Boy Williamson, Muddy Waters, Ike Turner o Jackie Brenston.
Así que de esa tierra lodosa, los oriundos siempre tienen la sensación de que el polvo mágico puede levantarse de nuevo y volar en beneficio propio. Al menos eso les sucedió a todos los mencionados. John Lee Hooker no fue la excepción.
Portando consigo el contagioso virus del boogie-blues, llegó a Detroit (tras haber pasado sus primeros años tocando en Memphis) como muchos otros negros, en busca de mejores condiciones de vida que las de aparcero o recogedor de algodón.
Ahí, a mediados de los años cuarenta, entró a trabajar a la fábrica de autos Chrysler y tocaba la guitarra en sus momentos libres. Fue donde lo encontró un buscador de talentos y lo llevó a grabar sus primeros discos con la Modern Records (1948), en los que plasmó temas que con el tiempo se volvieron imprescindibles en cualquier repertorio del género, como “Boogie Chilun”, “Driftin’, “Hobo Blues” y “I’m in the Mood”, entre otros.
Hooker consiguió salvar el éxito local cincuentero, llegar intacto a los años sesenta (cuando entró en las listas con “Boom Boom Boom” e influyó en muchos de los hacedores musicales de la época), internacionalizarse y, finalmente, con los homenajes tributados por sus discípulos (de Canned Heat a Santana, de Bonnie Raitt a Led Zeppelin, de Eric Burdon a Van Morrison), volverse un clásico.
A comienzos de los años sesenta, había cundido el gusto por el folk-blues. Los fanáticos, contagiados por éste, sostenían un purismo extraño, casi reformista. Según su consideración, el blues sólo era “puro” y “auténtico” si los intérpretes eran solistas y usaban instrumentos acústicos.
Un sinnúmero de bluesmen, entre ellos John Lee Hooker, Lightnin’ Hopkins o Muddy Waters, se sometió a las reglas de este extraño juego. Dejaban en casa a sus grupos permanentes y guitarras eléctricas, con las que tocaban desde hacía años, para participar en un lucrativo recorrido por los festivales del recién descubierto folk-blues, tanto en la Unión Americana como en Europa.
Al fin y al cabo, trabajo era trabajo y estaban dispuestos a dar a los escuchas paisanos y del Viejo Continente lo que querían.
También a John Lee Hooker, el interés del público joven en Europa (sobre todo en Inglaterra) por el folk-blues lo llevó a grabar unos cuantos discos acústicos e ir de gira por dicho continente, pero al mismo tiempo siguió grabando en formato eléctrico.
A mediados de los sesenta, los cambios musicales en su carrera habían sido mínimos; le seguía dando un trato semejante a la guitarra acústica y a la eléctrica y en ambos formatos conservaba su sonido áspero y salvaje, mismo que fue celebrado de manera conjunta por músicos admiradores a partir del fabuloso álbum The Healer y que continuó por Mr Lucky, Chill Out o Don’t Look Back.
Con una fuerza rítmica que raspaba, con una tensión permanente muchas veces duplicada por un pie alerta que detenía todo capricho con sus golpes medidos sobre el piso y, sobre todo, con esa sensualidad desplegada al cantar, envolvente como una serpiente malévola, lenta y eficaz que con cada tema daba el apretón definitivo, John Lee Hooker se convirtió en un hito en las décadas siguientes, hasta su muerte, el 21 de junio del 2001.
A veces su música era solamente un susurro que pasaba, apenas unas notas sueltas en el espacio y el silencio se volvía más denso aún o era un vibrato inverosímil que aparecía para visitar al escucha que caía (cae), bajo el sicalíptico hechizo de este healer de voz cavernosa.
Sin embargo, para hablar de su estilo en estos términos conviene citar las siguientes palabras del notable productor de discos Sam Phillips, conocido por su trabajo con Sun Records: “Las canciones con el ritmo rápido tienen el espíritu, pero en las lentas encontramos la auténtica alma del hombre”.
El blues de velocidades rápidas y medianas es para moverse, lo cual está perfecto. En el aspecto instrumental hay espacio para la invención melódica y la variación rítmica (así como para lucir los virtuosismos). ¿Pero el blues lento? Éste pertenece a otra especie. Trata de comunicar, específicamente de comunicarse con lo profundo.
El blues lento no perdona y no admite ningún margen para el error. Las piezas en esta cadencia distinguen a los hombres de los muchachos. Un blues lento bien ejecutado cristaliza las emociones, elimina las barreras entre el intérprete y el escucha, revela verdades e intensifica las sutilezas de la interpretación vocal. Para el cantante e instrumentista, este tipo de blues permite infinitas graduaciones de matices. John Lee Hooker era un maestro en ello.
VIDEO SUGERIDO: John Lee Hooker: Boom boom, YouTube (xyrius)
Continúa incierto el momento en que la cultura folklórica afroamericana empezó a ser verdadero blues. Lo que está claro es que todas las religiones vieron en él a un enemigo, a un aliado del Mal. Todos los negros de la zona sureña de la Unión Americana tenían que trabajar en el campo y todos se imaginaban que en el resto del mundo era igual. Así que junto a hermanos y padres pasaban la infancia levantando cosechas. Para la mayoría sólo había un momento para dejar de hacerlo: en la iglesia, los domingos, asistencia ilustrada con canciones llamadas spirituals (canto que impartían los valores religiosos fundamentados en la Biblia)
Para otros, dicho momento esperado con ansias era el de la escucha de los artistas que de vez en cuando pasaban por ahí para divertirlos un rato. Se llamaban bluesmen. Hombres que se ganaban la vida tocando la guitarra y cantando por las noches cosas profanas, aventurándose por las poblaciones y tugurios del Delta del Mississippi, ante la condena de pastores y guías espirituales.
Ofrecían especial atractivo a las mujeres, que veían en ellos el misterio, otra vida y el acceso a cosas que ofrecían por contar con algún dinero. Los hombres, a su vez, veían en tales músicos la posibilidad de salir de sus vidas calamitosas, imitándolos si tenían facilidad para los instrumentos.
Por ello eran considerados desde los púlpitos como un atentado contra Dios, puesto que sus canciones estaban impregnadas del folklore popular negro. Con alusiones a la agricultura, a los tiempos duros, a la superstición (religiosa y pagana) y, sobre todo, a los amores carnales y fugaces que dotaban a su blues de un atractivo muy terrenal.
El blues reflejaba con visión mucho más certera la realidad provocada por las experiencias, las formas de vida, los valores culturales y la comunidad de intereses de la mayoría negra durante esos tiempos. El intérprete de blues se colocó a la vanguardia en la articulación de dichos sentimientos. Y el blues más rápido y extremo, el boogie, era el diálogo directo con el Diablo, con su representación, presencia y aceptación de las debilidades, deseos y caídas. El nombre mismo del subgénero lo evocaba: Boogieman.
En el cine quizá la mejor película que haya puesto en escena dicha conexión humana con lo diabólico haya sido Crossroads, de Walter Hill, con su narración sobre la música misma y con la secuencia del reto entre el guitarrista humano y el campeón del Maligno, tocando un boogie bárbaro, rompedor y para medir fuerzas, con el objetivo de retener o salvar un contrato de venta del alma. Esa película habla de un personaje que nunca aparece, pero que es omnipresente: Robert Johnson.
“Robert Johnson tocaba una música que te decía cómo eran las cosas. El blues era la música del diablo; nosotros, sus vástagos, y Robert, su hijo favorito. Él hacía que todos nos entregáramos al blues, ésa era la única manera de soportar el peso de aquellos días. Así que en un momento dado me vi obligado a preguntarle a Robert: ‘¿Dónde aprendiste a tocar el blues como lo haces?’ ‘Hice un trato’, dijo. Había renunciado a su alma por el blues en un cruce de caminos”. Así lo contaba Son House a los biógrafos y a los investigadores del blues.
“Anduve en el camino con Robert durante algún tiempo, luego enfermé y tuve que separarme de él. No tuve noticias suyas hasta que oí una de sus canciones en un disco que tenía puesto un tipo de Alabama. Unas semanas más tarde me enteré de que Robert Johnson había muerto. Dijeron que Satán fue a buscarlo. No hubo más explicación”, sentenciaba House.
Al usar esta leyenda como materia prima, el rock la aprovechó para su propia naturalización. Para encajar con la cosmogonía rockera, el artista del blues debía vivir en la marginalidad, cantar a partir de una compulsión misteriosa y primitiva; hacerlo en un trance, pronunciando verdades absolutas desde el ombligo de la existencia, además de ser bebedor, mujeriego y salvaje, por supuesto.
Robert Johnson era un personaje del blues primario que cumplía con todos estos requisitos. Su lírica era un drama de sexo entrelazado con hechos de rudeza y ternura; con deseos que nadie podía satisfacer; con crímenes que no podía explicarse, con castigos a los que no podía escapar, y con una leyenda contractual con el Diablo para tocar magistralmente la música que interpretaba. Una vida sometida a un proceso de comprensión vital eterna por parte de los músicos y escuchas interesados.
Ningún otro guitarrista de blues ha estado rodeado de tantos mitos y leyendas como él. Nacido el 8 de mayo de 1911 en Hazelhurst, Mississippi, pasó su niñez en Commerce con su padrastro. En las plantaciones empezó a familiarizarse con la música y a punto de cumplir los 17 años buscó aprender a tocar la guitarra.
Entonces se escapaba de su casa para tocar con Sun House y con Willie Brown [el guitarrista fijo de Son]. Los seguía a todas partes, porque no le agradaba trabajar en la plantación, pero tampoco dejaron que los acompañara porque no era buen músico. Después de un tiempo, Robert desapareció y meses más tarde regresó con una guitarra sobre la espalda. Y tocó frente a ellos. Se quedaron mudos. ¡Era buenísimo! Son House tenía una sola explicación para esta impresionante transformación: «Le había vendido el alma al diablo para tocar así«. No sólo él lo creyó.
En la región del Delta eran comunes las historias demoniacas de medianoche. Quizá sea posible tacharlas de supersticiones o desecharlas como tonterías. A la luz de la cultura vudú dominante, con todo y sus brujos, incluso se les podría tomar al pie de la letra.
Lo único seguro es que nadie concretó su propio mito de manera tan perfecta como lo hizo Robert Johnson. Casi todas sus canciones tratan de la venta de su alma y de sus esfuerzos por recuperarla. Poseen una carga intensa, casi apocalíptica, y una conciencia determinante sobre el destino. Salpican además ominosos vaticinios e historias de su errancia, con el Diablo pisándole los talones.
Johnson era un músico que viajaba mucho por toda la región que atravesaba el río Mississippi y que en tales viajes aprendió técnicas guitarrísticas de los músicos que vio y armonías de las canciones que oyó por aquella zona. Supo condensar todo ese aprendizaje. Y con tal summum utilizó su talento, tanto como la largueza de sus dedos, para construirse su propio estilo, lo mismo instrumental que lírico. Ambos con repercusiones eternas.
Con su guitarra y armónica, Johnson recorrió bares, prostíbulos y todo tipo de tugurios en Arkansas, Tennessee, Missouri, Texas y otros estados de la Unión Americana, en los que se ganaba algunas monedas para irla pasando. A su regreso al Delta, quienes lo conocieron en sus primeros años, como músico ordinario, quedaron maravillados con su estilo y con una serie de composiciones que pronto se convirtieron en clásicos.
En dos sesiones en 1936 y 1937 realizó sus únicas grabaciones para la compañía Vocalion, 29 en total (aunque también existe la leyenda de que hay una trigésima pieza perdida). En un cuarto de hotel, volteado hacia la pared –supuestamente porque no quería que le copiaran su estilo–, Johnson registró para la historia canciones como “Crossroads Blues”, “Come On in My Kitchen”, “I’ll Dust My Broom” y “Sweet Home Chicago”, entre otras.
Con este material, con esta leyenda, el director Walter Hill, uno de los mejores fabuladores del cine, creó la película Crossroads de 1986. Con Ralph Macchio (famoso ya por su aparición en la saga de Karate Kid) encarnando a un joven no negro, fanático del blues, que quiere ser un gran guitarrista del género y para eso necesita que aquel compañero de Robert Johnson (Willie Brown), le platique personalmente sus andanzas y le enseñe la trigésima canción de Johnson, la perdida.
Descubre que Willie está en un asilo para ancianos. Al visitarlo, aquél se burla del joven y de sus deseos, pero ante la persistencia le dice que lo ayudará si lo saca de aquel lugar y lo lleva de vuelta al mítico cruce de caminos. El periplo blusero está servido. Está el viaje, la iniciación, el Diablo y el reto. Una película que habla de la música y de su savia vital.
Según las versiones más creíbles, Robert Johnson murió el 16 de agosto de 1938 envenenado en un tugurio por una mujer despechada que perdió la cabeza en un arranque de celos o por un esposo engañado. No se sabe con certeza en qué lugar reposan sus restos, hay muchos que se lo quieren adjudicar, así que existen varias tumbas marcadas con su nombre para seguir incrementando las leyendas.
La localidad de Clarksdale se ubica en el corazón de Mississippi, en la zona conocida como el Delta. Una geografía que sufre o goza de las veleidades del mítico río con el mismo nombre. Un lugar donde permearon los contrastes. Por un lado la riqueza de los dueños de la tierra, unos pocos dueños de fincas que implantaron al algodón como la materia prima de su bienestar y dominio; por el otro, la pobreza de la mayoría de la población: esclavos primero, aparceros y obreros de escasa preparación y horizontes, a la postre.
Sobre esa base, edificada sobre el racismo, la discriminación y la segregación, se desarrolló la historia de esa comunidad hasta bien entrado el siglo XX. Ahí, en esa tierra pues, nacieron, se criaron, vivieron, emigraron, murieron o fueron enterrados muchos de los grandes nombres del blues como Bessie Smith, Sun House, John Lee Hooker, Sonny Boy Williamson, Muddy Waters o Ike Turner pero, sobre todo, sitio de donde surge la leyenda de Robert Johnson y hasta de la ubicación de su posible tumba.
Ahí se encuentra el mítico crucero de caminos donde, según los rumores, es posible contactar con el mismísimo Demonio y negociar el alma a cambio del anhelo más acendrado: como convertirse en poseedor de la originalidad guitarrística, por ejemplo.
Hoy quienes peregrinan por esa misma tierra mantienen la sensación o la fe de que en ese crucero, el polvo mágico de dichos lodos (justo donde se encuentran las autopistas 61 y la 49 de la topografía estadounidense), podrá levantarse de nuevo y volar en beneficio propio.
VIDEO SUGERIDO: Robert Johnson – Crossroad, YouTube (Coredump)