AVÁNDARO: MEMORIA DE LA ESPECIE

Por SERGIO MONSALVO C.

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(CRÓNICA)

El camión escolar que me trajo de vuelta a la ciudad luego de casi tres horas de camino se detuvo en la avenida Observatorio, a corta distancia de la entrada del Metro del mismo nombre. El transporte se vació y los pasajeros plenos de una vibración común se separaron para continuar la vida cada uno por su lado. 

La mayoría se lanzó en pos de los convoyes del Metro; otros echaron a caminar en busca de rutas más convenientes. Yo, con unos cuantos más, abordé un camión –de esos chatos con sus grandes vitrinas– que por ser domingo en la tarde venía casi vacío.  Las cabezas de los que ya estaban instalados voltearon al unísono para ver el pequeño desfile de quienes retornaban. Cuchicheos, murmullo generalizado y miradas cuestionadoras. 

Yo me instalé en la parte posterior para estar cerca de la puerta. Venía cansado, desveladísimo y con un hambre feroz. Los pensamientos aún estaban allá, pletóricos de imágenes, de sonidos y de momentos inolvidables. El trayecto se le hizo corto.

Una vez en el cruce de las avenidas Insurgentes y Baja California, a la altura del cine de Las Américas, decidí irme caminando. La tarde estaba templada y discretamente soleada. Me eché el costal de marino que llevaba al hombro e inicié la marcha. 

Estaba contento y conservaba intacta la sensación de aquella buena vibra en la que viví por varios días. Tenía mil cosas que contar y mil más qué saborear por mucho tiempo.

Crucé la calle de Campeche y a media cuadra –frente a una tienda de vestidos de novia– me encontré con una familia resplandeciente y nívea que andaba de paseo. El papá, al verme venir, tomó a uno de los niños de la mano e indicó a su esposa hacer lo mismo con la niña. Todos se pegaron a la pared y la sonrisa desapareció de los rostros de ambos padres. Los niños querían seguir con su juego, pero el papá y la mamá no les hicieron caso y los sujetaron bien mientras yo pasaba. 

Al llegar a los escaparates de la tienda Woolworth me pude ver de cuerpo entero: una gorra con muchos adornos me cubría la cabeza; el pelo lo traía un poco largo y sin peinar, unos lentes de espejo me tapaban los ojos; del cuello colgaba un yasqui que descansaba sobre una camiseta pintada con anilina azul. 

Encima llevaba una camisola de mezclilla con diversos adornos, un símbolo de amor y paz entre ellos. Los vaqueros –tiempo después la palabra sería cambiada por jeans— sucios de lodo hasta las rodillas; las botas mineras en estado semejante. En fin, lo que se podía esperar luego de varios días de lluvias torrenciales y sin mudas de ropa. El hecho me pareció chistoso, nada más.

Al llegar a la avenida Álvaro Obregón, donde vivía, un coche se detuvo y los tripulantes me dieron aventón unas cuantas cuadras. Me bombardearon a preguntas y lamentos por no haber podido ir.  Me bajé en la esquina de la calle Orizaba y caminé todavía un par de cuadras ante las insistentes miradas de los transeúntes. 

Llegué al edificio, subí las escaleras y me planté frente a la puerta de mi casa. Toqué. Me abrió mi madre, quien con un grito corrió a quitar las alfombras, me empujó hasta el baño y dijo que no saliera hasta quedar limpio. 

Al salir ya tenía a mi padre frente a mí observándome detenidamente. Me llevó a la sala y me mostró una pila de periódicos. «Ahí está lo que pasó en Avándaro, quiero que lo leas”. Me acerqué y quedé atónito ante los desplegados de la prensa. No era posible tanta mentira.

Mientras, mi madre iba echando al bóiler camisola, camiseta, vaqueros, calcetines, etcétera. Los zapatos, la cobija y el costal fueron a dar al basurero. Así culminó metafóricamente la aventura del Festival de Rock y Ruedas del 11 y 12 de septiembre de 1971.

Algo semejante ocurrió con el incipiente rock mexicano y todo intento de reunión con objeto de escuchar este tipo de música. Rechazo, tergiversación, política cimarrona, moralina, argumentos religiosos. El dedo flamígero de la sociedad informada por el gobierno reprimió cualquier manifestación musical a partir de estas fechas. Hubieron de pasar 20 años para que los grupos mexicanos volvieran a decir esta boca es nuestra.

La década de los sesenta trajo consigo infinidad de cambios para México.  El rock and roll había irrumpido desde los primeros días y con él una serie de cuestionamientos con respecto a la forma de vivir que se llevaba por aquellos días. 

«Juventud» fue una palabra que comenzó a cobrar su real significado para todos. Las antiguas ideas con respecto a ésta no pudieron responder a los requerimientos de la época. Los jóvenes empezaron a manifestar sus necesidades, inconformidades y expectativas de vida, que no tenían ya nada qué ver con las de décadas anteriores.

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La posguerra, la guerra fría, el capitalismo, el comunismo, las vías para el desarrollo, la desigualdad social, la creciente deuda, etcétera, eran cuestiones que repercutían por doquier y a las que el país no podía evadir, ni sustraerse a sus consecuencias económicas, políticas y sociales.

A los jóvenes –en general– se les tomó en cuenta hasta que irrumpieron con fuerza y amedrentando con sus actitudes. Tuvo que ser hasta el surgimiento de los rebeldes sin causa que aquéllos fueran considerados como parte importante de la sociedad. 

Dio inicio así lo que se denominaría la lucha generacional y que desde entonces ha estado en la mesa de las discusiones sin que hasta el momento se haya hecho algo inteligente para solucionar la problemática. 

El rock and roll se convirtió en la música que dio voz universal a la juventud y dicha función había sido ininterrumpida. En México, como en muchos otros países, el rock se adaptó a nuestro idioma; sin embargo, no se comenzó de manera original sino realizando covers, muchas veces patéticos, de éxitos ya dados. 

Eso le restó muchísimas posibilidades a la creatividad y a la comunicación real con los escuchas. No obstante, la rebeldía, las nuevas formas de ver al mundo y a sí mismos no se vieron restringidos por esta actitud, aunque sí por las del gobierno, el cual, viendo en el rock una amenaza –toda reunión juvenil desde entonces le ha parecido una amenaza–, dio inicio a una represión sistemática que no se ha detenido.  Juventud y rock se volvieron sinónimos.

Con el advenimiento de la beatlemanía y el hippismo el rock cobró nueva fuerza a nivel global, lo mismo que la palabra juventud. En México los entonces escritores jóvenes (José Agustín, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña) se encargaron de darle carta de naturalización y de inscribirla en la historia. 

Nuevos conceptos, haz el amor y no la guerra, psicodelia, mentes abiertas, la revolución mundial a través de ellos, permearon al planeta. La juventud quería el mundo y lo quería ya, harta de ser ninguneada, sometida y vejada. 

La conciencia se manifestó y llegó el año 1968. Un hito en la historia humana contemporánea. En México fue particularmente sangrienta la respuesta del gobierno a los jóvenes y sus requerimientos. A partir de ahí el rock mexicano auténtico movió la colita y surgieron grupos por toda la república y con algo qué decir musical y textualmente. 

La radio –tres estaciones– abrió sus puertas al movimiento. Por dos o tres años el rock mexicano cobró importancia como tal y los grupos grabaron y anduvieron por todos lados: los Dug Dugs, El Ritual, Peace and Love, Tequila, La Revolución de Emiliano Zapata, Bandido, El Pájaro Alberto, Love Army, Three Souls in My Mind, Hangar Ambu-lante y muchos más patentizaron el momento.

Llegaron los años setenta y con ellos otra muesca en la macana y en el fusil del gobierno. El 10 de junio de 1971. Los Halcones, Luis Echeverría y Alfonso Martínez Domínguez.  Tres meses después, para redondear una carrera de autos, los organizadores decidieron llevar a algunos grupos de rock que amenizaran la noche anterior a la competencia. 

El evento se llamaría Festival de Rock y Ruedas, el boleto costaría veinticinco pesos y se vendería en las concesionarias de autos Chrysler y se realizaría en Avándaro, Valle de Bravo, estado de México.

El gobierno aprovechó la situación también. Permitió el acontecimiento, pero mandó a sus perros de caza –«la prensa vendida», como se le denominó en el 68– para tornar a la dormida opinión pública en contra del festival. Epítetos de toda índole y de todos los sectores –incluyendo a la miope y estalinista izquierda– fueron vertidos para denostar un hecho que no tuvo otro fin que el de reunir a una generación que había encontrado en el rock un refugio para las balas, los macanazos y las razzias; y una forma de demostrarse que estaba viva, que seguía buscando los cambios necesarios y que la juventud no es cosa de edad sino de actitud.

Después de Avándaro el rock mexicano fue combatido por doquier; se suprimieron las estaciones de radio que lo habían apoyado y difundido; se cerraron los lugares céntricos donde se le proporcionaba trabajo; se incrementaron las razzias para apresar a los asistentes a cafés cantantes. 

La televisión comercial fabricó un revival –otro más– del rock de principios de los años sesenta y se borró el nombre de cualquier grupo que no estuviera dentro de estos cartabones. Al rock mexicano se le arrinconó, dispersó y obligó a marginarse radicalmente. Aparecieron los hoyos funkis con toda su podredumbre, miserabilismo y explotación. El rock mexicano de tintes originales desapareció. 

Avándaro fue un momento importante para la historia del rock del país, tanto que el gobierno sigue sin autorizar la proyección del documental que se filmó ahí.

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