Por SERGIO MONSALVO C.
EL PACTO REENCARNADO
Las semejanzas entre Robert Johnson (el primer tótem del blues y del rock) y Jimi Hendrix (uno semejante) van más allá de la coincidencia. En 1964, Son House –el bluesman legendario– habló sobre el primero: «Cuando tenía como 16 años Robert se escapaba para tocar conmigo y con Willie Brown. Nos seguía a todas partes, quería ser músico. Trataba de tocar la guitarra, pero no lo hacía bien. Tenía que callarlo porque ponía furioso al público con sus horrorosos sonidos. Un día Robert se fue de su casa y tiempo después regresó tocando la guitarra como un genio».
Son House tuvo una sola explicación para este cambio radical: «Le había vendido su alma al diablo». En la región del Delta del río Mississippi eran comunes estas historias acerca de los bluesmen, quienes en cruces de caminos hacían pactos a la medianoche.
Lo seguro es que nadie concretó ese mito como lo hizo Robert Johnson. Casi todas sus canciones tratan de la venta del alma y de los esfuerzos por recuperarla. Poseen una carga intensa, casi apocalíptica, y una clara conciencia del destino: la errancia con el diablo pisándole los talones.
Ambos —Johnson y Hendrix— se dirigieron hacia su destino de manera inexorable por igual. Johnson fue envenenado el 16 de agosto de 1938 en un congal cerca de Three Forks, Mississippi. Hendrix murió de una sobredosis de somníferos en el departamento londinense de una amiga, el 18 de septiembre de 1970. Ambos tenían 27 años.
Hendrix empezó como un guitarrista titubeante y promedio. Incluso llegó a ser objeto de burla. Al igual que Johnson, de súbito, en un momento dado, irrumpió como el guitarrista más impresionante y heterodoxo del mundo. Fue algo mágico. Johnson eternizó su cruce de caminos en «Crossroad Blues». Jimi cantó acerca de su transformación sobrenatural en «Voodoo Chile».
Partamos, pues, del supuesto de que en Jimi Hendrix reencarnó Robert Johnson.
El blues de Hendrix —y su música en general— fue lo mismo terrestre que sobrenatural. La fuente de muchas de sus composiciones era el Delta del Mississippi. Tanto la mencionada «Voodoo Chile» como la muy hookeriana «Voodoo Child (Slight Return)» eran variaciones evolucionadas del «Catfish Blues», una antigua pieza tradicional. Lo que ante todo tomó prestado del blues rural fue la emoción personalísima.
Al igual que en el caso de Robert Johnson, su estilo constituyó una intensa sublimación de todo lo anterior. Su guitarra funcionó como una orquesta completa y parecía tocar tres partes al mismo tiempo: acordes sostenidos precisos, ritmos penetrantes acompañados de armonías electrostáticas, iluminado todo por flechas danzarinas de fuego.
El resultado fue, en primer lugar, un sonido cargado y apocalíptico; muchas veces atemorizante, como un lienzo sobrecogedor de Goya. Y de nueva cuenta como en el caso de Johnson, el sonido era un reflejo de su alma. Hendrix llamaba a su nuevo blues “Electric Church Music”.
Con sus canciones, Robert Johnson trataba de salvar su alma. Por medio de su guitarra, Jimi Hendrix quería salvarse y también al resto del mundo. Tan sólo eso basta para identificarlo como un bluesman perfecto. «Ojalá hubieran tenido guitarras eléctricas en los campos de algodón de antaño —dijo en cierta ocasión—. Habría sido posible aclarar muchas cosas. No sólo para negros y blancos, sino para todos”.
Hendrix experimentó su transformación mágica tras hacer un pacto con el diablo, seguro. Y su crossroad no se hallaba al final de un polvoso camino del Delta, sino de manera probable en las profundidades más oscuras del universo.
A partir de su muerte todos los géneros hicieron explosión, desde el reggae hasta el funk, el blues, el rap y el jazz, la música contemporánea y el ambient, el techno y el punk que uno quiera. Un fenómeno cultural que pudo aparecer gracias a todas las personas mencionadas que tuvieron que ver con él.
Con un simple blues, como el implacable «Once I Had a Woman», Hendrix lo decía todo. Sin embargo, con el blues por sí solo no hubiera logrado el mismo impacto en los ingleses (o en la época misma) que presenciaron su arranque. Demasiado puro. Le hizo falta el oropel de un «Purple Haze» y su número circense del fuego y el feed back con las bocinas para llamar la atención. Hoy, trascendido aquello, hay que deleitarse con uno de sus más grandes discos —y de la historia del rock en general—:
Blues (Polydor/MCA, 1994). Editado casi un cuarto de siglo después de su muerte. Contiene once piezas grabadas de 1966 a 1970. La compilación cumple con todos los requisitos para ser considerada como un «nuevo álbum de Hendrix», pues incluso las canciones ya editadas eran difíciles de conseguir. Entre ellas, la brillante versión rural de «Hear My Train A-Comin'», interpretada en una guitarra acústica de 12 cuerdas que formó parte del soundtrack de la película Hendrix: The Original Motion Picture.
Otros momentos destacados son «Red House», «Catfish Blues», «Voodoo Chile» y el instrumental con toque jazzístico «Jelly 292».
Este álbum representa el blues total. La expresión espontánea, absoluta, de toda una ciencia musical. La improvisación sublime. El viaje musical en el que cada nota es una etapa.
Hubo que estar preparados para experimentar todas las emociones que contiene. Once joyas, algunas de ellas inéditas hasta ese momento (y hasta piratas). Como «Voodoo Chile Blues», una pieza «eléctrica” hermosa. «Jimi fue el intérprete más grande del blues del Delta», ha dicho Bob Dylan de él. Para muchos de nosotros fue la reencarnación de Robert Johnson. La continuación de un Fausto bluesero y futurista.
VIDEO SUGERIDO: Jimi Hendrix – Hear My Train Comin’ (Official Audio), YouTube (Jimi Hendrix)