Para Michael Brecker, la fusión se volvió desde el comienzo de su carrera el género preponderante en su vida jazzística con composiciones muy complejas, dinámicas, ricas, melódicas y distintivas. La evolución que siguió por diversos grupos (Steps, Steps Ahead, Brecker Brothers, etcétera) se orientó hacia la fusión eléctrica y la tecnología digital.
Estos grupos le proporcionaron el marco ideal para lanzarse como solista. Cuando la compañía Impulse! le hizo la oferta de grabar en 1987, no la desperdició, máxime cuando en la historia de esta compañía disquera aparecen discos de John Coltrane y McCoy Tyner, a los que el saxofonista brindaba particular admiración.
Desde entonces aparecieron Mike Brecker (el cual contiene básicamente un jazz acústico con pocos rebuscamientos estructurales), Don’t Try This at Home (que representó el intento por desarrollar algunas de las ideas que sólo quedaron señaladas en el primer disco), Now You See It…Now You Don’t (basado en un concepto algo diferente derivado de la primera composición del álbum, «Esher Sketch»; aquí trató de componer utilizando más de dos tempos y sensibilidades diferentes, lo cual daba opciones extras al escucha) y después, para festejar sus diez años dentro del sello, lanzó Tales from the Hudson (Impulse!, 1996).
La primera lectura que se puede hacer de este disco es que Brecker no buscaba el efecto gratuito y se mostraba con más identidad de lo habitual. Las piezas con las que abría el nuevo álbum resultaron del todo promisorias. «Slings and Arrows» fue la mejor vía para rendir tributo a una de sus mayores influencias: John Coltrane.
La improvisación en su máximo esplendor, muy bien comprendido y acompañado por un impresionante Jack DeJohnette en los tambores, el maestro Dave Holland en el bajo y Joe Calderazzo en el piano.
En «Midnight Voyager» el saxofonista desaceleró el tiempo sin menoscabo alguno de la intensidad. El solo que efectuó con el tenor fue, como dirían los músicos estadounidenses, short and sweet. Breve pero sustancioso, lleno de poder y provocando al escucha.
En «Song for Bilbao» entraron al quite McCoy Tyner al piano, Don Alias en las percusiones y Pat Metheny en la guitarra y sintetizador respectivo. Autor este último del tema en cuestión, realizó un solo idéntico al de su grabación original. Tyner y Alias le pusieron la crema y la cereza al pastel.
El resto de las composiciones («Beau Rivage», «African Skies», «Introduction to Naked Soul», «Naked Soul», «Willie T.» y «Cabin Fever») pusieron a Michael Brecker en el justo sitio que merecía dentro de una carrera siempre en ascenso.
En el de un músico para quien el ritmo y la improvisación fresca, ocurrente y plena de sus referencias más queridas, eran los elementos esenciales y no mero adorno. En Tales from the Hudson, Brecker extendió el alcance de sus horizontes con un sax tenor esplendoroso. Mismo que extendió por otros siete álbumes (hasta Pilgrimage) y que calló, tras su fallecimiento, el 13 de enero del 2007, a la edad de 58 años.
VIDEO: Midnight Voyage – Michael Brecker – Tales From The Hudson, YouTube (Claudio Tisiera)
John Coltrane fue el primero que mostró la capacidad de tocar de manera multifónica, simultánea, varias notas o varios sonidos; la práctica de combinaciones rítmicas asimétricas, independientes de la pulsación básica, así como la elaboración de un sistema increíblemente sofisticado de acordes de sustitución.
Él amplió prodigiosamente la extensión de su instrumento, de las diferentes texturas que era capaz de extraer de él, y de la cualidad humana de su sonido. Sobrepuso una serie de complicados acordes de paso y proyecciones armónicas sobre estructuras armónicas ya complejas.
Parecía dispuesto a tocar todas las notas posibles, a recorrer sonido a sonido, hasta sus últimas consecuencias, cada acorde con el que se enfrentaba, a buscar escalas, notas y sonidos imposibles en el sax, que parecía a punto de estallar de tanta tensión. El estilo “modal” de interpretación, que utiliza varios modos diferentes al mismo tiempo.
FLASHBACK. Cuatro de la madrugada: la hora más oscura antes del alba, la hora del interior. Otoño de 1964. John Coltrane se despierta a esta hora, como todas las mañanas. Sentado en media posición de loto se concentra en sacar el aire. La habitación está silenciosa y no existe nada más en el mundo. No hay pensamientos. La comunicación directa con el cosmos, con la divinidad o lo que quieran.
Busca un mensaje: saber si se encuentra sobre el buen camino. Trane se pone a ello. Es la meditación más larga que haya conocido. Primero el silencio, luego la música que invade el espacio a su alrededor. Y todas las melodías, todas las armonías, todos los ritmos. El Verbo le sopla una composición consagrada a la gloria de su Esencia suprema.
Despierta, sale de la meditación: “Por primera vez en mi vida tuve en la cabeza la totalidad de lo que grabaría, de principio a fin.” Una arrebatadora confesión de fe en la inspiración. La distingue declarando que es la función básica del espíritu humano. Le otorga un rango superior a la imaginación. La poesía de la música es para él fuerza creadora sagrada.
Crear un sonido para los sentimientos nacientes. El primero, único y bueno para el Amor. “A Love Supreme”, grabada en diciembre de 1965, es la última ofrenda de Trane a lo Divino: Ya no tiene que probar nada más. Se contenta con aullar, llorar, implorar y gozar. “A Love Supreme” se basa en la cábala: Ahí donde termina la filosofía comienza otra sabiduría. “A Love Supreme”: estas simples palabras recitadas 19 veces. Los placeres y la sapencia. Lo exótico y lo próximo. Lo expuesto y lo oculto.
21 de julio de 1967. Nueva York. La iglesia luterana de San Pedro. Albert Ayler sopla en su sax sonidos de muerte: John Coltrane abandonó su cuerpo. A pesar de que Trane tenía mucho tiempo de haberse recuperado, los años de adicciones dañaron su hígado en forma definitiva.
Ahora es estrella que brilla en un cielo gris, en donde improvisa y el sonido se alarga interminable. Improvisa desatando cantos sucesivos y alternados, de otros semejantes sin distancia. Improvisa mientras su instantaneidad reclama y su fugacidad extiende el momento. El sonido se oye porque viene de lo alto simplemente. El Sonido invade no sólo el espacio, también el tiempo. Trane fue un hombre de consagración mágica que penetró en dichos secretos y corrió los riesgos con tal de apoderarse de ése, su Amor Supremo.
Hoy, a casi 60 años de su edición, A Love Supreme conserva intacto su poder de fascinación, con el descubrimiento de la interpretación en vivo que Coltrane hizo de él en el extinto club The Penthaouse, de Seattle, en octubre de 1965. “¿Cómo se puede examinar el lío de opciones que es tu vida y convertirlo en una plegaria?, se preguntó el cantante Bono. “Yo no sabía cómo, pero escucho en Coltrane a alguien que sí lo consiguió”, dijo al respecto.
Por su parte, Ashley Kahn, periodista e historiador musical estadounidense, le dedicó todo un libro al disco original: “pocos álbumes han tenido su influencia y resonancia”, escribió en él. La importancia de A love supreme se sustenta en razones tanto intra como extra musicales. Es “un disco que expresa lo inexpresable”.
En 1957 Coltrane experimentó un despertar espiritual hacia una vida “más rica, más llena y más productiva”, dijo en ese entonces. El saxofonista abandonó las adicciones y se impuso un régimen vegetariano estricto. Descubrió la meditación y, con ella, a lo divino; una divinidad genérica inspirada por el budismo. A ello estuvo dedicado el disco que grabaría unos años después.
Coltrane, en la grabación original, toca únicamente el sax tenor; lo acompañan McCoy Tyner, al piano; Jimmy Garrison, al contrabajo; y Elvin Jones, en la batería. Todo cuanto A love supreme puede ofrecerle al oyente en sus cuatro movimientos –Acknowledgement, Resolution, Pursuance, Psalm-, se concentra en el reproducido mantra central de 4 notas anunciado por el contrabajo de Garrison, al que se suma el líder de la sesión en su única intervención cantada registrada en disco.
Meticuloso y obsesivo, Coltrane avanza la idea de una “intensidad” desconocida en el jazz. Una música que para muchos significó la entrada en un universo desconocido y desconcertante. En la cinta recién descubierta, la sesión fue grabada por el saxofonista Joe Bazil y encontrada entre sus pertenencias, tras su muerte en el 2008, a la dotación de su cuarteto, Coltrane le agregó tres músicos: Carlos Ward (en el sax alto), Pharoah Sanders (sax tenor y percusión) y Donald Garrett (doble bajo), convirtiendo la agrupación en septeto.
Es la segunda de las únicas dos presentaciones que hizo Coltrane de tal material en 1965 (la otra es la que realizó en Juan-les-Pins, durante el festival musical de tal localidad francesa en el mes de julio, la cual forma parte de una edición de lujo que apareció durante los festejos del 50 aniversario del disco).
En ella, a los casi 30 minutos originales son extendidos hasta los 75, y el rating mundial eleva la grabación al rango de “Aclamación universal”. Es decir, en los tiempos hipermodernos que estamos viviendo, un artefacto musical como éste, pone de nuevo las cosas en perspectiva y reactiva las discusiones culturales, sociales y estéticas, que iniciaron desde su primera aparición.
Hay noches irrepetibles, como aquella de ese 2 de octubre de 1965, cuando se grabó una joya (a pesar de las condiciones para ello) que permaneció oculta por casi 60 años y que, ahora, tras ser sacada a la luz, brilla a plena luz de la actualidad, con el agregado de la osadía de sus intérpretes y de la descomunal puesta musical que presentaron, la cual el tiempo ha legitimado: la propuesta de oficio místico en el disco de estudio se convirtió, en vivo, en una desmesura polifónica contenida tan solo por la evocación, de vez en vez, de los lemas esenciales de la obra primera.
VIDEO: John Coltrane – A Love Supreme, Pt. IV – Psalm (Live in Seattle/ Visualizer), YouTube (JohnColtraneVEVO)
El vocablo standard es un término que primeramente suele aplicarse a la reiterpretación de las canciones surgidas del ámbito popular (los recurrentes cancioneros), cuyo interés ha rebasado el momento o el ámbito de su lanzamiento original y, en muchos casos, la muerte de sus compositores.
Con frecuencia se trata de piezas tomadas de obras musicales, del teatro ligero o de la cinematografía, así como de la maquinaria creadora de hits hasta el comienzo de los años sesenta: Tin Pan Alley. Algunas de ellas surgidas de tales entornos, como «My Favorite Things», «Green Dolphin Street» o «My Prince Will Come», por ejemplo, se han llegado a identificar tanto como standards del jazz que sus orígenes se han olvidado.
Actualmente, también se han sumado al listado, las piezas emanadas del pop, de las listas de éxitos internacionales, del rock y hasta del campo llamado “exótica” (con temas provenientes de las más variadas geografías fuera de los centros generadores de las mismas más reconocidos).
Hoy por hoy, el standard es una canción o pieza que constituye parte obligada de todo repertorio de los cantantes o instrumentistas (desde el piano bar hasta la sala de conciertos más pomposa, sin dejar de pasar por Las Vegas o las actuaciones de los crooners, sus más fieles y destacados representantes); es un tema ampliamente conocido, al que se recurre con frecuencia como base para improvisar sobre seguro, para grabar algún disco comercial o para, dado el caso, inclinar el favor del público en una endeble presentación en vivo.
Dentro del jazz propiamente dicho, que es donde más se aplica tal término, hay temas, surgidos del propio medio, que se han incorporado al idioma del género, para hacer cóvers o versiones de los mismos (según el talento) como son los ejemplos de «Misty», «When the Saints Go Marchin’ In», «Perdido», «Ornithology», «Take Five», «‘Round Midnight», «How High the Moon», etcétera.
VIDEO: Frank Sinatra Fly Me To The Moon, YouTube (RAYLOWESWINGS)
La ejecución del solo brindó a Jaco Pastorius siempre una especie de refugio, un medio para expresar realmente las ideas de este artista extraordinario.
La primera pieza de su álbum debut homónimo (de 1976), «Donna Lee» de Charlie Parker (o de Miles Davis, según el propio Miles), fue un solo casi total de más de dos minutos de duración; las congas de Don Alias proporcionaron un relieve complementario al tremendo ritmo interior del solo en el bajo.
Asimismo, también está «Portrait of Tracy» (dedicada a Tracy Lee, su primera esposa), una tour de force de armonías sin precedente, igual de su primer disco. O «Chromatic Fantasy» de Word of Mouth, una fulgurante reinterpretación de Johann Sebastian Bach. De manera semejante esta incrustado en su currículum «A Remark You Made» e «In a Silent Way» sobre 8:30 con Weather Report.
Sin embargo, y sobre todo lo que hizo posteriormente, entre liderazgos y colaboraciones, está Punk Jazz, el álbum (póstumo del 2003) que lo proyectó como la modernidad encarnada que había sido del instrumento.
PunkJazz es una completa antología de 28 traks que cuenta en detalle la verdadera revolución detonada por el enfoque de avanzada de Jaco Pastorius en las 4 cuerdas. Dicho álbum cubre realmente casi todo el trabajo de Pastorius desde sus trabajos como solista, su etapa con Weather Report, selecciones de sesiones como solista, director de orquesta y la Jaco Pastorius Big Band.
El disco antológico ofrece la prueba más positiva acerca del músico y no es sólo esencial para entender las últimas tres décadas del bajo eléctrico moderno sino que también sirve como un hecho de la historia del jazz de fusión.
Por todo ello Punk Jazz es más que el resto de las grabaciones, y quizá más que la suma de todas ellas, porque esta exhibición solista parece concentrar en esas casi tres decenas de tracks toda la locura y el «saber deshacer» de Jaco Pastorius, el inmenso bajista eléctrico.
«Punk» significa algo más que su primera acepción en cualquier idioma. Es parte de la historia de la música. Una cultura que sigue viva. En el argot musical no es forzosamente un aderezo exagerado, excesivo, alterado o codificado del lenguaje «propio»; antes que nada es el lenguaje «particular» de una clase social o una profesión, como la del músico.
Más que un lenguaje, Pastorius inventó ese «argot» del bajo eléctrico para sí mismo, una sofisticada libertad de expresión literalmente inaudita, copiada y vulgarizada muy pronto (en cuanto alguien habla «de otro modo», entiéndase o no lo que cuenta, parece fácil imitarlo modificando su acento y voz o bien, en este caso, subiendo los trastes del bajo).
Es posible dividir en tres partes la carrera discográfica de John Francis Anthony «Jaco» Pastorius III, quien nació el primero de diciembre de 1951 en Norristown, Pensilvania, y murió en Miami, Florida, el 21 de septiembre de 1987.
Desde los comienzos con Little Beaver, escondido tras el seudónimo de Nelson Jocko Pedron, hasta los dos álbumes Twins I y Twins II, sueños infantiles en forma de «big band-big bang» grabados en vivo en el Japón, Pastorius pasó por: un primer álbum grabado gracias al apoyo del baterista de Blood, Sweat and Tears, Bobby Colomby, que marcó un giro en la historia del bajo eléctrico.
Luego vinieron seis álbumes con Weather Report, asociación que duró siete años y agrupación a la que dio el reconocimiento internacional; cuatro con la cantante de folk-jazz Joni Mitchell, una colaboración fructífera coronada por una gira «all-stars» con Michael Brecker, Pat Metheny, Lyle Mays.
Le siguió un encuentro fulgurante y efímero con el trombonista alemán Albert Mangelsdorff (estaba grabando Heavy Weather de Weather Report y Joe Zawinul sólo lo dejó viajar a Alemania por unos días de mal grado); otro con Airto Moreira, con quien produjo una fértil Nativity en 1977; una confrontación estéril con John McLaughlin y Tony Williams en el Havana Jam de Cuba en 1979 (lejos de la comprensión perfecta que existió entre el baterista y el bajista en «Punk Jazz» de Mr. Gone de Weather Report).
A lo que continuó una visita clara y luminosa con Herbie Hancock en Mr. Hands (con el que a menudo se topaba en las sesiones) y un segundo álbum solista, de importancia igualmente primordial (Word of Mouth).
Después de 1982 y de la loca gira de big band a Japón, comenzó a perder el control, tanto físico (se fractura un brazo al caer de un balcón durante una gira por Italia en 1982) y mental (maniaco depresivo, conflictos, conductas autodestructivas, alcoholismo, robos, cárcel, escándalos y peleas públicas), como artístico.
Lo demostraron sus participaciones dispersas y sin continuidad en (demasiados) discos menores (Night Food de Brian Melvin, Music for Planets… de Randy Bersen, su viejo compañero de Miami, Down by Law del grupo Deadline, etcétera). Un último sobresalto: tocó magníficamente en «Mood Swings» de Mike Stern.
La última etapa es posterior a su muerte violenta (acontecida el 21 de septiembre de 1987, días después de recibir una paliza por parte de un guardia de seguridad) y es posible comparar su «destino» fonográfico con el de Jimi Hendrix, porque muchos más discos han sido editados bajo su nombre desde su desaparición que en tiempo de vida.
De ello se han encargado editores poco escrupulosos o músicos cuya estrella brilló un poco bajo la sombra del maestro. La mayoría de estos álbumes son «piratas», muchas veces grabados en las peores condiciones. Una excepción loable es Honestly. Solo Live, un digno homenaje a la memoria del malogrado bajista.
VIDEO SUGERIDO: Jaco Pastorius Punk Jazz, YouTube (Jazz Central)
Cierto día de 1930, un baterista de 22 años llamado Lionel Hampton estaba haciendo una grabación con su ídolo, Louis Armstrong, en los estudios de la NBC en Los Ángeles, cuando éste le pidió al joven que tocara algo con un instrumento que había en un rincón del estudio. Era un vibráfono y Hampton no lo había tocado nunca, pero logró sacarle un solo aprendido en una grabación de Armstrong. «Oye, eso suena increíble –exclamó éste–. Hay que grabarlo.» Y eso hicieron. «Memories of You» fue la primera vez que alguien usó el vibráfono para tocar jazz. Así, Hampton hizo historia musical y encontró su instrumento.
Al final del siglo XX, a los 83 años, Lionel Hampton –era uno de los pocos grandes directores de big band que aún quedan– daba más de 200 conciertos al año dentro y fuera de los Estados Unidos. Pese a ser una leyenda del jazz, no le daba mucha importancia a su celebridad y era muy modesto con respecto a sus logros.
«Nací con la afición a la música –afirmó en su momento–. Solía levantarme por la mañana a golpear las ollas y los sartenes. De baquetas usaba los travesaños de las sillas. Siempre sentí el ritmo por dentro. Y eso no ha cambiado hasta la fecha».
Lionel Hampton nació en Louisville, Kentucky, en 1908. Su padre era ferrocarrilero antes de ser reclutado para la Segunda Guerra Mundial. Cuando no volvió de tal conflagración, Hampton y su madre regresaron al lugar de origen de ésta en Alabama. Ella contrajo matrimonio de nuevo y Lionel se fue a vivir con su abuela, Louvenia Morgan, evangelista muy devota que llevaba a su nieto a la iglesia todos los días de la semana y cuatro veces los domingos. En uno de estas ocasiones, Lionel celebró un audaz debut. Acababa de cumplir los nueve años de edad.
«La iglesia tenía un grupo extraordinario –recordaba Hampton en las entrevistas–. Trombones, saxofones, guitarras. Y una mujer que tocaba el bombo. De verdad lo hacía muy bien. Una vez dejó caer la baqueta, casi en un trance. Yo la tomé y empecé a darle al bombo sin perder un solo compás». Fue entonces que decidió ser baterista.
Después de mudarse a Chicago con su abuela y un tío dedicado a la producción ilegal de ginebra y whiskey en colaboración con Al Capone, Hampton ingresó a una escuela católica. Una de las monjas le enseñó a tocar la batería, castigando los errores con golpes en los nudillos. Su educación musical continuó según las indicaciones del mayor Nathan Clark Smith, un antiguo director de banda militar muy estricto para la disciplina.
Con él, Hampton conoció diversos instrumentos; tuvo la oportunidad de relacionarse con otros músicos en cierne y de tocar por primera vez con un grupo. Se familiarizó con el jazz escuchando a Louis Armstrong afuera de los salones de baile y copiando los solos plasmados por éste. Otro ídolo suyo era el baterista Jimmy Bertrand.
Hampton contó siempre con el apoyo familiar en sus aspiraciones musicales. Su tío, por ejemplo, le compró su primera batería, además de llevar a las fiestas de la casa a personajes como Bix Beiderbecke y Bessie Smith.
A los 19 años, Hampton le pidió permiso a su abuela para reunirse con un amigo que quería fundar un grupo en California. Ahí conoció, en muy poco tiempo, a las tres personas que darían impulso y forma a su carrera: Gladys Riddle, su futura esposa y administradora financiera, Louis Armstrong y Benny Goodman.
Juntos, Hampton y Gladys se fueron de gira con un grupo dirigido por él mismo, haciendo frente a toda clase de problemas monetarios y de discriminación racial. Una noche de 1936, Benny Goodman llegó a escucharlos. Había oído que Lionel estaba haciendo cosas extraordinarias con un nuevo instrumento para el jazz. Durante una pausa en el programa, Goodman sacó su clarinete y se unió al grupo.
La noche siguiente Goodman volvió a presentarse, acompañado esta vez por el baterista Gene Krupa y el pianista Teddy Wilson. En una sesión histórica de improvisaciones nació el Goodman Quartet. Al otro día, grabaron «Moonglow» y «Dinah».
Unos meses después Hampton andaba ya de gira con el Goodman Quartet, grupo que aparte de sus cualidades musicales destacó por ser el primero en integrar a músicos de diferentes razas, Ahí fue donde reveló un fino oído para la improvisación y un estilo exuberante como solista. Con Goodman permaneció cuatro años (1936-1940).
La gira gozó de gran éxito y de súbito Hampton se dio cuenta de que era un hombre famoso. Cuando posteriormente llevó a su propio grupo al Sur de los Estados Unidos, siguió el ejemplo de Goodman e incluyó en él a músicos blancos para demostrar que las dos razas podían tocar juntas.
Luego de su aparición con Benny Goodman, Hampton se erigió en una de las figuras más célebres del periodo del swing, y su enorme éxito le permitió fundar una big band propia a principios de los cuarenta. Este formato probablemente resultó el más adecuado para el despliegue de su personalidad extravagante y dotes teatrales. Tal agrupación, que llegó a incluir a músicos de gran talla, fue uno de los conjuntos grandes más duraderos y populares a través del tiempo en el jazz.
Ahí el efecto Hampton en el vibráfono fue brillante, con solos de primera e ideas ricas y complejas, producto de un músico disciplinado, relajado y talentoso. Sin embargo, también fue un excelente líder de grupo. Su entusiasmo personal sirvió como agente catalítico e inspiró a quienes tocaron con él.
Hampton descubrió con él a muchos músicos que hicieron leyenda, entre ellos a una joven cantante de rhythm and blues, Ruth Jones, cuyo nombre cambió a la postre por el de Dinah Washington; Joe Williams, Betty Carter, Sammy Davis Jr., Nat «King» Cole y Clifford Brown; recomendó a Dexter Gordon que cambiara el clarinete por el saxofón; y tocaron en su banda Quincy Jones, Illinois Jacquet, Charlie Parker, Wes Montgomery y Charlie Mingus.
Todo iba muy bien hasta que su esposa murió, en abril de 1971. Hampton entonces se apartó totalmente de la música durante un año. Al cabo del cual volvió: «La música me hace feliz y quiero seguir tocando para Gladys –indicó Hampton–. No tengo la intención de retirarme nunca».
Con todas sus cualidades intactas llegó hasta los 94 años, cuando un paro cardiaco lo retiró de las baquetas. Lionel Hampton murió el 31 de agosto del 2002 en Nueva York.
Antes de tal suceso, el Museo Smithsonian de Historia de la capital de la Unión Americana recibió el vibráfono que Hampton ha tocado las últimas dos décadas. El instrumento sería parte de su colección permanente y se incluiría entre otros 300 mil objetos relacionados con el jazz (entre ellos la trompeta de Dizzy Gillespie y el clarinete de Benny Goodman).
Post mortem, y como pieza extraordinaria de su discografía, la compañía MCA sacó a la luz un álbum de dos discos titulado Hamp, donde se reeditaron una serie de temas con ayuda de la más avanzada tecnología de la época, para preservar y restaurar una parte significativa del patrimonio musical del eminente vibrafonista, baterista, pianista y líder de grupo, entre los años 1940-1960.
VIDEO SUGERIDO: The Benny Goodman Quartet 1959 – I Got Rhythm, YouTube (1964Mbrooks)
Fue durante su estancia en Munich, Alemania, como soldado estadounidense en 1947, que Ray Barretto descubrió el mundo de la música. Antes de ello, su interés por el jazz había sido pasivo, limitándose a escuchar el sucedáneo del swing con Glenn Miller, Tommy Dorsey y Harry James en el radio. En Alemania escuchó por primera vez el bebop de Charlie Parker y el encuentro cultural de Dizzy Gillespie con Chano Pozo.
De regreso en Nueva York, lo primero que hizo después de obtener su baja fue ir a escuchar a Bird. Antes de que los profesionales subieran al estrado del Apollo Bar, ubicado en frente del teatro del mismo nombre, se realizó una sesión para aficionados en la que participó Barretto. «Al terminar abandonamos el estrado. Bird iba subiendo. Me tomó del hombro y ordenó: ‘¡Tú te quedas!’ Fue como una orden divina. Tocamos juntos una semana», recordaba.
El trabajo de Barretto lo hizo popular no sólo en las sesiones neoyorkinas sino también en los estudios. Después de su primera grabación, acompañando a Red Garland, grabó con Lou Donaldson, Kenny Burrell, Gene Ammons, Herbie Mann, Cannonball Adderley, Jimmy Smith, Wes Montgomery y muchos más.
Por un tiempo se convirtió en el percusionista de casa de los sellos Prestige y Blue Note. En su mayoría no se trataba de producciones de latin jazz sino de un jazz convencional al que las congas se agregaban en forma orgánica, no contrastante.
«Aprendí mucho en innumerables jam sessions, que me sirvieron para desarrollar un estilo apuntado a no interrumpir nunca el flujo de la música –comentado Barretto en su momento–. Apliqué algo que Chano Pozo cultivó con Dizzy: si las congas se afinan relativamente bajas se corre menos peligro de estorbar el acontecer rítmico, proporcionando una especie de tapete».
Sin embargo, la producción de tapetes sonoros no otorga seguridad financiera a un conguero. Por lo tanto Barretto empezó a ocuparse cada vez más con música latinoamericana, en la que la percusión no es un tapete sino el suelo mismo. Como líder de un grupo de salsa se convirtió en el músico preferido de la escena latina y, ya como músico “de casa” en la disquera Fania, en una estrella capaz de llenar estadios.
Fania se convirtió en la versión latina de Motown, pero el imperio finalmente se derrumbó bajo su propio peso. La música se volvió cada vez más uniforme. El único fin era poner a bailar a la gente. Sin embargo, como a Barretto le ha encantado desde siempre el arte de la improvisación, tuvo que abandonar necesariamente la escena latina.
El hecho de haber tenido éxito en dos campos relativamente independientes quizá mejoró su estatus y situación financiera, pero no su autoestima estética. Más que otros colegas, Barretto experimentó la presión externa e interna de ser aceptado por igual en la comunidad latina y el mundo del jazz. Esta búsqueda de identidad permeó su carrera hasta el día que murió (17 de febrero del 2006).
La solución no radicaba simplemente en juntar elementos de ambos géneros. La ecuación “Jazz + latin = latin jazz” es una simpleza. El término «latin jazz» es una gran equivocación, según el extinto conguero, porque no existe tal cosa. Lo que la mayoría de las veces lleva esa denominación es un grupo rítmico latinoamericano tradicional que por regla general no sabe nada de jazz, sólo llevar el compás.
Se agregan unos metales que ejecutan pasajes de bebop, y al resultado le dicen ‘latin jazz’. No es una manera muy imaginativa de crear nueva música. Barretto quiso rodearse de músicos de jazz y constituir él mismo la voz que le diera su aire latino al ritmo. Supo exactamente lo que quería de su grupo: tocar jazz con congas.
La vuelta de Barretto al jazz no fue sencilla. Hubo una fase de transición. Cuando decidió fundar el grupo New World Spirit, con el que grabó cinco álbumes, todavía tenía una mayor afinidad con el idioma latino, porque temía perder el contacto con esta escena. No quería espantar demasiado a su público. Mientras estuvo con Fania, tuvo la experiencia de que algunos escuchas regresaran el disco The Other Road a la tienda, con el que efectivamente emprendía senderos nuevos, afirmando: ‘¡Este no es Ray Barretto!”
El nombre New World Spirit era un concepto para él. Por una parte, la agrupación reunió a músicos procedentes de toda la extensión del continente americano, a los que también se les había unido un austriaco, el bajista Hans Glawischnig, hijo de Dieter Glawischnig, director de la big band de la estación de radio alemana NDR.
Por otro lado, por primera vez en muchos años a Ray se le abrió un nuevo mundo musical en su género. Su vida como salsero definitivamente pertenecía ya al pasado. Con sus últimos álbumes, de Contact! (1997) a Time Was – Time Is (2005), Ray Barretto ya había reestablecido de nuevo la comunicación con el auténtico público del jazz.
VIDEO SUGERIDO: Mags – Ray Barretto (HQ), YouTube (Borhen Rezgui)
Chet Baker llegó a París el 5 de septiembre de 1955, a una escena jazzística muy vital. Las compañías disqueras estaban muy activas, grabando a músicos de paso y también a instrumentistas franceses, muchas veces en colaboración.
Baker siguió a muchos colegas estadounidenses en su visita al viejo continente, como Zoot Sims, Gerry Mulligan, Clifford Brown y Art Farmer, entre otros, aunque es posible que con cierta inseguridad, puesto que la revista Jazz Hot acababa de anunciar que su gira se cancelaba.
En ese entonces se sabía muy poco de su carrera. Era seguro que había dejado el cuarteto de Gerry Mulligan, aunque el mismo año se le volvió a ver junto con el intérprete del barítono y Phil Urso para un concierto en Carnegie Hall, y Gerry tocó con el grupo del trompetista en el festival de Newport.
Varias notas y unas pocas breves entrevistas hablaban de sesiones con grupos militares, su descubrimiento del jazz a través de los discos de Stan Kenton y sus colaboraciones en California con Charlie Parker.
Por lo pronto, se trataba del Chet que había convertido una canción bonita y nostálgica, «My Funny Valentine», en una obra maestra de emoción y lirismo casto. El público sólo lo creía capaz de tocar sosegadamente, protegido por luces bajas para mejor producir su insidiosa tristeza. Cómo se equivocaron todos.
Sólidamente enfocado por los reflectores, Chet Baker habría de desmentir magníficamente dicha imagen estereotipada. La gente esperaba a un músico que murmurara entre la bruma y se topó con un trompetista incisivo y potente con un tono transparente, el cual no quitaba nada del lado poético a su ejecución.
Las sillas que debían ocupar, según los dictados de la lógica, un grupo de californianos, de hecho contenían a dos bostonianos, Dick Twardzik y Pete Littman, así como a un nativo de Filadelfia, Jimmy Bond.
Ninguno parecía inclinarse a realizar acompañamientos obsequiosos ni a perderse de vista. En cuanto al repertorio, hubo las clásicas esperadas y composiciones curiosas escritas por Bob Zieff, el tercer originario de Boston. Las melodías poseían giros muy poco ortodoxos y una hermosa audacia.
El cuarteto se presentó el 4 de octubre en la Salle Pleyel. Sidney Bechet asistió a verlos y los Bobby Jaspar All Stars y Martial Solal estaban en el escenario como abridores. El público reaccionó bien.
Entre viajes a la provincia y a Alemania, los músicos grabaron un álbum para el sello Barclay. Al parecer se proyectaba producir cinco más. Los dioses estuvieron de parte de los visitantes…hasta el 21, el día en que Dick Twardzik fue hallado en su cuarto de hotel de la Rue St Benoit, muerto de una sobredosis.
Fue un golpe severo, pero los contratos no conocen el sentimiento. Dos días después Chet se presentó en Londres. Según las leyes sindicales inglesas no podía tocar la trompeta. Acompañado por Raymond Fot cantó cuatro clásicas antes de detenerse, vencido por la emoción.
Luego las cosas se sucedieron muy rápido: después de una discusión, Pete Littman regresó intempestivamente a los Estados Unidos. Bert Dahlander lo sustituyó. Jimmy Bond no tardó en seguir el ejemplo del baterista.
Desde ese momento Chet debió seguir solo. París fue el centro de sus actividades, puesto que su escena jazzística era perfecta para sus ambiciones musicales. La pasó bien ahí en ocasiones, como en las jam sessions en el Club Tabou con Lars Gullin.
Los otros músicos locales lo tenían en alta estima y él, a su vez, reconocía los méritos de sus acompañantes: Maurice Vander, René Urtreger, Bobby Jaspar, Raymond Fol, Jean-Louis Viale… Como prueba de ello quedan los tres álbumes denominados The Complete Barclay Recordings of Chet Baker.
VIDEO SUGERIDO: Chet Baker – My Funny Valentine – Torino 1959, YouTube (gilbertocanova)
El mismo año en que Sidney Bechet hizo sus primeras grabaciones (1923), el jazz negro de Nueva Orleáns comenzaba a ser grabado con regularidad, pero el estilo de Bechet en el sax soprano ya representaba para entonces un importante paso dentro de esa música.
Su trabajo en el instrumento se basaba en una combinación del papel solista desarrollado por la trompeta o la corneta y el de las partes obligadas del clarinete en el estilo conjunto de Nueva Orleáns.
Por lo tanto, Bechet necesitaba llevar la voz cantante en el conjunto polifónico y ello causó problemas a los trompetistas a lo largo de toda su carrera. En una sesión de grabación que tuvo lugar en 1938, la voz solista de Bechet se vio complementada por la del sax barítono de Ernie Caceres, que tocaba las partes obligadas.
La pieza «What a Dream» fue uno de los mejores logros de esta asociación. Aunque algunos trompetistas trataron de competir con él, la mayoría mostró la suficiente prudencia como para no intentarlo, y tenemos una prueba de ello en algunos dúos grabados por Bechet con el cornetista Muggsy Spanier en 1940.
Spanier no forzó los límites de sus recursos, sino que permaneció fiel a sí mismo, logrando que parte de la relación establecida entre los dos instrumentos resultara excepcionalmente efectiva.
En la pieza «Blues of Bechet» puede escucharse una expresión única de la integrada polifonía de Nueva Orleáns. Aunque aún no existían las cintas magnetofónicas, una técnica muy rudimentaria de doblaje de pistas en la que empleaban sucesivos discos de acetato para cada toma posibilitó a Bechet grabar todos los instrumentos que intervienen en el tema: clarinete, sax soprano y tenor, piano, bajo y batería.
Debemos la grabación de «Blues of Bechet» a la colaboración de Bechet durante 1940-41 con la compañía discográfica RCA Victor y con sus diversos grupos eventuales, llamados, sin más distinciones, los New Orleans Feetwarmers.
Existen algunas grabaciones realizadas por los Feetwarmers en 1932, pero en ellas derrochan más energía que swing, conjunto o calidad musical. Sin embargo, es evidente que Bechet encontró con ellos la atmósfera adecuada, al menos en la primera mitad de “Maple Leaf Rag”, “Shag” y “I Got Rhythm”.
La serie de grabaciones de los Feetwarmers realizada entre 1940 y 1941 contribuyó en la reelaboración del tema “Nobody Knows the Way I Feel This Morning”.
Y también a la de «Blues in Thirds», pieza en la que Bechet es acompañado por Earl Hines, un pianista cuya relativa sofisticación no suponía ningún problema, por supuesto. Entre los dos elaboraron un hermoso arreglo del breve tema de Hines.
En cuanto a los conjuntos instrumentales, la serie de los Feetwarmers ofrece al menos uno que funciona gracias a un trompetista sometido: «I Ain’t Gonna Give Nobody None of This Jelly Roll», con Gus Aiken.
Puede que no todos los temas de Ellington grabados por Bechet para la RCA («The Mooche», «Stompy Jones», «Old Man Blues», «Mood Indigo») estén entre lo mejor de la serie, pero nos recuerdan una de las grandes pérdidas en el repertorio grabado: fue la apasionada presencia de Bechet en la orquesta Kentucky Club, de Ellington, la que ayudó al pianista a encontrar su camino como compositor y líder, y no ha sobrevivido ninguna grabación de esa histórica asociación.
Bechet grabó esporádicamente para el sello Blue Note en 1939, y regularmente en 1944 y 1945. Los resultados incluyen una versión excelente y conmovedora de «Summertime» y «Blue Horizon», una obra maestra del clarinete.
Como es lógico, Sidney Bechet no era siempre el sublime solista de sus mejores momentos y había en él una vena del trivial sentimentalismo típico del cambio del siglo que, a veces, se manifestaba en su selección de repertorio o en los trillados y fogosos finales de los que tan orgulloso estaba.
Y no habría por qué esperar que, en general, sus ornamentaciones e invenciones mostraran la continuada originalidad de las de Armstrong, por ejemplo, ni la de sus mejores sucesores. Conocía los límites de su estilo y era verdaderamente creativo dentro de ellos.
Bechet había nacido el 14 de mayo de 1897 en Nueva Orleáns, como el séptimo hijo de la familia de un zapatero remendón, que en sus ratos libres tocaba el clarinete como diversión. De esta forma Sidney aprendió los rudimentos de tal instrumento a la edad de 6 años, y a partir de ahí sorprendería a todos los que lo rodeaban por sus facultades y genio.
A las órdenes de su hermano Leonard, formó parte de un grupo familiar llamado The Silver Bells. Queriendo ampliar sus horizontes se integró a la postre a una serie de bandas de su ciudad natal. Cuando supo que el jazz ya se estaba grabando se trasladó a Chicago para tocar con Joe King Oliver, y comenzar sus andanzas en tal registro. Su talento pronto lo colocó en otras buenas bandas con las que salió de gira hacia Europa y para empezar a extender su leyenda.
Era un músico elocuente, un músico cuyo alcance abarcaba la pasión fundamental de «Blue Horizon», la elegante sencillez de «What Is This Called Love?», la ligereza de «Sleepy Time Down».
Y fue un pionero del jazz que más tarde pudo colaborar muy eficazmente con Martial Solal, sobre todo en «It Don’t Mean a Thing Rose Room» y «The Man I Love».
En una época en que los saxofonistas tendían a ser superficiales, ligeros de digitación y virtuosos del slap-tongue, el trabajo de Bechet llegó como una revelación de elocuencia, profundidad y elegancia de fraseo. Cualidades que mantuvo hasta su muerte en París, el mismo día de su cumpleaños en 1959. A los 62 años de edad.
VIDEO SUGERIDO: Sidney Bechet – What Is The Thing Called Love (1941), YouTube (Overjazz Records)
Los logros alcanzados por el pianista Brad Mehldau (Irlanda, 1970) hacia el fin de los años noventa, cuando irrumpió en la escena, y antes de cumplir la treintena, ya habían superado los de muchos pianistas de jazz con el doble de su edad.
En sus comienzos tuvo un hit («Mood Swing») con el cuarteto de Joshua Redman, al que acompañó en una intensa gira de un año y medio por todo el mundo. Después de abandonar el grupo de Redman, Mehldau fundó su propio trío y fue contratado enseguida por la compañía disquera Warner Records.
Su debut como líder con este sello, Introducing Brad Mehldau (1995), fue seguido a principios de 1997 por Art of the Trio (vol. 1). Por otro lado, la legendaria discográfica Blue Note sacó una grabación suya en vivo con Lee Konitz y Charlie Haden a finales de 1997.
Su éxito posterior, tanto de público como de crítica, multiplicó sus compromisos, aunque él nunca se preocupó por armar una infraestructura que le ayudara a sobrellevar la nueva situación. A unos meses apenas de su proyección internacional contrató a un manager que se encargara de sus asuntos. «Mi carrera se desarrolló sola, no planeé nada conscientemente», indicó en aquel tiempo.
El pianista desde entonces, actualmente con 50 años de edad, tiene demanda. Conviene recordar que en cuanto se separó del saxofonista Joshua Redman, la Warner se le acercó con un contrato que le ha permitido, desde entonces, continuar por cuenta propia.
Sus relaciones con la compañía han sido buenas y ha logrado concesiones especiales, como la de grabar el segundo volumen de su álbum en vivo en el Village Vanguard de Nueva York, donde mostró sus influencias de la música clásica, pero también del rock, el pop, el cool jazz y el bebop. Para este pianista sólo existe una finalidad para el músico: fundirse con su instrumento.
Las cualidades de Brad Mehldau han terminado por imponerse en su colección Art of the Trio (Vols. 1-4), quizá su mejor muestrario. Lo impresionante de él, en primer lugar, es el arte consumado que presenta a través de una construcción rica, diversificada y directamente ligada a su ejercicio de la música clásica, en todo caso a su conocimiento de los cánones de la composición.
Dicho arte le permite crear una obra compleja sobre la base de una estructura temática simple (con standards, temas del pop o citas reiteradas). Por medio de este juego múltiple de voces y líneas, de su entretejimiento, de su insistencia en interpretar las mismas piezas, Mehldau reencuentra lo que John Coltrane supo concebir a partir del mundo estructuralmente limitado de los “temas de jazz”, no destinados en principio a expresar muchas ideas al mismo tiempo.
El jazz nos ha acostumbrado a tal grandeza y riqueza de pensamiento musical: desde la introducción de “West End Blues” de Armstrong en 1927 hasta “My Favorite Things” de Coltrane a fines de los años sesenta, pasando por la obra completa de Duke Ellington, es posible encontrar en el jazz tanto arquitectura, como escultura, pintura, danza y poesía. Es bueno que de vez en cuando un músico como éste venga a recordárnoslo.
Otro rasgo característico de su estilo es el manejo del suspense, esa forma de retener la nota (en particular con las baladas lentas) y de hacerla vibrar en el momento delicioso en el que, si no tocada, por lo menos se encuentra inscrita en la duración.
Esta forma de retener, que ha generado el swing desde que el jazz es jazz, en el caso del autor de “Song-Song”, se duplica en una voluptuosa puesta en escena (la famosa “cabeza metida en el piano”) que no deja de recordar a Bill Evans y a Keith Jarrett.
Al leer estos nombres se comprenderá que el “regreso de la melodía” o el “lirismo en el jazz de piano” no es una invención reciente. Pero en definitiva sí es hoy que se tiende a consumir este nuevo romanticismo, sin tener en mente de forma simultánea la vuelta y la revancha de esta música “decente” contra la del free.
Es muy posible que Mehldau deba parte de su éxito al ambiente romántico que se ha extendido en estos últimos tiempos en los ámbitos culturales menos inclinados al vanguardismo.
No obstante, también hay belleza y verdad en esta forma “irónica” (según el propio pianista) de darle al público lo que nos legó el siglo XIX. Y si es posible emocionarse con Dave Douglas no habrá insensibilidad ante los arrebatos schumanianos, los pequeños éxtasis chopinescos o los viajes schubertianos, que Brad Mehldau reencuentra bajo sus dedos con una pizca de desplazamiento, un toque de inocencia y una brizna de desenvoltura.
La realización de 250 conciertos por año y la venta de alrededor de medio millón de ejemplares del tríptico The Art of the Trio, por ejemplo, fue un indicio irrefutable de éxito, cuyas causas y consecuencias son diversas y en el que la calidad intrínseca de la propuesta musical ha jugado un papel decisivo.
Brad Mehldau es muy honesto en su forma de abordar cada concierto. Varía los ángulos y los temas interpretados, el clima general de sus recitales. A veces distante, pero nunca encerrado en una actitud de “estrella”, salta a la vista su esfuerzo para conservar intacto su amor por la música.
El quinto volumen The Art of the Trio (Warner, 2000) nos permitió, por un lado, apreciarlo en el contexto que más le ha convenido (en vivo y con trío). En “Solar” presentó un tema definido de manera furtiva, un contrabajo (Larry Grenadier) en un tratado de la discreción, un piano que se entrega y el baterista (Jorge Rossy), alerta. Y comenzó con “All the Things You Are”, pieza que se creía conocer de memoria, pero que Mehldau supo muy bien desarmar, dar vueltas en torno a ella, aparentar indiferencia para luego reconstruirla más bella.
En segunda instancia, tal volumen, puso en el horizonte hacia dónde se desarrollaría Mehldau en el nuevo siglo. Ha maravillado en las últimas dos décadas con, prácticamente, un álbum por año (de Largo, donde también tocó el vibráfono, hasta Finding Gabriel, con una docena de instrumentistas a su lado, además de la inclusión de la vocalista Becca Stevens).
Lo dicho: Para este aclamado pianista sólo existe una finalidad para el músico: fundirse con su instrumento y él, definitivamente, lo ha logrado. Ha transitado por la música con el piano en el cuerpo.
VIDEO SUGERIDO: Brad Mehldau – All the Things You Are (1999), YouTube (orangefunk)