CANON: THE CLASH (XII)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

 

EL OCASO DE LOS DISIDENTES

Al inicio de 1986 Mick Jones y Joe Strummer anunciaron oficialmente la disolución de Clash. Todo había llegado a su fin. El punk para entonces ya no significaba nada como movimiento. Sin embargo, pese a todas sus paradojas —y las hubo muchísimas—, el fenómeno había sido el generador de una tensión extraordinaria, de una excitación sostenida, de un desfile de héroes, mártires, traidores y fraudes y una oportunidad casi ilimitada para el arte popular.

No obstante, al igual que en la política, se trataba del tipo de revuelta que tuvo que asfixiarse bajo sus propias contradicciones, condenado a perder su forma bajo el momento que le dio forma, destinado a rebasar los alcances del cálculo y la maquinación que le había permitido cobrar autenticidad. Quizá la única ironía verdadera de toda la historia fue que, al final, todo se redujo a rock and roll: nada más ni nada menos.

¿Qué más se puede decir de Clash? Que Topper estuvo en la cárcel, luego fue baterista de Bertinac y chofer de un taxi. Intentó salir otra vez del anonimato, ya también “limpio”, con un disco como solista, Waking Up, con el que no pasó nada.

Paul Simonon continuó su carrera como pintor e hizo lo propio musicalmente con el grupo Havana 3 A.M. Mick Jones continuó con B.A.D. y luego con el reformado Big Audio Dynamite II; vendió la pieza «Should I Stay Or Should I Go?» para un comercial de la Levi’s y luego intentó una reunión de Clash para recoger los beneficios de la publicidad, pero todo quedó en eso, un intento. ¿Y Strummer?

El inquieto Joe se convirtió en padre de familia, luego en creador de soundtracks diversos, tanto de contenido musical como thrillers (Walker, Sid & Nancy, Straight To Hell, I Hired a Contract Killer, Permanente Record, entre otros).

Formó al grupo The Latino Rockabilly War, se hizo cantante y productor de los Pogues en Hell’s Ditch, estuvo en Praga con la banda local Dirty Pictures, hizo un disco como solista (Earthquake Weather), en 1999 formó a Los Mescaleros con los que realizó tres discos (Rock Art and the X-Ray Style, Global a go-go y Streetcore) y salía constantemente de gira por el mundo.

Sin embargo, Joe murió de manera trágica en su casa de Somerset a la edad de 50 años tras sufrir un ataque cardiaco el 22 de diciembre del 2002. Al siguiente año Clash ingresó al Salón de la Fama del Rock and Roll de Cleveland.

Al morir Joe Strummer desapareció con él una parte del mito del rock and roll. En un mundo al que la industria ha querido limarle las uñas, con estrellas de plástico, imitaciones y títeres, él constituyó una de las últimas grandes excepciones.

Y también hay que repetirlo. Uno de los legados más importantes del punk, del que Clash fue trasmisor esencial (y sin duda el mejor grupo de esta época, tanto por su notable discografía como por su actitud y compromiso), se expresa con tres palabras: «¡hazlo tú mismo!».

A principios de los ochenta, las compañías disqueras independientes se multiplicaron y brindaron una oportunidad a nuevos grupos de los que nadie había oído jamás. Productos de una escena alternativa activa y prolífica, Nirvana y Sonic Youth grabaron sus primeros discos en este entorno.

Herederos directos de cierta visión de la música, un buen número de estos grupos rondaron las listas después, como Green Day, Rancid, Offspring, Foo Fighters, NOFX, Pearl Jam, Soundgarden, L7, Pixies…

El movimiento punk no costó casi nada y dio a conocer a la persona inconforme, porque ¿a dónde quería llevar la revuelta primero esbozada por los Pistols y luego fundamentada por Clash? A destituir a la reina Elizabeth y a su régimen que privilegiaba a los ricos.

Fue el regalo que se le deseaba presentar en el año de su Silver Jubilee, sus 25 años de reinado pomposo. Mientras que el joven príncipe Carlos ya era ridiculizado por la prensa, que lo describía ligándose torpemente a sus primeras cortesanas. Por todas partes, los graffiti anunciaban la tónica: «English Civil War”. Crimen de lesa majestad. Nunca se difundió por la radio ni la televisión.

El rock (a través de sus distintas manifestaciones, el punk, en este caso) nunca ha pretendido sostener una verdadera revolución, aunque a menudo exhorta a la insurrección. Como todo arte, no es más que el reflejo, la expresión de una realidad. Un medio. Una voz. Pero ¿acaso en comparación han tenido los líderes políticos alguna vez el poder de cambiar al mundo? ¿De cambiar a la gente? Los punks, como Clash, sí.

VIDEO: The Clash – English Civil Wat (live 1969), YouTube (John Heston)

ROCK Y LITERATURA: MARCEL PROUST

Por SERGIO MONSALVO C.

SOÑABA CON EL ROCK

Ulises Clue y yo fuimos a la presentación del libro de Quentin Tarantino (Cinema Speculation), en la librería Atheneum de Spuiplein, en Ámsterdam. A pesar del caos y el gentío pudimos hacerle un par de preguntas al cineasta. La mía consistió en un ejercicio de memoria: ¿Cuál era la escena que más recordaba haber rodado?

Lo pensó un momento y dijo que en 1992, mientras filmaba Reservoir Dogs no dejaba de tararear la canción “Stuck in the Middle with You”, así que la recicló para la escena más referente de su película debut. “Era un tema perfecto para establecer un contrapunto dentro del ambiente dramático, superviolento y con diversas implicaciones, siempre recordaré aquello con esa música, la ansiedad por filmarlo, la gente con la que estaba trabajando y toda la emoción que sentí al hacerlo”, sentenció. Efectivamente, era una cinta que incorporaba muchos temas y estéticas (incluida la musical) que se transformarían en parte del lenguaje cinematográfico.

A través de la larguísima cola que se hizo para la firma de autógrafos, pudimos salir y caminamos con dirección a Dam. Ahí nos encontramos con un pub astroso. Mientras bebíamos nuestra Guinness platicamos acerca de lo que acababa de pasar y de cómo en una situación así Proust volvía a hacerse presente. “Ya oíste la respuesta que dio Tarantino: puro Proust”, le dije, “la exploración emocional y sensorial de la memoria”.

“Proust es un novelista omnipresente en todo autor de la especialidad que sea”, aclaró Ulises. “Aunque en sus comienzos, dudaba de si era un ensayista o un novelista -prosiguió–. En una de sus tantísimas cartas se preguntaba: ‘¿Soy un novelista?’. Sin embargo y pese a tal incertidumbre, poco a poco, en sus caprichosos cuadernos de notas quedó de manifiesto que era un novelista, aunque un novelista de una clase muy especial”, enfatizó.

Eso me hizo pensar en la imagen, en la imaginación colectiva sobre la figura de un personaje como aquél. ¿Cuál es la imagen que tenemos de Proust? ¿La primera impresión que emerge en nuestra mente cuando pensamos en este escritor francés? ¿Quizá la de un tipo remojando una madeleine en una taza de té? ¿La del hombre enfermizo, encamado y envuelto en edredones y sábanas, preso de la doble fiebre del cuerpo y de la escritura, perseguido por la enfermedad y por la histérica ambición de consumar una obra?

“Sí, fue un novelista muy especial, le dije a Ulises, pero también fue un rockero adelantado”, le espeté. Me miró un tanto asombrado y dijo que a Proust se le imaginaba de varias maneras. Como un autor romántico, fatal, decimonónico, “pero definitivamente no me lo puedo imaginar como rockero”, aseveró riendo.

Le recordé que el buen Marcel había escrito algo al respecto diciendo que aun desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida, no somos un todo constituido materialmente, idéntico para todo el mundo y de cuyo contenido pueda cualquiera limitarse a tomar constancia como si se tratara de un pliego de cargos o un testamento.

“Nuestra personalidad social –escribió- es una creación del pensamiento de los demás. Incluso ese hecho tan sencillo que llamamos ‘ver a una persona conocida’ es, en parte, un hecho intelectual. Rellenamos la apariencia física de la persona a la que estamos viendo con todas las nociones que poseemos de ella y, en el aspecto global con cuya representación contamos, esas nociones son seguramente las que más lugar ocupan”.

“Efectivamente –dijo Ulises moviendo la cabeza de manera afirmativa–, recuerdo el pasaje de sus cartas, pero aun así no me cabe en la cabeza la idea de un Proust rockero”. “Pero a él sí -le dije-. Se soñó y actuó una vez como tal”.

¿Esa imagen se puede asociar con él? Probablemente sí, al hacerlo con una fotografía, en la que se le ve de joven –aproximadamente 20 años (la foto es de 1891)–, en una postura un tanto inusual: de rodillas, con una sonrisa desafiante y orgullosa, y sostenido en una mano una raqueta de tenis al mismo tiempo que, con la otra, parece pulsarla como si se tratara de una guitarra. Sus amistades solían acabar hartas de sus contorsiones con la raqueta entre punto y punto, entre partido y partido.

En esa simulación radica una nueva imaginería sobre él. Es una acción que en el medio musical se conoce como “air guitar” (una que distingue a los fanáticos de ciertos músicos que, cuando suena alguna de sus tonadas favoritas, imitan al ídolo y su habilidad con el instrumento).

El misterio, claro, de ser esta suposición cierta (aunque en última instancia la veracidad sea lo menos importante), es en qué estaba pensando Proust al ejecutar esta postura rockera. En una de sus obras recobradas, Proust hace mención de unos extraños sueños en los que se imaginaba sobre un escenario, tocando una especie de balalaika electrificada, frente a una vociferante multitud.

Aquí es donde precisamente debe entrar la idea que tenía Proust acerca de la imaginación: «Intentamos hallar en las cosas, que un hecho ha convertido en muy valiosas, el reflejo que proyectó en ellas nuestra alma. La música, me ayudaba a ensimismarme y a descubrir cosas nuevas en mí: esa variedad que había buscado en vano en la vida, en el viaje, cuya nostalgia me hacía sentir no obstante aquella marea sonora”.

Sirva esta imagen y estas ideas también como pretexto para compartir una compilación musical sumamente adecuada para solazarse en la obra del autor. Se trata del álbum Paging Mr. Proust, que en sus temas y en estilo característico del grupo The Jayhawks, esas ondas proustianas reverberan desde la monumental e indefinible, À la recherche du temps perdu (A la búsqueda del tiempo perdido).

 

Este disco es el noveno álbum de estudio del grupo de alt country, realizado en el 2016. De él ha dicho el compositor principal de la banda, Gary Louris, que tal libro cambió sus vidas. “Este libro nos conmovió tanto que decidimos nombrar nuestro álbum así, con el apellido del autor. Supimos, tras leerlo, que este libro es ampliamente elogiado por su exploración de la naturaleza de la memoria, y por su representación incomparable de la nostalgia (el título de nuestro álbum aspiraba a la evocación; queríamos hacer algo como eso)”.

Desde la primera mitad de los noventa, The Jayhawks habían roto los límites de la escena country alternativa con un rock country que se refería al pasado y trascendía sin esfuerzo la rampante locura retro. Los temas de sus discos se han convertido en clásicos del género. La combinación de guitarras acústicas y rockeras está con ellos completamente al servicio de la armonía de las voces que reflejan influencias. El grupo, con el guitarrista Gary Louris, junto con el bajista Marc Perlman, Tim O’ Regan (batería) y la pianista Karen Grotberg, ofrece un trabajo sólido, como siempre de forma inimitable.

En Paging Mr. Proust el sonido llamativo de The Jayhawks revive, mientras las influencias country son reemplazadas por un enfoque más rockero de raíces y una producción equilibrada. El trabajo de guitarra de Louris se presenta con un toque más nítido.

En tracks como Lost The Summer y The Dust Of Long Dead Stars las guitarras suenan un poco más crudas, y por aquí y allá también se utiliza un sintetizador o un loop de batería, pero eso no obstaculiza de ninguna manera la emoción en una canción como Pretty Roses In Your Hair. El asertivo trabajo de cuerdas y pedales de Louris elimina cualquier edulcoramiento.

 

Una combinación que, complementada con fragmentos de armónica, órgano y pedal de acero, hace del álbum tributario una experiencia auditiva especialmente placentera para evocar al imaginado Proust, que soñaba con ser rockero.

VIDEO: The Jayhawks – Lovers of the Sun, YouTube (The Jayhawks)

LOS EVANGELISTAS: EVOCACIÓN DEL PASADO

Por SERGIO MONSALVO C.

 

 

Los hechos lo indican: que el pasado no está muerto, ni siquiera es pasado, y nunca termina de pasar y además se mezcla, convive y compite con el presente en diversas manifestaciones. En realidad, nadie quiere que se vaya. Siempre es evocado en todos los ámbitos de la época, a veces de manera flagrante, otras de forma encubierta.

Lo comprobé cuando leí la noticia de que en octubre de 2016 (del viernes 7 al domingo 9) se llevó  a cabo el Desert Trip Concert, en Indio, California. El cual tuvo el cartel único e histórico de Los Rolling Stones, Bob Dylan, Paul McCartney, Neil Young, Roger Waters, y The Who, juntos por primera vez, en un festival que duró esos tres días.

El tema no fue el del encuentro sino el de la nostalgia –inherente en la música de casi todos los géneros–, como droga dura, omnipresente y siempre contemporánea. Pero, al reflexionar al respecto, el lector, el escucha atento, se preguntará ¿cuándo comenzó en el rock este enganchamiento con ella precisamente? ¿Quién lo inició, cómo y por qué?

Para las primeras preguntas tengo una rápida respuesta: la nostalgia en el rock la inventó el grupo Sha Na Na y lo hizo hace casi 60 años. El cómo y el por qué vendrán a continuación.

Cuando eso sucedió, el rock & roll ya tenía casi 20 años de existencia como tal. Había pasado por un nacimiento que había causado un shock cultural, industrial, interracial, intergeneracional. A ello había seguido la reafirmación de su presencia con sus pioneros, puntales, pautas y fundamentos estilísticos y temáticos.

A todo esto siguió la respuesta del status quo con la persecución, alistamiento y encarcelamiento de algunos de ellos, incluso la muerte colaboró en la desaparición de otros. De la crisis brotó lo nuevo: la beatlemanía, la Ola Inglesa y el garage. La evolución llevó a la creación de subgéneros, corrientes y movimientos.

La poesía, la política, los enfrentamientos sociales y raciales tuvieron su apoyo musical e inspiración en  el folk-rock, el country-rock, el blues-rock, la psicodelia, el hard y el heavy metal. Hubo el descubrimiento cultural de la India, de Alemania (el kraut-rock) de lo afrocaribeño y latino…Todo ello había sucedido o sucedía cuando Sha Na Na apareció en escena.

Fue en un momento clave: el fin de los sesenta. Ante la nueva hornada de grupos y músicas primerizas que andaban en plena exploración, como toda una generación que abría puertas interiores y exteriores, el del Sha Na Na parecía un extravío en medio de aquello. Era una banda que no tenía el horizonte como impulso sino una actitud pendenciera desde lo inamovible.

Como la de aquel sedentario que un buen día al despertar siente que le han cambiado el panorama y, perdido, busca un asidero en lo único conocido. Así, este grupo lanzó sus amarras hacia el muelle de lo familiar y se abocó a no congeniar con el presente que se les revelaba y con el inútil afán por reconquistar lo que ya se había ido.

Sha Na Na surge, pues, para brindar tributo a su añoranza: los años cincuenta, la era pre-beatle. Fueron los primeros en hacerlo y en afincar su existencia en ello. Introdujeron la nostalgia en el rock, el concepto del oldie y el cliché de que todo tiempo pasado había sido mejor. Esta forma de pensamiento reaccionario generaría nichos desde entonces.

VIDEO SUGERIDO: Sha Na Na – Remember Then, YouTube (faerydancer)

Aparecería el famoso “aquí me planto” de muchos seguidores del rock, que a partir de su confusión con los tiempos y los ritmos, escogerían el momento, la década sonora, en la que quedarse a vivir para el resto de sus días, anteponiendo el “I Love” a su selección: los cincuenta, los sesenta, los setenta, los ochenta, los noventa…En fin, la opción por la nostalgia irrestricta.

El rock, como género, como cualquier forma de cultura viva, va desarrollándose porque el valor de los viejos modelos se desgasta y debe transitar hacia los nuevos. La dirección en que lo haga tiene también, a todas luces, motivos y efectos socioculturales y psicológicos.

La evolución de esta música nunca termina y quien reniega de ella se desfasa y crea prejuicios. Así nació el Sha Na Na, la nostalgia en el género, la modalidad sucesiva  de los tributos, el revival, el retro, lo vintage, lo neo…:. Y los hay, a partir de ahí, que se regodean en ello, en el mantenimiento de su fijación por un ideal incontaminado.

En la segunda mitad de los años cincuenta, en el Bronx neoyorkino había nacido un nuevo sonido. Sus raíces procedían del sur, de las canteras del góspel, pero sus intérpretes comenzaron a experimentar con el canto, añadiendo gradualmente armonías y estilos vocales fuera del ritual religioso, realizando combinaciones con músicas profanas.

Desterrada del interior de las iglesias esta fusión salió a la calle y se instaló en esquinas de los barrios pobres. Los grupos mezclaban el baile, las armonías vocales e incluso las imitaciones vocales de sonidos instrumentales en un animado popurrí de blues, rock & roll y canciones con influencias varias. Debido a una repetida onomatopeya dentro de las mismas, al estilo se le comenzó a llamar “doo-wop”.

Éste, conjuntado con el rock & roll y el baile público se convirtieron en una institución en las vidas de los adolescentes. La esencia de las calles de Nueva York, con su mezcla de razas y credos, su desenfreno adolescente y callejero y su ambición vital tras la posguerra, responden a la historia y esencia sonora del Nueva York de aquella época.

Basados en esta mitología un grupo de amigos de la universidad neoyorkina de Columbia (David Garrett, Richard Joffe, Donny York, Dennis Green y Robert Leonard), disgustados ante el panorama musical sesentero, decidieron reivindicar lo que les gustaba: el sonido de la década anterior. Organizaron un show, en el que interpretaban el doo-wop y el r&r primigenio.

Lo hicieron con varios nombres como The Strong Kingsmen, Eddie & the Evergreens o The Dirty Dozen (la banda creció hasta tal número de miembros) y presentándose en auditorios colegiales, vestidos con chamarras de cuero y de lamé dorado, grandes copetes envaselinados, botas y sobrenombres como  Screamin’, Zoroaster, Jacko, Gino, Rico, Bowzer o Kid.

Fue así como los descubrió en 1969 gente que estaba organizando un macrofestival de música y a los que les parecieron de lo más freak que habían visto en su vida. Un espectáculo tan offoff  –la palabra era out en aquella época–, que sería el preámbulo perfecto para la actuación de Jimi Hendrix en el Festival  de Woodstock.

De esta manera y al grito de: “jodidos hippies ahora van a saber lo que es música”, el grupo ahora con el nombre de Sha Na Na, se presentó ante el medio millón de asistentes del histórico evento, en el mismo cartel que Jefferson Airplane, Crosby, Stills, Nash and Young, Santana, Country Joe and The Fish, Ten Years After y demás divinidades de la psicodelia.

Interpretaron la canción que les había inspirado su actual nombre: “Get a Job” y “At the Hop”, su declaración de principios. Quedaron inmortalizados con su vestimenta, coreografías y bailes anticuados al estilo musical en una corta secuencia de la película clásica y el track del disco testimonio del festival. Al público reunido le parecieron una buena puntada, a los empresarios: una mina de oro.

Vinieron los contratos para una serie de televisión que duraría varios años (con decenas de imitadores en el mundo); fueron el leitmotiv de la película Grease (Vaselina) en la que harían, además de su aparición, parte del soundtrack; hicieron giras por doquier y se instalaron en su momento como banda fija en Disneylandia y Las Vegas, además de la hechura de más de una treintena de discos. La nostalgia había llegado al rock para quedarse. Tanto como fijación vital como parque temático a revisitar de ahí en adelante.

VIDEO SUGERIDO: Sha-Na-Na Live @ Woodstock 1969 At The Hop.mpg, YouTube (TheModernDayPirate)

LOS OLVIDADOS: PROFESSOR LONGHAIR

Por SERGIO MONSALVO C.

 

 

EL CORAZÓN FESTIVO

De Nueva Orleáns, de sus casas de citas y ambiente burdelero partió la mejor música que se haya escuchado en el mundo en los últimos cien años: comenzando por el blues y el jazz, géneros que emprenderían desde ahí una de las mayores y más enriquecedoras travesías que haya registrado la cultura, viajando por el río Mississippi hasta el norte estadounidense y al mundo en pleno con todos los derivados que de ellos se conocen actualmente.

Viajó con sus aportaciones al lenguaje y al arte en general, con sus mitos y nombres legendarios, comenzando por los arquetípicos Buddy Bolden, Jelly Roll Morton, Joseph “King” Oliver, Johnny Dodds, el único y trascendente Louis Armstrong (a quien se debe haber sacado al género del gueto del prostíbulo e instalado en las salas de concierto del planeta entero) y con quien puso la fiesta como paradigma citadino: Professor Longhair.

Estos hombres llevaron la música de Nueva Orleáns, una vez clausurado Storyville, rumbo a tierras ignotas, llevando tras de sí una cauda infinita de sonoridades. Este big bang contenía nombres y universos varios cuya estela se extiende hasta nuestros días y mantiene abiertas las puertas del futuro: Fletcher Henderson, Sidnet Bechet, Duke Ellington (el más importante compositor estadounidense), Terence Blanchard, Harry Connick Jr. Dr. John, la Original Dixieland Jazz Band (agrupación a la que le tocó la distinción de grabar el jazz por primera vez), Al Hirt, Mahalia Jackson (la encarnación del gospel), la familia Marsalis, los Neville Brothers, Louis Prima, la Dirty Dozen Brass Band, Allen Toussaint, Fats Domino (padrino del rhythm and blues y el rock), etcétera, etcétera.

La música, pues, es la vital savia de Nueva Orleáns, un elemento significativo en la cultura del país del Norte. Es el sonido descrito por Dr. John como el resultado de «una batería fuerte, un bajo pesado, un piano ligero, una guitarra pesada, metales ligeros y una fuerte línea vocal».

En el aspecto rítmico, el sonido de Nueva Orleáns se remite al beat que se desarrolló con ocasión de los desfiles de Mardi gras y de las famosas procesiones fúnebres, la llamada «second line». Uno de los pioneros de tal aspecto fue el pianista y cantante Professor Longhair, quien fundió en un estilo propio el boogie-woogie, los ritmos latinoamericanos, la «second line» y diversos elementos jazzísticos.

Tal clase de música es auténtica, la que se oye en alguno de aquellos tugurios de mala muerte o en una de las muchas iglesias llenas de gente consagrada a lo divino cantando gospel. A dicha música se le suele llamar «gut bucket» o «barrelhouse». La misma que los pianistas de dicho puerto, primigenios y actuales, tocaban sin parar durante horas mientras cantaban de memoria, reinventando muchas veces las letras en el proceso. La música de Nueva Orleáns, tan sencilla, como realista, se desarrolló así en forma natural y gozosa, gracias a este Professor.

De día y de noche.  Barrelhouse y junkie blues, funky butt, gut bucket y todo el jazz. Así se solía llamar esta música callejera. Longhair tenía su propia denominación para este estilo: «Toquemos un poco de funky butt«, solía decir.  Eso era exactamente.  Música que te ponía a bailar y a sacudir el cuerpo hasta volverlo funky.

Esta clase de música de Nueva Orleáns es la auténtica, que igualmente pudiera escucharse en el desfile de algún grupo de metales por la calle Canal o durante una ceremonia gris-gris (vudú). Definitivamente no es el sonido relamido que algunos grupos tocan para los turistas en los hoteles elegantes.

Lo más importante que debe recordarse es lo siguiente: la música de Nueva Orleáns no se inventó. Se desarrolló en forma natural, gozosamente, sólo para divertirse. No hubo profundas ondas psicológicas traumáticas. Nunca. Sólo una música sencilla, realista, para pasar un buen rato. Es música que te permite reírte de ti mismo y de la música, sabiendo que te la estás pasando de maravilla.

En The Primo Collection se encuentran sus grabaciones más conocidas como «Tipitina», «Mardi Gras in New Orleans» o «In the Night», entre muchas otras, hechas por él en los años cincuenta con su grupo, The Shuffing Hungarians.  Asimismo, poco antes de su muerte el Professor grabó Crawfish (con Alligator), su mejor disco desde su redescubrimiento a comienzos de los setenta. Por otra parte, entre los muchos discos en vivo suyos que aparecieron en forma póstuma, The Last Mardi Gras (con Atlantic) es el mejor, un álbum doble grabado en el club Tipitina’s de Nueva Orleáns, establecimiento bautizado según su mejor éxito.

Estos álbumes de Longhair, son documentos importantes, además de testimoniales en el contexto de varios géneros musicales. En las historias que cuenta el músico mientras toca se pueden ver y sentir las circunstancias vivas dentro de las cuales se han creado muchas leyendas de nuestro tiempo, como la suya. La de un veterano al que escuchar por todo su contenido.

Henry Roeland Byrd, también conocido como Professor Longhair (nacido en 1918 en Bogalusa, una población cercana a Nueva Orleáns), fue el corazón y alma de Nueva Orleáns. Su música desde su aparición ha sido llamada todo desde rock y blues hasta calypso, jazz, funk y afrocubano, y es todo eso. Pero ante todo es música festiva.

Professor Longhir fue el rey supremo desde su banco-trono en el piano. Cada canción fue impulsada por el compás de la segunda línea, ese ritmo contagioso e imposible de describir creado originalmente por los bailarines que seguían los desfiles funerarios de la ciudad. Ese ritmo que ha impregnado toda la auténtica música de Nueva Orleáns, desde King Oliver hasta The Meters.

Bailar en la calle delante de las tabernas locales le dio al joven Byrd su primera oportunidad de escuchar a los pianistas que influyeron a la postre en su estilo: Kid Stormy Weather, Sullivan Rock, Archibald, Robert Bertrand y sobre todo Tuts Washington. La madre de Byrd, pianista profesional, lo animó a experimentar, primero en la guitarra y luego en el piano. Sin embargo, aquél no tomó en serio la música y se estableció primero como jugador profesional de cartas. No regresó al teclado hasta fines de los años cuarenta, cuando también se ganó su famoso apodo: Professor Longhair.

Durante los siguientes años, bajo este nombre se convirtió en uno de los músicos más populares de la ciudad. Sus sesiones produjeron canciones clásicas como las ya mencionadas, además de «Hey Now, Baby», «Big Chief» y la gran «Baby Let Me Hold Your Hand». Adquirió fama también por sus estrafalarios vestuarios (smoking con guantes rojos y plumas, uniformes de combate militares, etcétera) y por su costumbre de llevar el compás pateando el piano hasta astillar al instrumento.

Sus canciones se volvieron populares y han trascendido el tiempo y las generaciones (gracias también a la divulgación de su legado por parte del Dr. John, una luminaria que en sus años mozos fuera Mac Rebennack, el guitarrista de estudio de Longhair). Hoy en día se le aclama como el padre del sonido Nueva Orleáns: La casa de la fiesta eterna, donde Professor Longhair encabezó una permanente por toda la ciudad hasta su muerte en 1980.

VIDEO SUGERIDO: 1974 PROFESSOR LONHAIR – TIPITINA – LIVE!, Youtube (Historic Films Stock Footage Archive)

PLUS: T. S. ELIOT

Por SERGIO MONSALVO C.

 

ARISTÓCRATA DEL PENSAMIENTO

 

En los albores del siglo XX, algunos filósofos neopositivistas del círculo de Viena, herederos de aquella consigna de Newton de abandonar lo que el vulgo entendía por las cosas a través del arte, sustituyéndolo por la expresión matemática de todas las instancias (a la que ya Galileo consideraba como la lengua en la que está originariamente cifrado el libro de la naturaleza), acuñaron la despectiva fórmula “lenguaje ordinario” para designar esa peligrosa herramienta del arte, nada científica y siempre sospechosa de todo.

Con la idea de superar las “turbulencias” causadas por tal lenguaje y las “ilusiones” creadas por la elasticidad gramática, muchos científicos, naturalistas y matemáticos, investigaron las pautas de comunicación animal, con la mira secretamente puesta en la posibilidad de hallar el acceso a una verdad que soslayara la ambigüedad de las palabras en el arte y en la que no tuviera cabida la posibilidad de torcer el sentido con quién sabe qué perversas intenciones “artísticas”, pregonaban.

Entonces llegó 1922 y Ludwig Wittgenstein, en su Tractatus lógico-philosophicus, dio en el clavo al protestar contra la arrogancia de sus colegas, filósofos y científicos, cuando repudiaban el “lenguaje ordinario”, denunciando en ese rechazo igualmente la ilusión de un “lenguaje extraordinario”, porque no tenemos más lenguaje que el ordinario, no hay una alternativa al lenguaje más allá de él, y sería sólo en sus márgenes en donde brillarían las demostraciones, los ritmos y las armonías.

Fuera del terreno científico, lo que luego se llamaron las “bellas artes”, por su parte, abrigaban la esperanza de descubrir nuevas formas de la percepción sensible, interior y espiritual, la estructura oculta de los cuerpos, de los sentimientos, de sus figuras, de las dimensiones y de las proporciones de los mismos, más allá de los engañosos nombres que las recubrían y disfrazaban.

La primera herramienta para hacerlo se llamó “abstracción”, en las artes visuales, que despertó la promesa de un “sistema de representación” más verdadero y auténtico que el de la tradición naturalista.

Lo mismo sucedió con el atonalismo y el posterior dodecafonismo en el terreno de la música: su llegada fue saludada como la emergencia de un nuevo lenguaje que, si al principio sonaba extraño o ininteligible, acabaría mostrándose como más adecuado que el del clasicismo vienés. Y cosas parecidas sucedieron en el ámbito de la política, de la economía o de la moral sexual. Era un tiempo en el que cada otoño se anunciaba la aparición del esperado “nuevo lenguaje”.

Entonces llegó 1922. Y lo hizo con el desfile de las letras, para crear distintas formas del lenguaje “ordinario”. Aparecieron en el horizonte un puñado de  magníficos autores con sus obras y la intención de modificar las cosas. Lo lograron. T. S. Eliot, entre ellos.

Existen instantes en la formación de la cultura personal que significan una especie de conversión, cuando la materia que se está estudiando, leyendo, escuchando, investigando, deja de ser una cuestión ajena y se convierte por un tris cósmico en una revelación, en una nueva forma de estar en el mundo.

Eso pasa cuando se escuchan algunos discos o canciones que son parte de tu soundtrack (el joven y formativo que te construyó), y descubres que a través de ellos (de la intelligentsia rockera) has leído de alguna manera la obra de un escritor como T.S. Eliot, por ejemplo, que a esos músicos ha influenciado.

Que las ideas de aquél –sobre el espíritu de los tiempos, el uso de la palabra y la civilización– han sido pasadas por otro molino, el contemporáneo, pero cuya fibra y savia, se mantienen incólumes para alimentar a otra generación, que a su vez provocará con su relectura (de conocimiento o evocativa) que otra haga lo mismo en instantes como los mencionados, y así sucesivamente.

¿Y cuál es la importancia de Eliot, en este caso, para todo ello? De manera muy sintética, en extremo, la respuesta estaría en tres palabras: The Waste Land (La tierra baldía). Para llegar a esta topografía, el autor tuvo que recorrer un largo camino de siembra (del entorno) y deforestación (de sí mismo) y concluir en tal paraje frente a la penuria humana.

En todo caso, es definitivo que la labor artífice de T. S. Eliot ensanchó los usos y el alcance de la poesía, amplió el concepto de la crítica y colaboró con una nueva forma de ver la existencia humana, en donde los símbolos y los mitos conforman su mayor sustento. Y para corroborar lo anterior habría que recurrir al enunciado de Ezra Pound: «Lo único que les puedo decir, ahora como entonces, es léanlo«.

PRIMERA Y REVERSA: EMERSON LAKE AND PALMER (II)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

 

NO UNA SINO DIEZ

Al llegar la revisión estilística de la New wave, en la que los teclados de nueva cuenta fueron admitidos, la música sinfónica paulatinamente volvió a salir de la profundidad del olvido para una nueva generación de intérpretes y escuchas.

Entonces, en 1986, Emerson y Lake se unieron con el baterista Cozy Powell, excolaborador de Richie Blackmore, Jeff Beck y Michael Schenker, para grabar Emerson, Lake and Powell, que incluyó una versión roquera de «Mars, the Bringer of War», de la Planets Suite de Gustav Holst.

Luego, con otro baterista más, Robert Berry, Emerson y Lake editaron el álbum To the Power of Three (en 1988), que no fue muy bien recibido, y se volvieron a separar.

Para 1992 se reagruparon otra vez los miembros originales y lanzaron Black Moon. La pregunta clave era si aún tenía significado en esa época la reencarnación de Emerson, Lake & Palmer. ¿Justificaban el virtuosismo, un pasado glorioso y tres voluntades el regreso del rock sinfónico pesado? La respuesta se dio, creo, en los primeros 20 minutos del disco.

Ese tiempo fue suficiente para sorprenderse con la introducción fresca, moderna y bien producida de la pieza del título; encantarse por el bien desarrollado y poderoso lenguaje roquero y los apasionados solos del Hammond.

La respuesta pública los motivó: se embarcaron los siguientes seis años en giras faraónicas y en la producción de discos en vivo (Works Live, Live at the Royal Albert Hall, Then and Now y la reedición de su mítico concierto en la Isla de Wight).

La cultura dance los recogió y cuts de sus temas aparecieron en todos los clubes del planeta. En medio de aquello Emerson enfermó del brazo (fue sometido a una operación), por lo que no importó tener que sacar el muy gris In the Hot Seat, un collage de laboratorio, por requerimientos contractuales. Egos y carreras se habían engrosado lo suficiente para mantener el buen ánimo.

En ese estado los registra 1998, reunidos y preparando un nuevo disco de estudio. Sin embargo, la discusión por quién de ellos lo produciría acabó (¿definitivamente?) con la comunión y el estado de gracia.

Palmer organizó una banda con su nombre y se dedicó a tours cluberas desde entonces; en el 2006 se juntó con los otros miembros de Asia para celebrar una gira mundial por el 25 aniversario del grupo.

Emerson, mientras tanto, se reunió con sus ex compañeros de Nice y retornaron a sus querencias, y luego integró un grupo bajo su apelativo con el que sale de gira.

Y Greg Lake se paseó por el mundo con la banda de Ringo Starr, luego grabó algo con los Who y finalmente también formó su propia agrupación, con su nombre, por supuesto.

No existieron visos de reunión entre ellos después. Así que pudo darse por concluida la época de este trío entregado a atmósferas y panoramas fabulosos, tan maravillosos como la música que destilaron; dar fin al estruendo creado por las luces y el sonido en pleno que cortaba las respiraciones.

Fin a su épica con dioses y héroes, aventuras y protagonismos, ensalzamientos de valores y virtudes; fin a las epopeyas de nobleza, ideales próximos y remotos.

Sólo los grandes espíritus son capaces de preservar por siempre el don de la dádiva. Menos aún son aquellos que lo despliegan incondicionalmente. Místicos en estado salvaje, diría el poeta Paul Claudel de individuos así. A éstos perteneció Keith Emerson, un hombre y nombre entregado a mundos de atmósferas y panoramas fabulosos, de fantasías tan predilectas y maravillosas como la música que destiló a lo largo de su vida.

Sin embargo, con las alas deterioradas por tanto volar (acto que literalmente le causó la minusvalía en ambas manos y la secuela depresiva), el callejón que es la vida se le hizo entonces demasiado doloroso y decidió ponerle punto final.

Emerson fue un artista al que a los 71 años de edad se le quebraron las vastas latitudes de la imaginación para seguir explorando. Murió el 10 de marzo del 2016 en Santa Mónica, California. A él le siguió Greg Lake en el mismo año.

Emerson Lake & Palmer fueron una piedra fundamental que ofreció mundos evolucionados con mitos e historias que formaron unidades indisolubles reflejados en sus fantásticas portadas. Esa fue la motivación de ese tríptico humano que jamás se dio por satisfecho con una sola nota si en su lugar podía sacar diez.

VIDEO: Emerson, Lake and Palmer – From the beginnen – Live, YouTube (Local Global)

PRIMERA Y REVERSA: EMERSON LAKE AND PALMER (I)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

 

EL TRIÁNGULO DE LAS FÁBULAS

El rock sinfónico, también conocido como rama del rock progresivo, nació en la segunda mitad de los años sesenta, cuando por primera vez los grupos del género trataron de integrar temas de la llamada música clásica a sus terruños.

Una de las primeras alineaciones basadas en este principio fue The Nice. El tecladista Keith Emerson (1944-2016), veterano del rhythm and blues inglés, se erigió en el miembro clave de dicha agrupación. Originalmente habían sido la banda de acompañamiento de la ex Ikette P.P. Arnold, con la cual aparecieron en su éxito de 1967 «The First Cut Is the Deepest».

Al dejar a Arnold, Nice desarrolló una intensa mezcla de briosa fusión y teatro: durante sus interpretaciones de la pieza «America» de Leonard Bernstein, por ejemplo, Emerson le prendía fuego a la bandera estadounidense (la guerra de Vietnam estaba en pleno). Los álbumes del grupo en Inglaterra salieron bajo la etiqueta de Charisma e incluyeron Ars Longa Vita Brevis (1968) y Five Bridges Suite (1970).

Luego de disolverse Nice, junto con el exbajista de King Crimson, Greg Lake (1947-2016), y el anterior baterista de Arthur Brown y Atomic Rooster, Carl Palmer (1950), Emerson fundó un grupo en 1970 que llevaba sus apellidos como estandarte, además del prurito de super trío.

Tras las expectativas levantadas, su primera presentación pública tuvo lugar en el Festival de la Isla de Wight en el mismo año, con la versión creada por Emerson de Pictures at an Exhibition del compositor ruso Módest Moussorgski.

A partir de ahí ELP se tornaría la quintaesencia del rock progresivo de los años setenta, combinando el rock con sus influencias de la música sinfónica a la par de grandiosas ejecuciones histriónicas.

El desarrollo sucesivo del género se encontró estrechamente relacionado con la introducción y evolución de los teclados (y a la postre del sintetizador).  El uso abundante del Hammond le otorgó un carácter mayor y con frecuencia más bombástico a las piezas. Con dichos elementos ELP hicieron furor.

Contratados por la compañía Island grabaron su disco epónimo, el primero (1970), el cual fue seguido por Tarkus, Pictures at an Exhibition y Trilogy. ELP logró el éxito en Inglaterra con su versión de «Fanfare for the Common Man», de Aaron Copland.

En los Estados Unidos, con la subsidiaria Cotillion de la Atlantic Records, consiguieron dos hits con las composiciones de Lake «Lucky Man» y «From the Beginning» (ambas de 1972). Estas piezas, aunadas a sus extensas y vistosas giras, convirtieron sus álbumes en best‑sellers en ambos lados del Atlántico.

Al año siguiente fundaron su propia compañía disquera, Manticore, para editar los discos del compañero de Lake y exmiembro de King Crimson, Pete Sinfield; los del conjunto italiano PFM (Premiata Forneria Marconi) y su propio álbum Brain Salad Surgery.

La gira mundial de 1973-1974, con todo y espectáculo láser y sistema de sonido cuadrafónico, atrajo a dos millones de espectadores. Dicha gira fue plasmada en el álbum triple Welcome Back My Friends, to the Show That Never Ends.

Sin embargo, el show sí había terminado. El grupo se dispersó tras la tour y cada integrante se dedicó a sus proyectos. Emerson tuvo un hit en Inglaterra con el clásico del boogie-woogie «Honky Tonk Train Blues», en tanto que Lake se relacionó con Johnny Marks para componer una canción navideña que se haría tradicional («I Believe in Father Christmas»).

Sin embargo, un soplo avivó los rescoldos y ELP resurgieron con un álbum doble, Works Vol. I (1977), pero tres caras del mismo estaban dedicadas a esfuerzos solistas y al trabajo individual: el Concerto No. 1 de Emerson; Palmer con el exguitarrista de los Eagles, Joe Walsh; y Lake con sus propias canciones. Sólo el último lado era conjunto. De cualquier forma, emprendieron otra gira gigantesca con una orquesta sinfónica completa.

No obstante, los tiempos habían cambiado y la respuesta fue desilusionante. La asoladora ola punk relegó las actividades de la mayoría de los grupos de rock sinfónico al segundo plano. Ningún otro género musical era tan opuesto a las tradiciones de éste como el punk.

Todo fue arrasado por el vendaval, y a fines de la década a nadie se le hubiera ocurrido escribir piezas de más de tres minutos de duración, compuestas por más de dos acordes y que requirieran teclados para su ejecución.

A pesar de todo el grupo sacó Love Beach (1978), realizó la gira del adiós, un álbum en vivo en 1979 (In Concert), y se despidió. Keith Emerson entonces se dedicó a la composición de soundtracks (Inferno y Nighthawks).

Lake, por su parte, grabó un disco como solista y Palmer sacó un álbum con PM antes de unirse al guitarrista de Yes, Steve Howe, para formar un nuevo supergrupo, Asia, cuyo primer álbum permaneció en el lugar número uno de las listas durante nueve semanas en 1982.

VIDEO: Emerson, Lake And Palmer Peter Gunn Theme, YouTube (Menna Marcelo)

HITOS: THE VELVET UNDERGROUND (XII)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

EL OLIMPO (METIENDO MANO)

 

A comienzos de los años setenta la música de Velvet Underground adquirió otro significado. Los personajes esquivos y andróginos de las canciones de Lou Reed, propios del entorno de Warhol, y la sexualidad no del todo definible del cantante, resultaron ser afines con una nueva moda, el glam rock.

Al poco tiempo fue cosa común ver  tiempo fue cosa com, y la sexualidad no del todo definible del cantante resultaron ser afines con una nueva moda, el glaa hombres con maquillaje y a estrellas de rock con traje de travesti. Los New York Dolls, los Spiders from Mars de Bowie, Roxy Music, Iggy y los Stooges, Mott the Hoople: por doquier los grupos recorrían los escenarios así.

A los pocos años se produjo la reacción: el punk. El nuevo manifiesto dictaba: apréndete un acorde y funda un grupo. Muy bien, pero ¿qué canciones se han de tocar? Desde luego los viejos éxitos del Velvet, cosas como “White Light/White Heat” y “Sweet Jane” o en ese estilo interpretativo: Sex pistols.

En el polo intelectual del punk su luz irradió los discos de Patti Smith y Television; con el new wave a los Talking Heads, Blondie. Joy Division, que dio inicio a la época del postpunk “industrial”, incluso se atrevió a realizar un cóver de “Sister Ray”.

Llegaron los ochenta. Para R.E.M., con su actitud optimista y políticamente comprometida, el repertorio de Velvet Underground no parecía ser el adecuado. No obstante, a Michael Stipe le gustaba cantar “Femme Fatale” y “Pale Blue Eyes” al término de sus conciertos, y ambas piezas aparecieron en el álbum Dead Letter Office.

En el otro extremo del espectro, The Jesus & Mary Chain atacaron los gustos y los canales auditivos con una amalgama de rock de garage y el feedback, lo cual trajo a la memoria la estrategia del shock seguida por Exploding Plastic Inevitable.

Nunca fue un secreto para nadie que Birthday Party le debía mucho al Velvet Underground, pero el hecho acabó de revelarse cando Nick Cave interpretó “All Tomorrow’s Parties” en su álbum como solista Kicking against the Pricks. De Sonic Youth se puede decirlo mismo.

Desde luego uno de los muchos tributos que salieron a la venta en los ochenta se dedicó a Velvet Underground. En Heaven and Hell las canciones del grupo corrieron a cargo de Echo and The Bunnymen, Bill Nelson, Fatima Mansions y Shelleyan Orphan, entre otros, quienes resultaron incapaces de mejorar el material.

En la década siguiente la escena del indie se hundió en la moda de la tristeza. Conforme a esta evolución de repente cobró importancia el tercer álbum de Velvet Underground.

La falta de energía es la característica más destacada que en él se comparte con los sonidos desganados de agrupaciones como Galaxie 500, Spiritualized, Spacemen o The Cure. ¿Y qué siguió? La vuelta al mainstream: Billy Idol hizo un cóver de “Heroin”, Bryan Ferry interpretó “All Tomorrow’s Parties”. Al comienzo de la primera década del siglo XXI los Strokes no niegan la cruz de su parroquia. Y el listado continúa…(agregar aquí los nombres de quienes se irán sumando al paso de los años).

Realmente hizo falta el apoyo de todos los dioses y demonios para que un día se reunieran bajo el apelativo de Velvet Underground —con la intención genial de lo que este nombre, extraído de una novela de pacotilla recogida de la acera de la calle, pudiera sugerir en cuanto a negrura, voluptuosidad, perversidad, cinismo, dulzura, provocación, inquietud, mezcla perfecta de miedo, asco y deseo— cinco personajes que no contaban con más que el pretexto del lugar y del momento para hacerlo.

Aunque la formación clásica sólo permaneció unida por tres años, su halo se ha extendido como uno de los grupos de rock más influyentes de todos los tiempos.

La combinación del temperamento vanguardista de John Cale con la dura poesía callejera de Lou Reed, sobre temas tabú como el sexo y las drogas, se erigió en una alternativa corrosiva al optimismo «flower power» enarbolado por muchos contemporáneos suyos.

El Velvet Underground  ha proyectado una larga sombra sobre el rock y sus diversos estilos, desde los conjuntos neoyorquinos de comienzos de los setenta hasta el glam y el punk británicos y el new wave de los ochenta, el noise, el garage y el dark noventeros.

Y como curiosidad fue posible apreciar su importancia en 1985, cuando el disco VU (Polydor), una colección de tracks inéditos grabados entre 1967 y 1968, vendió más copias que los cuatro álbumes del grupo en sus primeras ediciones. Lo mismo sucedió con Another View, su continuación.

La lista completa de los grupos para los que el icono (artístico) llamado Velvet Underground ha sido referencial a lo largo de la historia, desde los años sesenta (sobre todo su primer álbum, The Velvet Underground & Nico), sería inabarcable e infinita, puesto que con el paso del tiempo se siguen agregando nombres tanto de bandas como de solistas, así como tributos a su obra.

El grupo neoyorkino, su discografía y sus miembros (Lou Reed, John Cale y Nico, de manera preponderante) han sido una importante fuente de inspiración para la cultura rockera (y con ella abarco todo su espectro rizomático) desde hace más de medio siglo.

¿Y cuál era la punta de lanza para tal convencimiento?: aquel primer disco de 1967. Un hito en la historia del rock, el cual se adelantó por años luz a su época. La obra se basa en material excelente; las guitarras rítmicas escandalosas, la viola atonal de Cale, la batería minimalista de Tucker y el canto frío de Nico se encargan de producir la atmósfera única de este álbum: destructiva y melancólica.

De todas las críticas que llovieron tras las primeras presentaciones del Velvet en 1966, al poco tiempo de su fundación, en el club Dom de Nueva York y posteriormente en el Trip de Los Ángeles (y esa fue otra histora) –críticas que el grupo tuvo el placer perverso de reproducir en la funda de su primer álbum, y de las que realizaron su selección entre las más virulentas, y definitivamente tuvieron de dónde escoger–, la de Los Angeles Magazine fue la que más se acercó a la verdad: “Después de que el Titanic se estrelló contra un iceberg no se conoció un choque semejante hasta que el show Exploding Plastic Inevitable explotó sobre los espectadores en el Trip”.

La mano del destino, movida por los dioses, aún continúa suelta y vivos, aún, dos de los protagonistas de la leyenda que siguen forjándose la propia (sobre todo John Cale) y con ello la de muchos otros que a su sombra se acogen.

VIDEO: Michael Stype – Sunday Morning (Audio), YouTube (MichaelStypeVEVO)

RAMAJE DEL ROCK: ROCK DE GARAGE (XII)

Por SERGIO MONSALVO C.

 

 

Las aventuras de los Kingsmen, con “Louie Louie”, despertaron las ansias de los grupos de la zona noroeste de los Estados Unidos que se convirtió en un hervidero tras su aparición a comienzos de los sesenta. Surgieron así los Sonics, una banda de Tacoma, Washington, que se puso en el mapa con un rock and roll crudo, primitivo y sin florituras, con la voz potente y composiciones de su cantante Gerry Roslie. Sus influencias además de los Kingsmen: Chuck Berry y Little Richard.

Tras numerosos cambios en la formación, a la postre quedaron como quinteto, el cual se convertiría en una auténtica máquina de rock sucio, frenético y aullante. Es así como los escucha el productor Buck Ormsby que graba con ellos un disco de 12 piezas en una consola de dos pistas y en una sola toma. Hacen versiones de sus temas preferidos del rock y las combinan con composiciones propias como “Psycho”, “Strychnine” y el que sería su sencillo más exitoso: “Witch”.

Los integrantes que grabaron estos doce temas fueron el mencionado Roslie (voz y composición), Bob Bennett (batería), Rob Lind (sax) y los hermanos Parypa, Andy (en el bajo) y Larry (en la guitarra). Con el disco bajo el brazo realizaron el circuito de clubes, antros, fiestas y demás, antes de que aparecieran en la radio local. Una vez realizado esto, se convirtieron en un suceso y no hubo banda de aquella zona norteamericana que no quisiera tocar como ellos.

The Sonics fue desde entonces ejemplo de ejecuciones potentes, intensas, desquiciadas y con un sax distorsionado. Circunstancia que lo convertiría con el paso del tiempo en referente y abanderado del proto punk, del 60’s punk, del frat rock, del rock de garage o del Northwest Sound (escójase el derivado preferencial que más guste y en todos tendrá cabida e importancia). La temática trataba de muchachas muy muy liberales, coches rápidos y bien pintados, estricnina y uno que otro psicópata.

La distorsión y sobresaturación de sus discos se hizo famosa y fue reivindicada por gente como Iggy Pop, Pearl Jam, Rolling Stones, R.E.M., The Dictators, a muchos años de la disolución de grupo (1967). Larry (el guitarrista), gustaba de manipular los amplificadores y también desconectaba las bocinas para agujerarlas con un picahielo. Y hacerlos sonar como un tren desenfrenado. Obviamente los Sonics habian oído a los Kinks, a quienes tenían como guías.

Mientras tanto, en la zona de Minneapolis se gestaba otra forma del garage y proto-punk, cuya vida y originalidad tuvieron que esperar más de una década para ser revaloradas. El arribo de la ola inglesa y de la siguiente era psicodélica no le darían cabida hasta sincronizar con los nuevos intereses de una juventud poco dada a las utopías. Entre los adalides de este sonido marginal estaba un grupo llamado The Trashmen.

La época justa entre el asesinato de John F. Kennedy y la presentación de los Beatles en el Show de Ed Sullivan, que marcaría el incio de la British Invasion, vio nacer a los Trashmen, un cuarteto formado por Tony Andreason (guitarra), Dan Winslow (guitarra rítmica y voz), Bob Reed (bajo) y Steve Waher (batería y voz). El grupo tocaba surf rock, a pesar de su lejanía de las playas, pero incluía en él muchos elementos del rock de garage.

La demanda creció. Las presentaciones en clubes aumentaron y Diehl les pidió un segundo track. Así que mientras estaban en el camerino del Chubb’s Ballroom decidieron grabarlo ahí. Al baterista se le ocurrió juntar dos temas que le gustaban mucho de otro grupo llamado The Rivingtons, los mezcló, aceleró y anexó su voz, una risa de loco y algunas onomatopeyas. El grupo se encargó de distorsionar el sonido, saturar las bocinas y ponerle dinámica y estamina al asunto.

Un hit instantáneo. “Surfin’ Bird” llegó a las listas de popularidad y no hubo grupo amateur o fiesta estudiantil que no la tocara o exigiera en todos los rincones de los Estados Unidos. Un surf-rock caracterizado por su velocidad, experimentalismo lo-fi y primitivismo rítmico. Otra piedra angular para el rock de garage y proto-punk que desde entonces no ha dejado de coverearse como por los Beach Boys, The Cramps, Sodom o los Ramones, por ejemplo.

Estos grupos tocaban en los circuitos juveniles de su localidad, pero su originalidad al matizar los temas con efectos sonoros, riffs y la frescura en las voces, además de su ímpetu, les atrajo una audiencia fiel y creciente. Creció la popularidad del garage.

 

VIDEO: The Trashmen – Surfin’ Bird – Bird is the Word 1963 (ALT End…), YouTube (VDJ Mickey Mike)