A partir de la aparición de las canciones en diversos géneros la gente utilizó la música para responder a cuestiones referentes a la propia identidad. Las personas echaron mano de ellas para crearse una particular autodefinición, el signo de la identificación, la cual era (es) inmediata y estaba (está) ligada a la intensidad de la música en tanto que sonido. El placer es experimentado de forma directa e inmediata.
Las canciones genéricas proveen a los escuchas de un modo de gestionar la relación entre su vida pública y su vida privada y emotiva. Los cantantes hacen que dichas sensaciones parezcan más ricas y más convincentes que las que comúnmente se podrían expresar con propias palabras.
Asimismo las piezas mejor construidas, redondas y exitosas dan forma a la memoria personal, son el soundtrack de cada vida particular. Organizan “nuestro” sentido del tiempo y la intensificación de la experiencia del presente. Una de las consecuencias más obvias de todo ello resulta clave para recordar las cosas pasadas, desencadenan las asociaciones más intensas de tiempos idos.
Hay algunas canciones de las que crecen árboles frondosos y hasta inmensos bosques. Es el caso de las que he escrito en la serie “Historia de una Canción”. Piezas registradas en los anales de las listas de popularidad o al margen de ellas; piezas que nacen del corazón y se transforman con el paso del tiempo en clásicos inmortales.
En resumen, la buena cosecha de canciones representan al YO en relación con la sociedad creando, a través del impacto potente y directo del sonido, un continuo flujo de conciencia. El significado de una canción se obtiene cuando ésta entra en la historia por sus méritos estéticos y sociales.
La manera en que una pieza hace historia produce un significado y valor agregado a la misma, por eso mediante una categoría como “Historia de una Canción” que narre su creación, su génesis, su impacto personal, se dará cuenta de la dimensión estética y del valor que posee tanto dentro de una sociedad concreta en un momento concreto, como en la de un individuo.
*Fragmento de la introducción al volumen Songbook II de la Editorial Doble A, colección de textos publicados de forma seriada a través de la categoría “Historia de una canción” en el blog Con los audífonos puestos.
Hay un lugar común que dice que la música popular no debe ser hecha por gente inteligente, la cual tiene por costumbre concebir todo en diversos niveles. En este caso aquí la lírica se brincó el cliché y, al escuchar el tema, se palpa todo lo que un ritmo maravilloso como el rock & roll proyectó en la imaginería de un gran escritor como Boris Vian.
He aquí un fragmento de la canción mencionada: «Se levantó cuando me acerqué/Parado se veía más pequeño/Continué, sabiendo que lo tenía en un puño/Me llegaba al hombro/pero estaba dispuesto como todos al principio/Me siguió hasta mi habitación/Entonces le grité: ¡Venga, mi lobo!/¡Maltrátame, Johnny!/¡llévame al cielo, oh!/¡Maltrátame, Johnny!/Me encanta el amor que duele/Me miró sin entender nada el desgraciado…/Exasperada, tuve que gritarle de nuevo/¡Maltrátame, Johnny!/Me encanta el amor que duele…»
La canción “Fais-moi mal Johnny” (Maltrátame Johnny), en su tiempo, resultó una historia inquietante: una masoquista que, a fuerza de insultos, logra sacar al sádico que el hombre que está con ella lleva dentro.
El escándalo vino solo con tal relato. La protagonista presume de estar sexualmente liberada: sale, elige un hombre (pequeñito, específica) y se lo lleva a la cama. La seducción se descarrila cuando ella le exige un juego violento. El tipo se reconoce incapaz de “hacerle daño a una mosca”. Caen sobre él los peores insultos, hasta que reacciona indignado. Ella entonces queda con “un hombro dislocado” y con moretones en el trasero, aparentemente complacida.
La pieza, tal como se grabó originalmente, se beneficiaba de una vibrante interpretación de la actriz Magali Noël. Una personalidad plena de sensualidad y un ejemplo de la emancipación femenina de aquel entonces. En la toma, Vian hizo el papel del hombrecillo que termina enojándose. Fueron tachados de pornógrafos.
Boris no pudo imaginar que, más de medio siglo después de su muerte (acaecida en 1959), esa canción siguiera siendo la más viva de las suyas entre los públicos, femenino y masculino, a los que tal asunto sigue fascinando como lo prueba la celebridad de la película de kitschsoft porno Fifty Shades of Grey (50 sombras de Grey).
VIDEO SUGERIDO: magali noel & boris vian – fais moi mal Johnny, YouTube (marco17220)
A los 12 años de edad es difícil explicarse muchas cosas. No se cuenta aún con los elementos necesarios para hacerlo. Sin embargo, se puede sentir tan intensamente como si se tuvieran 30 o 40. Hoy tengo 12 y estoy con la frente recargada en la ventanilla del coche de mi papá. Vamos a la escuela.
Me encuentro en el asiento trasero y padeciendo una tremenda “cruda” amorosa, si pudiera llamarse así. Me siento bien y mal al mismo tiempo. Tengo el estómago en la boca, la cabeza revuelta y bastante frío. Incluso creo que hasta tiemblo mientras mi frente arde. Por eso busco la frescura del vidrio.
De cualquier forma no es una sensación desconocida. Ya le he padecido en algunas otras ocasiones. Siempre al otro día de haber estado con ella. Me emborracho con su sola presencia. Enloquezco realmente y luego ante tanta sensación vivida en esos encuentros, pero sobre todo al no recibir respuesta alguna ante los sentimientos vertidos, me viene una resaca en la que hasta el pelo me duele.
Es curioso, porque aún no bebo alcohol –como ya dije acabo de cumplir los 12 años– y ya tengo toda la experiencia orgánica de sus efectos. Lo bueno de la situación es que comienzo a conocerme en esos extremos. Lo malo es que carezco de la sapiencia necesaria para darle a conocer lo que siento, del instinto de conservación para esconderlo o para atreverme a dejar de verla.
Mi cruda de hoy tiene una doble causa. Para festejarle los quince años, su familia le cumplió el deseo de viajar. No sé por qué, pero quiso ir a Los Ángeles, California, y se lo hicieron realidad. Así que se pasó en aquella ciudad un mes entero.
Un mes en que no la vi. Un mes en que estuve tranquilo. No obstante, volvió y en cuanto lo supe me apersoné en su casa. Le había comprado un regalito y se me hacía tarde para entregárselo y ver si ahora sí habría una respuesta a la pregunta que nunca le había formulado.
Cuando llegué a su casa afortunadamente estaba sola. La cosa pintaba bien. En realidad nunca había tenido dificultades para conversar con ella sobre cosas que nada tenían que ver con mis sentimientos.
Por eso después de un discreto abrazo y beso en la mejilla de bienvenida, me comenzó a platicar sobre sus andanzas: las playas de Malibú, la visita a los estudios cinematográficos de Hollywood, las noches en el Whisky A Go-Go, los nuevos bailes, la forma de vestir juvenil, el pelo largo, el volumen de la música. Electricidad, pura electricidad por todas partes.
El viaje la había cambiado. La había vuelto luminosa. Se veía muy bien, pero algo en el fondo de todo ello me comenzaba a inquietar. La escuchaba hablar y mi lógica púber iba acomodando las cosas. Poco a poco, como en una película de terror, la música ambiental fue acentuando la sensación de algo al acecho, a punto de saltar.
El suspense detuvo por un momento su contoneo dentro de mí, cuando ella me dijo que había traído una cosa que me iba a gustar. Me dejó en la sala, acompañado de mi ansia de siempre. Regresó a los pocos minutos y me mostró un tocadiscos portátil, del tamaño de una caja de zapatos. De un compartimento del mismo sacó el cable para conectarlo y luego, de la bolsa en que lo guardaba, un disco.
Era un Extended Play (EP) de 45 r.p.m. En él aparecía un tipo rarísimo con el pelo largo, rizado y revuelto, traía puestos unos lentes oscuros para el sol sobre la nariz ligeramente aguileña. Estaba vestido con un traje negro y de las mangas asomaban los puños de la camisa. El tipo estaba sentado frente al piano, con las manos sobre el teclado. A la altura de su frente sobresalía un micrófono de grabación.
Era un disco sencillo de la CBS y destacaban en la portada las letras rojas con el nombre del susodicho y bajo ellas el título de las canciones, que no pude leer porque rápidamente sacó el acetato y aventó la portada al sillón. El corazón me dio un vuelco cuando puso el brazo del tocadiscos en los primeros surcos.
En esta época tenía yo las locuras bien señaladas: una era ella y la otra mi afición por los discos, por el rock. Así que cuando aventó la portada por primera vez sentí cierto enojo hacia ella, por su falta de consideración ante un objeto preciado como aquél. No obstante, se borró rápido cuando escuché las primeras notas de la canción.
La batería, el bajo y el piano arrancaron el tema creando una atmósfera extrañísima para mí, a la que se agregó la del órgano Hammond. Sin embargo, eso pasó a segundo plano cuando apareció la voz nasal, urgida y lanzando palabras e imágenes insospechadas: “Once upon a time…”. Había una vez. Era un cuento de hadas pero cínico, venenoso, fascinante.
Algo se movió en mi estómago, en el corazón, pero aún más en mi cabeza. ¿Qué era aquella música? ¿Por qué duraba tanto (6’13”, algo imposible en aquella época en que la radio marcaba los tiempos de la misma)? ¿Por qué decía aquellas cosas impresionantes, brutales, despiadadas y novedosas al mismo tiempo?
¿Quién era ese tipo?: Bob Dylan, decía la portada, con aquellas letras rojas sobre el azuloso tono del resto de la fotografía. Fui a recogerla para leer los títulos de las canciones: “Like a Rolling Stone”, por un lado, y por el otro “Gates of Eden”. Vaya. El mundo comenzó a girar de otra manera para mí, y yo aún no lo sabía.
Estaba tan extasiado con lo que escuchaba, que la plática de ella tardó en penetrar mi conciencia y darme cuenta de lo que había dicho: “Son regalos. El tocadiscos y el disco. De un muchacho al que conocí allá. También andaba de vacaciones. Fuimos juntos a todas partes, a bailar, a nadar, a caminar por todos lados. Nos hicimos novios. Al rato va a venir”.
Nacer y morir. Todo puede suceder en el mismo instante. Ahora estoy recargado en este frío vidrio. Estoy enfermo, desahuciado. Creo que aún traigo enterradas dos o tres de aquellas palabras suyas. La sangre escurre, aunque no se me note. Pero al fondo de mi mente también aparecen esos sonidos, esa voz que rítmicamente me dice “Once upon a time…” Una voz que tendrá más futuro para mí, más imágenes, más poesía. Que aliviará el dolor de hoy y el de otras muchas ocasiones, aunque yo aún no lo sepa.
Cuando me han llegado a preguntar ¿qué es el blues?, intento explicarlo con la mejor definición que me ha servido a mí: “El blues empezó con los primeros habitantes de la Tierra. ¿Y qué es el blues? Pues eso: un hombre, una mujer, un corazón roto. Ahí se resume todo”. Eso lo dijo John Lee Hooker y es seguro que él sabía algo del asunto.
El guión de un video, que me ha rondado en la cabeza durante mucho tiempo, iniciaría la narración con la secuencia de una toma general del pasillo de una escuela X, cualquier escuela preparatoria, casi como una postal de época, en la que se ven casilleros a ambos lados del pasillo (tiempo después de que han finalizado las clases del día y casi todos han abandonado el edificio).
En el primer plano hay un adolescente sentado en una silla. Viste ropa común del momento, pero lo que destaca es la imagen de tristeza que emite. Con la cabeza baja. Las manos entrelazadas al frente, las piernas un poco dobladas en actitud de estar soportando un peso inusitado. Quizá llora, pero no se ve.
(¿Se puede llorar por dentro? Cuando se lo pregunté a algunos científicos me dijeron que no; cuando lo hice con psicólogos me dijeron que sí; los biólogos me dijeron que era imposible; los filósofos que eso era recurrente, o sea, ¿quién sabe? Cada uno debe responderse al respecto)
En aquella primera toma, al fondo del pasillo, en forma difusa, se aprecia la figura de un conserje que limpia el piso, lo trapea. Se acerca poco a poco, conforme al ritmo de su trabajo (con elipsis en la imagen), hasta que alcanza al joven, que sigue recargado sin haber cambiado de postura.
En el mismo plano abierto de esta filmación, en blanco y negro, los tonos grises resaltan aún más el silencio de la escena. Al pasar el conserje junto al muchacho detiene su marcha y trabajo (trapeador y cubeta) y se lleva la mano a la bolsa trasera de su uniforme (un overol). Aparece una botella de un cuarto de whiskey. Desenrosca la tapa y se la ofrece, al mismo tiempo que le habla.
“Ya eres un hombre: has conocido al blues. Bébete un trago grande para celebrarlo”, le dice. En ese momento entra la música: “She’s Gone”, de Hound Dog Taylor, y el corte a diversas tomas de la escuela, de la calle, de la ciudad, e inicia o termina el video con sus respectivos créditos, aún no lo sé.
Tal vez algún día le plantee el proyecto a alguien de los que he conocido en el medio fílmico, para que alguno de ellos lo dirija, ¿por qué no? Voy a comenzar una serie de pequeños documentales y textos, tratando de explicar tal música. Cada uno abarcará lo que dure en tiempo cada canción seleccionada. Serán doce, como el número de tracks que contenía antaño cada disco Mi propia antología.
Un hombre, una mujer, un corazón roto: ahí se resume todo. El blues se insuflará en uno desde ese momento. Es algo importante y cada uno lo canalizará de manera diferente, incluso algunos intentarán ignorarlo, olvidarlo, enterrarlo. Pero, ¿cómo será posible hacerlo cuando recuerdas cómo amabas a esa mujer de 12, 15, 18, 25, 35 o más? Es igual. Y te asestó la famosa y temida frase de “Mejor vamos a ser amigos” o “Fíjate que conocí a alguien más”.
En fin, el fondo es el mismo: ella se irá, te dejará o nunca la tendrás, así es la cosa. Y tú que te desvivías pensando en ella, siendo lo mejor posible para ella, queriéndola con todo lo que eres, y de repente ¡zaz!, quedas fuera de su vida con un chasquido de dedos. ¿Por qué? ¿Quién te puede explicar lo que sientes en ese instante y los días siguientes? (a veces hasta los años siguientes).
Sólo el blues. A mí me lo hizo comprender el primer ejemplo que escuché con Hound Dog Taylor. Ese tipo con seis dedos y amo y señor de la slide lo puso en itálicas: “Las mujeres son la clave de los problemas de los hombres. Y lo son para todos, no sólo para los cantantes. Si no fuera por ellas no existiría el blues”.
Al oír “She’s Gone” el panorama se puso claro. La nitidez de la existencia que había quedado empañada mostró la realidad. “¡Vaya muerte, hombre, vaya muerte!” Porque supongo que sabes que has muerto, ¿no? Nada de un poquito sino todo tú. Y a partir de ahora debes volver a reconstruirte. Te dolerá. Siempre que la muerte vuelve a la vida duele.
No obstante, eso es bueno a la larga. Porque cuanto más duele más mejora. El mundo entero sabe que nada se cura sin dolor. El dolor por la vida estará ahí siempre, el sufrimiento por ello será opcional.
Hoy eres un cadáver tirado en cualquier parte, con la boca abierta y en tu interior ya habita uno de esos sonidos que rajan la garganta. La tristeza se halla en el centro de tu cuerpo, en el desolado centro donde moraba un yo que ya no es el tuyo. Pero consuélate: uno no sabe lo que es el amor, el amor de verdad, la real neta, hasta que conoce el significado del blues.
Aquí es donde te vuelves hombre de verdad, cuando comienzas a sentir lo que significa incorporar al sutil juego personal el factor de inseguridad de un yo ajeno: “Well, I know you don’t love me, and I don’t know the reason why…” (Sé que no me amas y no conozco la razón).
“It’s All Right, It’s All Right”, sentencia Taylor y al sentir el rasgueo de su guitarra te das cuenta de que cuando amas a una mujer eso hace que broten canciones, aunque no sean tuyas ni sepas cantar. Y están en lo más hondo de ti. Luego ella se irá por cualquier motivo y se llevará consigo algo tuyo, que ni siquiera sabías que tuvieras.
Algo que ni tus padres, ni tus amigos cercanos conocían. Pero al llevárselo te dejará extrañándolo, echándolo de menos. Y ese algo será mejor que cualquier cosa que hayas tenido nunca hasta entonces.
Eso me lo explicó el blues, eso me legó Hound Dog Taylor con “She’s Gone”. ¡Salud!
El rock tiene como toda disciplina artística la misma postura que cualquier humano con respecto al hambre. Sin embargo, tal cuestión el género casi no la ha tratado de manera individual, pero sí lo ha hecho en sus implicaciones colectivas. Y lo viene haciendo desde que Bob Dylan puso a Woody Guthrie como su referencia.
El folk retrató con las letras de este cantautor las miserias y penurias de los desposeídos, de los miserables, de los pobres expulsados de la maquinaria del desarrollo, de los marginados por el sueño americano y el capital.
El folk rock, primero, y las corrientes del heartland rock y de la dark americana e indie, a la postre, han puesto estas consideraciones en la lírica de su temática (el country y la canción de protesta lo han hecho por su parte). Infinidad de músicos han hablado del problema.
Desde el ya mencionado Dylan, Bruce Springsteen, Los Lobos, JJ Cale, los Klezmatics, Wilco, Anti-Flag, Meat Puppets, Fleet Foxes, Iron & Wine, Bon Iver, Ani DiFranco, Elliott Smith, Billy Bragg y un largo etcétera.
A través de este canto rockero se manifiesta el hombre sin mayor cosa que su propio trabajo, la voz de aquél al que ni el destino, ni su medio han podido sacar de la cuneta, pero cuya voluntad férrea lo lleva a sobrevivir.
De esta manera el género ha sabido llegarle a la gente hablándole de sus problemas, de sus esperanzas y de sus luchas. Es la música que primeramente ha elevado al mundo sus cantos por la paz, su compromiso con el otro y de ayuda para el necesitado.
Y lo ha hecho no sólo con su materia prima sino también de facto con los festivales benéficos que él mismo ha generado, comenzando con aquel Concierto para Bangla Desh, país que padecía el azote del hambre, las epidemias y la indiferencia del mundo, excepto la de los rockeros que se reunieron con ese propósito solidario.
(En 1971, Pakistán Oriental se separó del resto de Pakistán para conformar lo que actualmente se conoce como Bangla Desh. Los combates independentistas provocaron que los habitantes de esa zona se refugiaran de forma masiva en la India. A esto se sumó el Ciclón Bhola, y entre ambas cosas crearon una catástrofe humanitaria y una terrible hambruna.)
Para convocar un evento de semejantes dimensiones se precisó de un gran aglutinador de voluntades, y nadie mejor en ese momento que George Harrison, el cual además se presentaría en vivo por primera vez desde la disolución de los Beatles.
Un evento que creó modelo para los conciertos a beneficio. Una cita musical doble (una por la tarde y otra por la noche) en Nueva York (en el Madison Square Garden) que se conoció en todo el mundo, con varias horas de duración y con figuras de primera línea (hasta 35 músicos en total).
Asimismo, y como parte de la estrategia para recabar fondos, se realizó The Concert For Bangladesh: una película documental que se publicó en 1972 basada en él. Tanto el concierto ofrecido la tarde, como el acontecido por la noche de aquel 1 de agosto de 1971, fueron filmados y grabados para la realización de un álbum consecuente (lanzado a mediados de ese mismo año como triple vinil, por cierto; y luego convertido en dos CD’s y en DVD), con Phil Spector en la producción.
De aquel día se recaudó un cuarto de millón de dólares, que se entregó a la UNICEF. Los beneficios obtenidos entre el video y el DVD, todavía se siguen enviando a tal organismo humanitario a través de la Fundación del extinto George Harrison.
(El famoso Muro de sonido ese mostró de verdad: llamó la atención que tanta gente, con tan pocos ensayos, pudiera sonar de esa manera limpia y elegante. Las canciones de Harrison, sobre todo, exigían estar pendiente no solo de la belleza de cada frase, sino de los cambios de intensidad sonora)
El largometraje combinó los dos conciertos con las preferencias fijadas por Harrison en relación a la calidad de las interpretaciones.
El inicio de la película contiene imágenes de una conferencia de prensa ofrecida por Harrison y Ravi Shankar para la promoción del evento. En ella se puede escuchar a un reportero preguntar: «Con todos los problemas que hay en el mundo, ¿por qué ha escogido éste para hacer algo?». La respuesta de Harrison fue: «Porque fui invitado por un amigo para ver si podía ayudar, eso es todo.»
(El músico bengalí Ravi Shankar, maestro del sitar y amigo de Harrison, lo había consultado sobre cómo podían ayudar en tal situación. Harrison grabó entonces el single titulado “Bangla Desh”, mientras que Shankar lo hacía con «Joi Bangla», en el lado B del mismo, para empezar a recaudar fondos. Luego surgió la idea de organizar un concierto en la Unión Americana. Harrison entonces conectó a unos amigos, convenciéndolos para tocar en dicho macroconcierto en el inmueble neoyorquino mencionado. El ex beatle tardó cinco semanas en organizarlo.)
La escena del documental pasa posteriormente a los exteriores del Madison Square Garden, con un reportero entrevistando a los seguidores que esperaban el inicio del concierto (en total fueron 40 mil los asistentes).
Éste comenzó con un recital de música india a cargo de Ravi Shankar y Ali Akbar Khan, introducido previamente por Harrison y con unas palabras del maestro hindú explicando la duración de la sección india. De forma adicional, Shankar pidió al público que no fumara durante la ceremonia.
Tras un interludio en el que se muestran imágenes de los músicos acudiendo al escenario, Harrison da comienzo el recital de música, rodeado de una banda extensa, incluyendo dos bateristas, Ringo Starr y Jim Keltner, Leon Russell en el piano, Billy Preston en el órgano, dos guitarras principales: Eric Clapton y Jesse Ed Davis, algunos miembros del grupo Badfinger en las guitarras rítmicas, una sección de instrumentos de viento, coristas y como invitados principales: Bob Dylan (quien tocó cinco piezas de su autoría) y Ravi Shankar.
Desde varios puntos de vista aquella presentación fue un éxito: en lo musical con momentos inolvidables, al igual que en el mediático-planetario y marcó, además, una fórmula a futuro (el Farm Aid, el Live 8 o el Live Earth, de la actualidad, son un derivado de aquello).
Y desde la perspectiva de la movilización, puso su grano de arena para concientizar sobre la lucha contra la pobreza y la desigualdad dentro del capitalismo salvaje.
Lo que quedó demostrado con él fue la capacidad del rock para unir esfuerzos por motivos sociales y humanitarios, el único género capaz de hacerlo.
En la cauda quedan aquellos esfuerzos que enseñaron al mundo lo que los individuos y su voluntad son capaces de hacer; lo que un puñado de músicos en plan generoso pueden realizar y finalmente la pública toma de conciencia sobre una realidad lamentable e inadmisible: el hambre.
Al rock le duele el mundo. Y con manifestaciones como este concierto busca el alivio con la reflexión y el acto.
VIDEO SUGERIDO: George Harrison – “Bangladesh”, YouTube (mac3079b)
Las canciones que muchos grupos crearon e interpretaron además de proporcionarles grandes triunfos, resultaron piezas que (además de los registros en los primeros puestos de las listas de popularidad) se transformaron con el paso del tiempo en clásicos inmortales.
¿Y cómo lograron eso? ¿Cuál fue la clave para poder emocionar con una de ellas al escucha? Y, finalmente: ¿Cuál es la llave para hacerlo en diversas épocas y con diferentes generaciones? ¿Existe una fórmula para saberlo o es más una combinación de bagaje, talento y timing en cada nueva manifestación compositiva?
Eso le sucedió al grupo australiano AC/DC con el tema “Highway to Hell”, del álbum homónimo de 1979. La canción fue escrita por Bon Scott (cantante), Angus Young (guitarra líder) y Malcolm Young (guitarra de acompañamiento).
El tema y el nombre del mismo tiene dos versiones: una, proveniente del cantante, un bebedor empedernido, cuya taberna habitual se encontraba en Canning Highway al pie de una muy inclinada colina, en una intersección que vio tantos choques que la carretera empezó a ser conocida como «La Autopista al Infierno».
La otra, y la más legitimada tanto por el periodismo musical como por las versiones que se han hecho de él, dice que el título se inspiró en la ocasión en que un reportero le preguntó a Angus si podía describir cómo era la vida on the road. A lo que él contestó que era «A fucking highway to hell» (literalmente «una jodida autopista al infierno») y de ahí quedó el nombre.
La pieza se convirtió en una de las canciones más famosas en la historia del rock e incluso en un himno para sus seguidores del grupo. Ello se ha debido, y en mucho, al riff de la guitarra, ideado por Malcolm.
Hay unos acordes en la música que son declaraciones claras y sencillas por parte de la personalidad, del poder, de la sensibilidad finalmente, de un grupo o de un músico de forma única.
Son acordes luminosos e intensos que procuran la absoluta sensación de plenitud a quien las emite y en quien las escucha (al mismo tiempo); sensación que ocupa por entero la atención de quien se encuentra con ella.
Da la impresión, o la percepción sensorial, de que tal experiencia colma por completo y da sentido a la propia existencia de la canción. Al cúmulo de todo ello se le llama riff simplemente.
La del rock, como sabemos, es la historia de sus mitos. Y los de sus riffs tienen un especial apartado en su devenir a través de las épocas (su listado es tan grande como subjetivo, tan académico como personal). De alguno de ellos se podría escribir incluso toda una novela, por ejemplo.
Por otro lado, cada canción, además de contar la historia que la origina, termina contado la historia del que la oye además de con el oído, con el corazón. La canción es un artefacto cardiocéntrico, según los investigadores. La música es la expresión de una subjetividad que se opone a la sonoridad objetiva del mundo exterior, a la sonoridad en bruto, como en el caso del tema de AC/DC, el cual ha sido (y es) usado de distintas maneras.
Así como las personas no somos iguales, no toda la música ejerce el mismo efecto en cada uno de nosotros. Los científicos han determinado que las canciones con 130 pulsos por minuto tienen mayor efecto, pero hay otras cualidades de la canción que no se pueden medir numéricamente y que son tan importantes como el ritmo en lo que respecta a los efectos psicológicos y fisiológicos.
La melodía, la letra, el fondo emocional, son elementos intangibles que tienen mucho que ver con la cultura y la experiencia de cada oyente. Por ejemplo, el esquiador más prestigioso de Estados Unidos, Bode Miller, necesitaba escuchar “Highway to Hell”, del grupo AC/DC, antes de cada descenso. Y no le fue nada mal con este ritual, teniendo en cuenta que ganó varias medallas olímpicas.
Asimismo, y en otro campo de acción, las canciones cuentan con la trascendencia atemporal de una dimensión y un valor que las ha hecho únicas e independientes de los ecos de una sociedad concreta en un momento concreto. En el siglo XIX, durante el romanticismo, los conjuntos corales llegaron a agrupar a más de ochocientos integrantes y en el XX adquirieron el fenómeno de la socialización, al considerarlos como medios de formación de los individuos. El uso del coro, ese conjunto de personas que interpretan una pieza de manera vocal y coordinada, sirve en el género para presentar el contexto de la canción, resumir las situaciones y para ayudar al público a seguir los sucesos de la misma, subrayando generalmente el tema principal de la obra (el estribillo). Mayormente ha sido usado con criterios de timbre y tesitura, para exaltar el carácter epopéyico y/o épico. Mayormente ha sido usado con criterios de timbre y tesitura, para exaltar el carácter epopéyico y/o épico.
Recurriendo a aquella herencia, los coros se han servido de los influjos del rock, como el pop, la new age y la música electrónica, y han llevado a tales conglomerados a sus distintas corrientes, como por ejemplo el grupo Gregorian, que interpretó bajo las anteriores consignas el tema “Highway to Hell”.
En un ambiente diametralmente opuesto, el del tiempo del ocio expansivo y sensual, la canción encontró un nicho para construir en él una forma con la que comunicar su idea. Así resultó un objeto que sumó el concepto gráfico, el interiorismo y, sobre todo, la aprehensión y selección de la música idónea para convencer de que hay un más allá en el misterio del ocaso.
Una DJ francesa pensó que la brutalidad de la canción de los australianos podría ser reinterpretada. De tal suerte pensó que la manera de rehacerla era a través de su sencillez, pero ésta tenía que ser elegante, fashioned y cool. Que enmarcara el ambiente en el que se desenvolviera; que vistiera el instante en que su omnipresencia fuera tan etérea como protagónica; tan unívoca como multidimensional, tan poliédrica como las posibilidades que ofrece el anochecer en sitios cosmopolitas y epicentros culturales. Es decir, un coctel á-la-mode, sin dejar de ser reconocible en su esencia y sello de identidad.
En dicha tesitura la pieza también fue retomada por un icono contemporáneo, que habló de una época y una circunstancia sociopolítica determinada. Carla Bruni, ex Primera Dama de Francia, que al dejar de serlo volvió a presentarse en uno de sus antiguos oficios, el de cantautora (anteriormente había sido modelo), e incluyó la canción en su repertorio en vivo para darle un ligerísimo toque de “salvajismo” a su repertorio y mostrar su empatía con el texto, dadas sus experiencias en giras presidenciales y profesionales.
El riff, la melodía, el ritmo acelerado, (aunque los bajos trepidantes, los alardes en batería, ya no tuvieron importancia en su versión) y un mayor movimiento escénico, le inyectaron al tema su personalidad de Jet-set. Pero una de las características de una canción que hace dar el brinco y dejarse llevar por ella, la que pone la piel de gallina, es sin duda la letra y su melodía. Y esos ingredientes de la canción lo resisten todo. Incluso a un auditorio de asistentes del mismo pelaje, que en su vida han escuchado una nota de heavy metal o hablar de AC/DC, o de las peripecias de una gira sin límites.
Pero si se alinean los planetas y se tiene un riff poderoso, una gran melodía, buen ritmo y letra memorable, la canción será un dardo de adrenalina perfecto para cualquier momento. Eso ha sido “Highway to Hell” para intérpretes y escuchas durante 40 años, y sigue contando.
VIDEO SUGERIDO: AC/DC – Highway to Hell (Official Video), YouTube (AC/DC)
Ulises Clue hablaba todo el tiempo de viajar a Transilvania, de ir a San Francisco, de mudarse a Los Ángeles donde, según él, había auténticos criaderos de vampiros.
Había conseguido videos raros, era coleccionista de libros sobre el asunto. Incluso pagó una cantidad grande de dinero por unos supuestos mapas que le descubrirían catacumbas, antiguas construcciones, cementerios clandestinos, en los cuales se celebraban ritos y ceremonias que tenían como objetivo la exaltación de la morbidez.
Me mencionó incluso una dirección en especial que reunía a gente que buscaba saber el momento de su muerte por adelantado. Es decir, en aquella época el tipo tenía una real obsesión por el asunto.
Cierta vez, que nos encontramos en las oficinas de la revista donde trabajábamos, me pidió que le recomendara discos y artistas que tuvieran el tema vampírico y su contexto como principal interés, para cubrir la parte musical de su afición.
Incluso lo acompañé un fin de semana a la tienda que tenía un extenso catálogo de gothic-rock en Manchester, y adquirió una veintena de álbumes, entre ellos el del grupo iniciático de tal subgénero: Bauhaus, el cual interpretaba la pieza “Bela Lugosi’s Dead”.
Luego de ello nos metimos en un pub para que le platicara acerca de cada uno de aquellos grupos mientras nos tomábamos unas cervezas gigantescas. En medio de la charla le pregunté qué era para él un vampiro. Se soltó entonces con todo un cúmulo de citas, autores, ensayos y demás, que lo pusieron eufórico.
En una breve pausa que hizo en su dilatado discurso, lo cuestioné acerca de su romanticismo en ese sentido y sobre la unidimensionalidad de su visión acerca del fenómeno.
“¿Qué quieres decir?”, inquirió a su vez. Entonces le comenté que un vampiro no era sólo Nosferatu, Drácula o sus secuelas, o dicho de otro modo, había vampiros cuyo fin no era únicamente la sangre de sus víctimas, sino otros elementos, sustancias e incluso entelequias.
Tras un intercambio de ideas al respecto, aceptó que era posible también considerar esas opciones, pero quería que se lo demostrara con algún ejemplo concreto. “De acuerdo –le dije–, pero lo haremos cuando regresemos a lo nuestro”.
Al mediodía del lunes siguiente se puso insistente al respecto. “Ok –casi le grité–, pero tenemos que esperar unas horas para que en cuanto la tarde caiga (o sea el Ocaso, en tu lenguaje) te pueda mostrar un ejemplar de ellos”.
Tiempo después salimos rumbo a un edificio en el que había vivido anteriormente y podíamos subir al tejado. Nos escondimos en un rincón que permitía la observación de un amplio panorama de las construcciones aledañas.
“Mira hacia allá –le susurré—. Los últimos rayos del sol le marcan el momento de alistarse. En ese cuartucho que ves nuestro personaje aguarda en la quietud el lento transcurrir de las horas. Se la pasa tirado ahí en su cama desde que regresa al amanecer.
“Con el primer movimiento que hace dentro de esas cuatro paredes espanta a las cucarachas por un instante. Luego, éstas continúan su labor por doquier y él se entretiene durante un rato interminable pisándolas y escuchando el sonoro crujir de sus caparazones.
“Los cadáveres de innumerables animalejos se suman a otras tantas capas de polvo y basura regada por ahí y por allá. Es una alfombra que se acolcha cada vez más cada vez que termina con los aplastamientos.
“Da entonces los primeros pasos hacia la tabla encima de unas cajas que le sirve de mesa. Deposita ahí la Coca-Cola y los pastelitos envueltos en plástico que trae en las bolsas del abrigo que antaño perteneció a otro velador. Se lo quita y avienta al camastro mientras busca un vaso (tampoco es un bárbaro que beba a pico de botella).
“Como no lo encuentra nunca, se dirige hacia una de las paredes, descarapelada y verdosa por la humedad, donde está un atascado y repleto fregadero y rebusca algún utensilio que le sirva. Regresa, toma los pastelitos y se vuelve a acostar.
“De la silla que tiene junto a él escoge alguna de las revistas del montón que yace ahí y se dispone a leer mientras cumple con el rito del lunch. Es una revista antigua, pero no importa, le da lo mismo en espera del sueño.
“Una vez que termina, arroja la envoltura al suelo y se tapa con el abrigo. Le sobresalen los zapatos, pero no se los quita para evitar que las cucarachas se les metan.
“Cierra los ojos pero no duerme. Prefiere repasar las peripecias que le deparará la noche. Sobre todo cuando subirá al segundo piso de la bodega que cuida (lo sé, porque lo he seguido aún sin estar armado de crucifijos, ajos o estacas) y descubrirá en la ventana del edificio de en frente a aquella pareja que suele retozar al amparo de la seguridad que le otorga la intimidad de su departamento.
“Afuera hay oscuridad y es de madrugada. Se alegra, pues no tendrá que recurrir a las fotografías de siempre para satisfacer sus ansias (no tiene cable ni acceso a los canales porno más populares, es pobre). No será necesario forzar la vista para adivinar las formas y los movimientos. Succionará la savia de tal escena y nutrirá de espejismos los huecos de su existencia, por una noche más.
“Finalmente, el atisbo de la primera luz del día lo sorprenderá de espaldas rumbo a su dormitorio…con acusadas ausencias de glamour y de literatura, mi estimado Ulises”
VIDEO SUGERIDO: Bauhaus – Bela Lugosi’s Dead Live (1980), YouTube (Oloferne8181)
El leitmotiv de la película Love Actually, protagonizada por una pléyade de actores ingleses, es la carrera por el gusto popular del simplón remake de un tema de los años sesenta: “Love is All Around” que interpretaba el grupo The Troggs, a cargo de un viejo rockero ex junkie.
Efectivamente, a su alrededor y durante las fiestas decembrinas –a través del filme– se cuentan varias historias donde el amor florece en alguna de sus formas, mientras dicha versión musical pugna por alcanzar la cima de las preferencias públicas.
El tratamiento en clave humorística de tal concurso es, sin lugar a dudas, un socarrón comentario al respecto de esta situación que se vive ahí año con año.
Curiosamente, una de las costumbres recientes de la sociedad británica es que dentro de su territorio anualmente se genera una gran expectación por saber cuál será la canción triunfadora en las fiestas navideñas (como sucede en la película). Incluso entran en juego las casas de apuestas con grandes cantidades como anzuelo para la especulación.
Sin embargo, en el año 2008 no había dudas al respecto. Tenía ventaja Alexandra Burke, una concursante del programa The X Factor que había encandilado a buena parte del Reino Unido.
(“Factor X es un programa de televisión internacional dedicado a la búsqueda de nuevas estrellas musicales que tengan el talento innato”, dice su propaganda. Es una emisión producida en la Gran Bretaña por Fremantle Media, y creada y desarrollada por Simon Cowell”.)
Su cóver de “Hallelujah”, una canción de Leonard Cohen publicada 25 años antes, ocupó el puesto máximo de las listas de popularidad: en la fecha de su lanzamiento como single (un día después de ganar el concurso), el tema superó las 100 mil descargas legales en Internet y rompió además otros varios récords de ventas.
Lo extraordinario de tal efeméride no son los datos antes mencionados, sino los siguientes: en el puesto número dos de tal lista apareció la misma canción, pero en la versión del malogrado cantautor estadounidense Jeff Buckley (de 1994), quizá la mejor realizada hasta el momento, según la crítica especializada y en opinión de respetados músicos (como Bob Dylan o Thom Yorke, entre muchos otros). Circunstancia inédita en medio siglo de historia de dicho registro.
La iniciativa para impulsar la candidatura de esta última interpretación partió de los propios melómanos informados que detestaban –y detestan— la hegemonía ideológica y homogeneizadora de los concursos televisivos, en cuanto a la directriz del gusto musical colectivo.
Empeñados en que la de Factor X (Burke) no llegara al número uno se conjuraron, en una revolución benévola y democrática a través de las redes sociales, para comprar la más venerada recreación de “Hallelujah”, la del estadounidense Jeff Buckley, quien la dejó grabada en su primer y único disco, Grace, tiempo antes de morir ahogado.
En segundo término y como efecto colateral, la campaña en contra desatada por el público británico, propició que el disco con el tema original de Cohen, Various Positions (de 1984), volviera a ponerse en circulación tanto en los medios de comunicación como en las tiendas de discos sorprendidos por el efecto producido por tal tema.
Finalmente, para Leonard Cohen, un autor cuya música no era habitual en las listas de éxitos ni en el gusto masivo, recibió un jugoso cheque por las regalías causadas por este fenómeno musical.
Un hecho que lo congratuló con el mundo, luego de que saliera a la luz pública que su representante y persona de todas sus confianzas le había estado esquilmando sistemáticamente su cuenta bancaria y otros derechos de propiedad, hasta dejarlo en la inopia total ya septuagenario y luego de 40 años de trabajo.
Dos regalos de Navidad que obviamente lo pusieron a reflexionar, una vez más, sobre la mística del sentido de la vida, del amor, la soledad y los deseos.
VIDEO SUGERIDO: Leonard Cohen – Hallelujah, YouTube (LeonardCohenVEVO)
Escucho la voz que me habla desde el fin de la existencia.
De repente todo desaparece. Ya no oigo la música.
El silencio. Sólo el silencio y yo. Sólo yo en el silencio.
¿A dónde se fue la música, la voz cascada por la existencia?
La pregunta rebota en el eco de mi mente. En la oscuridad.
Desasosiego. Sé que tengo abiertos los ojos, pero no veo nada.
Comienzo a caminar con los brazos extendidos hacia el frente.
Las manos abiertas.
Siento la negrura rodeándome. Es espesa. Sorda. Muda.
Surge allá, lejos, la intención de un horizonte. Sí, hay algo.
Voy hacia ello con paso lento hasta que se denota por completo la forma.
Me encuentro en un túnel y ahí está la salida. Es un semicírculo perfecto.
Su resplandor es invernal, brumoso, un tanto sucio. Tengo que llegar a él.
Sin embargo, entre más rápido camino más se aleja. Acelero y se encoge.
Angustia. Quiero avanzar y no puedo. Parece como si estuviera en una banda continua.
Voy hacia atrás entre más intento ir hacia adelante. La salida se hace pequeña, pequeña. Desaparece.
Otra vez la oscuridad. Estoy cansado. Me detengo a respirar. Me ahogo.
Una risa burlona me corta la aspiración. Mantengo inmóvil mi cuerpo.
¿Oí algo? ¿De verdad escuché la risotada? La negrura permanece mustia, callada. ¿Lo imaginé?
La mano que se posa firme y fugazmente me responde. Otra risita socarrona.
¿Es un tipo? No lo sé con seguridad.
El fuerte latido de mis sienes no me deja atender con claridad.
Sé que tengo miedo. El mayor que haya sentido en mi vida. El peor de todos: el miedo a lo desconocido.
Ya no estoy solo, sino acompañado por eso que está jugando conmigo.
La mano se posa de nueva cuenta y yo lanzo el grito que nunca pensé poder emitir. Es el grito de un yo ignoto, primitivo. Ese grito me ensordece y por alguna causa me pone de vuelta en el túnel y vislumbro otra vez la salida.
Corro hacia ella, pero estoy consciente de que ese algo me puede ver a contraluz y decido pegarme a una de las paredes. Pero conforme intento acercarme ésta se aleja. Estoy otra vez en la oscuridad. Presiento que “eso” está detrás de mí. Volteo y el Miedo ya tiene forma. Es una especie de arlequín picassiano, extraído de una pintura, sin contornos redondos. Puras líneas que integran ¿un cuerpo? Con pequeños cuadrados. Es totalmente negro, acerino, como hecho de obsidianas. La cabeza es un gran rombo y en medio suyo el brillo rojizo de una mirada. Desaparece con otra risita chocante. Sólo un instante me dejó verlo. Para que lo grabara en mi memoria, en mis huesos. Intento recargarme en algo. No puedo sostenerme de pie. Cuando estiro los brazos atravieso una pared que no veo, pero intuyo. Estoy ahora en el fondo de un pozo profundo, pero por alguna causa hay cierta luz grisácea, enferma. Es un sitio redondo de dos metros de circunferencia. Volteo hacia arriba y no veo nada. El resplandor opaco puede salir de las piedras mismas. Intento escalarlas aunque sé que es inútil. Siento una gran tristeza. Estoy consciente de agitada respiración, de esa presencia, del hueco en mi estómago, de mi soledad. Por primera vez pienso en serio en la muerte.
Someone to hear you’re prayers/
Someone who cares…
Ella me platica después, al despertar, que estaba en una habitación cerrada. Se mira dormir plácida, tranquilamente. De repente, irrumpen sin abrir la puerta dos espantajos entre murmullos de malevolencia. La miran y se dirigen hacia la parte del cuarto en que guarda sus tesoros, lo que más quiere en la vida. Las apariciones le muestran lo que harán con ello. No puede moverse. Está paralizada y observando cómo dañarán sus querencias, su propia existencia. Llora. Pero en medio de su angustia se acuerda que alguien le dijo, o leyó, que algunas palabras sirven para estas cosas. Ella nunca las ha dicho ni se sabe ninguna. Sin embargo, de su boca empiezan a brotar una tras otra, las fundamentales. Con los ojos cerrados, con los puños apretados, deja salir las palabras de manera firme y clara, convencida de cada una de ellas. Al abrir los ojos los demonios han desaparecido. Cuando me lo cuenta está muy sorprendida. Salvó todo lo suyo con una letanía que no conocía. Yo no tengo nada que decirle, excepto que Johnny Cash murió anoche, mientras dormíamos.