Por SERGIO MONSALVO C.
(Relato)
Todas las ciudades producen algunas flores extrañas y fascinantes. Ésta tiene un aroma de música tan extraño para nuestro medio como el de una botella de vino Va de Bòlid del Priorat.
Ella es flor y es canto. Su nombre es Lorraine.
La conocí y el gran tema del blues fue nuestro punto de contacto. En su plática está la actitud que fundamenta a los correligionarios del género: una forma de sentir al mundo, de enfrentarlo, de gozarlo, aunque la duda y la ambivalencia, con lo material más primario y de pura sobrevivencia, interfiera en su total desarrollo. La metafísica existencial en plena guerra civil.
Luego la oí cantar.
Lo hace lenta y cansinamente, arrastrando la voz. Se encuentra en el difícil punto entre la melancolía y la incontinencia de una boca bárbaramente desnuda que dice lo que quieres escuchar. Su desapego al estudio de las raíces o de lo contemporáneo hace nula la influencia de alguien en su manera de interpretar.
¿De dónde procede su estilo, cómo se manifestó? Nada de esto puedo decirles. Descubre la melodía y si tiene algo que ver con ella la canta, así de sencillo. Y cuando lo hace los que la oyen también sienten algo, sin importar el trabajo, los ensayos o los arreglos musicales. Es distinta. No podría ser de otra manera. Así es la naturaleza y ella es pura naturaleza.
Confirma todas las sospechas. El blues encarnado da en esa sala, de mayoritario público adolescente, una buena probada del devenir adulto, de ese cosmos lúdico, sensual y de quebranto, al que muchos de ellos no tendrán nunca acceso. El blues como una afirmación de vida y amor, del placer carnal, del dolor y la pérdida y también, por qué no, de la maldita esperanza.
Ella lo siente, lo intuye, lo vislumbra. Su riesgo personal está en vivirlo. Tiene la presencia, la arrogancia, el nervio y sobre todo la voz necesaria.
Lorraine canta el blues.