Por SERGIO MONSALVO C.
(ASIA)
Sucedió una mañana mientras me dirigía a Coney Island. Iba con la intención de pasar el día en la playa tomando el sol, leyendo un libro o la de pasearme por el boardwalk mientras me bebía unas cervezas. Sin embargo, no hice más que la última cosa.
En realidad estuve pensando en la escena que había vivido en aquel chirriante Metro neoyorquino sentado en una banca frente al mar, y luego escribiendo sobre lo que saqué al respecto de ella.
Por fortuna al subirme en aquella ocasión, me había tocado asiento. Lo celebré, pues el trayecto sería largo hasta la mencionada terminal. Así que estaba regodeándome en mi buena suerte, cuando las vi subir al carro: un par de adolescentes de unos trece o catorce años de edad. Una, a pesar de ser bonita no destacaba en lo más mínimo, pero la otra sí.
Era igual de bonita, pero además de eso tenía un aura especial, emanaba otra vibración literalmente. No podía apartar los ojos de ella. Pero no sólo yo, sino el resto de los hombres, jóvenes y adultos, que íbamos en esa parte del carro.
Era como un imán del que no podíamos despegarnos. Vestía chamarra y pantalones de mezclilla, una camiseta blanca sin lema o imagen alguna, y unos zapatos tenis blancos, gastados. Con ellos fue que la escena, ya de por sí inquietante, adquirió una dimensión extra.
El tipo que estaba sentado a mi lado se levantó y fue hacia ella. Al llegar a unos centímetros suyos se inclinó, puso las rodillas en el piso y comenzó a abrocharle la agujeta que estaba suelta de uno de dichos zapatos. Lo hizo pausada y esmeradamente, como si estuviera realizando un rito.
Ellas, estaban sorprendidas y mirándose entre sí, a punto de la carcajada. Los observadores, asintiendo y un tanto envidiosos. Él, al terminar su labor, se levantó, la miró con una sonrisa de agradecimiento y se bajó en la estación a la que habíamos llegado.
Ellas, riendo, comentaban lo sucedido. El resto de los pasajeros se quedó ensimismado, como yo, que me mantuve así hasta que llegamos a la última estación y a la playa, donde me puse a hacer lo mismo: pensar, para luego ponerme a escribir lo que había vivido, mientras en mi cabeza no dejaban de sonar las notas de “Heat of the Moment”, nunca mejor evocadas.
La fascinación que ejercen las adolescentes con sus frescos cuerpos femeninos es compleja, muchas veces placentera, otras tantas angustiosa, pero a todas luces innegable.
La sensación que se tiene mirándolas, deseándolas, soñándolas, imaginándolas, es la de vivir al borde del abismo, y esa sensación nos domina por completo, porque sin lugar a dudas lo que en el fondo de sus ojos entrevemos no es cierta distancia, sino de verdad el abismo.
La atracción que ejercen estos sugestivos seres es pues la del vértigo, la del abismo perturbador. Como todas las fascinaciones hechiceras, consiste en que no podemos apartarnos de ellas y mucho menos la mirada, la posibilidad de un instante de vida deslumbrado.
En el vértigo la mirada no puede apartarse del abismo precisamente porque en él no hay nada, quizá un blando colchón de placer, probablemente el duro corazón del drama.
Pero, ¿cómo empieza todo eso; a amarse la pertenencia al enigma de un ser con quien sólo podemos tratar bajo la dudosa luz de las significaciones?
La imposibilidad de comprensión ante el embeleso se manifiesta de dos maneras: lo primero que se nos ocurre es aislar la circunstancia del minuto aquel en que fuimos atrapados por cualquier detalle. Así, intentamos una y otra vez saber con certeza cuál es el momento que hay que vivir. Pero los minutos lo lanzan a uno de aquí para allá sin que ninguno se revele como el de la significación primera.
Lo más lejos que se puede llegar es a comprender que todos los minutos son en cierto sentido el mismo. Que para todos los tocados por el viento de esa ala cada uno de aquellos minutos es el minuto del encanto, y que éste comenzó con el encuentro.
La figura de la carne joven, jovencísima, a primera vista tienta siempre la imaginación. Pero ¿no implica ello que en realidad anhelábamos ya a ese ser antes de conocerlo? (Proust, afirmó que sí).
La oscuridad envuelve el nacimiento mágico de la infatuación y por el de una de estas desenfadadas sílfides aún más.
«Hay que ser un tipo infinitamente melancólico –escribió Vladimir Nabokov–, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida, para reconocer de inmediato la llegada del toque de dicha ala, por signos inefables –el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar–; para reconocer al pequeño demonio mortífero entre el común de las adolescentes; y allí está, no reconocida e inconsciente ella misma de su fantástico poder”.
Y se explaya el escritor: «Puesto que la idea de tiempo gravita con tan seductor influjo sobre todo ello, el que la mira no ha de sorprenderse al saber que debe existir una brecha de varios años –nunca menos de diez, diría yo, veinte o treinta por lo general, entre la mujercita y el hombre para que este último pueda caer bajo el hechizo de tal nínfula. Es una cuestión de ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite». Hasta aquí Nabokov.
«Me he topado con la ráfaga, y yo con las alas marchitas», dijo el escritor Alberto Moravia alguna vez cuando habló de su fascinación por una adolescente romana que lo trajo por la calle de la amargura.
No obstante, la desventura del italiano ante lo aciago de un sentimiento incontrolable produjo para la literatura una obra inolvidable y llena de emotiva poesía: «¿Por qué he de sentirme desolado? ‑‑escribió tal autor a un amigo–. En el fondo ella nunca será mía; cuando mucho una ficción, siempre una niña dorada, como una foto de Lewis Carroll, pero igualmente habrá valido la pena vivir por el hecho de haberla conocido y anhelado, por la calidez que dejó en mí para siempre tal momento».