EL SONIDO Y LAS ILUSIONES

Por SERGIO MONSALVO C.

EL SONIDO (FOTO 1)

 (PAUL AUSTER)

El sonido puede ser prodigioso, también un regalo abstracto, una dádiva. Su música se hace espacial y sensible en la interpretación de la voz humana como instrumento con el canto, igual que la palabra en el teatro, en una lectura de narrativa o poética, lo mismo que en un buen discurso o plática.

Escuchándolo se empieza a entender de verdad toda la tremenda comprensión que hay en el arte sonoro, la tensión física requerida y expresada por él de modo que infinitas cosas puedan caber en los pocos minutos de un track, de una pieza teatral, de un cuento o fragmento verbalizado o de una idea expresada con voz sabia, intensa y llena de color.

Todo ello ayudado por los cortos segundos de silencio entre sus pluralidades, desde la percusión más bronca hasta la frágil melodía, desde la complicación suprema a la pura sensación etérea de una maestría que se escucha y se disfruta. Al hacerlo no queda más que aplaudir lo oído espontáneamente y tratar de guardar algo de su esencia en la aún más quebradiza memoria, plagada de esas ilusiones.

Ejemplos tengo muchos, como cualquier persona. Pero hoy me gustaría contar uno que me sucedió hace unos años cuando fui a una charla impartida por Paul Auster, aquí, en Ámsterdam. Debo confesar que es uno de mis más caros autores, casi un ídolo, así que me afané para asistir a tal evento.

Dejé mi bicicleta justo a las afueras del Museo de Ana Frank –donde encontré el lugar para estacionarla que quizá no tendría en la calle de la cita–. En el cruce donde se encuentran dos de los canales más vistosos de la ciudad: el Prinsen y el Bloemgracht.

Atravesé el puente cercano y me adentré en el antiguo barrio del Jordaan —famoso por ser quizá el más bohemio y artístico de la ciudad—. Era de noche pero el sol aún brillaba con permiso del verano. El recorrido hasta la Eerste Egelantiers Dwarsstraat, donde se ubicaba la librería a donde iba, lo hice por la Tweede, la segunda del mismo nombre, una calle anterior.

Hay numerosos bares y restaurantes concentrados en pocos metros. Heineken, Palm, Dam, Amstel, son las cervezas más anunciadas en el discreto neón de sus escaparates. En la esquina se encontraba Backbeat, la tienda de discos en vinil especializada en músicas blues, jazz, soul, rhythm & blues, ya desaparecida. Se escuchaban los sonidos del nuevo álbum de Lisa Bassenge: A Sigh A Song.

Doblé a la derecha y transcurrí por varios locales de ropa de ocasión. El clima estaba templado y había mucha gente en las mesas de las terrazas que daban a la calle. Llegué al número 52. Ahí se presentaba Auster esa noche. Encima del local se observa –todavía—una placa grabada con una mano sosteniendo una pluma. De hecho esta casa que data de 1630 es conocida como La Casa de la Mano Escribiente, que alude a la actividad literaria de su propietario original.

El sitio –que con el tiempo volvió al rubro de casa habitación haciendo desaparecer la librería– mostraba en sus vitrinas toda la bibliografía del autor neoyorkino. Destacaba por una iluminación especial su Trilogía: Ciudad de Cristal, Fantasmas y La Habitación Cerrada. Textos de los años ochenta. “De cuando Nueva York era otra”, según el propio escritor. En mesas y paredes la obra de Auster totalmente traducida al holandés. De hecho, el evento aquél enfatizaba la presentación de Book of Illusions, la más reciente edición en ese sentido.

Haber llegado con anticipación me dio la oportunidad de hojear algún volumen y de encontrar asiento. Quince minutos después el sitio estaba a reventar. Circuló entonces el vino de honor. Aquí dicho vino se comparte al principio y no al final de las lecturas, como en otros lugares en el mundo.

VIDEO SUGERIDO: Paul Auster on Walking, YouTube (Alex George)

Por fortuna no estábamos en época de lluvias y esa noche, seguro, no le sucedería a Auster lo mismo que en 1991, cuando estuvo en la ciudad por primera vez y cuya efeméride rememoró en el libro autobiográfico, Diario de Invierno, del cual cito el siguiente fragmento:

“Y ahí estás, hace 21 años, recorriendo las calles de Ámsterdam camino de un acto que han cancelado sin tu conocimiento, procurando cumplir diligentemente con el compromiso que has contraído, a la intemperie, en lo que después se denominó la tormenta del siglo”, escribió el autor.

 “Un huracán de tan virulenta intensidad que al cabo de una hora de tu desacertada y terca decisión de atreverte a poner el pie en la calle, en cada esquina de la ciudad habrá grandes árboles arrancados de raíz, chimeneas que caerán al suelo y coches que saldrán volando de su estacionamiento.

“Caminas de cara al viento, tratando de avanzar a lo largo de la acera, pero a pesar de tus esfuerzos no logras moverte. El viento arremete contra ti, y durante un minuto y medio te quedas inmovilizado”. No. En esa noche definitivamente eso no pasaría, me traté de tranquilizar.

EL SONIDO (FOTO 2)

 

 

El poder de convocatoria de Auster era patente. Ya tenía fans como novelista, como poeta, como editor, como ensayista, como  guionista y director cinematográfico. Las mujeres más hermosas del mundo estaban ahí, aguardándolo. ¿Atraídas por el Libro de las Ilusiones; por esa historia del escritor y profesor de literatura que tras la muerte de su familia en un accidente se refugia en la investigación sobre un cómico del cine mudo que desaparece misteriosamente?

¿O quizá por el autobiografismo posmodernista que Auster le ha dedicado a su narrativa metaficcional? ¿O por sus juegos de intertextualidad y exploración de los límites y fronteras entre la realidad y el lenguaje? Ellas se guardaban la respuesta para sí. Mientras tanto, llevaban las copas de vino blanco a los labios, volteaban por enésima vez hacia las puertas que daban acceso al lugar, y esperaban.

Auster se presentó cinco minutos antes de la hora señalada: las 8 PM. Era (es)  un tipo alto, fuerte, elegante. Con una mirada dura e inteligente. Cada movimiento o gesto suyo, resultaban sofisticados, reflexivos. Se me figuró una especie de Robert Mitchum de las letras. Duro también, con humor mordaz y espíritu crítico. Estrechó algunas manos. Se sentó en una silla tallada. Le dio un trago a la copa de tinto y atendió a la introducción que su editora hizo hacia el público heterogéneo.

Al terminar la corrigió, amable, y dijo que no hablaría sobre la literatura como arte (como subtitulaba el cartel publicitario del encuentro), de la cual señaló no saber casi nada. Se escucharon las risas del respetable, que sabía acerca de sus agudos ensayos y estudios monográficos sobre diversos autores (Beckett, Kafka, Céline, Proust).

Dijo, en cambio, que charlaría mejor sobre su reciente libro —“Una síntesis de mi quehacer narrativo”—, en el cual trataba los temas que más le han interesado en la vida: la soledad, el hambre, el azar, el abandono y la desintegración del individuo, teniendo como telón de fondo a la ciudad y la palabra como interconexión.

Habló pausada y claramente. Hubo humor seco, destilado, en lo que decía. El cine, la música (el jazz) y Nueva York eran (son) sus influencias directas, sostuvo. Tuvo frases favorables para el compromiso del escritor con sus lectores, “a los que siempre debe dignificar con el buen uso del lenguaje”, dijo; y duras críticas para “la estupidez del gobierno estadounidense y sus acciones”. Palabras cargadas de realismo, de rayos y centellas.

Palabras que ha obsequiado pródigamente desde hace 40 años mediante su trabajo. La hora y media en la que expuso todo eso se fue como agua, como la lectura de sus libros. Terminó la plática, hubo aplausos atronadores y largas filas para obtener una firma en el libro preferido.

A mí, la mitomanía me ganó y le solicité, absurdamente, además de una firma que me obsequiara una palabra, la que se le ocurriera en ese momento: «Sonido», dijo fríamente luego de un segundo. Así que el tal vocablo está en mi anaquel de trofeos desde entonces y al cual regreso una y otra vez.

Auster salió de aquel recinto. Se subió a un taxi Mercedes Benz negro, que ya lo estaba esperando, y se enfiló tranquilamente hacia la prometedora noche amsterdamesa.

EL SONIDO (FOTO 3)

VIDEO SUGERIDO: “El Libro de las Ilusiones” Paul Auster, YouTube (CineArte y Cultura)

 

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EL PRÍNCIPE CANGREJO

                                 Por SERGIO MONSALVO C.

ITALO CALVINO (FOTO 1)

 (ITALO CALVINO)

Estás a punto de empezar a leer El príncipe cangrejo de Italo Calvino (CNCA/Espasa-Calpe, 1990).  Relájate, aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Adopta la postura más cómoda: sentado, tirado, ovillado, acostado. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la cama, en el puf.

Extiende las piernas, alarga los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre la mesita de centro, sobre el escritorio. Quítate los zapatos o vuélvetelos a poner, es igual. Regula la luz de un modo que no fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz todo lo posible por prever lo que pueda interrumpir la lectura. De una vez ve al baño y haz lo que tengas que hacer; si no, tú sabrás.

No es que esperes nada en particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Ni de la selección de futbol. Hay muchos, más y menos jóvenes que tú, que viven a la espera de experiencias extraordinarias. Tú no. Sin embargo, dale una oportunidad a este volumen de cuentos italianos recopilados por el escritor de la misma nacionalidad Italo Calvino (1923-1985).

En ellos se narran historias inimaginables, cuyos protagonistas siempre son princesas, brujas, animales hechizados, madrastras, dragones, hadas y reyes. Son treinta narraciones del folklore italiano que se dividen en cuentos a caballo, cuentos de mar, cuentos de encantamiento, de animales y objetos mágicos y cuentos de niños hechizados.

Italo Calvino se graduó en letras en la Universidad de Turín. Al estallar la Segunda Guerra Mundial se incorporó a la resistencia y al terminar se dedicó a la literatura. Poco a poco sus escritos se alejan del neorrealismo y evolucionan hacia otros planteamientos: incorpora la fantasía a sus narraciones para poder reflejar con mayor profundidad los problemas existenciales del ser humano. Consciente de la importancia y el valor de los cuentos tradicionales, dedicó muchas horas de su vida a recrear literariamente esa rica herencia del pasado. El príncipe cangrejo es ejemplo de ello.

ITALO CALVINO (FOTO 2)

 

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TRUMAN CAPOTE

Por SERGIO MONSALVO C.

TRUMAN CAPOTE (FOTO 1)

 A SANGRE FRÍA

Tras cumplirse los 50 años de la publicación primera de A sangre fría, del escritor estadounidense Truman Capote, el mundo editorial en general puso en el mercado multitud de ediciones del importante libro.

Capote con su hábil fusión de elementos, que incluyen lo grotesco, lo horripilante, lo verídico, el humor, la sensualidad y la metafísica, logró que el público y la crítica lo consideraran escritor de difícil etiqueta, un indagador preciso y lírico de los aspectos más engañosos, secretos y perversos de una realidad aparentemente simple.

Con vigoroso golpe de timón y no menor originalidad estilística, este autor inserto dentro de la mejor tradición narrativa estadounidense (ya había publicado Otras voces, otros ámbitos y Desayuno en Tiffany’s), a mediados de los años sesenta mostró una faceta desconocida al escribir la obra que puede ser considerada como la fundamental en su producción literaria: A sangre fría.

Este término, un episodio verídico fundamentado en la crónica policiaca, le sugirió la elaboración de esta novela-verdad, minuciosa y realista, documental y despiadadamente magistral. Inauguró un género (Nonfiction) que dio un giro novedoso tanto a la literatura del siglo XX como al periodismo más contemporáneo (Nuevo Periodismo).

Capote usó las herramientas de la literatura para escribir la crónica de un hecho inentendible y bárbaro: el sangriento asesinato de una familia en un pueblo del estado de Kansas, en el medioeste de la Unión Americana. En cuanto de enteró del hecho en 1959 se metió de lleno en el asunto con el objetivo absoluto de ceñirse a lo acontecido y que la realidad hablara por sí misma.

Se relacionó con los victimarios, conversó largamente con ellos – sobre todo con uno: Perry Smith— hasta límites peligrosos y se afanó en saberlo todo; en adentrarse en la maquinaria maligna que produjo aquel horror; en indagar hasta encontrar quizá la clave que descifrara matanza semejante.

El resultado de tal investigación apareció primero en cuatro entregas en el periódico The New Yorker y en 1966 en forma de libro. Fue todo un éxito, en más de un sentido. Un acto de nota roja creció hasta convertirse en gran literatura, por una senda distinta. Y el periodismo también, al descubrir la aplicación de los recursos novelísticos a la crónica de una acción salvaje. Nuevos horizontes abiertos principalmente por la buena escritura.

TRUMAN CAPOTE (FOTO 2)

 

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EMILIO BALLAGAS

Por SERGIO MONSALVO C.

 EMILIO BALLAGAS (FOTO 1)

 EL GOZO DE LA EXPRESIÓN*

La evolución de la poesía cubana durante las décadas de los años veinte al cuarenta del siglo XX tuvo entre sus figuras preponderantes a Emilio Ballagas. En este poeta se concretan tendencias aparentemente inconciliables. Como todo bardo cubano, Ballagas tuvo sus raíces literarias en José Martí y Rubén Darío. Él se nutrió de esas fuentes, pero de igual manera se apoyó en otro pilar: el negrismo y su magia.

Muy bien se podría decir que a causa de esta conformación tripartita, la de Ballagas podría haber sido una personalidad o una poesía dividida. Nada de eso. Su obra está constituida de matices y primores lingüísticos. Lo popular adquiere en su pluma calidades de sutil artificio, y lo en apariencia inaccesible se convierte en lo contrario. Arte poética de excelente acabado, sólo interrumpida por su prematura muerte en La Habana, el 11 de septiembre de 1954.

Ballagas nació en la ciudad de Camagüey el 7 de noviembre de 1908, una urbe campesina del centro de la Isla, donde aún en la actualidad perduran arcaicas tradiciones. Según retratos de la época, el escritor era un hombre de estatura mediana y fino perfil: «Tenía un rostro de angelote, los ojos grandes, la frente tersa, tímido el gesto, la voz suave. Había en él una especie de aprendiz de brujo», lo describían. Formaba parte de un grupo de escritores jóvenes, entre los que destacaban Eugenio Florit y Nicolás Guillén. El país por entonces vivía bajo el despotismo político opresor del general Gerardo Machado.

El grupo al que pertenecía el poeta estaba constituido por intelectuales y universitarios de diversas procedencias ideológicas. Tras la caída de Machado, en 1933, Ballagas inició sus primeras salidas de Cuba. Era gran conocedor del lenguaje español, lo mismo que del inglés y el francés, de los cuales se convirtió en reconocido traductor. De tal suerte visitó Europa, Estados Unidos y Sudamérica, descubriendo las obras de escritores puntales en diversas vanguardias.

A mediados de los años treinta entró en circulación la poesía negrista, de cuyo ritmo casi ningún escritor cubano pudo evadirse. Inserto en dicha propuesta poética, Ballagas se dio a conocer rápidamente a través de su libro Cuadernos de poesía negra (Santa Clara, 1934), el cual llegó a todos los rincones de la isla y se expandió luego por diversos lugares del continente americano. En Europa, sólo algunos sectores, sobre todo franceses, pudieron hacer acuse de recibo a través de revistas y suplementos culturales.

Su ritmo entre épico, elegíaco y popular, es la triple circunstancia de su obra poética. De esta etapa otra de las cosas conocidas de Ballagas es su «Para dormir a un negrito», poema adocenado pero rebosante de escondidos tesoros, hasta su imitativo vocabulario popular.

Dórmiti mi nengre,

dórmiti ningrito.

Caimito y merengue,

merengue y caimito.

Dórmiti mi nengre,

mi nengre bonito.

¡Diente de merengue,

bemba de caimito!

Cuando tu sía glandi

va a ser bosiador…

Nengre de mi vida,

nengre de mi amor…

(Mi chiviricoquí,

chiviricocó…

Yo gualda pa ti

tajá de melón)…

En todos sus poemas no hay ninguna intención política, demagogia racista o protesta lacrimosa. Con terneza, Ballagas enumera, pinta, evoca, describe, presenta, sugiere y siempre canta…

*Fragmento del texto El gozo de la expresión, publicado en la sección “Son del mundo” de la revista Bembé, en 1998.

 

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GEORG TRAKL

Por SERGIO MONSALVO C.

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EL POETA DE LA MUERTE*

A Georg Trakl se le ha llamado el mago más puro de la poesía moderna alemana y también el poeta de la muerte. Desde la ciudad de Mozart cantó al horror de sentirse un extraño en este mundo. Su mirada apocalíptica lo fijó como un vidente atormentado en el alba de nuestro siglo, un tiempo al que él presagió de ruina, horror y desastre.

La suya ha sido una experiencia fundamental en el dolor a la que se le compara con la de un ángel pálido que presencia la destrucción humana, mientras él mismo siente los pies hundidos en el fango de la podredumbre, perdido bajo la maldición y devastado por el amor culpable, por el alcohol, las drogas y la locura.

Este ser torturado, que reconocía a Rimbaud como su influencia detonante, emitió sus lamentos por lo irremediable, por el caos infernal que condenaba al mundo y del cual no había escape. “En su espera impotente del fin —dijo el estudioso de su obra, el suizo Adolf Muschg— todas las cosas se le convertían en música fúnebre órfica”.

El canto de los pájaros, el susurro de los árboles y los jardines enuncian como una pesadilla el sentido de los acontecimientos sólo comprendido por el poeta: el duelo por un mundo que ya no será mañana, como en el poema «Día de muertos», en el que escribe lo siguiente:

«Estos hombrecillos, estas mujeres, la gente triste/ Esparce hoy flores azules y rojas/ Sobre las sepulturas de pálida luminosidad./ Pobres muñecos ante la muerte./ ¡Oh! cómo parecen estar saturados de temor y humildad,/ Cual sombras tras negros arbustos./ El viento otoñal solloza con el llanto de los que aún no nacen./ Ciertas luces se ven vagar./ Los suspiros de los amantes ululan entre el ramaje./ Allá se consume la madre con su hijo./ Irreal se antoja el corro de los vivos,/ Curiosamente disperso bajo el viento de la noche./ Su vida, llena de turbias penas, es tan confusa./ Dios, ten piedad del infierno y tormento de las mujeres,/ De estos desconsolados plañidos de muerte/ Los solitarios deambulan en silencio por el recinto de las estrellas». (Versión de Angelika Scherp).

Trakl nació el 3 de febrero de 1887 en Salzburgo, Austria. Los ascendientes de su padre eran originarios de Hungría y los de su madre de Bohemia. El negocio de la ferretería permitió a la familia de seis hijos llevar una vida acomodada.

A los 18 años y sin la aprobación de su padre incursionó en la carrera de farmacéutico, la cual le llevó tres años de trabajo práctico y cuatro semestres de estudios especializados en Viena, donde obtuvo el título de maestro farmacéutico. Después de ingresar al servicio militar voluntario por un año (1910-1911), Trakl hizo varios intentos en Salzburgo, Viena e Innsbruck por dedicarse a su oficio.

No pudo lograrlo más que a lapsos breves e intermitentes; sin embargo, en estos viajes se relacionó con Karl Kraus, Oskar Kokoschka, Ludwig von Ficker (quien publicó la mayor parte de su producción poética en la revista Der Brenner) y conoció muy de cerca el pensamiento y trabajo de Otto Dix y George Grosz. Al estallar la Primera Guerra Mundial se le reclutó y envió al frente como encargado de medicamentos. Ahí vivió realmente lo que había previsto: el auténtico terror; y cumplió con su destino.

Su obra artística abarcó dos vertientes, el teatro y la poesía. Las piezas dramáticas que escribió (Totentag y Fata Morgana) se perdieron en la oscuridad de los tiempos y actualmente sólo se conservan algunos fragmentos de una pequeña puesta para títeres llamada Blaubart.

La poética a su vez tuvo dos periodos, el primero bucólico y apacible (1906-1910) y el segundo que lo despertó a la amargura del mundo: «…en ella está toda tu culpa sin solución; tu poema es una expiación incompleta». En este segundo se palpa el influjo tanto del simbolismo como del expresionismo, pero manejados con su propio e innovador lenguaje.

A Trakl ni el amor pudo rescatarlo pues, encarnando la poesía de Rimbaud, ante las fealdades de este mundo se estremeció en su corazón grandemente irritado y, colmado por la herida eterna y profunda, empezó desde muy pronto a desear y amar a su hermana Margarethe, cuatro años menor que él.

Este sentimiento atentatorio lo marcó de por vida con una culpabilidad de intensa violencia y condujo al peor de sus temores metafísicos, al uso de diversas drogas (morfina, cocaína, veronal, entre otras a las que tenía fácil acceso por su oficio) y del alcohol, como una forma de angustiosa autodestrucción y de acceder a otros planos de conciencia.

Al ser reclutado a filas tuvo la absoluta manifestación de sus visiones. Durante la batalla de Grodek el farmacéutico Trakl, solo y sin medicamentos, tuvo que atender a decenas de hombres gravemente heridos en medio de los gritos de dolor, la sangre y los fragmentos humanos.

No soportó la concreción de sus terribles pesadillas e intentó suicidarse en la vorágine de un colapso nervioso. Descubierto a tiempo se le curó y envió a una clínica militar en Cracovia para su observación. Fue recluido en la misma habitación de un oficial que padecía alucinaciones, presa del delirio. Ahí en ese cuarto Georg Trakl murió el 3 de noviembre de 1914 debido a una sobredosis de cocaína.

 

*Este texto fue publicado por primera vez en el periódico La Jornada en 1990.

 

GEORG TRAKL (FOTO 2)

 

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GUSTAVE FLAUBERT

Por SERGIO MONSALVO C.

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EL EVANGELIO DEL DESPRECIO

A mediados del siglo pasado el autor francés Gustave Flaubert (1821-1880) le escribió a su colega George Sand lo siguiente: «Usted no sabe lo que significa estar sentado todo el día con la cabeza entre las manos, devanándose los sesos por encontrar una palabra». Desde entonces esta queja sobre el tormento de escribir aparecerá siempre en su correspondencia.

Efectivamente, durante días enteros Flaubert se paseaba entre los muebles de su casa para que le llegaran los pensamientos. En una semana producía apenas dos páginas. Jaquecas, dolores de estómago, serias perturbaciones y depresiones nerviosas lo castigaban, y siempre le quedaba la duda en sus textos de nunca escribir lo que realmente quería.

Como él mismo sabía, su vida era absurda, demencial y estaba sometida a una moral ascética impuesta por él mismo, que lo mantenía erguido y que lo derrumbaba al mismo tiempo. En medio de un mundo para él necio, embustero y vulgar, quería crear en el arte un campo de autenticidad. Prefería morir antes que abandonar el deseo de buscar siempre la única palabra correcta; prefería dejarse desollar vivo antes que escribir un lugar común, un cliché, una frase hecha.

A un fragmento de sus obras, el Diccionario de lugares comunes, Flaubert quiso hacerlo la segunda parte de una novela, también fragmentaria, sobre sus dos personajes Bouvard y Pécuchet, devotos de la ciencia y dedicados al estudio.  Así pues, en 1850 explicó en una carta a su amigo Bouilhet el plan de un prólogo irónico sobre su «evangelio del desprecio», en donde escribiría con la intención de devolver al lector «a la tradición, al orden y a la convención».

Dos años después le escribió a Louise Colet que el dicho Diccionario de lugares comunes debería registrar, en orden alfabético, todo «lo que hay que decir en sociedad para ser un hombre decente y amable». Ante tal acumulación de trivialidades –pensaba Flaubert– uno debería sobrecogerse tanto que no se atreviera a hablar más, «por miedo a utilizar una de las frases que se encuentran contenidas en él».

Según el modelo del libro se obtendría así, mediante la técnica de la cita desenmascarada, a grandes rasgos, una enciclopedia de las habladurías, clichés, frases sobadas y lugares comunes, que manifestaran claramente la estupidez de la sociedad sin necesidad de comentario alguno.

El Diccionario de lugares comunes de Gustave Flaubert se volvió así históricamente moderno e indicador del futuro, porque en él nos encontramos con un escritor que no cuestiona a la sociedad en sus individuos, instituciones o formas de conducta, sino en el sustrato anónimo del lenguaje.

Hoy en día, gracias a la lingüística y a la crítica ideológica, se ha diferenciado y agudizado este punto de vista, y el lenguaje, en cuanto sistema de prejuicios y modelos de experiencia, en cuanto escondite de significados parasitarios, en cuanto potencia donante de la conciencia, se ha convertido en un tema principal de la literatura y representa, formalmente, el desprecio por las trivialidades inmensas de conversaciones que giran en torno a sí mismas.

Los estudiosos de la lingüística social han referido al respecto el siguiente argumento: «Es fácil reírse del múltiple y aparente saber de las mayorías o convertirlo en objeto de estudio y observación; sin embargo, no debe pasarse por alto en qué medida la supuesta cultura humana está basada, de hecho, en esos lugares comunes, prejuicios e ideas preconcebidas confirmados por ese mismo consenso general…»

De esta forma la risa se torna en mueca y esta argumentación devuelve la razón al horror de Flaubert ante los convencionalismos de la charlatanería común, pues nos presenta desnuda a la necedad como tal, socialmente hablando.

El arte y la literatura han tenido siempre el objetivo de liberar al lenguaje de las rutinas alienantes y proponer a la sociedad opciones acerca de sí misma; son la contraparte a tanta tontería que utiliza gustosamente toda perogrullada y también lo cursi y que convierten los formalismos en hábitos y en costumbres patéticas (sobre eso Flaubert estaba consciente de manera dolorosa).  Si no, compruébese leyendo, viendo u oyendo actualmente cualquier medio masivo, sobre todo Internet, distribuidor indiscriminado y mayoritario de lugares comunes en todos los sentidos de la vida humana.

GUSTAVE FLAUBERT (FOTO 2)

 

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STEPHEN HAWKING

Por SERGIO MONSALVO C.

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 Y LAS PEQUEÑAS COSAS

Hygge, el dios de las pequeñas cosas, me ha obsequiado recientemente con algunas dádivas. Debo decir que esta deidad no suele ser generosa en la cantidad de lo ofrecido, pero siempre lo es en la calidad de lo mismo.

Una muestras: Los goles de Messi, la prodigiosa aparición de otro goleador (¡y vaya que lo es!) con un equipo inglés (Liverpool): Salah “El Egipcio”. Asimismo, están el sol primaveral sobre algunas bancas del Vondel Park, el café latte de Pipes & Beans (una pequeña cafetería de barrio), las uvas de una frutería marroquí cercana a mi casa. En fin, cosas así.

Hygge es la imagen del término escandinavo (muy diferente de su versión hindú) que habla de la felicidad en dosis diminutas, pildoritas de ella que se consumen en la lectura de un buen libro; en la escucha de un disco; en la contemplación de una foto, pintura o ilustración; en el disfrute de una serie de televisión; en la degustación de un copa de vino sabroso, de un buen queso, etcétera.

Las infinitas alforjas de esta deidad están cargadas de anécdotas comunes con las que todos nos podemos identificar, de manera atemporal y selectiva.

Las pequeñas cosas, a su vez, son esos paréntesis cotidianos en los que uno puede divagar sobre el ser y estar humanos. Dentro de cada uno de esos momentos hay un relato completo. Y si uno echa mano de la elasticidad de esas situaciones suficientemente, habrá lugar hasta para esa fantasía llamada felicidad. Con tales detallitos dicho dios busca la empatía y provocar la sonrisa de la mente.

En un verano pasado, cuando anduve por sus dominios, compré un souvenir, un pequeño busto con la imagen del tal Hygge. Lo puse en mi llavero, así que va conmigo a todos lados desde entonces.

El otro día, por ejemplo, estuvimos en la Universidad de Erasmus, en Rotterdam. Hacía un frío endemoniado (20 grados bajo cero) y era el Idus de Marzo. Tuve que caminar del Metro al campus y fueron los mil metros más penosos que haya pasado en los últimos tiempos. De tal modo que al llegar a las instalaciones lo primero que busqué fue una máquina de café para servirme algo y entrar en calor.

Entonces, mi tarjeta de débito no funcionó en el aparato dispuesto junto a la cafetera, ubicada en uno de los pasillos de dicho centro académico. Lo intenté varias veces pero nada. Quise agarrarlo a golpes pero no lo hice. En cambio lancé una grosera exclamación. La guapísima estudiante que estaba detrás de mí sonrió por ello y por mi torpeza con dicho aparato.

Dio un paso adelante, colocó su tarjeta y los focos se pusieron en luz verde. Me preguntó qué clase de café quería. Apretó los botones indicados, esperó a que la tasa se llenara y me la entregó con otra sonrisa. Le di las gracias a ella por ambas cosas y, mentalmente, a Hygge por ese regalo inesperado.

Por otro lado, dicho Idus, además de aquel frío, también trajo consigo a la Parca. Y tras su infausta visita me enteré que se había llevado consigo al científico británico Stephen Hawking (1942-2018). El tipo que intentó explicar a la gente común y corriente, a los neófitos como yo, sus pruebas para conectar la teoría de la relatividad con la mecánica cuántica (que, según los que sí saben, es uno de los retos más grandes que puede enfrentar el cerebro humano, él recogió el guante y con éxito) al igual que con las cuestiones como la curvatura del espacio-tiempo.

Fue el tipo que buscó responder de manera sencilla a preguntas como ¿de dónde viene el universo? ¿A dónde va? ¿Hubo un inicio de éste? ¿Qué pasaba antes de eso? ¿Cuál es su destino? ¿Podemos retroceder en el tiempo? ¿Tiene éste una historia y un final? O sus conclusiones sobre los agujeros negros y la percepción que la ciencia tiene sobre ellos. “Mi objetivo es simple: un completo conocimiento del universo, por qué es como es y por qué existe”, dijo y además agregó: “El universo no sería gran cosa si no fuera el hogar de la gente a la que amas”.

En fin, su atrevimiento con La Teoría del Todo que James Marsh puso dentro de la película de tal nombre. Un biopic aproximado y subjetivo (la cinta está basada en el libro que escribió su ex esposa) sobre su atribulada vida.

VIDEO SUGERIDO: LA TEORÍA DEL TODO – Tráiler HD, YouTube (Universal Spain)

Natura condicionó la vida de Hawking con la enfermedad. Apenas pasados los 20 años de edad le fue diagnosticada una esclerosis lateral amiotrófica (ELA), y le pronosticaron sólo dos años de vida. Sobrevivió 54 más. Sin embargo, ésta le destruyó poco a poco el cuerpo, la capacidad motora, los músculos y lo sentenció a una silla de ruedas.

Luego le quitó la capacidad de hablar. Nunca más pudo volver a usar la voz, pero debido a su obstinación y a la actitud con la que se aferró a la vida, logró comunicarse gracias a un artefacto electrónico, un sintetizador que le proporcionó una voz robótica que, paradójicamente, se convirtió en emblemática y en parte de su leyenda.

Su muerte fue una gran pérdida para la humanidad. Suena a lugar común, pero en este caso es una verdad absoluta. “Sus teorías abrieron un cúmulo de posibilidades que nosotros y el mundo estamos explorando”, dijo la NASA. Y sí, no hay que dejar de pensar en ello: nos legó sus contribuciones astrofísicas así como una fulgurante obra de divulgación científica.

Y dondequiera que se haya ido ya se reunió con Einstein y, como los dos tipos de cuidado que son, se están riendo a carcajadas, resultado del gran sentido del humor de ambos (de Einstein hay mil ejemplos; de Hawking, igual; ahí están sus participaciones en la serie Big Bang Theory y sus respuestas durante las entrevistas que concedió en vida).

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Yo recuerdo haberle enviado al Profesor Hawking una carta a la Universidad de Cambridge, en la Gran Bretaña, y una copia de ella al Instituto Perimeter de Física Teórica, en Canadá (donde trabajaba desde tiempos recientes) para agradecerle las ideas, los conceptos y los descubrimientos que había logrado leyendo algunos de sus libros (Historia del tiempo, El universo es una cáscara de nuez, Brevísima historia del tiempo, Agujeros negros y El gran diseño) y que me mantenían ocupado disfrutándolos.

Igualmente, con mucho respeto y apelando a su conocido sentido del humor, le hice saber que me parecía un auténtico rockero por su actitud ante la vida, además del más picassiano de los científicos, por su imagen y objetivos estéticos (“¿Qué es un rostro humano?”, se preguntaba Pablo Picasso, en una entrevista que le hizo la revista The Art en 1923. “¿Vamos a pintar lo que está sobre la cara, lo que está dentro de la cara o lo que está tras ella?”. La representación de la figura en sociedad dio lugar a una segunda temática en la que se adentraba en la intimidad, en cómo se ve el propio sujeto, en la que la que el retratado se observa tal y como se sueña. Picasso supo convertir en propio todo lo que le apasionaba y lo devolvió al mundo como algo propio y enriquecido, como el mismo Hawking).

Y también que era el más monkiano debido a lo mismo: a su imagen y a los sonidos que emanaba su mente. Ésta era el verdadero instrumento de Thelonious Monk, y el piano un medio para sacar el sonido de ella al ritmo y en las cantidades que quería. No hubo nada que quisiera hacer y no pudiera. Siempre tocó con algo grande en juego. Hizo todo lo que lo elevó a un principio de orden con sus propias exigencias y su propia lógica. Sugirió firmes caminos por los que transitar musicalmente. Su talento nunca dejó de evolucionar y ampliar sus alcances, al igual que el científico británico.

En aquella carta le explicaba que su obra la asociaba a este triángulo musical (por mi deformación profesional, seguro). Así que para mí era un héroe rockero, picassiano y monkiano (por actitud, por legado y por estilo), autores que son sinónimo de vanguardia, como siempre lo había sido él (a pesar del castigo de Natura).

Nunca me contestó (tampoco lo esperaba), pero no me canso de pensar que a partir de la lectura de mi carta Hawking puso a Monk en su iPod personal para escucharlo a discreción, junto a las obras de Wagner a las que era afecto. Escuchar a Monk como yo lo hice cuando regresé de Rotterdam y supe de su fallecimiento en pleno Idus de Marzo. Hoy sé a ciencia cierta que el nombre del dios de las pequeñas cosas se escribe con H, y el de las grandes también.

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VIDEO SUGERIDO: Así funciona la voz de Stephen Hawking: “Utilizo la tecnología para comunicarme y vivir”, YouTube (El Futuro Es Apasionante)

 

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DONALD BARTHELME

Por SERGIO MONSALVO C.

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EL JUGO DE LA BANALIDAD

Cierto día, un hombre se le acercó para preguntar: «Y usted, ¿a qué se dedica, señor Barthelme?»  A lo que éste replicó inmediatamente: «Reparo máquinas de escribir». Una broma no espontánea pero sí exacta. Al igual que los hermanos Wright, que componían bicicletas, este escritor estadounidense nacido en 1931–reparador de máquinas de escribir– tuvo una invención maravillosa, el Detector de Clichés de Aviso Oportuno y Distante con Agregado Exclusivo de Reciclaje, que extendía a discreción sobre la vida contemporánea.

Dicho artilugio recogía las palabras cansadas, las frases pobres, los párrafos abigarrados que deseaban respirar en libertad. Este reparador trabajaba bajo la consigna de que «el aburrimiento es la ausencia de juegos y eso en un mundo tenso y sin alegría es su punto más vulnerable para deshacerse a un ritmo acelerado».

De tal forma, las historias de Donald Barthelme (fallecido en 1989) fueron manieristas y elusivas y también breves, porque él sólo confiaba en los fragmentos. Las fuentes para su obra se ubicaban en el gran Borges, en las películas francesas y en la pintura surrealista. En la yuxtaposición de diálogos banales con holocaustos nucleares a la manera de Alain Resnais; en los retiros de siluetas a la Magritte para revelar un cielo lleno de nubes más allá.

Esa fue la línea de trabajo de Barthelme, y en ella la ironía fue su principal herramienta: la apoteosis de la banalidad fragmentada. Era retozón pero también consciente de la viscosidad de la vida. Barthelme fue un cronista de la vida a la que denominaba «el fenómeno de la basura», la metamorfosis de todo en desechos: las adquisiciones, el habla, la existencia.

Las voces narrativas de sus historias nunca eran precisadas, lo que daba paso a un humor lleno de aforismos sombríos («Lo que un artista hace es fracasar») que buscaban metas específicas ‑‑personajes populares, cosmopolitismo, el lenguaje preferido por los noticieros, la paternidad, las perfecciones, el amor, etcétera–.

El tema recurrente en su literatura fue la tentación del hombre hacia la vida convencional a la que espeta en voz de sus personajes frases como: «Se debe luchar contra el capullo del hábito», «Siempre hay aperturas, si se las sabe encontrar», «No me gusta su mundo, así que estoy tratando de imaginar uno mejor», «Soñaré la vida que ustedes más temen» o «La plenitud de la vida, que interfiere continuamente, nos proporciona una excusa para detenernos».  Contra la entropía Barthelme observaba también cierto optimismo.

La narrativa de este autor tendía de igual forma a la oblicuidad, tanto como sus diálogos. Los fragmentos de su discurso estaban relacionados tangencialmente, pero se alejaban de manera continua de cualquier curso previsible. Las frases se repiten como motivos conductores, pero sin centro alguno. El resultado, enfoque de tema y variaciones en sus libros, es siempre ingenioso y en ocasiones bello.

Asunto de Barthelme fue derivar belleza de la banalidad: «Si uno está tratando de hacer arte –explicó alguna vez– tiene que ir a donde está la dificultad. Cualquier escritor puede escribir una bella oración, pero es más interesante escribir una oración fea que también sea hermosa».

Esta escritura difícil presenta sus problemas. Sin embargo, Barthelme estuvo siempre dispuesto a crearse dificultades desechando los tradicionales recursos del narrador para inventar novedosas formas con las cuales continuar sorprendiendo a sus antiguos lectores o capturando nuevos, aunque en ocasiones –en especial en sus piezas más breves– pareciera complaciente, contento con no ser más que encantador.

Tal vez debido a que era tan ambicioso su concepto de literatura no todos sus ejemplos resultaron logrados. Contiene tantas clases de referencias que sugiere una especie de desenfreno y recorriendo sus frases y giros a veces parece demasiado complacido consigo mismo.

No obstante, Barthelme rara vez dejó sus clichés solos y los alteraba sutilmente para tornarlos frescos y placenteros, de las banalidades entonces derivaba algo rico y extraño. De la cosecha de prosistas estadounidenses contemporáneos él fue uno de los que más se interesaron por el sonido.

Nunca se ocupó particularmente de los argumentos, o de las descripciones y los análisis de los personajes, sino que presentaba su narrativa, tanto de cuento como de novela, elaborando variaciones sobre un tema y con el sonido de las voces que juegan entre sí, para con esto reunir fragmentos de estructuras –convertidas así en místicas– y, como dijo uno de sus personajes, «ayudarnos a esquivar el aburrimiento y tolerar la ansiedad, sin desertar del mundo que nos ha tocado vivir».

Bibliografía selecta en español: Vuelve, Dr. Caligari, Prácticas indecibles, actos antinaturales, Paraíso, El rey, 40 relatos, El Padre Muerto, Las enseñanzas de Don B.

DONALD BARTHELME (FOTO 2)

 

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MANUEL MAPLES ARCE

Por SERGIO MONSALVO C.

MAPLES ARCE FOTO 1

 «T.S.H.»

Una vez designado el general Álvaro Obregón como presidente constitucional, después de diez años de esa guerra sin cuartel llamada Revolución Mexicana, se hizo el primer ensayo de una reconstrucción nacional para encauzar los destinos del país por otros senderos que no fueran los bélicos.

Preocupado por el fomento de la cultura, Obregón mantuvo al hasta entonces Rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos, a su lado. Éste fue transformado en Ministro de Instrucción Pública y le daría a la obra educativa un impulso sin paralelo hasta entonces. La suya fue una actividad inspirada por una experiencia pedagógica, con un gran poso filosófico. Creó escuelas por doquier y con variados objetivos.

Capítulo aparte fue el desarrollo de las Bellas Artes. En aquel tiempo México vivió un renacimiento de “lo nacional”. Abundaron los bailables tradicionales y todo tipo de festivales folklóricos y conciertos con música de los compositores que la ordenanza convirtió en patrios.

En 1921, Ramón López Velarde había escrito La suave Patria. Y también, en ese año, a iniciativa de Vasconcelos, los pintores Diego Rivera, José Clemente Orozco, Fermín Revueltas, David Alfaro Siqueiros y Roberto Montenegro, entre otros, tuvieron para sí los muros de varios venerables edificios coloniales para expresar la evangelización social de la Revolución.

Afortunadamente, a la par de ese nacionalismo desbocado (que sólo veía el presente por el espejo retrovisor, plagado de tierra, magueyes y simbolismo indigenista), hubieron otras corrientes que aprovechando la coyuntura emergieron sin alimentarse de mazorcas ni de sus derivados (“¡Viva el mole de guajolote!”).

Surgieron de la urbe para dar a conocer que en México también se tenía la mira puesta en el quehacer cultural de otras latitudes, en sus vanguardias,  hacia el futuro, con sus novedosos conceptos y, sobre todo, sin solemnidades.

De esta manera, una noche de los últimos días de diciembre de 1921, cierta figura se encargó de fijar en las paredes de la capital una hoja volante llamada Actual número 1, redactada y firmada por Manuel Maples Arce, con la cual el Estridentismo irrumpía en la escena cultural mexicana.

Uno de los aspectos sobresalientes de ese manifiesto estético lo constituyó la imperiosa urgencia de cosmopolitismo en la vida humana. Afirmaba que «ya no es posible tenerse en capítulos convencionales de arte nacional», puesto que al desarrollo tecnológico no se le podía excluir de las temáticas.

 “El telégrafo”, “el ascensor eléctrico” (elevador), «las locomotoras», que «se atragantan de kilómetros», «los vapores que humean hacia la ausencia», transforman y modifican el medio histórico a la vez que influyen en la vida cultural de los pueblos, creándose «la unidad psicológica del siglo».

Maples Arce desdeñaba el pasado. Para él sólo existía «el vértice estupendo del minuto presente; atalayado en el prodigio de su emoción inconfundible y único instante meridiano, siempre el mismo y renovado siempre».

Y agregaba: «el estridentismo es la síntesis de una fuerza radical opuesta al conservatismo solidario de una colectividad anquilosada».

En el último apartado de ese Actual número 1 expresaba su deseo de éxito a «todos los poetas, pintores y escultores jóvenes de México, a los que aún no han sido maleados por el oro prebendario de los sinecurismos gobiernistas, a los que aún no se han corrompido con los mezquinos elogios de la crítica oficial y con los aplausos de un público soez y concupiscente».

En resumidas cuentas, el primer estridentista lanzaba un llamado «en nombre de la vanguardia actualista de México» a todos los artistas para que fueran a batirse a su lado en las lucíferas filas de la vanguardia.

De esta manera al obregonismo, vasconcelismo, muralismo y nacionalismo, se agregaron otros ismos, que corrieron paralelos a la época y con otras propuestas de alcances estéticos –y menos políticos‑‑ que sufrieron en muchas ocasiones la ceguera oficial y de otros artistas.

[VIDEO SUGERIDO: Estridentismo, YouTube (patricia rodriguez)]

Así, en ese 1921 nació el estridentismo, con un manifiesto fijado una noche, junto a los carteles de toros y teatros en los primeros cuadros de la ciudad. Como movimiento duró hasta 1927 y en el ínterin el grupo que se formó en torno a él hizo muchas cosas: revistas, exposiciones, ediciones de libros de poesía y narrativa y provocó mucha discusión en el ambiente intelectual y literario contemporáneo.

Manuel Maples Arce había nacido en 1898 en Papantla, Veracruz. Viajó a la Ciudad de México para estudiar leyes. Al llegar a la capital, a principios de 1920, se matriculó en la Escuela Libre de Derecho. Ahí su labor literaria y de promoción cultural lo dieron pronto a conocer.

Asimismo, asumió la costumbre de frecuentar los cafés por las tardes, con la intención de discutir allí de literatura, política y música. Una vez en la capital, Maples Arce se impresionó con aquellos aspectos de un creciente centro urbano tan diferente de su existencia provinciana de la costa.

En la capital descubrió como deleites insospechados el cine, el fonógrafo y el jazz, la sonoridad contemporánea (interpretada por King Oliver, Louis Armstrong, Johnny Dodds y Sidney Bechet, principalmente) sobre la que había leído tanto en los escritores europeos. Estos elementos de la modernidad iban a adquirir una importancia singular en su poesía estridentista.

El cine y el jazz se desarrollaron como géneros artísticos entre el final de la Primera Guerra Mundial y el inicio de la era sonora en la cinematografía, el jazz desempeñó un papel persuasivo e influyente en el trastorno social que sacudió la cultura estadounidense, primero, extendiéndose luego de manera muy importante en Europa, donde las vanguardias de toda índole lo adoptaron.

Al jazz entonces se le consideraba una música vulgar y agresiva, llena de implicaciones eróticas, y, por contraparte, como nueva, liberadora y desinhibida. Asimismo se le vio como un aspecto fundamental del nuevo espíritu de los tiempos y se convirtió en el perfecto acompañamiento musical de los años veinte, que al poco tiempo se conocieron como la «era del jazz».

Así, tal fenómeno no sólo dio fe de la popularidad de dicha música, sino que además comprobaba que la impresión producida por ésta bastaba para infundir emoción a todo tipo de temas.

En los años veinte, cuando el apetito nacional estadounidense se vio dominado por la velocidad, el dinero y las diversiones, se promovió la historia fílmica de una nueva generación «cuyo himno era el jazz, y su lema, la velocidad».

Germán List Arzubide, compañero de andanzas estridentistas, describió el encuentro con Maples Arce de la siguiente manera: «Me tendió la mano y me invitó al Café [de Nadie]. A ese café mecánico donde las meseras piden las cosas por radio, y la pianola toca música interpretada de conciertos marcianos en sus discursos de papel apolillado”.

El periódico El Universal, contaba en1923 como director a Carlos Noriega Hope, quien tomó como suya la causa estridentista y brindó una tribuna abierta a sus expresiones.

El 5 de abril de ese año, se publicó en él, además de una nota sobre Arqueles Vela, «uno de los apóstoles del estridentismo», el poema «T.S.H.»   (Telegrafía sin Hilos, el poema de la radiofonía) de Manuel Maples Arce, texto que tres días después sería recitado en la inauguración de la redioemisora la Voz de la América Latina.

«T.S.H.» tiene en sí el valor histórico de haber sido el primer poema trasmitido radiofónicamente en México; más tarde fue recopilado en Poemas interdictos, segundo libro de poesía de Maples Arce, publicado en 1927. De esta manera estridentismo y radio estarían ligados para siempre en la memoria cultural del país y a la época obregonista le correspondió dicho momento.

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Sobre el despeñadero nocturno del silencio

las estrellas arrojan sus

programas,

y en el audión inverso del

ensueño,

se pierden las palabras

olvidadas.

T.S.H.

de los pasos

hundidos

en la sombra

vacía de los jardines.

El reloj

de la luna mercurial

ha ladrado la hora a los cuatro horizontes.

La soledad

es un balcón

abierto hacia la noche.

¿En dónde estará el nido

De esta canción mecánica?

Las antenas insomnes del

recuerdo

recogen los mensajes

inalámbricos

de algún adiós deshilachado.

Mujeres naufragadas

que equivocaron las direcciones

trasatlánticas;

y las voces

de auxilio

como flores

estallan en los hilos

de los pentagramas

internacionales.

El corazón

me ahoga en la distancia.

Ahora es el «Jazz-Band»

de Nueva York;

son los puertos sincrónicos

florecidos de vicio

y la propulsión de los motores.

Manicomio de Hertz, de Marconi, de Edison!

El cerebro fonético baraja

la perspectiva accidental

de los idiomas.

Hallo!

Una estrella de oro

ha caído en el mar.

La obra de este poeta encauzó también un nuevo aprendizaje de las palabras que despertó la sensibilidad por concepciones distintas del arte escrito. El sonido de las palabras (que la música motivó) le fue construyendo una personalidad ansiosa de lo nuevo y con vistas a un futuro incierto y atractivo.

Prosélito de las vanguardias mundiales, Maples Arce hizo patente en sus escritos la influencia de distintos ismos del vanguardismo provenientes de Europa: unanismo, futurismo, dadaísmo, cubismo, creacionismo y ultraísmo.

Pero también lo hizo con la fuerza poética de Walt Whitman. Y todo ello empapado de la sonoridad jazzística que ya se desbordaba por el mundo. Sus Andamios interiores (1922), «poemas radiográficos», inauguraron una visión original de la realidad, con un sentido único de equilibrio entre la intuición y la valoración mecánica de la lírica. Un lenguaje moderno, musical y vanguardista.

La publicación de Urbe confirmó el poder de dicha poesía estridentista (como ejemplo de política cultural). Tanto así que el importante escritor estadounidense John Dos Passos (autor de Manhattan Transfer) hizo la traducción de este texto al inglés, titulándolo Metropolis (para la T.S. Book Company de Nueva York, en 1929), el cual se convertiría en el primer libro de poemas de un mexicano, y de toda la vanguardia en lengua hispana, traducido a ese idioma.

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[VIDEO SUGERIDO: Estridentismo parte 2, YouTube (Graduación Francés)]

 

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