Por SERGIO MONSALVO C.
¿CUESTIÓN DE IMAGEN?
En 1980, el huracán había amainado. El asunto perdió fuerza y humor. Pronto apareció la ola del renovado ska, luego el revival del rockabilly, entre algunas enérgicas patadas de conmoción punk. Entonces, en lo musical hicieron acto de presencia masiva las cajas de ritmos y con ellas la neurastenia techno-pop de los ochenta; en lo político, la restauración y el pragmatismo de Margaret Thatcher para calmar los fervores rebeldes. La droga se encontró por todas partes. La muerte prematura de Sid y Nancy se erigió en símbolo de la época.
En sus orígenes, pues, el punk fue un fenómeno musical y social que se manifestó a mediados de los años setenta como reacción contra el pop artificioso y el rock aceptado por el mainstream, emparejado con el descontento social de una nueva generación de jóvenes, particularmente en Inglaterra, país atormentado por una tradicional conciencia de clases y por el retroceso económico.
Dicha reacción se expresó a través de una música que partió de su forma más sencilla: el rock and roll (al igual que en 1955 y en 1963). Salvaje, enardecido, enérgico y provisto de textos que se distanciaron de todo lo relacionado con la autoridad y la opresión, y en esta ocasión también de la industria discográfica.
En el pasado, los fans del rock and roll, en el contexto exclusivo de la revuelta juvenil, siempre consideraron al género como una mera arma o, para profundizar un poco más, como un fin autojustificante en sí mismo (denunciando la educación, la brecha generacional, la unidimensionalidad de la vida, la guerra, las prohibiciones al sexo, a las drogas, la censura a los actos libertarios e individualistas).
No enfocaba, aún, cuestiones de justicia económica, igualdad social, represión estatal o de rechazo estético. De ahí la condena expresada por los punks (Sex Pistols, Clash) contra el rock establecido que se portaba como espectáculo para satisfacer a la reacción adinerada, como mecanismo glorificado de la autoexplotación y fomentador de la falsa conciencia.
No obstante, y puesto que no contaban con otras armas y eran fans a pesar de todo, los punks tocaban rock, reduciendo la música a los elementos primarios, esenciales, de velocidad y ritmo, con un regocijo enloquecido de ruido y furia al que nadie había llegado anteriormente. Utilizaron el rock como arma contra sí mismo.
Desde luego no faltó la imagen “escandalizadora” (cabello pintado, corto y parado, ropa desgarrada, cuero negro, insignias, seguros, piercings y adornos sadomasoquistas), pero mayor importancia revistió la mentalidad prevaleciente del “hazlo tú mismo” (DIY), que por medio de expresiones tangibles como fanzines, antros alternativos y disqueras independientes tuvo consecuencias enormes en aquel entonces y para la posteridad, los cuales a la larga constituyeron la verdadera fuerza de esta explosión de caos y rebelión.
Este aspecto de la revolución punk, difundido a través de la tendencia más amplia del new wave, el indie, el post punk y diversos subgéneros neos y alternativos, fue el que tuvo una influencia duradera y eficaz en la evolución posterior de la historia del rock, en vista de que devolvió un poco de poder a los artistas, echó a andar la descentralización de la industria musical, la democratizó y, en términos generales, estimuló el trabajo autónomo y la creatividad. Además, resultó en una posición autónoma propia.
De esta manera, la corriente aseguró su permanencia y transformación en contracultura activa con muchas vertientes, mucho tiempo después de que la primera ola del punk se hiciera pedazos por su propio carácter anárquico, descontrolado y por ello sumamente vulnerable. Conforme en todo al slogan “Cash from Chaos” —con el que el empresario Malcolm McLaren lanzó su creación—, el mercado y la industria paulatinamente encajonaron al fenómeno y lo prepararon para la venta, lo hicieron “sustentable”, desde los ochenta.
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