Esta Orquesta de las Esferas, parecida a la concreción de un sueño inducido por Sun Ra, brotó al final de la primera década del siglo XXI en la ciudad de Wellington, capital neozelandesa, como producto de matrices sónicas como el Frederick Street Sound y la Light Exploration Society. Y en sus inicios actuaron en bailes universitarios, shows DIY y salas de ópera. En tales lugares se forjaron una buena reputación musical y la admiración por sus extasiantes espectáculos visuales.
Las influencias de agrupación semejante son un conglomerado genérico que va del kuduro a la psicodelia, pasando por la disco, la improvisación del free style, el electro dance shangaan, el funk en su versión de dilatada acidez, y la devoción de sus miembros por la obra de los Talking Heads, primero (básicamente del disco Remain in Light), y luego por la de los derivados Tom Tom Club y los posteriores Heads, en versión lo-fi. Es decir, hay experimentación científica e instrumental, aplicación mundana y emotividad humana.
La Orquesta de las Esferas no parece, pues, estar en contra del entretenimiento, sólo si es del falso, como puerta abierta a lo banal, y lo sé porque resulta que en sus discos, Nonagonic, Vibration Animal Sex Brain Music y Brothers and Sisters of the Black Lagoon, hay entretenimiento del bueno a raudales: con ritmo y verdad. O sentimiento y asombro, como quiere Glen Vélez, aquel sensible maestro y pensador de tal elemento musical.
Y también sus semejantes, Paul Winter o Steve Reich, como se puede percibir. Si no hubiera ese ritmo cimbreante en cada track y la interpretación consecuente, con el acelerado latido de corazones anhelantes, el público escaparía. El ritmo aquí es belleza, es pulso, es el gancho con sensaciones de los integrantes tendidos hacia los escuchas.
El ritmo omnipresente en cualquiera de sus obras es potencia, la potencia de lo que la música dice y la potencia de su bombeo grabado en pleno goce. Quiero decir que, tal como la lanza y la respira la banda, se vive en sus discos. La interpretación de sus músicos atraviesa el plano imaginario entre ellos y nosotros. Sin problema alguno. Y no se necesita ser Tales de Mileto (quien no apartaba los ojos del cielo para desentrañarlo) o Asimov; o saber de gravitaciones, quarks y radiaciones de fondo para descubrir sus arcanos, que los tiene y muchos.
No. No hay necesidad, sólo es necesaria la actitud empírica, como la de esta banda que es una opción ante el ruido, la furia de un mundo destemplado, dividido, fragmentado y egoísta hasta el selfie, que no nos permite oír nuestra propia armonía interior. Una armonía que está conectada con esa vibración de las esferas de la que hablaba Pitágoras, y que emite un canto sereno, cálido, que proclama la reconciliación entre el pulso trágico que late inevitable en todo ser humano y las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Eso es lo que busca una orquesta como ésta. Hacer que se perciba esa música para iluminarnos por el tiempo que dure su vibración. Nos proporciona el placer inmenso de sentirnos parte de algo grande concordado por una cadencia general y el graffiti encontrado por ahí: «Si se acaba el mundo luego no te quejes» cobra su real sentido. Sólo un mundo más solidario, más consciente de la necesidad de apreciar la armonía como lo hace Baba Rossa y compañía puede hacernos sentir que eso es posible. Desde dicha perspectiva, como muestran estos artistas con su aleación musical, es posible encontrar alguna respuesta.
Eso significa defender apasionadamente la cultura global, la cultura como medio de fomentar la cadencia individual y colectiva, y superar la sensación de resquebrajamiento, de fragmentación que viene aparejada con la época. Tal actitud es imprescindible y necesaria en momentos difíciles para la civilización y el triángulo pitagórico que une arte, ciencia y pensamiento. Por eso debemos dejarnos inundar por la música. Ésta es ciencia revelada, dirigida directamente al corazón de los seres humanos.
Saber interpretarla es el gran reto porque la música, como bien sabía Schopenhauer, es—junto con la comprensión global de la naturaleza y el arte— lo único que puede aplacar ese sentimiento desesperado por no conocer el sentido de la vida. Ésta tiene una explicación, y el instrumento para desentrañar su secreto está en la música.
Pero hay que saber escogerla (como el caso de esta ejemplar orquesta neozelandesa), intuirla y escuchar en ella esa extraordinaria armonía que es, como dijo el poeta romántico alemán E. T. A. Hoffmann, “el más universal de los lenguajes”, haciéndose eco de aquella pitagórica representación colmada por la vibración de sus esferas y sus cantos.
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Un método que me ha servido a través de los años para conocer diversas ciudades está basada en mi melomanía. Por medio de la información que procede de amigos, músicos u otras personas (a veces desconocidas), hago una lista de las tiendas de discos que parecen interesantes en la ciudad a la que voy a visitar (alrededor de quince, regularmente).
En un buen mapa de tal urbe las ubico y trazo un círculo de alrededor de tres kilómetros y anoto los sitios destacados (museos, galerías, librerías, residencias de artistas de diversa índole, edificios, calles con alguna leyenda, mercados de pulgas, etcétera). Cada día visito una tienda y luego me lanzo a recorrer el barrio en que se ubica y a conocer dichos lugares.
Siempre trato de llegar una hora antes de que abran para desayunar primero en algún sitio atractivo y con comidas autóctonas. Luego de estar unas tres horas escarbando en los estantes y con los tesoros que haya podido encontrar, me dirijo a la caja a pagar y para preguntarle al dependiente sobre alguna sugerencia de restaurante “típico” por la zona (esos tipos viven por ahí y siempre tienen buenos tips).
El método me ha resultado muy productivo en material discográfico, culinario, anécdotas y conocimientos diversos sobre tal ciudad que termino recorriendo, básicamente a pie, en toda su extensión. Abundan las sorpresas y el descubrimiento variopinto de recovecos urbanos.
Y doblemente cuando de la ciudad en turno no tengo más que informaciones escasas, algún lugar común y mucho tiempo por delante. Como cuando tuve la oportunidad de ir a Auckland, en Nueva Zelanda, conocer la tienda Real Groovy Records y a prácticamente toda la música neozelandesa.
Éste lugar es tanto un depósito histórico de álbumes como un bazar especializado en todo. De su techo cuelgan infinidad de discos de vinil, que son como la metáfora de una lluvia sonora constante.
Además de expender todo lo internacional, ahí se pueden adquirir los álbumes que han forjado el summun de su propia evolución musical: desde los cantos ancestrales maorís, el pueblo originario de las islas, pasando por el nacimiento del rock, el blues, el heavy metal, el progresivo, el punk, el industrial, indie, etcétera. Es decir todos los meandros del llamado Kiwi Rock.
A los habitantes de las islas que integran Nueva Zelanda se les conoce como “kiwis”, debido al ave más popular de esa zona que así se llama y que se ha convertido en el símbolo por excelencia del país. Por lo tanto, todo lo que tenga que ver con él lleva lo kiwi por delante: kiwi food, kiwi culture, kiwi sport…y, por supuesto, kiwi rock (el género hecho ahí).
Como prácticamente en todas las zonas del mundo, el rock and roll arribó a Nueva Zelanda en el segundo lustro de los años cincuenta. Y desde entonces se ha nutrido, sobre todo, de lo que le llega de Inglaterra, de la que forma parte con su propio parlamento y Primer Ministro, aunque Isabel II sea su reina y jefa de Estado.
Sin embargo, debido a su lejanía geográfica que la separa miles de kilómetros de cualquier urbe importante, sólo ha tenido intercambios en este sentido con Australia, su más cercana referencia y con la que comparte idioma.
Por lo tanto, y hasta la llegada de la globalización dicha circunstancia y el desconocimiento de su quehacer musical se mantuvo prácticamente inalterable. Aunque un nombre ha trascendido el handicap y puesto el de las islas en el mapa del género a través de las décadas: Neil Finn.
El hilo conductor del rock kiwi había seguido los caminos del cóver y las tendencias usuales hasta que al comienzo de los años setenta, dentro del rubro del progresivo, se fundó en Auckland el grupo Split Ens (tras el éxito cambiaron la última letra por “z” para identificarse con las siglas del país), con el hermano mayor de Neil, Tim, en la dirección del mismo. Musical y visualmente rompieron con los cartabones y crearon expectativas.
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Su estética abarcó ambos terrenos con propuestas originales. En lo musical fue una combinación ecléctica de pop, swing, música de cabaret y vodevil al que el rock le agregaba las progresiones del jazz y a la postre del punk (a cargo de Tim Finn y Phil Judd). En lo que al look se refiere, se decantaron por lo estrambótico y llamativo tanto el maquillaje como en vestuario, extendido todo ello a los conciertos, posters, portadas, fotos, videos y el resto del diseño del grupo, bajo el concepto de Noel Crombie (baterista y todo lo que se ofreciera).
Editaron un par de discos que tuvieron repercusión fuera de Nueva Zelanda, en Inglaterra y Canadá. Por donde realizaron giras, pero tras una por la Unión Americana, hubo cambios de personal por cansancio y nostalgia. Judd fue sustituido por el hermano menor de Tim, Neil, quien se hizo cargo de la voz principal, de la composición y del cambio de rumbo a pesar de sólo contar con 15 años de edad. Bajo se ala lanzaron varios álbumes más de los cuales True Colours fue la obra maestra del grupo y el que mostró el camino hacia la New Wave.
Con la llegada de los ochenta Tim abandonó al grupo e inició una carrera como solista. Neil llevó a la banda exitosamente hasta mediados de la década, pero los demasiados cambios de personal lo desanimaron y dio por finalizada la trayectoria de este primer grupo kiwi que se conoció en el mundo.
Neil creó entonces otra banda, con él en la guitarra y voz y los australianos Paul Hester (batería) y Nick Seymour (bajo). Tal agrupación nació en 1985 con el nombre de Mullanes y el aval de Neil Finn como sustento. Fue entonces que la compañía Capitol firmó un contrato con ellos para grabar un primer álbum en sus estudios centrales en Los Ángeles, California.
Durante las sesiones, los ejecutivos les sugirieron cambiar de nombre, lo cual fue aceptado y escogieron el de Crowded House, como referencia humorística al pequeño lugar que habitaban en la ciudad en ese momento. Y de esta manera el talento de Finn volvió a abrir la llave y fluyó una música magnífica dentro del pop rock (de la New Wave al indie, en el curso de una trayectoria intermitente de más de cuatro décadas, en el que se incluye su familia cercana).
Del álbum debut Crowded House de 1986 a Together Alone, con el que cerraron su primer ciclo, la sensibilidad y la capacidad creativa de Finn le otrorgaron al grupo el éxito a nivel internacional con temas como «Don’t Dream It’s Over», «Better Be Home Soon» o «Weather with You», entre muchas otras.
Desde entonces Crowded House ha tenido anexiones de personal y bajas por muerte o deserción. La integración de Tim Finn, desde principios del XXI ha solidificado al grupo que, no obstante, ha abierto grandes espacios entre reunión y reunión tanto para grabar como para actuar en vivo. Y dejando a sus integrantes el tiempo para realizar sus proyectos como solistas (su más reciente lanzamiento fue Intriguer del 2010).
Neil Finn (ese paladín oceánico nacido en Te Awamutu, Nueva Zelanda, y moldeado en Auckland, donde sigue residiendo) es a sus casi 60 años de edad el abanderado número uno del rock concebido en aquella diáspora terrena, que tras él ha puesto en circulación nombres originarios para engrosar las listas de los distintos estilos del género: desde el precursor Johnny Devlin a Lawrence Arabia o los Datsuns, por mencionar unos cuantos.
Neil se ha convertido a lo largo de las décadas en uno de los más celebrados y reconocidos autores de canciones del mundo. Lo mismo para el intermitente Crowded House, que para sus proyectos paralelos con Pajama Club o los Finn Brothers, o para componer la pieza principal de la película The Hobbit, ttitulada “Song Of The Lonely Mountain”.
Finn es creador de letras sencillas e imaginativas, donde prevalece la emoción en primera persona, lo que las dota de la autenticidad que tanto escasea en nuestros días de simulación y banalidad. El neozelandés hace que cada palabra tenga un significado específico y directo.
En aquella tienda de discos de Auckland escuché el trabajo del momento como solista de Finn, Dizzy Hights, así como las palabras emocionadas sobre él del encargado del lugar, con quien unas horas antes había hecho una incursión por la calle Karangahape Road (K Road), la más popular de su ciudad, bajo su guía experta. Un kilómetro de sorpresas de toda índole a diestra y siniestra: de clubes de Striptease a bares, cafés, restaurantes, tiendas vintage, cines y hasta un cementerio.
“Neil saca con Dizzy Heights una excelente calificación. Demuestra que es un músico cuya mina melódica sigue sin agotarse, aunque haya pasado casi cuarenta años al servicio del pop rock y que, además, se mantiene con la idea inamovible de ofrecer sus piezas en una presentación sonora siempre diferente”, dijo mirando la onírica portada del álbum.
Efectivamente, siempre ha intentado alejarse de territorios conocidos y este quinto disco como solista de Neil Finn lo confirma entre la crema y nata de la composición internacional (los otros cuatro son: TryWhistling This, One Nil, 7 Worlds Collide, The Sun Came Out), y en la ruta de ese sueño adolescente con el que inició la carrera musical: acercarse lo más posible al nivel de su admirado Paul McCartney.
Sí, en las doscientas canciones que ha compuesto la cotización de sus atmósferas ha crecido y dado a su estilo un nombre propio. Y la gama que abarca desde lo melódico, por antonomasia, hasta la experimentación psicodélica le ha acarreado éxitos monumentales y ser nombrado como referencia incuestionable de la época. Y ahí, en esa tienda de Auckland, el impacto de su obra es tan veraz, como ambiental e histórico. Porque en Neil Finn aparecen todas las músicas que lo han conformado, y al rock neozelandés también, lo que lo convierte en un fresco viviente en sí mismo.
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