LIBROS: RELATOS PARA NIÑOS ORDINARIOS

Por SERGIO MONSALVO C.

 

RELATOS PARA NÑOS ORDINARIOS (PORTADA)_trabajada

 

“EL COCODRILO DEL CAPITÁN GARFIO”*

 

El ambiente sofoca por la falta de oxígeno. Los olores a frenos gastados, a llantas quemadas, sudor, alguna vomitada recurrente, hacinamiento, o el de los malos modos, violencia explícita o reprimida, desprecio, no tienen cabida en sus narices. Ellos entran y salen de los vagones del Metro, convoy tras convoy, acompañándose, maldiciéndose, inventándose trabajos ahí bajo la tierra para comer o de perdida para inhalar thinner o pegamento, el chemo.

Las primeras horas de la mañana los descubren en el piso de la estación. Ahí juntos pueden dormir y tal vez protegerse del agandalle de unos y de la posible violación de parte de otros, de esos tipos mañosos que se pasan de lanzas. De cualquier modo, le tienen que entrar con una lana para el o los policías que les dan chance de quedarse a pernoctar. El frío cala menos y las ratas no molestan, como en aquellos mercados a los que a veces hay que recurrir.

El frío es quizá uno de sus temores, pero no el principal.

Ya saben que a la llegada de los vigilantes tienen que abandonar de volada la cama de piedra y evitar que los atropelle la multitud impaciente, ya iracunda, que retacará los pasillos del andén y los del vagón y sus asientos. Hombres por aquí, mujeres por allá. Ni a cuál rumbo irle. Y bueno, luego de desamodorrarse, pactar el acuerdo para la rutina del día: ¿payasos…cantantes…malabaristas o simples y llanos pedigüeños? ¿O la combinación de dos, tres o más cosas, estamos en una era hipermoderna, no? Y a darle.

Colarse por aquí, por allá, repetir el único chiste tras el chorreado maquillaje, la mugre. Ojos amarillentos o enrojecidos, sin atinar a fijarse en nada, utilizando las palabras como si otro las dijera, ajenas, utilitarias, sin más valor que un escupitajo.

Así pasan las horas, entre puertas que abren y cierran en escasos segundos, entre gente silenciosa, aburrida y tensa, que lucha encarnizadamente por algunos centímetros dentro del vagón. A los de los audífonos pegado a un teléfono ni acercarse, ¿para qué?, siempre están en otra onda.

No. Mejor buscar a las señoras con niños, a las solitarias, tal vez las agarren en medio de un pensamiento peregrino y logren sacarles algunas monedas. Tal vez alguien se descuide y puedan agenciarse una bolsa, un suéter, un paraguas, lo que sea.

La cosa es no irse en blanco luego de tantas horas, doce para ser precisos, antes de atreverse a emerger a la superficie.

Pasar entre los vendedores que se aposentan en las escaleras con sus chicles, chocolates, galletas, llaveros…¡ bara-bara! Entre las mujeres que se cubren casi por completo con el rebozo y sólo extienden una mano temblorosa y pálida. Piedades que cargan a un niño de meses o años siempre dormido o muerto.

Entre indígenas que tocan el violín, el acordeón, la armónica, mientras sus mujeres e hijos hacen sonar los botes o los sombreros en busca de unos centavos. Entre los voceadores de periódicos vespertinos con sus gigantescos titulares sobre la crisis, complots, secuestros, crímenes, ejecuciones, el último escándalo político o del narcotráfico.

Una vez superado todo ello, pisar por fin la calle o lo que han dejado de ella los vendedores ambulantes. Caminar entre los puestos de relojes, juguetes, videos, plumas, grabadoras, anteojos y otras miles de mercancías procedentes de Taiwán, Corea, Hong Kong, China, Japón y lugares circunvecinos del Lejano Oriente. Fritangas y aceite rancio, cebolla, cilantro, perros, muchachas que entran o salen de la escuela de computación más cercana. Tipos que sólo viven para picar la salsa  y secretarias temerosas. El afuera.

Además, hoy la lluvia cae sobre la ciudad. Opacándola, ahogándola un poco más. El gris metálico del agua acumulada se anega por doquier. Manchas que tardarán en desaparecer se abandonan a la pereza del hongo que deteriora. Los edificios se encogen al dolor del golpeteo constante. En los coches se encierran tufos de alientos discordantes. El cláxon irrumpe, sin transigir nunca. El lodo y la basura se acumulan en las alcantarillas. No importa, de cualquier manera siempre están tapadas acumulando los desperdicios de la antigua ciudad de la esperanza o de la diversión.

La banda de niños callejeros surge así de la estación del Metro, deambula por el arroyo y parte de la banqueta. Se avientan unos a otros hacia los charcos. Empapados lanzan entre sí filosas palabras inmundas que no hacen mella en ninguna de estas cabezas rapadas, apestosas, coronadas de cicatrices. Ni en las de ellas, las tres mujercitas del grupo, que traen el cráneo enmarañado en contraparte. Les gusta andar de pelo suelto.

En un aparente vagabundeo sin principio ni fin, con rumbo desconocido, golpean las cortinas metálicas de los comercios cerrados con artefactos diversos en competencia por lograr el ruido más extremoso, el rechinido más insultante, la muesca más profunda. Se acercan de este modo a las puertas de un bar tradicional del centro de la gran urbe.

Con el escándalo ha salido un mesero y su presencia evita el desfogue contra el establecimiento. Los chiquillos pasan de largo cabuleando por lo bajo al malencarado que los enfrenta sin palabras. Gestos, señas y el insulto se cuelan por las rendijas del chubasco y de sus orejas sin dejar rastro. Al dar la vuelta a la calle un halo de silencio cubre de nuevo el asfalto renegrido. El mesero retrocede hacia las puertas abatibles.

Dentro, el dueño del lugar está en eso, en plan de dueño ante la escasa concurrencia de parroquianos acompañados de tristeza o agonía. Al sujeto le gusta mostrarse desde un principio con alaracas destinadas a todos y a cualquiera. Lo fatuo, la barba cerrada y la nariz prominente complementan su atuendo.

Como la noche está «de perros» ha decidido permanecer en su negocio: sentarse en una de las mesas con sus amigos de la Policía Judicial, jugar al dominó y echarse unos tragos de brandy entre pecho y espalda. En una mesita anexa se encuentran los hielos, las cocacolas y una botella de brandy junto a la suya, con poco menos de la mitad de su contenido.

«Te toca, Patán», le dice uno de los caballeros de la mesa. Pero él está concentrado, no es cosa tampoco de dejarse humillar «por estos cabrones», piensa, mientras selecciona la ficha adecuada. Es mal jugador pero no acepta tal cosa y la oculta bajo una eterna cháchara plagada de maldiciones, fabulosos negocios, apuestas, tugurios, menciones de amigos influyentes, coches, borracheras y mujeres a cual más.

Le gusta azotar las fichas, reclamar al compañero. En esta ocasión es un obeso trajeado al que la pistola le sobresale bajo el brazo y los abultados rollos de grasa de los costados. El mesero, servicial, se acerca de cuando en cuando para llenarle de nueva cuenta la copa coñaquera o surtir de hielos a los otros. En un impasse de silencio, entre jugada y jugada, entran al bar las tres mujercitas de aquella banda callejera que regresó a ver qué sacaba.

Visten como punks, pero no lo saben, están demacradas como darkies, pero tampoco lo saben. Creen que es hambre. Cada una toma un caminito diferente para acercarse a los solitarios bebedores de las mesas aledañas o que se encuentran en la barra, de pie, y mirándose al espejo.

Al descubrirlas el dueño les grita: «¡Fuera, carajo, ya les dije que no quiero basura por aquí!» Hasta el gato que dormitaba bajo el calendario de Cortés con la Malinche voltea a verlas. «Oooh, deje talonear pa’ un taco», replica una. «¡Dije que se larguen, coño!», y hace la finta de que va a levantarse.

Ellas abandonan el lugar. Con la interrupción, el tipo se distrajo de las fichas. Pierde la mano y tiene que pagar. Reclama y maldice, pero saca de la bolsa de su pantalón un fajo de dinero y arroja a la mesa dos billetes. «¡Puta madre!» Los judiciales, entre risotadas, preparan la sopa para la siguiente partida.

Ellas, mientras tanto, han salido de nueva cuenta a la noche. Los otros las esperan y todos se encaminan escandalosamente hacia la siguiente gran avenida. Ahí doblan a la izquierda y se enfilan rumbo a una plaza popular donde se dan cita muchos turistas. Ahí quizá no haya comida, pero el chemo es seguro; tal vez hasta puedan atracar a algún borracho eufórico o a un turista que se descuide. El Capitán Garfio, el líder del grupo, les prometió algo de todo ello.

En el caso de este Capitán Garfio no se trata sólo de perseguir tozudamente al niño que nunca fue o sostener con él grotescos enfrentamientos de capa y espada en sueños de pegamento, ni tampoco lidiar con un montón de marineros inútiles en un barco desorientado dentro de mares imposibles. El símil mayor con aquel personaje fantástico es una mano perdida que le fue sustituida por un gancho.

En el caso de este Capitán Garfio no se trató de una mano cortada por las terribles y peligrosas fauces de un cocodrilo empecinado, no. La mano le fue trozada por una vulgar guillotina para refinar papel, manejada por unos no menos vulgares mocosos que vieron en la acción cercenatoria una anécdota extra que se sumó a otras anteriores, ni más ni menos cruentas. Era pura diversión.

Desde entonces, la pérdida de tal parte fue apuntalada con la atribución de un nuevo apelativo. El anterior cayó en el olvido sin que nadie hiciera lo más mínimo por evitarlo; al contrario, el recién adquirido apodo llenó la boca de todos los que vivían a su alrededor y lo convencieron de que le sentaba mejor y hasta le proporcionaba una personalidad antaño inexistente.

Lo curioso es que él, asiduo habitante de terrenos baldíos en unas no menos baldías colonias, estaciones del Metro, alcantarillas o construcciones deshabitadas, no tiene ni la menor idea del personaje ficticio del que es homónimo. La carpeta de las cuestiones literarias no tiene cabida en su apretada agenda.

A pesar de su mutilación, este Capitán se ganaba la comida y algunos centavos matando ratas en algún mercado. No obstante, los peculiares vicios del ambiente lo avasallaron, los inhalaba en demasía, y el negocio se acabó. Lo echaron del mercado aquél y tornó a la vagancia, tierra de nadie donde se encontró con sus actuales compañeros de historias semejantes. Ahora, los espera la estridencia y los paliativos al rugido de sus hambres.

En la madrugada retornarán a la estación del Metro más cercana si lo logran, porque este Capitán Garfio, y el resto de sus acompañantes, siempre guardan en alguna parte de sí el temor y la sapiencia genética de que un día serán alcanzados por el animal, la siempre acechante bestia imaginada.

*Texto tomado de la publicación Relatos para niños ordinarios de la Editorial Doble A.

Relatos para niños ordinarios 2 (foto 2)

 

Relatos para niños ordinarios

Sergio Monsalvo C.

Editorial Doble A

Colección “Textos”

The Netherlands, 2008

Exlibris 3 - kopie (2)