Por SERGIO MONSALVO C.
(RELATO)
Tenía 55 años y había hecho voto de silencio. Tal situación en realidad no modificó en nada la rutina de su vida, puesto que desde mucho tiempo atrás casi con nadie hablaba.
Perdida en la memoria se encontraba la fecha en que sus hijos se fueran de la casa a buscar trabajo fuera del país (“al otro lado”). Nunca volvieron ni enviaron cartas o algo semejante. Simplemente desaparecieron.
Al principio ella se preocupó, pero el paso de los meses mitigó el sentimiento. Se largaron y punto. Sin embargo, un día a su marido le entró la comezón de ir a buscarlos. Se había quedado sin trabajo y comenzó a imaginar que ellos lo tenían de sobra y que en cuanto los encontrara las condiciones de su paupérrima existencia cambiarían radicalmente.
Así que una mañana sin pensarlo más se levantó temprano, juntó en una bolsa cualquiera dos o tres prendas de ropa y se despidió de su mujer, diciéndole que pronto recibiría noticias suyas. Tampoco regresó.
Ella cerró pronto las compuertas de la esperanza. La experiencia con lo de sus hijos gastó toda su reserva. «Gracias a Dios –pensó– tengo un techo y manera de irla pasando».
Vivía cerca de una estación del Metro y este transporte le aseguraba –salvo contratiempos– la ida y vuelta de la casa donde trabajaba lavando y planchando ropa.
A la señora de la casa le comunicó su voto de silencio (“una manda”, le subrayó). Como era una cuestión religiosa y en nada la afectaba a ella no puso reparo alguno. Al contrario –se dijo a sí misma–, mejor no tener que intercambiar palabra alguna con esta señora a la que nada más con verla dan ganas de llorar.
Iba de lunes a sábado, la sirvienta le abría y la conducía hasta el lavadero donde la esperaba la ropa. Ahí junto estaba el cuarto de planchado, así que prácticamente no se movía del lugar para realizar su tarea.
La sirvienta también le daba de comer a mediodía y por la tarde algunas sobras de la comida para que se las llevara. Le pagaban puntualmente y nunca hubo problemas con ella.
Un lunes ya no se presentó, ni en toda la semana. No pudieron saber que la asaltaron en un callejón cerca de su casa para quitarle los recipientes en los que llevaba la comida; ni que en aquella fosa común mantuvo inamovible el voto de silencio.
A la semana siguiente otra lavandera ya ocupaba su lugar.