Por SERGIO MONSALVO C.

BJÖRK
A fines de los años ochenta, Björk transportaba las canciones de los Sugarcubes islandeses a otras galaxias, como cantante principal siempre gimiente, muchas veces aullante. Al desintegrarse el grupo se mudó a Londres.
Profundamente impresionada por las house-parties y los ritmos urbanos, la princesa de los indies y alternativos se dejó seducir por una compañía discográfica grande: Island Records.
Ésta presentó a Björk, la cantante fugada de los Sugarcubes en su primer muestrario como solista, con el gusto edulcorado de un cuento de hadas de la nueva era: Debut (1993).
Todo con mucha fineza. Como una comedia musical moderna en la que Blancanieves vocalizaba entre un club house y jazz de cabaret. Pasaba del uno al otro de acuerdo con las piezas o permanecía en la calle entre ambos, para escuchar los sonidos filtrados y mezclarlos en un solo título.
Björk recurrió a la tecnología para comunicar sus paisajes interiores. Pero no abusó de ello. La prioridad estuvo en las sonoridades acústicas y los instrumentos clásicos. Hubo muy poca guitarra. Dominaron los metales, las percusiones, el arpa y el piano. Sampleados o en vivo.
Instrumentos que tejieron ambientes, armazones más que muros, que se fueron formando con toques discretos detrás de una fachada decididamente a capella. Resplandeciente, nostálgica, seductora, mágica, lánguida, la voz desempeñó el papel principal en esta obra magna en technicolor.

