Por SERGIO MONSALVO C.
(RELATO)
Se sentó en uno de los rebordes de la entrada al Metro, con los pies colgando hacia adentro, suspiró a causa del calor y del cansancio. Se quitó los lentes oscuros para limpiarse la cara y los cristales embarrados de sudor. Mientras hacía esto, la cámara le colgaba del cuello a la altura del ombligo.
Volteó hacia la avenida y vio a los autos y camiones en su estrepitosa ida; a los autobuses y tranvías descargando y cargando pasajeros. Sintió que de alguna manera toda la gente hacía el ridículo al abordar los vehículos tratando de no caerse, agarrar el tubo para sujetarse, o evitando que los altos tacones se les rompieran.
Si trabajara para el programa de Candid Camera, ahí en ese preciso lugar instalaría un aparato para registrar todas esas escenas pasto del escarnio humano que resultan tan atractivas a la gente. El absurdo magnificado a su más estúpida potencia.
Bajó la vista y descubrió el submundo que pululaba en las escaleras y el comienzo del pasillo de acceso al Metro bajo sus pies. Una gran cantidad de vendedores de toda índole alrededor de variadas mercancías: dulces, pilas para reloj, muñecas de trapo, chicles, cacahuates, contrabando menor, peines, lentes, pósters, aretes, desarmadores, juguetes…
Había también cantantes invidentes, mutilados o ancianos interpretando piezas lastimeras de toda ídole y género, haciendo sonar sus botes con monedas, e igualmente estaban las figuras fijas, inamovibles, permanentes de piedades embozadas con la mano extendida y un niño en el regazo, dormido, enfermo o hasta muerto.
Todo un cuadro en el que cada personaje daba la impresión de estar interpretando un papel en un drama grandioso; cada uno comprometido en una disputa de atención no sólo con los que participaban en él sino también con el público circulante al que ofrendaban desesperación, incredulidad, desprecio, indignación, hambre, engaño, la realidad pura y llana.
Su dedo apretó el disparador y sacó la foto para una futura exposición.