CARTAPACIO: «LA MARCA DEL SUAVE»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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A las seis de la mañana abre la cortina metálica de la covacha, saca las dos cubetas de plástico, vuelve a cerrar, pero ahora con candado y se dirige por esa calle de la barriada, muy cerca del Viaducto, a la vecindad que se encuentra en la siguiente cuadra para llenar las cubetas en la llave de la entrada del inmueble.

Sólo perros y señoras embozadas con diferentes prendas deambulan a esa hora.  Observa los montones de basura acumulados en las cuatro esquinas de ese crucero pensando que ojalá no salga de ahí ninguna rata. Les tiene horror.

Con la carga de agua en ambas manos regresa por el mismo rumbo, repasa los nombres de cada establecimiento de venta de autopartes sin dejar de emitir gestos que denotan suspicacia.

Los negocios de tal rama en esa colonia siempre provocan esas actitudes aún entre sus propios habitantes y poseedores. Él ha visto y callado, como casi todos los lugareños, demasiadas transas como para sorprenderse de nada.  Salvo, quizá, de las que hacen los policías que vienen cuando las razzias de limpia y arrestos. Esos siempre traen nuevas mañas.

La figura de El Suave, tan parecida a la de un personaje de cómic –rechoncha y ridícula–, se detiene frente a la covacha donde vive y que a la vez sirve de vulcanizadora.

Levanta la cortina, se echa agua en la cara y cabello y vacía ambas cubetas en la tina donde prueba las estructuras de las llantas. Se seca la cara y peina el escaso pelo hacia atrás. Comienza a acomodar sus instrumentos de trabajo y a esperar la llegada del primer cliente, que de manera regular es el chofer de algún taxi que trae a reparar una llanta desahuciada.

El Suave ganó su apodo por el trato que da tanto a las llantas como a la gente.  Casi no habla, sólo gruñe y mira como fiera. La clientela habitual no lo molesta con pláticas de ninguna índole. Cuando trabaja lo hace rápido y bien. Los clientes ocasionales callan pronto después del vistazo que les echa encima.

El pizarrón con los precios detallados le evita abrir la boca. Los del rumbo siempre lo saludan y esperan un ligero movimiento de cabeza como respuesta.  Sólo le dan la vuelta los sábados cuando se emborracha. El martillo de goma que carga encima es su vocero oficial y única forma de comunicarse con el resto del mundo. Algunos lo han comprobado y guardan su marca.

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CARTAPACIO: «TESTIGOS EN PELIGRO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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«Buenos días, andamos recorriendo estas casas para hablar con usted sobre la guerra y la falta de felicidad en el mundo…» Son las ocho de la mañana de un domingo.

Las telarañas del sueño todavía no se despejan del todo, aunque la conciencia comenzaba a captar las alineaciones del Milán y del Nápoles. El esperado partido que vería desde la cama, cuando tocaron insistentemente a la puerta.

‘¿La guerra, la infelicidad, ¡qué!?’ Craso error de desubicación y pauta para el insospechado rollo: «Venimos a dar a conocer la palabra de Jehová, si nos permite unos minutos le hablaremos del futuro maravilloso que nos depara El Señor a todos los que escuchamos sus buenas nuevas…»

Las caras fanáticas que rumian las palabras incontinentes no aceptan la negativa apenas farfullada, ni el comedido cierre de la puerta.  ‘No gracias, no me interesa’.

Pone la mano en la puerta el de la voz cantante. «Cómo no va a interesarle lo diferente que será la nueva era, cuando Dios ponga fin a la iniquidad. En vez de dolor, enfermedad y muerte habrá felicidad, salud vibrante y vida eterna…»

‘No gracias, tengo qué hacer’, pero el tipo parece que no oye, ni su compañera que muda permanece sin moverse. Comienza a sacar de su portafolio unos papeles de la Sociedad de la Atalaya: «Permítanos tan sólo unos minutos para descubrirle cómo nuestro destino está perfectamente trazado en el Antiguo Testamento de la Biblia; cómo la pesadilla que es esta vida moderna se irá para siempre y el gozo que vendrá en aquel tiempo sobrepasará toda la agonía que el hombre jamás ha experimentado…»

(Tengo frío, no me pude poner nada encima, el viento es tempranero, gélido.  El comedimiento ya no es solución. Puedo decirles que soy discípulo de Allan Kardec, pero no creo que eso los amedrente, ni que lo conozcan. Puedo empujarlo y cerrar de un azotón la puerta, puedo mandarlo a la fregada a gritos, puedo decirles que lo único que quiero es ver una de las geniales jugadas que me esperan. Tampoco entenderían.)

«Nada debe cerrar el camino al cumplimiento de los propósitos de Jehová. Lo que él ha prometido lo hará sin falta. Imagínese, no habrá más iniquidad…»  Exactamente, no la habrá. Le chiflo a mi perro dóberman y que se las arreglen con él…

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CARTAPACIO: «MI MAMÁ ME MIMA»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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Yo tenía once años cuando el temblor de 1985. Vivíamos frente a los únicos condominios en aquella colonia: mi papá, mi mamá y mis dos hermanas, Jenny y Karina. Ellas son más grandes que yo por dos y tres años. La casa se destruyó casi por completo y ahí murió mi papá. Nosotras habíamos salido temprano con mi mamá para ir a la escuela.

Con la ayuda de familiares conseguimos el departamento en este barrio y mi mamá entró a trabajar en una dependencia del gobierno. A ella fue a la que más afectó todo aquello en una forma rara. En lugar de sentirse triste o mal, se portaba todo lo contrario. Se volvió más alegre, muy alivianada y creo que hasta rejuveneció la condenada.

A las pocas semanas de haber llegado aquí comenzamos a tener un montón de amigos. Amigas casi no, creo que las niñas del lugar nos tenían envidia.  Bueno, no lo creo, lo aseguro. Nosotras tres estábamos más crecidas que las demás, aunque tuviéramos la misma edad.

A mis once años ya tenía senos y las caderas bien formadas. De mis hermanas qué puedo decir, estaban como se dice «muy bien formadas». Los muchachos empezaron a llegar como moscas, lo mismo que las invitaciones.

Íbamos a muchas fiestas. Mi mamá siempre nos acompañaba y siento que muchas veces se divirtió más que nosotras.

Cuando Jenny, la más grande, cumplió 15 años mi mamá nos sentó en la sala y dijo que no fuéramos idiotas, que no nos dejáramos meter mano por cualquiera, que escogiéramos siempre al tipo que tuviera dinero y coche, que teníamos la sala a nuestra disposición y que procuráramos no salir mucho, en la casa lo teníamos todo.

Al poco tiempo entendí perfectamente sus consejos. Jenny y Karina ya se casaron. A cada una de ellas mi mamá la «sorprendió» en el momento de estar haciendo el amor con su novio en la casa. Al principio hacía un escándalo tremendo, luego ante las muestras de temor y confusión de los muchachos se mostraba comprensiva y les dejaba a ellos la solución del problema.

La palabra «estupro» ablandó a ambas familias en su momento. Mis hermanas se casaron, tienen niños y mi mamá se pasa buenas temporadas con cada una de ella. Yo tengo ahora 16 años pero ya me dijo que no cree que dure mucho soltera.

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CARTAPACIO: «EL INVESTIGADOR PROHIBIDO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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El papel de la propaganda venía ilustrado con un dibujo que enmarcaba la cabeza de un hombre a la que le brotaban serpientes de formas exageradamente sinuosas. En la frente ostentaba un cuadrado con la figura de un triángulo en medio, del cual salían a su vez cuatro serpientes hacia cada uno de los cuatro ángulos que formaban el combinado geométrico. De los ojos de esta cabeza salían rayas simulando luz y encima de la testa dos misteriosos y enormes ojos que lanzaban rayos de energía sobre la cabeza que resplandecía brillante.

En el texto se leía lo siguiente: «Información sobre el Sistema Científico de Desarrollo, Proyección y Comunicación de la Personalidad. Radiaciones magnéticas para limpiar el Aura Humana. Trabajos de Parapsicología absolutamente serios, confidenciales, formales, eficientes y puntuales. Veinte años de investigaciones y experiencias, orientando, ayudando, resolviendo los problemas confidenciales más difíciles, me recomiendan. La Parapsicología es la ciencia del futuro, pues sus valiosos conocimientos no afectan a ningún credo o religión. No tire este volante. Conserve limpia la ciudad».

A continuación, el horario, el nombre del personaje y la leyenda de El Investigador Prohibido, la dirección de su consultorio en el primer cuadro de la ciudad y el señalamiento de no preguntar ni enseñar ese volante a nadie y subir al tercer piso de un edificio de las calles céntricas.

El tipo que me lo enseñó, caminando por la avenida principal, estaba entusiasmado. Quería ir ahí y librarse de obstáculos y maldades que le impedían obtener fortuna, felicidad y fama. «Acompáñame –dijo–, seguro que a ti también te puede ayudar. Soy capaz de darle lo que me pida con tal de conseguir un trabajo de diputado, aunque sea del estado menos importante del país».

No esperó mi respuesta y se alejó rápidamente pensando en cuánto le cobraría el Investigador Prohibido por sacarle lustre a su abollada aura humana.

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CARTAPACIO: «DESCUENTOS A LA VISTA»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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¡Eh, que no vio el letrero!: «Prohibida la entrada a toda persona ajena a este departamento.» — dijo el sobresaltado policía. Disculpe, es que…y sacó de la bolsa de su saco el bastón blanco. Era ciego.

Algunas secretarias se acercaron mientras el policía de la voz golpeada hizo mutis un tanto amoscado. Los modernos anteojos oscuros le ocultaban púdicamente la invidencia.

Una vez rodeado por ellas pareció entrar en confianza y se dirigió a la que por casualidad era la más bonita: Sé que no está permitido y les ruego me disculpen…la necesidad me obliga. No, no soy mendigo ni pido limosna.  Vendo blusas y lencería fina.

Las muchachas se vieron entre ellas:  el memorándum era claro. No se admitía comerciar en oficinas públicas y menos aún en éstas de Hacienda. Pero, se preguntaron interiormente: ¿puede haber prohibiciones para los cieguitos? (porque todo ciego es cieguito en el corazón de las empleadas de gobierno).

Además, éste tenía buena pinta y era bastante guapo (¡Qué lástima!); ¿y a quién se le puede negar una blusa nueva, un baby doll o un brassier bonito?  Todas necesitaban algo definitivamente.

Entonces, la muchacha a quien él se dirigiera primero tomó la iniciativa de comprar alguna cosa. El cieguito abrió la maleta y fue sacando los artículos.  Habló de la finura, de la calidad del látex, de las costuras invisibles. Pidió permiso de extender las blusas sobre el pecho de las muchachas para que vieran lo bien que les sentaba. Lo precisaran o no, compraron de todo.

Saldadas las cuentas habló al oído de su primera compradora. No se vaya, tengo una maravilla de brassier. Le va a encantar y se lo voy a dejar en un precio especial por tratarse de usted.

Efectivamente, de un compartimiento sacó la prenda que le fascinó. De verdad era ma-ra-vi-llo-so. Si me deja probárselo le hago un treinta por ciento de descuento. Ella lo miró de manera inquisitoria, clavando sus ojos en los de él, que nervioso esbozaba una semisonrisa.

Aunque la prenda se aferraba a sus manos, ella la extendió hacia él: el cincuenta por ciento o nada –dijo–.  La sonrisa se le hizo llena.

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CARTAPACIO: «LA CUENTA DEL POLIZÓN»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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La hora de la salida de la escuela. El calor de las dos de la tarde. En medio de la batahola de alumnos que han roto filas y en estampida buscan la salida, el escolapio de recién ingreso al cabo de un mes ya tiene amigos –los que se puede tener en cuarto de primaria–, pero ellos llevan rumbos diferentes y más ahora que su mamá ha conseguido que lo lleven hasta la casa con una señora-que-se-encarga-de-distribuir-a-otros-niños-en-su-camioneta.

La dejada es un servicio que presta por una cantidad mensual, y es un ingreso extra para el matrimonio que encabeza un maestro de quinto año. Sin embargo, la amistad de ambas señoras (cimentada en la particularidad de tener a hijos e hijas en los mismos colegios) ha hecho que la del servicio se lo ofrezca gratuitamente, ante la imposibilidad económica de la otra, pero sin que el maestro lo sepa.

De tal modo que si por casualidad o mala suerte la camioneta de la señora se cruza con la del marido –que realiza una actividad semejante en la suya– el escolapio de recién ingreso a uno de los centros educativos más reconocidos de esa colonia tiene, por instrucciones de la señora, que agacharse y esperar entre los zapatos de los otros pasajeros, compañeros de colegio, hasta pasar el peligro de ser descubierto como polizón. Cosa que, por otro lado, sucede casi a diario, y la pena de hacer mutis de esa manera se ha vuelto cotidiana, lo mismo que las burlas inherentes.

Ahora, ahí, semiagachado, recuerda los comentarios de esos compañeros, no todos, sólo los que más le han dolido y tenido que tragar en silencio. Su mamá lo aceptó para que él regrese a casa cómoda y seguramente; la señora lo ofreció como detalle de amistad, pero de eso no saben ni entienden los otros compañeros, y menos cuando todos pagan por el servicio excepto este advenedizo, que le cayó mal a uno de los suscriptores desde que lo supo y hoy, luego de espetarle un «¡gorrón!» en plena cara, le propinó un puñetazo en el estómago que lo tiene así, semiagachado, aunque falten aún algunas cuadras para la inmersión rutinaria.  El pago por un favor.

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CARTAPACIO: «EL COYOTE INVÁLIDO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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«¡Acérquese seño, aquí se la damos barata, acérquese!» Grito que ha dejado de causar la hilaridad de antaños comienzos. Ahora se ha vuelto cosa común para los puesteros de este mercado callejero y el sello de identificación del verdulero conocido como «El Coyote Inválido», por ellos, y «El Cojo Feo», por ellas.

Las antiguas risotadas por el doble sentido se modificaron con el tiempo, convirtiéndose en sólo miradas llenas de intención, pues actualmente sus gritos son la clave para que los que estén alrededor volteen a ver a alguna clienta buenona.

«El Coyote Inválido» ha especializado su lascivia en eso, en poner en el objetivo visual de los semejantes de su entorno a las acaloradas féminas que solas o en parejas visitan estos mercados ambulantes.

«¡Agarre con confianza!», les dice cuando pasan o se acercan a su puesto. La notoria cojera lo ha hecho desde siempre sujeto de procaces comentarios y los albures más conocidos al respecto. Para contrarrestar las burlas sobre sí, optó desde muy joven por hacerse el chistoso tornando en víctima a la inocencia calichera de las compradoras.

«¡Pruébela y sorpréndase, güerita!», ofrece. Ah, porque también tiene la especialidad común de los marchantes: al frente de su puesto pone la mercancía más bonita, más vistosa, en plenitud y apetitosa, mientras que detrás de ese muro de preciosos ejemplares coloca el producto demasiado maduro, picado y hasta podrido, «si hay chance», el cual es surtido a la mayoría de los clientes si se descuidan.

El «¡Arrímese sin miedo, reina!» retumba por todos los vericuetos cercanos y cada uno del resto de los puesteros sabe que «El Coyote Inválido», para ellos, o «El Cojo Feo», para ellas, quiere anotarse otra de sus pedestres puntadas, mientras que él busca con eso parecerles menos grotesco.

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CARTAPACIO: «PARIENTE CERCANA DEL TERCER TIPO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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El personaje es una señora, no por cualidad sino por longevo físico. Usa el pelo color zanahoria que hace, en comparación, verse distinguido a cualquier personaje de comic, y un maquillaje que la convierte por derecho propio en la hermana gemela del legendario Gerónimo, en pie de guerra. La voz que acompaña a la distinguida dama es la de una soprano, pero más tipluda y aguardentosa.

La señora llega al trabajo pasadas las diez de la mañana ‑‑concesión especial por tratarse de un pariente cercano del Oficial Mayor de una Secretaría de gobierno–. Recibe un sueldo superior a su categoría de secretaria y su hora de salida es a la una de la tarde, llueva o truene. Por si fuera poco, el pariente le ha conseguido otro trabajo, donde cobra una suma similar y al cual ni va.

Cuando los compañeros de oficina tienen la suerte de contar con su presencia, éstos deben aguantar desde que llega los gritos destemplados sobre lo imposible que está el Metro, los apretones, empujones y masacres de los que ha sido objeto; los chismes que recogió en las escaleras o elevador; las interrupciones que impone para que se le escuche y compadezca.

Así pasa el tiempo, yendo de un lado para otro sin hacer absolutamente nada, como gallina sin pollos. Si alguien tiene la desgracia de necesitar su ayuda para algún trabajo secretarial, los argumentos para no hacerlo lo sepultarán, o si lo hace el infeliz tendrá que volver a repetirlo por tanto error.

Pero eso sí, ay de aquél que ose utilizar su máquina de escribir, sentarse en su silla o hacerle una broma. Inmediatamente llamará por teléfono al secretario de su pariente ‑‑el Oficial Mayor– para que éste, iracundo, se comunique con el director del organismo para someter al orden al personal.

En fin, lloriquea, chismea, se queja, uno o dos días por semana no asiste argumentando deberes maternos, afea el recinto, amenaza, grita, fuma como loca, pero eso sí, a la una en punto se despide, esperando siempre la respuesta cordial:  «Que descanse, Carmelita…»

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CARTAPACIO: «TACOS DE OJO»

Por SERGIO MONSALVO C.

 

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Todos somos fisgones, unos mirones, voyeuristas como definió el poeta. Si no, obsérvese a los ancianos, a los viejos, a esas antiguas vidas que con el pretexto de tomar el sol se pasan horas y días enteros mirando, sólo mirando como estatuas.

Añosos que ven el trajín de los que van y vienen buscando algo. Las ancianas fijas en la evocación de sus recuerdos, los ancianos que ven a las mujeres emulando pasadas glorias, ímpetus olvidados hace tiempo.

Fisgonean también las señoras en las ventanas, en los coches, en los autobuses, en las propias casas, en las vidas de sus hijos. Fisgonean los hombres tras unos lentes oscuros, bajo las escaleras, sentados en los escritorios, en los espejos de sus coches. Ubican como por instinto esas piernas, esos traseros, luego quizá hasta miren a la cara.

El Metro, los autobuses, los taxis, los elevadores, los pasillos, las oficinas, las salas de espera, en los salones de clase, en los mercados, en todos lados hay fisgones, mirones, vouyeristas pues. Los hombres lo hacen descaradamente, las mujeres sin quebrar un plato.

¿Por qué no van a hacerlo ellos? Sí, esos bichos humanos que entran a la adolescencia azorados por la caída del velo de la niñez.

Sí, las tardes son para jugar al futbol, al beisbol, al futbol americano o al instrumento de moda, gritan, se insultan, se avientan. De su boca pueden surgir las peores maldiciones, el lenguaje más abyecto (en medio de los quiebros por el cambio de voz) para los compañeros de juego, de escuela o de toda la vida.

Pero esas bocas callan cuando se agrupan para trepar a las azoteas. La hora de los gatos, la noche con sus reveladoras contingencias, cuando surgen las pisadas leves, los entendidos en silencio, los binoculares de mano en mano o hasta sin binoculares, para regodearse en el espectáculo de la vecina que se desnuda con las cortinas abiertas, que se frota los senos, que pasa revista a cada parte de su cuerpo, compartiendo generosamente sus secretos con esos incipientes gustadores de los tacos de ojo.

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