LOST IN TRANSLATION

Por SERGIO MONSALVO C.

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(SOFIA COPPOLA)

El adiós es un hecho humano que siempre ha tenido su propio drama. Puede ser traumático, heroico, trágico, épico o romántico, entre otras cosas. El cine lo ha retratado muy bien y poéticamente en muy diversas películas. Casa Blanca es quizá el mejor ejemplo de ello en lo que al siglo XX se refiere. Y la muestra del comienzo de la nueva centuria es sin duda Lost in Traslation.

Ésta, fue la segunda cinta de Sofia Coppola, quien lo escribió y dirigió. La película fue una coproducción japonesa-estadounidense que se realizó en el 2003 y ambientada en Tokio. Estuvo nominada para varios premios y ganó un Óscar al Mejor Guión Original. En ella se invirtieron 4 millones de dólares para al final recaudar cerca de 120.

Una muy sucinta sinopsis señala a Bob (Bill Murray), un actor maduro en pleno declive que se ve obligado a viajar a la capital nipona por trabajo. Tiene que rodar anuncios de un licor y la parafernalia que eso conlleva (entrevistas y publicidad a lo japonés). En el ínterin se encuentra con  Charlotte (Scarlett Johannson) una joven mujer que se hospeda en el mismo hotel con su esposo, un famoso fotógrafo que trabaja durante todo el día, y el cual no le presta mucha atención.

Bob, a su vez, casado de muchos años, sostiene con su mujer diálogos por  teléfono fríos, absurdos y distantes. Bob y Charlotte comienzan a compartir sus soledades y desvelos en una ciudad que les es totalmente ajena. Viven momentos, noches y diversión, con fecha de caducidad.

 Él debe volver pronto a los Estados Unidos. Sin embargo la relación se establece sutil en medio de aquella atmósfera difusa, desorientada e irreal. Se sienten unidos por la soledad, el insomnio y por una nebulosa sensación de comprensión a pesar de ser extraños. Al final él debe volver y en un adiós callejero y populoso comparten un murmullo que mantiene su misterio hasta nuestros días.

Desde entonces, aquellas sugestivas imágenes han generado toda clase de interpretaciones. El susurro de él al oído de ella se ha convertido en piedra de toque para la especulación más diversa debido a su opacidad. Desde la fáctica despedida como punto final hasta  un futuro romántico y sublime que los redima a ambos de su orfandad emocional.

En todo ello cabe lo que se llama la realidad distorsionada, simulada o la ilusión. Depende de cada quien. Aquí, esa realidad no pretende registrar el hecho tal cual fue (dada su ambigüedad), sino hacerlo como el espectador lo imagina. Y ahí, en ese punto, ese susurro dentro del bullicio tokiota es donde cobra su real significado el título del filme.

Hay personas que escuchan que la ama. También las hay que seguras que aquel tipo en plena crisis (de edad, de trabajo, de existencia) le asegura al oído que jamás olvidará su sonrisa o su mirada triste, o también quienes oyen las palabras que desearían ellas mismas recibir en una situación semejante. La fuerza de la ilusión sobre la realidad.

Si aquella lejana Casablanca heredó un último diálogo épico, sin fisuras, Lost in Translation, más cercana por su parte,lega todas las posibilidades de tal siseo. Y ambas a su vez,igual sensación dolida y hermosa al mismo tiempo del adiós. La primera produjo una canción memorable; la segunda el soundtrack de toda una atmósfera sonora.

Dicha atmósfera tiene un nombre: dream pop. Éste es un subgénero indie, derivado del rock alternativo y con diversas ramificaciones (que van desde los Coctau Twins hasta Coldplay, pasando por muchos otros). Se caracteriza por su estilo suave, de ritmo lento, atmosférico y ensoñador, propiciado por el uso de guitarras con diversos y graduados efectos, casi indistorsionados (del eco al delay), lo cual crea un ambiente de sonidos tan melancólicos y tristes como bellos.

Dentro de la taxiconomía musical posee ramificaciones bien definidas. Por un lado, la tendencia gótica (influencia de la Ethereal wave) y el dream pop, propiamente dicho (con influencia de la New Wave), que posee las características ya mencionadas y acordes electroacústicos.

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Tal vertiente resultó ser una cresta importante en y para el rock. Era una música que empleaba elementos clásicos del género en direcciones originales y del mayor interés por las texturas y los timbres melódicos por la experimentación con la tecnología (feedback, flanger, reverb, chorus), por los recursos del estudio de grabación (dub, sampler), por la libertad de su sistema –jugaban o se alejaban de las estructuras lineales—y por el murmurado uso de la voz como un instrumento más, para matizar.

Todo ello en busca de resultados raros y emotivos, de atmósfera espacial nebulosa. Porque eso sí, el subgénero destaca por su apabullante emotividad, por la instigación de la temática melancólica –se convirtió en una elaborada gama de exploración de los traumas generacionales desde la (sobre) información al escrutinio de la identidad.

Aquello demostró que las aspiraciones dramáticas del rock podían sintonizar con el riesgo. Una forma evolutiva del rock alternativo al que pertenece.

Por fortuna, la pluralidad de grupos en la que se extendió la corriente evitó la simplificación industrial y por consiguiente su rápido desgaste. Y hubo entonces bandas que favorecieron el pinturerismo emocional lo mismo que la expresividad más teórica.

Así que cuando se escuchaba su música, se descubría una búsqueda estética con el grado de abstracción que se quiera, pero siempre con la vitalidad del sentimiento por delante, envuelto en el arrobo.

En el ámbito instrumental este rock se dejó llevar, sobre todo, por la ciencia del guitarreo y su capacidad transformatoria; por la fascinación por el aparato y su habilidad para reinventar la guitarra a partir de sus efectos, para convertir su sonido en algo etéreo, elevado y terriblemente romántico a través de telarañas de ambientaciones sonoras, de voces lejanas y fantasmales, como el estilo extraterrenal de quienes serían sus máximos representantes: My Bloddy Valentine.

Tal grupo británico significó la perfecta unión de ese ruido emocional: belleza e intensidad. La cual quedó impresa para siempre en sus emblemáticos discos. Una sofisticada obra de guitarras tratadas hasta el punto de parecer beats y con una atmósfera en gravedad cero.

Tal estética puso en relieve la confirmación de su líder, Kevin Shields, como un talento visionario. El noise, el ambient y el free jazz fundidos sin prejuicios; epígonos bien avenidos en una disonancia de guitarras vaporosas, incorpóreas, volátiles, en cataratas de samplers y voces cargadas de vértigo. Uno de los momentos más grandes de la música.

Su magia elevó el puente entre el dream pop y la experimentación techno-ambient. Los sonidos dieron entrada a letras inteligentes y dolidas: “La experimentación no tiene sentido sin el efecto emocional. Nuestra música alcanza tanto a la primera como a lo segundo”, dijo Shields en su momento.

Entre otros elementos, el instinto y el sentimiento sirven para medirse en el universo del rock. En esta corriente indie tal credo sostiene a aquellos como sus valores únicos y centrales. Concepto deliberadamente ambiguo y hasta confuso para quienes no participan de él.

Dentro del rock, como del romanticismo del cual deriva su espíritu y esencia, la confusión es una virtud apuntalada por todo un sistema de argumentos filosóficos acerca del yo, del mundo y el cambio que lo constituyen. En el más puro canon romántico.

La selección de esta música por parte de Sofia Coppola para su película y la participación de Shields en el armado del soundtrack de la misma, contribuyeron a elevar el murmullo a la categoría sublime de la sonoridad,  y el Adiós a una forma de arte abierto a todas las posibilidades, como todo buen arte (con Bob acariciando el pelo de Charlotte, y ella parada de puntas, con los ojos llorosos abrazada a él, y luego el susurro y el beso, que dan paso a unos acordes, como latidos del corazón, que evocan el Muro de Spector en “Be My Babe”, otra pieza perfecta).

VIDEO SUGERIDO: Scarlett Johansson – Lost in Translation Ending (4K), YouTube (John)

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