Por SERGIO MONSALVO C.

(RELATO)
¡Eh, que no vio el letrero!: «Prohibida la entrada a toda persona ajena a este departamento.» — dijo el sobresaltado policía. Disculpe, es que…y sacó de la bolsa de su saco el bastón blanco. Era ciego.
Algunas secretarias se acercaron mientras el policía de la voz golpeada hizo mutis un tanto amoscado. Los modernos anteojos oscuros le ocultaban púdicamente la invidencia.
Una vez rodeado por ellas pareció entrar en confianza y se dirigió a la que por casualidad era la más bonita: Sé que no está permitido y les ruego me disculpen…la necesidad me obliga. No, no soy mendigo ni pido limosna. Vendo blusas y lencería fina.
Las muchachas se vieron entre ellas: el memorándum era claro. No se admitía comerciar en oficinas públicas y menos aún en éstas de Hacienda. Pero, se preguntaron interiormente: ¿puede haber prohibiciones para los cieguitos? (porque todo ciego es cieguito en el corazón de las empleadas de gobierno).
Además, éste tenía buena pinta y era bastante guapo (¡Qué lástima!); ¿y a quién se le puede negar una blusa nueva, un baby doll o un brassier bonito? Todas necesitaban algo definitivamente.
Entonces, la muchacha a quien él se dirigiera primero tomó la iniciativa de comprar alguna cosa. El cieguito abrió la maleta y fue sacando los artículos. Habló de la finura, de la calidad del látex, de las costuras invisibles. Pidió permiso de extender las blusas sobre el pecho de las muchachas para que vieran lo bien que les sentaba. Lo precisaran o no, compraron de todo.
Saldadas las cuentas habló al oído de su primera compradora. No se vaya, tengo una maravilla de brassier. Le va a encantar y se lo voy a dejar en un precio especial por tratarse de usted.
Efectivamente, de un compartimiento sacó la prenda que le fascinó. De verdad era ma-ra-vi-llo-so. Si me deja probárselo le hago un treinta por ciento de descuento. Ella lo miró de manera inquisitoria, clavando sus ojos en los de él, que nervioso esbozaba una semisonrisa.
Aunque la prenda se aferraba a sus manos, ella la extendió hacia él: el cincuenta por ciento o nada –dijo–. La sonrisa se le hizo llena.
