Por SERGIO MONSALVO C.
FORMA DE ESTAR
Desde hace siglos, si no es que desde siempre, el hastío ha proyectado una sombra gigante sobre los humanos y su arte. La poesía, escultura, pintura, novela, música, han creado monumentos impresionantes a tal sentimiento, una corriente subterránea dirigida a exaltar esa forma de estar en el mundo, como lo atestigua la estética que declaró el hartazgo espiritual como parte esencial de lo poético.
Hoy en día, hacia finales de la segunda década del siglo XXI, quizá ellos, los hacedores de esta proyección se asuman en el eco, en el anhelo de otra realidad.
Quizá ellos lo perciban, y lo hagan por esa avenida donde como escritores deambulen mascullando su fastidio. Quizá de cualquier manera tengan que emprender la vagancia imaginaria alrededor de sus desiertos cotidianos, gritando su desesperanza. A veces juegan a la poesía distrayendo la pena. La certeza de que la vida no significa nada los lleva, armados de un fuerte nihilismo, a una búsqueda interior, para explorar quiénes son y quiénes deseaban ser, y el cansancio por ambas cosas.
El flujo de pensamiento en sus obras equivale a la exploración continua por la comprensión personal de la propia realidad. Un escritor piensa que todo ello es muy cierto en nuestra sociedad y que analizar el origen de dichas creencias puede conducirnos a un mayor conocimiento del vacío en el que vivimos.
La premisa de los surrealistas, que se consagra a desgarrar la fachada de la realidad a fin de revelar las verdades interiores, tal vez sea afín a su propósito. Es dentro del sutil reino subterráneo de la intuición, la pasión y la comprensión que será posible conectarse con él.
En el hastío es manifiesto que no es preciso el mal físico para sufrir por el quebranto. El agobio espiritual puede resultar mucho más insoportable que el dolor orgánico. En el caso de su poesía este hecho es evidente, y su entendimiento es fundamental para percibir los lenguajes de la invisibilidad que duele.
El terrible ángel que despierta tal entendimiento y otorga el don de la mirada interior es el del agobio, en este caso canalizado hacia el hartazgo. A éste desde tiempos inmemoriales se le considera como una cuita que tortura a los afectados por los lazos con el mundo.
El hastío es un estado anímico al que conducen muchos caminos, de los cuales el más seguro es el de la pena vivencial. Un mundo afectado por la aflicción trata de curarse en la obra, que en este caso se realiza dentro de la poesía. Y ésta, como ninguna otra, ofrenda el mayor lujo del arte: el sufrimiento. La voz del hastío es la poesía del dolor plasmado y no sólo vivido.
Muchos seres han tomado al hartazgo como pauta para su manifiesto, es hijo de la época, de la duda y de la incredulidad. Un fenómeno recurrente en la actualidad, una erupción desesperada, un potente grito en el que se juntan todos los gemidos de la especie. El ojo del que padece es el que está más abierto para la verdad, han dicho los filósofos.
La comprensión de la vida es una tragedia inserta como misterio. Los griegos pusieron al hombre desdichado en el centro del mundo y lo condenaron al protagonismo. Homero lo escribió: “No hay cosa de cuantas respiran y andan sobre la Tierra, más lamentable que el hombre”.
Los artistas, como exponentes de esta situación, crean una atmósfera en que la aspiración no consiste en vivir dentro de la sociedad de la que forma parte, interrelacionarse con los otros, sino conseguir un paliativo a su desprecio por el mundo y sus normas, a través del éxtasis provocado por un agobio muy bluesero.
Con el hastío se puede hablar de hombres y mujeres con los sueños rotos; del vislumbre de la vida cotidiana como una sombra, la sombra de todos los días. Tantas sombras que parece que un tipo apenas tiene la oportunidad de mantenerse erguido.
La humanidad lleva la sombra como capa y la vida como un costal en sus espaldas, más grande que ella misma. Como si el gordo dedo de la divinidad (cualquiera) estuviera a punto de aplastar sus pequeñas miserias para hacerle saber que está viva.
La única vez que tiene una oportunidad de erguirse es cuando las sombras se convierten en noche. El peso de un hombre normal al abrigo de la oscuridad —oscuridad donde ninguna sombra puede encontrarlos— es la libertad. Y la libertad aquí enarbola un letrero que dice: “Estoy asqueado y aburrido: harto”.
Todos nos hemos hartado alguna vez de todo. Sin embargo, lo desquiciante es estarlo todo el tiempo. Y ahí es donde radica el quid. Nada ni nadie ha logrado encontrar una guía determinante que ayude a encontrarle lo positivo, ya no a una mala época, sino a la existencia. De tal manera que a cada quien le llega el momento de la claridad en este sentido y regularmente se tiende a explotar, a vociferar o a deprimirse –el espectro es amplio—, sin encontrarle razón al laberinto.
En esa circunstancia es donde radica la épica personal, en la tragedia que nos enfrenta al cosmos. Siendo razonable se intuye que es una lucha imposible de ganar, aunque a veces, muy escasas, se salga bien librado de una batalla. La historia, las estadísticas, los hechos consumados, registran minucias en este sentido. En la balanza hay una desigualdad definitiva.
Sobreviene entones una reacción natural, el tedio existencial y en cierto instante te das cuenta que ya pasaste por eso cuando eras joven y creías saberlo todo y, entre otras cosas, que los adultos no tenían ni la más mínima idea de lo que era la vida. Y pasan los calendarios y descubres que efectivamente no tenían ni idea, ni tú tampoco, ni nadie jamás, nunca, ni antes ni después de ti. Y que siempre todos hemos andado perdidos.
Hay paréntesis en el tiempo –días, meses, años— en que lo único claro es que las cosas se reducen a un combate entre el mundo y tú, en una pelea callejera, sin reglas, en donde las artimañas únicamente las conoce el otro bando. Y otra vez, gritas y vociferas harto de semejante injusticia, y vives como un basilisco cada segundo, cada minuto, cada hora…para esperar el enfrentamiento final, y entonces recuerdas aquella atinada canción que irónicamente dice que no debes preocuparte, para luego explicar que la vida es únicamente sobrevivir y luego, nada: te mueres.
Te das a la tarea de resumir a disgusto: ¿sirven de algo las rebeliones o las actitudes airadas? ¿Sirven de algo el retraimiento o la depresión, al respecto? Y te contestas que no, que todo ello es absurdo y no lleva a ningún lado, pero como buen espécimen de la raza humana nunca desaprovechas la ocasión para equivocarte de nuevo y te apuntas a uno de esos casilleros. Tratas de sobrellevarlo con entereza, pero es inútil.
Te llega la evocación de aquello que leíste en algún lado acerca de que hay mucha gente a la que le cuesta encontrar su lugar. “Pasan la vida dando muestras de sus intereses, pero cargan consigo el castigo de lo intermitente. Es como si su razón de ser llevara incorporado un mecanismo de autodestrucción, que garantiza que cuando al fin las cosas se vean bien, empezarán a ir mal de nuevo”. El agobio y el hastío, again.
No podemos controlar lo que la vida nos hace. Lo hace sin darnos cuenta, y cuando lo hacemos ya es demasiado tarde. ¿O no?