MIÉRCOLES DE MAGIA

Miércoles de magia (foto 1)

Por SERGIO MONSALVO C.

¿Qué hacer, sino dejar que las cosas sigan su curso? El sol como prestidigitador que guarda su elixir para continuar vivaracho y chispeante en público.

En la plaza donde los colores siguen girando mientras un cilindro silba, olvidado de la extinción, alguna melodía trillada, «tradicional» con un poco de buena voluntad. Pensando, con imaginación de organillo, que valió la pena vivir para esto, para seguir girando mientras la tarde en pleno resuena.

Sin timidez la vista despierta a los tapices, a los comercios diversos, al hormigueo de sueños interpretados como algodones de azúcar multicolor, de globos como sonrisas. Una alucinación de iluminado polvo.

Por las cuatro esquinas los pies difunden sus ansias de agua, de verde, de banca, de órganos de adivinación, de presentimiento. Gira la estación entre las fuentes, el goteo sobre el adoquín o el empedrado.

Las campanillas infantiles se agazapan sobre lo anhelado, sobre los terciopelos que dirigen sus ojos al crepúsculo. La tarde es un limo ante las barbas de un dios inerte.

Inerte por el movimiento de las caderas atrapadas en minifaldas o jeans de las nínfulas («tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida»). Grito de amor perdido, de hotel sin noche, de sax sin Charlie.

Otro grito rompe en el espejo. «¡No le temas a la magia! ¡Atrévete a conocer tu suerte o a cambiarla…!», dice la pitonisa de turbios lentes y sucios naipes. Promesa de inquietud ante una aventura demente.

¿Por qué no?, atraparla en una plaza abierta.  En aquel rehilete, en aquella mirada de la Absorta Trastornada por un everything/anything. En el helado que come aquella joven, en la maracuyá, en la guanábana…

¿Por qué no? En cada bocado pequeño, agridulce; en la luz de sus ojos curiosos; en el paseo acompañado de entusiasmos y expectativas. Una plaza de coyotes, otra de sabores varios. La mía de bocados de magia con chispas de chocolate.

 

ExLibris

UNA BOLSA DE PARÍS

Una bolsa de París (foto 1)

Por SERGIO MONSALVO C.

Es larga la trayectoria que les toca recorrer en esta línea del Metro. Toda la ciudad de Sur a Norte, bajo tierra, con su olor a frenos, a hule quemado y filoso ruido de metal, como en todas las líneas.

Dos mujeres jóvenes de edad indefinida y procedencia semejante esperan resignadas al convoy. Sus vestidos solferino y verde, respectivamente, están cubiertos por un usado delantal de cuadros grises y blancos. La de menor estatura se cubre además con un suéter abierto que le queda chico y que tampoco la tapa del frío. Destacan sus pantorrillas prietas y agrietadas que tienen como fin un par de zapatos tenis, gastados y sucios (¿Nike? ¿Adidas?).

Llega el convoy y ambas alcanzan lugar para sentarse, a pesar de la muchedumbre que ahí aborda.

Una, junto a la ventanilla, mira fijamente el paso de los muros, el de las estaciones que se continúan y los anuncios que tratan de cosas insospechadas.  Lleva las manos en el regazo mientras estrangula un billete con el puño.

Una bolsa de París (foto 2)

La otra, a la que le tocó el asiento del pasillo, cierra y abre los ojos enrojecidos de cansancio, a intervalos irregulares. Aprieta con ambos brazos una común bolsa de plástico, con agarraderas como las de supermercado, que no le quiso dejar a la otra –se la arrebató, pues– y por la cual tuvieron una pelea.

En la bolsa no lleva más que su suéter azul cielo, pero aquel pedazo de plástico la hace sentirse orgullosa y hasta un poco menos cansada, aunque en la cara se note lo contrario.

Ha dejado con premeditación hacia el frente, a la vista de cualquiera, de todos, el anuncio impreso en ella: «Zeina. Paris. 20, rue de la Paix, Paris 2e. Tel. 42617021. Métro Opéra».

Lo que signifique, lo que diga, de lo que hable, la tiene sin cuidado. Para ella sólo es importante lo que sabe, que es una bolsa llegada de París, «de donde antes venían los niños», como le dijo la señora a la que ayudan con la limpieza al dárselas para que «guardaran bonitas cosas».

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